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Esperando a Gaia. Componer el mundo común mediante las artes y la política

CUADERNO

 

¿Qué se supone que debemos hacer ante una crisis ecológica que no se parece a ninguna crisis bélica o económica que hayamos conocido y a cuya escala, si bien sin duda es formidable, estamos de algún modo acostumbrados porque su origen es humano, demasiado humano? ¿Qué hacer cuando se nos dice, día tras día y de maneras cada vez más estridentes, que nuestra civilización actual está condenada y que hemos alterado tanto la Tierra misma que no hay forma de que vuelva a ninguno de los diversos estados estacionarios del pasado? ¿Qué hacemos cuando leemos, por ejemplo, un libro como el de Clive Hamilton titulado Réquiem para una especie. Cambio climático: ¿por qué nos resistimos a la verdad?, y la especie en cuestión no es el dodo ni la ballena, sino la nuestra, es decir, ustedes y yo? O el de Harald Welzer, Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, un libro dividido en tres agradables partes: cómo se mataba en el pasado, cómo se mata hoy y cómo se matará mañana. En cada capítulo, para llevar la cuenta de los muertos, hay que añadir a la calculadora varios órdenes de magnitud…

El tiempo de los grandes relatos quedó atrás, lo sé, y acaso parezca ridículo abordar una cuestión tan grande desde un punto de entrada tan pequeño. Pero precisamente por eso quiero encararlo así: ¿qué hacemos cuando las preguntas son demasiado grandes para todos, y especialmente cuando son tan enormes para el autor, es decir, para mí?

Una de las razones por las cuales nos sentimos tan impotentes cuando se nos pide que nos preocupemos por la crisis ecológica –la razón por la cual yo, en primer lugar, me siento tan impotente– es la total desconexión que existe entre el rango, la naturaleza y la escala de los fenómenos y la batería de emociones, hábitos del pensar y sentimientos que se necesitaría para tratar con esa crisis: no digamos para actuar en respuesta a ella, sino apenas para dedicarle algo más que una atención pasajera. Por eso este ensayo tratará en buena medida sobre esa desconexión y sobre qué hacer al respecto.

¿Hay alguna manera de salvar la distancia entre la escala que tienen los fenómenos de los que oímos hablar y el minúsculo Umwelt dentro del cual somos testigos, como un pez en su pecera, del océano de catástrofes que supuestamente van a desatarse? ¿Cómo podemos comportarnos con sensatez, cuando no existe una estación de control en tierra adonde enviar el pedido de auxilio: “Houston, tenemos un problema”?

 

Lo más extraño de la distancia abismal que hay entre nuestras preocupaciones humanas, pequeñas y egoístas, y los grandes problemas que plantea la ecología es que precisamente esa distancia es lo que se ha valorado durante tanto tiempo en tantos poemas, sermones y conferencias edificantes sobre las maravillas de la naturaleza. Lo maravilloso de esas manifestaciones radicaba justamente en esa desconexión: en buena medida, sentirse impotente, abrumado y completamente dominado por el espectáculo de la “naturaleza” forma parte de lo que hemos llegado a entender, al menos desde el siglo xix, por lo sublime. Recordemos a Shelley:

En los bosques salvajes, solitario entre los montes,

Donde eternas cascadas saltan en derredor,

Donde bosques y vientos combaten, y un vasto río

Corre impetuoso y rompe sin cesar sobre sus rocas.

¡Cuánto nos gustaba sentirnos pequeños ante la fuerza magnífica de las cataratas del Niágara, la impactante inmensidad de los glaciares del Ártico o el paisaje seco y desolado del Sahara! ¡Qué delicioso estremecimiento al comparar nuestro tamaño con el de las galaxias, pequeño en relación con la Naturaleza pero, en lo que concierne a la moral, tanto más grande incluso que Sus más grandiosos despliegues de poder! ¡Tantos poemas y reflexiones sobre la inconmensurabilidad entre las fuerzas eternas de la Naturaleza y las pretensiones de los pequeños y endebles humanos de conocerla o dominarla! Así que se podría decir, a fin de cuentas, que la desconexión siempre existió y que es la fuente íntima del sentimiento de lo sublime.

El eterno universo de las cosas

fluye a través de la mente y balancea sus rápidas olas

–ya oscuras, ya brillantes; ya reflejando de las sombras,

ya prestando esplendor–, allí donde, de manantiales secretos,

trae su tributo la fuente del pensamiento humano.

Pero ¿qué ha pasado con lo sublime en los últimos tiempos, ahora que se nos invita a considerar otra desconexión, en este caso entre, por un lado, nuestras acciones colosales en tanto humanos –me refiero a humanos como conjunto– y, por el otro, nuestra completa falta de comprensión de lo que hemos hecho colectivamente?

