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Comenzaré con un pequeño dato tomado de la actualidad de la vida artística. Una fundación belga, la Evens Foundation, creó un premio llamado Community Art Collaboration. El premio se destina a apoyar proyectos artísticos que estimulen “la invención de una nueva cohesión social basada en la diversidad de identidades”. El año pasado, el proyecto premiado fue el que presentó un grupo francés de artistas llamado Campament Urbain. El proyecto, titulado Je & Nous, proponía crear en un suburbio pobre y estigmatizado de París un lugar especial, “extremadamente inútil, frágil e improductivo”, un lugar de relevos, accesible a todos pero que sólo pueda utilizar una persona a la vez. De modo que un premio destinado al arte se le dio a un proyecto para un lugar vacío donde nada designa la especificidad de arte alguna. Y un premio dirigido a crear nuevas formas de comunidad fue otorgado a un lugar de una sola plaza. Es probable que algunos distingan en todo esto el carácter irrisorio del arte contemporáneo y de sus pretensiones políticas. Yo adoptaré el camino contrario. Pienso que este ejemplo menor puede llevarnos al corazón del problema.
Lo primero que nos recuerda es lo siguiente. No es que el arte sea político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el estado de la sociedad y la política. Tampoco por la manera en que representa las estructuras, los conflictos o las identidades sociales. Es político en virtud de la distancia misma que toma respecto de esas funciones. Es político en la medida en que enmarca no sólo obras o monumentos, sino el sensorium de un espacio-tiempo específico, siendo que dicho sensorium define maneras de estar juntos o separados, de estar adentro o afuera, enfrente de o en medio de, etc. Es político en tanto que sus haceres moldean formas de visibilidad que reenmarcan el entretejido de prácticas, maneras de ser y modos de sentir y decir en un sentido común; lo que significa un “sentido de lo común” encarnado en un sensorium común.
Esto es así porque la propia política no es el ejercicio del poder o la lucha por el poder. Antes que nada, la política es la configuración de un espacio como espacio político, la delimitación de una esfera específica de experiencia, la disposición de objetos planteados como “comunes” y de sujetos a quienes se reconoce la capacidad de designar esos objetos y discutir sobre ellos. La política, en primer lugar, es el conflicto en torno a la existencia misma de esa esfera de experiencia, a la realidad de esos objetos comunes y la capacidad de esos sujetos. Una célebre sentencia aristotélica dice que los seres humanos son políticos porque poseen el poder del habla, que pone en común las cuestiones de la justicia y la injusticia, mientras que los animales sólo tienen voz para expresar placer o dolor. De esto, al parecer, podría deducirse que la política es la discusión pública de cuestiones de justicia entre personas hablantes que son capaces de hacerlo. Pero hay una cuestión de justicia preliminar: ¿cómo sabemos que quien vocaliza ante nosotros está discutiendo asuntos de justicia y no expresando un dolor privado? De hecho, la política toda gira en torno a esa pregunta previa: ¿quién tiene el poder de decidir sobre esto? En otra afirmación famosa, Platón dice que los artesanos no tienen tiempo de estar en otro lugar que no sea su trabajo. Parece obvio que esta “falta de tiempo” no es del orden empírico: es la mera naturalización de una separación simbólica. La política empieza, justamente, cuando aquellos que “no tienen tiempo” para hacer nada aparte de su trabajo toman ese tiempo que no tienen para hacerse visibles, en tanto copartícipes de un mundo común, y prueban que sus bocas, en vez de dar simple voz al placer o el dolor, emiten en efecto un habla común. Esta distribución y redistribución de tiempos y espacios, lugares e identidades, esta manera de encuadrar y reencuadrar lo visible y lo invisible, de distinguir el habla del ruido y así sucesivamente, es lo que yo llamo “partición de lo sensible”. La política consiste en reconfigurar la partición de lo sensible, en traer a escena nuevos objetos y sujetos, en hacer visible lo que no lo era, en transformar en seres hablantes y audibles a quienes sólo se oía como animales ruidosos. En la medida en que la política establece tales escenas de disenso, cabe caracterizarla como actividad “estética”, y esto sin relación alguna con ese adorno del poder que Benjamin llamaba “estetización de la política”.