Reflexionemos un poco sobre lo que se da a entender con la idea de “antropoceno”, esa asombrosa invención léxica propuesta por los geólogos para etiquetar nuestra época. Lo sublime, advertimos, se ha evaporado cuando ya no se nos considera humanos endebles dominados por la “naturaleza” sino, por el contrario, un gigante colectivo que, si se mide en terawatts, ha crecido tanto como para convertirse en la principal fuerza geológica de las que modelan la Tierra.

Es de lo más irónico que esta polémica sobre el antropoceno llegue justo cuando los filósofos de vanguardia comenzaban a hablar de nuestro tiempo como el de lo “posthumano”, y cuando otros pensadores proponían caracterizarlo como el del “fin de la historia”. Parece que tanto la historia como la naturaleza se reservan más de un truco en la manga, porque estamos siendo testigos de la aceleración y la ampliación de la historia con un giro que, más que posthumano, deberíamos llamar posnatural. Si es cierto que el “anthropos” es capaz de modelar la Tierra literalmente (y no sólo en sentido metafórico, a través de sus símbolos), lo que presenciamos ahora es un antropomorfismo potenciado con esteroides.

En su magnífico libro Eating the Sun [Comerse el sol], Oliver Morton aporta una interesante escala de energía. Para funcionar, nuestra civilización mundial requiere alrededor de trece terawatts, mientras que el flujo de energía proveniente del centro de la Tierra es de aproximadamente cuarenta terawatts. Sí, ahora nos medimos con la tectónica de placas. Claro que este gasto de energía es despreciable comparado con los ciento setenta mil terawatts que recibimos del sol, pero ya se vuelve bastante grande si se lo compara con la producción primaria de la biosfera (ciento treinta terawatts). Y si todos los humanos utilizáramos tanta energía como los norteamericanos, funcionaríamos con cien terawatts, es decir, el doble de la potencia de la tectónica de placas. Toda una hazaña. “¿Es un avión? ¿Es la naturaleza? ¡No, es Superman!” Nos hemos vuelto Superman sin siquiera advertir que, dentro de la cabina telefónica, no solo nos hemos cambiado de ropa sino que también hemos crecido enormemente. ¿Podemos estar orgullosos? No mucho, y ese es el problema.

La desconexión ha cambiado por completo y ya no genera ningún sentimiento de lo sublime, porque ahora se nos insta a sentirnos responsables por los cambios rápidos e irreversibles en la superficie de la Tierra, en parte productos de la tremenda cantidad de energía que gastamos. Nos piden que volvamos a observar las mismas cataratas del Niágara, pero ahora con la sensación persistente de que pueden detener su fluir (qué lástima por las “eternas cascadas” que saltan en derredor del hombre de Shelley); nos piden que volvamos a observar los mismos hielos eternos, salvo que ahora nos producen una sensación de zozobra, porque al fin y al cabo quizás no duren tanto; nos llevan otra vez a mirar el mismo desierto reseco, pero ahora sentimos que se expande inexorablemente a causa de nuestro desastroso uso del suelo. Sólo las galaxias y la Vía Láctea podrían seguir a disposición del antiguo y aleccionador juego del asombro, porque están más allá de la Tierra, y por lo tanto fuera de nuestro alcance, ya que se sitúan en la parte de la naturaleza que los antiguos llamaron supralunar (volveremos sobre esto más adelante).

¿Cómo sentir lo sublime cuando la culpa nos roe las entrañas? Y lo hace de una forma nueva, inesperada, porque yo no soy responsable, por supuesto, y tampoco usted, usted ni usted. Ninguno, de manera aislada, es responsable.

Todo sucede como si se hubiera subvertido por completo el antiguo equilibrio entre la consideración de la ley moral en nosotros y la de las fuerzas inocentes de la naturaleza fuera de nosotros. Como si todos los sentimientos de asombro hubieran cambiado de bando junto con la moral. Esto es lo que más sorprende: ¿cómo es posible que se me acuse de una culpa semejante sin que yo sienta culpa alguna, sin haber hecho nada malo? El actor humano colectivo al que se le atribuye el hecho no es un personaje que pueda ser concebido, evaluado o medido. No es posible encontrarse con él o con ella cara a cara. Ni siquiera se trata de la raza humana considerada in toto, ya que el perpetrador es sólo una parte de la raza humana, los ricos y poderosos, un grupo que no tiene forma definida ni límite y que desde luego no tiene representación política. ¿Cómo podemos ser “nosotros” los que causamos “todo esto”, cuando no existe cuerpo político, moral, pensante o sensible capaz de decir “nosotros”, ni nadie que pueda decir con orgullo “la responsabilidad es mía”? Recordemos las lamentables reuniones de Copenhague en 2009, con todos los jefes de Estado negociando en secreto un pacto no vinculante, insultándose y regateando como chicos por una bolsa de bolitas de vidrio.

La otra razón por la que lo sublime ha desaparecido, por la que nos sentimos tan culpables de haber cometido crímenes cuya responsabilidad no creemos tener, es la complicación adicional introducida por los “escépticos”, o mejor –para evitar el uso de un término positivo y venerable–, los negadores del cambio climático.

¿Deberíamos darles a esos personajes el mismo tiempo que a los climatólogos para defender su posición (en cuyo caso corremos el riesgo de rechazar nuestra responsabilidad y de asociarnos a los creacionistas que combaten a Darwin y la biología en su conjunto)? ¿O deberíamos tomar partido y negar a los negadores una plataforma que les sirva para contaminar lo que muy probablemente sea la mayor certeza a nuestro alcance en cuanto a cómo hemos sembrado la destrucción en nuestro propio ecosistema (en cuyo caso, nos arriesgamos a quedar involucrados en una cruzada ideológica para moralizar una vez más nuestros vínculos con la naturaleza y recrear el juicio contra Galileo, como si ignoráramos la voz solitaria de la razón en lucha contra la tribuna de expertos)?

No sorprende que, ante esta nueva desconexión, muchos pasemos de la admiración por las fuerzas inocentes de la naturaleza al abatimiento total, o que incluso prestemos oído a los negadores del cambio climático.

Como sostuvo Clive Hamilton en Réquiem para una especie, en cierto sentido todos somos negadores del cambio climático, en la medida en que no logramos captar el personaje colectivo: el anthropos presente en el antropoceno, lo “humano” de la catástrofe “producida por el hombre”. Es la indiferencia que hemos incorporado lo que nos lleva a negar el saber de nuestra ciencia. Pensemos cuán agradable sería volver al pasado, cuando la naturaleza podía ser sublime y nosotros, los pequeños y endebles humanos, éramos simplemente irrelevantes y nos deleitábamos en el sentimiento íntimo de nuestra superioridad moral sobre la pura violencia natural. En cierto modo, la desconexión es la fuente real de la negación misma.

¿Qué significa ser moralmente responsables en el antropoceno, cuando la Tierra es modelada por nosotros, por nuestra falta de moral –salvo porque no hay un “nosotros” aceptablemente identificable que pueda cargar con el peso de tal responsabilidad–, y cuando ha sido puesto en duda el lazo mismo que conecta la acción colectiva con su consecuencia?

Para resumir mi primer argumento: ¿cómo es posible que uno aún desee experimentar lo sublime mientras observa las cascadas “eternas” celebradas por Shelley cuando, primero, al mismo tiempo piensa que podrían desaparecer; cuando, segundo, uno mismo podría ser responsable de su desaparición; mientras, tercero, uno se siente doblemente culpable por no sentirse responsable; y cuando uno siente un cuarto nivel de responsabilidad por no haber ahondado lo suficiente en lo que se denomina la “controversia climática”. No hemos leído, pensado ni sentido lo suficiente.

 

Al parecer, no hay otra solución que explorar la desconexión y esperar que la conciencia humana eleve nuestro sentido del compromiso moral al nivel requerido por esta esfera de todas las esferas, la Tierra. Pero a juzgar por las noticias recientes, apostar por el aumento de la conciencia es un poco arriesgado, ya que en realidad la cantidad de estadounidenses, chinos e incluso británicos que niegan el origen antrópico del cambio climático está creciendo en lugar de disminuir (incluso en la Francia “racionalista” un ex ministro de Educación e Investigación con un nombre simpático y edificante, el profesor Allègre, se las ha ingeniado para convencer a buena parte de nuestro público más iluminado de que la controversia en relación con el clima es tan grande que en definitiva no hace falta preocuparse).

Como en Melancolía, el film de Lars von Trier, parece que más valdría disfrutar en soledad, desde la irrisoria protección de una choza infantil construida con unas pocas ramas por la tía Rompeacero, del espectáculo de un planeta incrustándose contra nuestra Tierra. Es como si Occidente, justo cuando la actividad cultural de dar forma a la Tierra está cobrando un sentido literal y no simbólico, recurriera, como forma de olvidarse del mundo, a una idea de la magia totalmente pasada de moda. En la asombrosa escena final de un film muy asombroso, gente hiperracional recurre a lo que se supone deben hacer los antiguos rituales primitivos: proteger las mentes infantiles del impacto de la realidad. Quizá Von Trier haya comprendido exactamente lo que sucede cuando lo sublime ha desaparecido. ¿Ustedes pensaban que el Día del Juicio traería a los muertos de regreso a la vida? En absoluto. ¡Cuando las trompetas del juicio resuenan en nuestros oídos, caemos en la melancolía! Ningún ritual nuevo puede salvarnos. Sentémonos entonces en una choza mágica y sigamos negando, negando, negando hasta el amargo final.

¿Qué hacemos entonces cuando nos toca abordar una cuestión que sencillamente es demasiado grande para nosotros? Si no la negación, ¿entonces qué? Una de las soluciones es comenzar a prestar atención a las técnicas a través de las cuales se obtiene la escala y a los instrumentos que hacen posible la conmensurabilidad. A fin de cuentas, la propia idea de antropoceno implica una medida común de ese tipo. Si es verdad que “el hombre es la medida de todas las cosas”, la afirmación podría funcionar incluso en esta coyuntura.