El tópico “estética y política” puede entonces reformularse como sigue: hay una “estética de la política” en el sentido que he intentado explicar. De manera correspondiente, hay una “política de la estética”. Esto significa que las prácticas artísticas juegan un papel en la partición de lo perceptible, en la medida en que suspenden las coordenadas ordinarias de la experiencia sensible y reenmarcan la red de relaciones entre espacios y tiempos, sujetos y objetos, lo común y lo singular. No siempre hay política, aunque siempre hay formas de poder. Como tampoco hay siempre arte, si bien siempre hay poesía, pintura, música, teatro, danza, escultura y demás. La política y el arte no son dos realidades separadas y permanentes sobre las cuales habría que preguntar si deben estar conectadas o no. Cada una de ellas es una realidad condicional, que existe o no según una partición específica de lo sensible. Un buen ejemplo al respecto es la República de Platón. A veces se la malinterpreta como una proscripción “política” del arte. Pero es la política en sí lo que el gesto platónico escamotea. La misma partición de lo sensible suprime el escenario político, al negar a los artesanos todo tiempo para hacer algo más que su propio trabajo, y el escenario “artístico” al cerrar el teatro donde el poeta y los actores encarnarían una personalidad diferente de la suya propia. La configuración del espacio-tiempo priva a ambos grupos de la posibilidad de hacer dos cosas a la vez. Pone al artesano fuera de la política y al mimo fuera de la ciudad. Democracia y teatro son dos formas de la misma división de lo sensible, dos formas de heterogeneidad, despreciadas a la vez para conformar la república como “vida orgánica” de la comunidad.
De manera que el “nudo estético” ya está siempre atado antes de que uno pueda identificar el arte o la política. La situación presente, y en particular nuestro “lugar colectivo de una sola plaza”, podrían ofrecer otro ejemplo interesante de esta articulación. La idea de que el arte potencia la vida colectiva al crear un espacio remoto y vacío dedicado a la meditación individual no es una invención extraña que pruebe el agotamiento del arte contemporáneo. Al contrario, concuerda con toda la lógica de un régimen de identificación del arte y con su política. No cuesta reconocer en este “remoto lugar de una sola plaza” la última forma de un espacio que nació junto con el concepto de estética, en un tiempo que fue también el de la Revolución Francesa: hablo del espacio en blanco del museo, donde la soledad y la pasividad de los visitantes se enfrenta con la soledad y la pasividad de las obras de arte. La estética no es la ciencia o la filosofía del arte en general. La estética es un régimen histórico de identificación del arte nacido entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Su particularidad consiste en que identifica las obras de arte, ya no como productos específicos de técnicas definidas y de acuerdo con reglas definidas, sino como habitantes de un tipo específico de espacio común; en suma, algo que a menudo se considera como “autonomía del arte”. De acuerdo con un conocido relato –el así llamado “relato moderno”–, la estética es la constitución de una esfera de autonomía donde las obras de arte, aisladas en un mundo propio, sólo caben en criterios de forma, belleza, o “fidelidad hacia el medio”. Según el mismo relato, esta autonomía se habría derrumbado en las últimas décadas del siglo XX, porque las formas de vida social y las técnicas de reproducción hicieron definitivamente imposible mantener la frontera entre producción artística y reproducción tecnológica, arte elevado y arte bajo, las obras de arte autónomas y las formas de cultura de la mercancía. Yo sostendría que este relato se equivoca por completo. Los términos que opone como respectivamente característicos de dos épocas han estado unidos desde el comienzo del régimen estético del arte. Primero, la definición de una esfera estética específica que emplea este régimen no retira a la obra de arte de la política. Al contrario, vincula su índole política a esa separación. Pero, segundo, una cosa es la autonomía de la esfera estética y otra la de las obras de arte. Fue en el régimen representacional del arte donde se identificó a las obras de arte por las propiedades y reglas de la mímesis, y se las distinguió así de otros artefactos. Una vez que este régimen cae, las obras de arte se definen meramente por su pertenencia a una esfera específica. Así, es un tipo específico de espacio lo que califica a objetos que ya no es posible distinguir por su proceso de producción. Pero ese espacio carece de límites definidos. La autonomía del arte, pues, es también su heteronomía. Tal dualidad hace a dos políticas de la estética: el arte es político, en el régimen estético del arte, en tanto sus objetos pertenecen a una esfera separada, y es político en tanto no hay ninguna diferencia específica entre sus objetos y los objetos de las otras esferas.