Un principio de los estudios científicos y de la teoría del actor-red sostiene que, en vez de suponer que las diferencias de escala existen de antemano, siempre debemos averiguar de qué manera se produce la escala. Por suerte, este principio se adecua de manera ideal a la crisis ecológica: no existe nada acerca de la Tierra en tanto Tierra que no conozcamos por medio de las disciplinas, los instrumentos, las mediaciones y la expansión de las redes científicas: su tamaño, su composición, su larga historia, etc. Hasta los granjeros dependen del conocimiento especial de los agrónomos, los estudiosos del suelo y otros. Y esto rige aun en mayor medida para el clima global: el globo por definición no es global sino, de modo bastante literal, un modelo a escala que se conecta mediante redes confiablemente seguras con estaciones donde se recolecta información de referencia que se reenvía a los modelizadores. No es este un argumento relativista que podría poner en duda ese conocimiento, sino un principio relacional que explica la solidez de las disciplinas que deben establecer, multiplicar y llevar a cabo el mantenimiento de esas conexiones.

Lamento insistir en algo que suena como buscarle la quinta pata al gato, pero no hay manera de explorar una salida de la desconexión si no aclaramos cuál es el instrumento de escalado que genera lo global en el nivel local. Mi argumento (en realidad, el de los estudios científicos) es que no existe el efecto zoom: las cosas no se ordenan por tamaño como si fueran cajas dentro de cajas. Más bien se ordenan por grado de conexión, como si fueran nodos conectados a otros nodos.

Nadie ha demostrado esto mejor que Paul Edwards en su hermoso libro sobre la ciencia del clima, A Vast Machine [Una máquina vasta]. Si los meteorólogos y, más recientemente, los climatólogos han sido capaces de obtener una visión “global”, es porque se las ingeniaron para construir modelos cada vez más poderosos, capaces de recalibrar la información de referencia obtenida apelando a cada vez más estaciones o documentos (satélites, anillos de crecimiento de los árboles, diarios de navegación de viajeros muertos hace muchos años, núcleos de hielo, etc.). Lo interesante es que precisamente en esto los negadores del cambio climático basan sus negaciones: consideran que ese conocimiento es demasiado indirecto, demasiado mediado, está demasiado alejado del acceso inmediato (sí, parece que estos émulos de Tomás, en su duda epistemológica, sólo creen en el conocimiento no mediado). Se indignan al ver que ningún dato de referencia tiene sentido en sí mismo, que es preciso recalcularlos y reformatearlos todos. Los negadores del cambio climático hacen con los crímenes del futuro exactamente lo mismo que los negacionistas con los crímenes del pasado: utilizan una piedra de toque positivista para hacer agujeros en lo que es un extraordinario rompecabezas de interpretaciones entrecruzadas de datos. No es un castillo de naipes sino un tapiz, probablemente uno de los más hermosos, sólidos y complejos que se hayan tejido jamás. Por supuesto que hay un montón de agujeros en él: tener agujeros es lo propio del tejido de nudos y nodos. Pero es un tapiz asombrosamente fuerte por el modo en que está tejido: permitiendo que la información sea recalibrada por los modelos, y viceversa. Parece que la historia del antropoceno (las ciencias del clima son, por definición, un conjunto de disciplinas históricas) es el acontecimiento más documentado que hayamos tenido nunca. Al final de su libro, Paul Edwards sostiene incluso que nunca podremos saber más sobre la actual tendencia al calentamiento global, porque año tras año nuestra acción modifica tanto la línea de base que ya no habrá una línea de base para calcular la desviación respecto de la media… Qué perverso: ser testigos de cómo la raza humana borra sus acciones generando desviaciones tales que las desviaciones posteriores ya no pueden rastrearse.

Si importa tanto hacer hincapié en este lento proceso de calibración, elaboración de modelos e interpretación, similar al tejido de un tapiz, es porque demuestra que ni siquiera los climatólogos tienen manera de enfrentarse directamente con la Tierra. Gracias a los lentos procesos de calibración de muchas instituciones dedicadas a elaborar estándares, lo que los climatólogos hacen es observar cuidadosamente un modelo local desde el diminuto locus de un laboratorio. Así pues, hay una desconexión que no estamos obligados a compartir: no tenemos por un lado a los científicos que gozan de una visión globalmente completa del planeta y, por el otro, a los pobres ciudadanos comunes con una visión “local limitada”. Sólo existen visiones locales. Sin embargo, algunos de nosotros observamos modelos a escala conectados, basados en información que ha sido reformateada por programas cada vez más poderosos, ejecutados por instituciones cada vez más respetadas.

Para quienes desean salvar la brecha y comprender la nueva desconexión, la puesta en primer plano de los instrumentos de medición puede ofrecer un recurso fundamental, esta vez para la política. Es inútil que el activista ecológico intente avergonzar al ciudadano común por no pensar lo suficiente en la perspectiva global, por no sentir afecto por el planeta como tal. Nadie observa la Tierra globalmente, nadie observa un sistema ecológico desde ninguna parte, ni el científico ni el ciudadano, ni el productor agropecuario ni el ecologista y, no lo olvidemos, tampoco la lombriz. La naturaleza ya no es lo que se abarca desde un punto de vista distante al que el observador puede saltar idealmente para ver las cosas “como un todo”, sino el ensamblaje de entidades contradictorias que deben ser compuestas como un conjunto.

Esta labor de ensamblaje es especialmente necesaria si tenemos que imaginar el “nosotros” del que se supone que los humanos forman parte al asumir responsabilidad por el antropoceno. En este momento, no existe un camino directo que lleve de mi acto de cambiar las lamparitas en casa al destino de la Tierra: es una escalera sin peldaños. Habría que saltar, ¡y sería todo un salto mortale! Todos los ensamblajes requieren de intermediarios: satélites, sensores, fórmulas matemáticas y modelos climáticos, seguro que sí, pero también de Estados nacionales, ONG, conciencia, moral y responsabilidad. ¿Es posible seguir la enseñanza del ensamblaje?

 

El trabajo que llevan a cabo varios académicos de ideas similares a las mías en relación con lo que llamamos “mapeo de controversias científicas” provee una pequeña senda posible hacia un ensamblaje de este tipo. No debemos escapar de las controversias sino componerlas actor por actor, del mismo modo que van sumando actor por actor –el papel de las turbulencias del aire, luego las nubes, luego el papel de la agricultura, luego el del plancton– quienes elaboran modelos climáticos, a fin de obtener con cada agregado una interpretación más realista de este auténtico teatro planetario.

El mapeo de controversias es un ejemplo del tipo de instrumentos que salvan parcialmente la desconexión entre la magnitud de los problemas que enfrentamos y lo limitado de nuestra comprensión y rango de atención. En especial, si aprovechamos la oportunidad que ofrece la información digital para reunir en un mismo espacio óptico los documentos que provienen de la ciencia y los que provienen de debates públicos.

Al principio la confusión es terrible, como si hechos y opiniones estuvieran mezclados. Pero tal es justamente el punto: hechos y opiniones ya están mezclados y lo estarán más en el futuro. Lo que necesitamos no es tratar de separar nuevamente el mundo de la ciencia y el mundo de la política –¿cómo soñar siquiera con mantener en marcha un programa semejante en el antropoceno, la era de la mezcla de todas las mezclas?–, sino descifrar con una nueva metrología el peso relativo de las cosmologías involucradas. Ya que ahora son los mundos los que están en cuestión, comparemos entre sí las cosmologías. En vez de tratar de distinguir lo que ya no puede distinguirse, hagamos estas tres preguntas claves: ¿qué mundo están ensamblando?; ¿con quiénes se alinean?; ¿con qué entes proponen vivir?

Después de todo, eso es precisamente lo que ha permitido a los académicos rastrear cómo el origen antrópico del “enrarecimiento climático”, un hecho que hace quince o veinte años se consideraba bien establecido, se ha reducido a los ojos de millones de personas al nivel de una mera opinión. Con los mismos instrumentos que nos permiten rastrear la producción científica (motores de búsqueda, herramientas cientométricas y bibliométricas, mapas de las blogosferas), fue posible seguir muy rápidamente las pistas de los nombres, los lobbies, las credenciales y los flujos monetarios de quienes han insistido en transformarlo en una controversia. Me refiero aquí al trabajo de Naomi Oreskes o al de James Hoggan. Qué interesante ver las conexiones que se establecen entre grandes petroleras, fabricantes de cigarrillos, antiabortistas, creacionistas, republicanos y una cosmovisión integrada por muy pocos humanos y muy pocos entes naturales. Si hablamos de un enfrentamiento entre cosmogramas, comparemos pues los distintos cosmogramas entre sí. En eso se ha transformado la política. Enfrentemos un mundo contra el otro, ya que se trata de una guerra de mundos.

Por esta razón he intentado introducir en la filosofía el término “composición”, y con él, “composicionismo”. No sólo porque tiene una agradable conexión con “compost”, sino también porque describe de manera exacta el tipo de política que podría seguir los pasos de la ciencia del clima. Quizás la tarea no sea “liberar la climatología” del peso excesivo de la influencia política (esto es lo que reclama el gobernador de Texas Rick Perry: para él, los científicos sólo buscan el dinero de las becas y la oportunidad de proponer una agenda socialista que ni Lenin pudo imponer a los bravos yanquis). Por el contrario: la tarea es seguir los hilos con que los climatólogos han construido los modelos necesarios para poner en escena la Tierra en su conjunto. Con esta lección en mente, podemos comenzar a imaginar cómo hacer lo mismo para componer un cuerpo político capaz de asumir su parte de responsabilidad en el estado cambiante del planeta.