Por una parte, la estética significó la caída del sistema de coerciones y jerarquías que constituía el régimen representacional del arte. Significó el desprecio por los rangos de temas, géneros y formas de expresión que separaban a los objetos dignos de los indignos de entrar en el reino del arte, o a los géneros altos de los bajos. Implicó una infinita apertura del campo del arte y, en última instancia, la supresión de la frontera entre arte y no-arte, entre creación artística y vida anónima. El régimen estético del arte no comenzó –como mucha gente todavía cree– con la glorificación del genio único que lleva a cabo la obra de arte única. Por el contrario, comenzó en el siglo XVIII con la aseveración de que el arquetipo del poeta, Homero, nunca había existido, y de que sus poemas no eran obras de arte, ni realizaciones de un canon artístico, sino un mosaico de cuentos recopilados que expresaban la manera de sentir y de pensar de un pueblo todavía incipiente. De este lado, pues, estética significaba un tipo de igualdad que coincidía con la decapitación del rey de Francia y con la soberanía del pueblo. Ahora bien, dentro de esa igualdad el arte se hacía indiscernible de la vida.
Pero, por otra parte, la estética significaba que las obras de arte eran captadas como tales en una esfera específica de experiencia en la que –en términos kantianos– eran libres de las formas de conexión sensorial propias tanto de los objetos de conocimiento como de los objetos de deseo. Eran meramente “apariencia libre” que respondía a un juego libre, entendiendo por esto una relación no jerárquica entre las facultades intelectuales y las sensoriales. En sus Cartas sobre la educación estética del Hombre, Schiller extrajo, siguiendo a Kant, la consecuencia política de esa desjerarquización. El “estado estético” definía una esfera de igualdad sensorial, donde dejaba de regir la supremacía del entendimiento activo sobre la sensibilidad pasiva. Dicho estado, en consecuencia, desdeñaba la partición de lo sensible que tradicionalmente, al separar dos humanidades, daba su legitimidad a la dominación. Se suponía que el poder de las clases altas era el poder de la actividad sobre la pasividad, del entendimiento sobre la sensación, de los sentidos educados sobre los sentidos en crudo, etc. Al desdeñar ese poder, la experiencia estética dio marco a una “igualdad” que ya no sería una inversión de la dominación. Schiller opuso esa “revolución” sensible a la revolución política tal como fue implementada por la Revolución Francesa. El fracaso de esta última se había debido justamente a que el poder revolucionario había representado el papel tradicional del Entendimiento –vale decir, el Estado– que imponía su ley a la materia de las sensaciones –vale decir, las masas–. La única revolución verdadera sería una revolución que derrocara el poder del entendimiento “activo” sobre la sensibilidad “pasiva”, el poder de una “clase” de inteligencia y actividad sobre otra de pasividad y rudeza.