Después de todo, esta mezcla de ciencia y política es precisamente lo que queda plasmado en el propio concepto de antropoceno: ¿por qué seguir intentando separar lo que los geólogos, gente honesta si la hay, han entremezclado? En realidad, el espíritu de nuestra lengua lo ha dicho todo el tiempo, como lo muestra la conexión entre “humus”, “humano” y “humanidad”. Nosotros, los terrícolas, hemos nacido del suelo y del polvo, al que regresaremos, y por eso lo que solíamos llamar “las humanidades” son también, desde ahora, nuestras ciencias.

 

Hasta aquí he insistido en un polo de la desconexión, el que nos condujo hacia la raza humana indefensa que cambia involuntariamente sus ropas por las de Superman. Ahora es el turno de dirigir la atención hacia el otro polo, lo que solíamos llamar “naturaleza”. La engañosa idea de antropoceno modifica ambos lados de lo que debe ser unido: por cierto el lado humano, en tanto nos vemos despojados de la posibilidad de seguir sintiendo lo sublime, pero también el lado de las fuerzas geológicas con las que ahora los humanos se alinean y comparan. Mientras los humanos se dedicaban a cambiar la forma de la Tierra sin acostumbrarse a su nuevo traje de Gargantúa, últimamente la Tierra se ha metamorfoseado en algo que James Lovelock ha propuesto llamar Gaia. Gaia es el gran Trickster de nuestra historia actual.

En lo que resta de este ensayo me gustaría explorar las diferencias entre Gaia y la Naturaleza de los viejos tiempos. Si consideramos en conjunto ambas mutaciones, la que afecta a los terrícolas y la que afecta a la Tierra, es posible que quedemos en una posición un poquito mejor para salvar la brecha.

En primer lugar, Gaia no es sinónimo de Naturaleza, porque Gaia es extremada y terriblemente local. Durante el periodo que Peter Sloterdijk estudió como el tiempo del Globo, desde el siglo XVII hasta el fin del XX, existió cierta continuidad entre todos los elementos de lo que podría llamarse el “universo” porque este sin duda se había unificado, si bien demasiado rápido. Como ha sostenido Alexandre Koyré, se suponía que habíamos pasado de una vez y para siempre de un cosmos restringido a un universo infinito. Una vez que cruzábamos el estrecho límite de la organización humana, todo lo demás estaba hecho de la misma sustancia material: la tierra, el aire, la luna, los planetas, la Vía Láctea y de ahí al Big Bang. Esa es la revolución que implican los adjetivos “copernicano” o “galileano”: ya no hay diferencia entre el mundo sublunar y el supralunar. Qué sorpresa entonces escuchar, de pronto, que a fin de cuentas sí existe una diferencia entre el mundo sublunar y el supralunar. Y también que tal vez sólo los robots y un puñado de astronautas ciborgs puedan llegar más lejos y más allá, pero el resto de la raza, nueve mil millones de nosotros, quedaremos varados aquí abajo, en lo que se ha transformado una vez más, como el antiguo cosmos, en una “cloaca de corrupción y decadencia” o, al menos, en un lugar repleto de gente, riesgoso y de consecuencias indeseadas. Sin más allá. Sin distancia posible. Sin escape. Como ya dije, aún podemos sentir lo sublime, pero sólo en relación con lo que queda de naturaleza más allá de la Luna y mirando desde Ninguna Parte. Abajo ya no hay nada sublime. Aquí va una periodización tosca: después del cosmos, el universo, pero después del universo, otra vez el cosmos. No somos posmodernos, pero, sí, somos posnaturales.

En segundo lugar, Gaia no es como la Naturaleza, indiferente a nuestras dificultades. No es exactamente que Ella “se preocupe por nosotros” como una Diosa, o como la “Madre Naturaleza” de muchos panfletos ecológicos new age; ni siquiera es como la Pachamama de la mitología inca resucitada recientemente como nuevo objeto de la política latinoamericana. Si bien James Lovelock ha coqueteado a menudo con metáforas de lo divino, su análisis de la indiferencia de Gaia me resulta mucho más problemático: porque Ella es extraordinariamente sensible a nuestra acción, pero al mismo tiempo persigue objetivos que no apuntan en absoluto a nuestro bienestar. Si Gaia es una divinidad, es una diosa que podemos dejar fuera de juego con facilidad, mientras que a su vez Ella puede “vengarse” de la manera más extraña (tomando en préstamo el título del libro más resonante de Lovelock), deshaciéndose de nosotros, dejándonos fuera de existencia a golpe de temblores, por así decirlo. Así que, en definitiva, Ella es demasiado frágil como para cumplir el papel tranquilizador de la antigua naturaleza, demasiado despreocupada por nuestro destino para ser una Madre, demasiado incapaz de ser propiciada por pactos y sacrificios para ser una Diosa.

¿Recuerdan la energía que tantos académicos consumieron en el pasado para erradicar la diferencia entre “naturaleza” y “crianza”? Lo que ahora sucede es que, cuando nos volvemos hacia “la naturaleza”, nos damos cuenta de que somos nosotros quienes deberíamos estar “criándola” para que Su repentina inestabilidad no nos reduzca a la irrelevancia. Ella permanecerá, no es por Ella por quien debemos preocuparnos; somos nosotros los que estamos en peligro. O más bien, en este enigma del antropoceno hay operando una especie de cinta de Moebius, como si simultáneamente nosotros la rodeáramos –en tanto somos capaces de amenazarla– mientras Ella nos rodea –en tanto no tenemos otro lugar adonde ir–. Vaya ladina, esta Gaia.

Aunque en este ensayo no puedo detenerme en todos los rasgos que componen la originalidad de Gaia, es preciso sin embargo que concluya con otros dos.

El tercer rasgo, y probablemente el más importante, es que Gaia es un concepto científico. No sería de interés si en la mente de ustedes estuviera asociado a alguna vaga entidad mística como Aywa, la Gaia en red del planeta Pandora que Cameron presenta en su film Avatar. Si bien Lovelock ha sido por mucho tiempo un científico heterodoxo y sigue siendo en buena medida un disidente, el real interés del concepto que montó a partir de cosas diversas es justamente que está montado en base a cosas diversas, la mayoría de las cuales provienen de disciplinas científicas (aparte del nombre, sugerido por William Golding). Desarrollar un concepto que no estuviera compuesto principalmente por contenidos científicos habría sido una pérdida de tiempo, ya que lo que requiere nuestra época es seguir el rastro del antropoceno a lo largo de líneas dictadas por su carácter híbrido. Lo que entendemos por espiritualidad se ha visto demasiado debilitado por ideas erróneas de la ciencia como para ofrecer alguna alternativa. En ese sentido, lo sobrenatural es mucho peor que lo natural de donde surge. Entonces, a pesar de su nombre, según sabemos por los estudios comparativos de religión, Gaia no cumple en realidad el antiguo papel de una diosa. Hasta donde alcanzo a imaginar, Gaia es sólo un conjunto de loops cibernéticos contingentes positivos y negativos, como se demuestra en el bien conocido modelo del “mundo de margaritas”. Sucede que esos loops, uno tras otro, han tenido el efecto completamente inesperado de promover las condiciones para nuevos loops positivos y negativos enredados con una complejidad aún mayor. En un argumento como este no hay teleología ni Providencia.

Claro que debemos tener cuidado con la etiqueta: cuando digo que Gaia es un concepto “científico”, no utilizo el adjetivo en el sentido epistemológico de lo que introduce una diferencia radical y rastreable entre lo verdadero y lo falso, lo racional y lo irracional, lo natural y lo político. Lo tomo en un sentido nuevo –y de algún modo también más antiguo– de “científico”, como un término cosmológico (o mejor aún, cosmopolítico) que designa tanto la búsqueda como la domesticación y adaptación de nuevos entes empeñados en hallar su sitio en el colectivo sumándose a los humanos, muy a menudo desplazándolos. Lo que tiene de bueno la Gaia de Lovelock es que reacciona, siente y quizás podría deshacerse de nosotros, sin estar ontológicamente unificada. No se trata de un superorganismo dotado de cierta agencia unificada.

Es de hecho esa falta total de unidad lo que vuelve a Gaia políticamente interesante. No es un poder soberano que nos trata con prepotencia. En realidad, de acuerdo con lo que considero una saludable filosofía del antropoceno, Ella no es un agente unificado, como no lo es la raza humana que supuestamente ocupa el otro lado del puente. La simetría es perfecta: sabemos tan poco sobre aquello de lo que Gaia está hecha como sobre aquello de lo que estamos hechos nosotros. Por eso hablar de “Gaiaen-nosotros” o “nosotros-en-Gaia”, esa extraña cinta de Moebius, es tan adecuado para la tarea de composición. Gaia tiene que ser compuesta pieza por pieza, y lo mismo nosotros. Lo que ha desaparecido del universo –al menos, de su porción sublunar– es la continuidad. Sí, Ella es la ladina perfecta.