De modo que estética equivalía a igualdad porque conllevaba la supresión de las fronteras del arte. Y equivalía a igualdad porque constituía el Arte como una forma separada de experiencia humana. Las dos igualdades son opuestas y están fuertemente unidas. En las Cartas… de Schiller, la estatua de la diosa griega promete un futuro de emancipación, porque la diosa está “inactiva” y “se contiene”. Promete ese futuro precisamente por estar separada de nuestro conocimiento y nuestros deseos y serles inaccesible. Salta a la vista que el lugar “extremadamente inútil, frágil e improductivo” de Campament Urbain se mantiene en una misma línea con la “inactividad e indiferencia” que caracterizaba a la divinidad griega de Schiller. Pero, al mismo tiempo, la estatua promete porque su “libertad” –o “indiferencia”– encarna otra libertad o indiferencia, la libertad del pueblo griego que la creó. Sólo que esta libertad significa lo contrario de la primera. Es la libertad de una vida que no se entrega a formas separadas y diferenciadas de existencia; la libertad de un pueblo para el cual el arte es lo mismo que la religión, que es lo mismo que la política, que es lo mismo que la ética: una manera de estar juntos. En consecuencia, la separación de la obra de arte promete su contrario: una vida que no conocerá el arte como una práctica separada y un campo de experiencia.
La “política de la estética” descansa en esta paradoja originaria. La vinculación paradójica de dos igualdades opuestas podía resultar y, de hecho, históricamente resultó en dos modos preponderantes de la “política”.
El primer modo apunta a conectar las dos igualdades. Se trata pues de transformar la libertad y la igualdad de la esfera estética autónoma en la forma de una existencia colectiva, donde, no siendo ya ambas cuestión de forma y apariencia, estarán encarnadas en actitudes vivientes, en la materialidad de la experiencia sensorial cotidiana. Lo común de la comunidad será parte de la trama del mundo vivido. De modo pues que la separación de la igualdad y la libertad estéticas debe alcanzarse mediante su autosupresión. Debe alcanzarse en una forma indivisa de vida común en la que arte y política, trabajo y ocio, vida pública y privada sean una y la misma cosa. Tal es el programa de la revolución estética que realiza en la vida real lo que tanto el disenso político como el placer estético sólo pueden realizar en apariencia. Fue formulado por primera vez hace dos siglos, en la más antigua de las plataformas sistemáticas del idealismo alemán, que proponía reemplazar el mecanismo de muerte del poder estatal por el cuerpo viviente de un pueblo animado por una filosofía convertida en mitología. Tuvo continuas resurrecciones, bien en los proyectos de una revolución concebida como “revolución humana” –lo que entraña la autosupresión de la política—, bien en los de un arte que, suprimiéndose a sí mismo como práctica separada, se identifica con la elaboración de nuevas formas de vida. Animó tanto los sueños “góticos” de Arts and Crafts, en la Inglaterra del siglo XIX, como los logros tecnológicos de la Werkbund o la Bauhaus en la Alemania del siglo XX; tanto el sueño mallarmeano de una poesía “que prepare los festivales del futuro” como la participación concreta de los artistas del suprematismo, el futurismo y el constructivismo en la Revolución Soviética. Animó tanto los proyectos de la arquitectura situacionista como la deriva psicogeográfica de Guy Debord o la “plástica social” de Beuys. Creo que todavía palpita en la visión contemporánea de Hardt y Negri sobre el comunismo franciscano de las multitudes, implementado a través del irresistible poder de la red global, que hará estallar las fronteras del Imperio. En todos estos casos, la política y el arte deben alcanzar su autosupresión en beneficio de una nueva forma de vida indivisa.
El segundo modo, por el contrario, desconecta las dos igualdades. Desvincula el espacio libre e igualitario de la experiencia estética del campo infinito de equivalencia entre arte y vida. A la autosupresión de una política del arte que deviene vida, opone una política de la forma resistente. Si la diosa schilleriana sostiene una promesa es porque está inactiva. La función social del arte, insistirá Adorno, es no tener ninguna función. El potencial igualitario de la obra radica en su dessensualidad, en su pertenencia a una esfera autónoma, indiferente a cualquier programa de transformación social o cualquier participación en el ornamento de la vida prosaica. El vanguardismo político y el vanguardismo artístico se acoplarían en razón de su misma falta de conexión. La acción política del arte consiste en salvar lo heterogéneo sensible, que es el corazón de la autonomía del arte y por ende de su poder de emancipación. En salvarlo de una doble amenaza: bien de que se transforme en acto metapolítico, bien que se identifique con formas estetizadas de vida cotidiana. Ahora bien, esta separación no es un refugio que se ofrezca a la Belleza pura. Por el contrario, tiene sentido en tanto pone en escena la relación misma entre lo separado y lo indiviso o no separado. En el relato de Adorno y Horkheimer, se supone que la perfección autónoma de la obra reconcilia la razón de Ulises y el canto de las sirenas, y los mantiene al mismo tiempo irreconciliables.
Si algo está en juego en esta política, no es tanto mantener la frontera entre arte elevado y arte popular, como mantener la heterogeneidad de dos mundos sensoriales en sí. Esta es la razón por la que los polemistas posmodernos pifian al pensar que la caída del paradigma moderno sobrevino cuando Rauschenberg reunió una copia de Velázquez con una llave de automóvil en el mismo lienzo. Para consternación de sus defensores posmodernos, Rauschenberg seguía expresando su consagración al tesoro humano del arte elevado. El paradigma sólo cae si cae la frontera que separa ambos mundos sensoriales. Una vez Adorno hizo la tremenda afirmación de que ya no podemos oír –no podemos soportar– ciertos acordes de la música de salón del siglo XIX, a menos que, dijo, “sea todo un truco”. Lyotard, a su vez, diría que no es posible combinar motivos abstractos y figurativos en una tela, y que el gusto que siente y aprecia esa mezcla no es gusto. Por lo que sabemos, parece algún día que esos acordes aún pueden escucharse, que uno todavía puede ver motivos figurativos y abstractos combinados en la misma tela, y hasta hacer arte con sólo tomar artefactos de la vida cotidiana y reexhibirlos. De la modernidad a la posmodernidad no hay ningún viraje radical. Pero hay una dialéctica de la obra apolíticamente política que conduce la segunda política de la estética a otro tipo de autosupresión. Esa obra tiene que reafirmar la heterogeneidad radical de una experiencia sensitiva, al costo no sólo de desdeñar toda promesa política, sino también de suprimir la autonomía del arte en sí, o transformarla en mero testimonio ético. Donde con más claridad se advierte este giro es en el pensamiento estético francés de los años ochenta. Roland Barthes opone la unicidad de la foto de la madre muerta no sólo a la práctica interpretativa del semiólogo, sino a la pretensión artística de la fotografía misma. Godard enfatiza el poder icónico de la imagen o el ritmo de la frase, al costo de desmantelar no sólo la antigua trama narrativa, sino la autonomía de la propia obra de arte. En Lyotard, la pincelada o el timbre se vuelven meros testimonios de la esclavitud de la mente al poder del Otro. El primer nombre del otro es el aistheton. El segundo es la Ley. En última instancia, tanto la política como la estética se funden en la ética. Esta inversión del paradigma “modernista” de la politicidad del arte está en consonancia con toda una tendencia de pensamiento que disuelve la des-sensualidad política en una archipolítica de la excepción y del terror, de la que sólo puede salvarnos un Dios heideggeriano.