El cuarto y último truco que quiero describir es sin duda harto deprimente. La desconexión que he analizado aquí está construida sobre la propia idea de una inmensa amenaza frente a la cual estaríamos reaccionando con lentitud y a la que seríamos incapaces de ajustarnos. Ese es el resorte con el que se armó la trampa. Por supuesto, enfrentados a una trampa tan amenazadora, los más razonables de nosotros reaccionan con el muy plausible argumento de que los vaticinios apocalípticos son tan antiguos como los humanos. Y es verdad, por ejemplo, que mi generación sobrevivió a la amenaza del holocausto nuclear –algo que Gunther Anders analizó con gran maestría en términos muy similares a los que utilizan hoy los profetas del Juicio Final–, y todavía estamos aquí. De la misma manera, los historiadores del medio ambiente podrían argumentar que la advertencia sobre una Tierra en trance de muerte es tan antigua como la así llamada Revolución Industrial. Sin duda, parece haber licencia para una dosis mayor de saludable escepticismo cuando se lee, por ejemplo, que Durero, el gran Durero en persona, preparaba su alma para el fin del mundo previsto para el año 1500, al tiempo que invertía un dineral en imprimir sus bellos y carísimos grabados del Apocalipsis en espera de una ganancia considerable. Con esos pensamientos reconfortantes, nos aseguramos contra la locura de las profecías del Día del Juicio Final. Sí, sí, sí. A menos que suceda lo opuesto, y que lo que hoy estemos presenciando sea otra consecuencia de haber jugado al pastor mentiroso durante demasiado tiempo. ¿Y si hubiéramos pasado de una definición simbólica y metafórica de la acción humana a una literal? Al fin y al cabo, a eso justamente alude el concepto de antropoceno: todo lo que era simbólico debe ser tomado ahora literalmente. Las culturas solían “dar forma a la Tierra” simbólicamente; ahora lo hacen realmente. Más aún: la propia idea de cultura siguió el mismo camino que la de naturaleza. Posnaturales, sí, pero también posculturales.

En referencia a la famosa investigación que originó el concepto mismo de “disonancia cognitiva” (When Prophecy Fails [Cuando falla la profecía], de Leon Festinger, Henry Riecken y Stanley Schachter), Clive Hamilton sostiene que deberíamos prestar atención nuevamente al estudio de la señora Keech y su pronóstico sobre el fin del mundo. Puede que la desconexión no resida en el hecho de esperar el final y luego tener que reorganizar nuestro sistema de creencias para explicar por qué no sucede (como tuvieron que hacerlo los primeros cristianos cuando se dieron cuenta de que el Fin de los Tiempos no consistiría en la llegada de Cristo resonando a través del cielo en un despliegue de pirotecnia apocalíptica, sino la lenta expansión terrenal del imperio de Constantino). Hoy, para nosotros, quizás la desconexión resida en creer que el Día del Juicio Final no va a llegar, de una vez y para siempre. ¡Sería un bello y aterrador ejemplo de lo que sucede cuando la profecía acierta! Y esta vez la negación consistiría en estar reordenando el sistema de creencias para no ver la Gran Venida.

Por eso Clive Hamilton afirma, extraña y terroríficamente, que lo que debemos abandonar, si deseamos entrar en alguna negociación con Gaia, es la esperanza. La esperanza, la esperanza infatigable, es para él la fuente de nuestra melancolía y la causa de nuestra disonancia cognitiva.

 

Espero (¡ah, otra vez la esperanza!) haber mostrado por qué podría ser importante, o incluso urgente, reunir todos los recursos posibles para salvar la brecha entre la dimensión y la escala de los problemas que debemos enfrentar, por un lado, y por otro el conjunto de estados emocionales y cognitivos que asociamos a la tarea de responder el llamado a la responsabilidad sin caer en la melancolía o la negación. Es sobre todo por esta razón que hemos resucitado esa expresión bastante fuera de moda, “artes políticas”, para el nuevo programa que creamos en Ciencias Políticas para formar artistas profesionales y científicos –de las ciencias sociales y las naturales– en la triple tarea de la representación científica, política y artística.

La idea, a la vez osada y modesta, es que acaso podamos convencer a Gaia de que, dado que ahora pesamos tanto sobre Sus hombros –y Ella sobre los nuestros–, podríamos llegar a algún tipo de acuerdo, o ritual. Como los megabancos, tal vez también nosotros nos hemos vuelto “demasiado grandes para caer”. Nuestros destinos están tan conectados que al cabo podría ser un asunto como el que ilustra esta fascinante pintura del Maestro de Meßkirch que está en Basilea, y donde se ve a San Cristóbal sosteniendo a un joven Cristo encapsulado en un cosmos cerrado. San Cristóbal me resulta un icono un poco más esperanzador que el del sobrecargado Atlas. Eso sí: sólo si la esperanza puede ser todavía una bendición.

 

Conferencia pronunciada en el French Institute de Londres, en noviembre de 2011, en ocasión del lanzamiento del Programa de Ciencias Políticas en Artes y Política (SPEAP).

Traducción de Silvina Cucchi

 

Bruno Latour (1947) es filósofo y antropólogo. Fue profesor del Centro de Sociología de la Innovación en la École Nationale Supérieure des Mines de París y profesor visitante en la Universidad de California en San Diego, la London School of Economics y el Departamento de Historia de la Ciencia de la Universidad de Harvard. Actualmente es director adjunto de Sciences Po París, encargado de la política científica y de evaluación. Entre sus obras se incluyen La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos [1979] (Madrid, Alianza, 1995); Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica [1997] (Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2007); La esperanza de Pandora. Ensayos sobre la realidad de los estudios de la ciencia [1999] (Barcelona, Gedisa, 2001) y Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red [2005] (Buenos Aires, Manantial, 2008). Más información y publicaciones en www.brunolatour.fr/ y en www.brunolatourenespanol.org.

 

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