Bajo la trama elemental de modernidad y posmodernidad, o de la oposición tajante entre arte puro y arte comprometido, tenemos que reconocer la tensión originaria y duradera entre esas dos políticas de la estética, que están implicadas en las formas mismas de la visibilidad e inteligibilidad que nos hacen el arte identificable como tal; esas dos políticas que en última instancia son llevadas a la autosupresión. Tal es la tensión que subyace al proyecto aparentemente simple de un arte político o “crítico” y en cierto modo lo socava; un arte que serviría a la política al suscitar conciencia de las formas de dominación y así aumentar las energías de la resistencia o la rebelión. Ese simple proyecto ha quedado atrapado desde el comienzo en la tensión entre las dos políticas opuestas: el arte que se suprime a sí mismo para volverse vida, y el arte que hace política sólo a condición de no hacerla en absoluto. Un arte crítico es de hecho una suerte de “tercera vía”, un acuerdo específico entre las dos políticas constitutivas de la estética. Este acuerdo debe conservar algo de la tensión que empuja la experiencia estética hacia la reconfiguración de la vida colectiva, y algo de la tensión que deslinda el poder de la sensibilidad estética de las otras esferas de la experiencia. Debe recurrir a las zonas de indistinción entre el arte y la vida para tomar de ellas las conexiones que provocan inteligibilidad política. Y de la separación de las obras de arte debe tomar el sentido de extranjería sensorial que aumenta las energías políticas. El arte político debe ser una suerte de collage de los opuestos. Antes de mezclar a Velázquez con llaves de auto tiene que combinar políticas alternativas de la estética. A tal efecto instaura formas específicas de heterogeneidad, tomando elementos de diversas esferas de la experiencia y formas de montaje de diferentes artes o técnicas. Si Brecht ha perdurado como una especie de arquetipo del arte político del siglo XX, se debe menos a su persistente compromiso comunista que a las soluciones que ofreció a la relación entre opuestos: combinar formas escolásticas de enseñanza política con los placeres del musical o del cabaret, discutir alegorías del nazismo en versos sobre la coliflor, etc. El procedimiento principal del arte político o crítico consiste en desplegar el encuentro y posiblemente el choque de elementos heterogéneos. Se supone que el choque de estos elementos heterogéneos provoca en la percepción una ruptura que revela cierto nexo secreto entre las cosas oculto detrás de la realidad diaria. Unas veces la realidad oculta es el poder absoluto del sueño y el deseo, tapado por la prosa de la vida burguesa, como ocurre en la poética surrealista. Otras puede ser la violencia del poder capitalista y la guerra de clase, encubiertos tras los grandes ideales, como ocurre en las prácticas militantes de fotomontaje que nos muestran, por ejemplo, el oro capitalista en la garganta de Adolf Hitler.
El arte político significa entonces crear esas formas de colisión o disenso que reúnen no sólo elementos heterogéneos sino también dos políticas de percepción sensorial. Se reúnen elementos heterogéneos de modo de producir un choque. Ahora bien, el choque es dos cosas a la vez. Por una parte, es el relámpago que ilumina. La conexión entre elementos heterogéneos habla de su legibilidad; apunta a algún secreto de poder y de violencia. La conexión entre vegetales y alta retórica en Arturo Ui comunica un mensaje político. Por otra parte, sin embargo, el choque se produce en la medida en que la heterogeneidad de los elementos trabaja contra el significado homogéneo. Las coliflores siguen siendo coliflores, yuxtapuestas a una retórica alta. No transmiten ningún mensaje. Se presume que obran un aumento de energía política en razón de su misma opacidad. En última instancia, la mera yuxtaposición de elementos heteróclitos está dotada de poder político. En Made in USA, la película de Jean-Luc Godard, el héroe dice: “Tengo la impresión de estar en una película de Walt Disney interpretada por Humphrey Bogart, por lo tanto en un filme político”. La mera relación de elementos heteróclitos es leída dialécticamente, como choque que atestigua una realidad política de conflicto.
El arte político siempre es fruto de algún acuerdo específico, no entre la política y el arte, sino entre las dos políticas de la estética. La tercera vía se ha hecho posible merced a un juego constante en la frontera y la falta de frontera entre arte y no arte. La identidad brechtiana de alegoría y descrédito de la alegoría supone la posibilidad de jugar con la conexión y la desconexión entre el arte y las coliflores, o la política y las coliflores. Dicho juego supone que los vegetales mismos tienen una existencia doble: una en la que carecen de relación con el arte y con la política, y otra en la que ya están dotados de un vínculo fuerte con ambos. De hecho, la relación entre la política, el arte y los vegetales existía desde antes de Brecht, no sólo en la naturaleza muerta impresionista, que revive la tradición holandesa, sino también en la literatura. En El vientre de París, señaladamente, Zola había presentado ambas existencias como símbolos a la vez políticos y artísticos. La novela se basaba en la polaridad de dos personajes. Por un lado está el pobre revolucionario anciano, que regresa de la deportación a la nueva París de les Halles, donde se ve abatido y quebrado por el torrente de verduras, que significa el torrente del consumo. Por otro lado está el pintor impresionista, que canta la épica de los vegetales, la épica de la Modernidad, la arquitectura de cristal y acero de les Halles y las pilas de vegetales que alegorizan la belleza moderna en contraste con la vieja belleza patética simbolizada por la iglesia gótica cercana. La alegoría política de las coliflores era posible porque el vínculo entre arte, política y vegetales –la conexión entre arte, la política y el consumo— existía ya como conjunto de límites cambiantes que permitía a los artistas no sólo cruzar esos límites, sino también dar sentido a la conexión de elementos heterogéneos y jugar con el poder sensorial de su heterogeneidad.
Esto significa que la mezcla de arte alto y arte bajo, o de arte y mercancía, no es un descubrimiento de los años sesenta, que habría sido atribuido al arte moderno y su potencial político. Al revés: es esa mezcla la que posibilitó el arte político mediante un proceso continuo de cruce de fronteras entre arte alto y arte bajo, arte y no arte, arte y mercancía. Este proceso es en sí mismo asunto antiguo. Tiene sus raíces en el pasado lejano del régimen estético del arte. No hay una época de celebración del arte elevado que uno pueda oponer a otra de su trivialización o parodia. Tan pronto como el Arte se constituyó como esfera específica de existencia, en los comienzos del siglo XIX, sus productos comenzaron a caer en la trivialidad de la reproducción, el comercio y la mercancía. Pero apenas se había puesto en marcha este proceso cuando las mercancías comenzaron a viajar en sentido contrario y entrar en el dominio del arte. Como sucedía en la épica de las verduras de Zola, podían identificar directamente su poder con el poder y la belleza abrumadores de la vida moderna. También podían caer en el dominio del arte al volverse obsoletos, inaccesibles para el consumo y por lo tanto en objetos de (desinteresado) placer estético o extraña excitación. En este cruce de fronteras prosperaron la poética surrealista, la teoría de la alegoría de Benjamin o el teatro épico brechtiano. También todas las formas de arte crítico que jugaban con la ambigua relación entre arte y comercio, en una línea que lleva hasta muchas instalaciones contemporáneas. Esas formas combinaban materiales tomados de la tradición artística con otros de la retórica política, la mercancía cultural, los anuncios comerciales y demás, a fin de revelar las conexiones del arte elevado o la política con la dominación capitalista. Sólo podían hacerlo, no obstante, gracias al proceso en marcha que había borrado ya los límites. El arte crítico hizo fortuna en este continuo cruce de límites, este proceso recíproco de prosificación de lo poético y poetización de lo prosaico.
Si lo anterior tiene sentido, sería posible volver a encuadrar, y es de esperarse que sobre una base más firme, las cuestiones políticas implícitas en el debate sobre modernismo y posmodernismo. Lo que está en juego en el arte contemporáneo no es el destino del paradigma modernista. Ese paradigma no tiene hoy validez mayor o menor que la que ha tenido siempre; en mi opinión, no deja de ser una interpretación muy restrictiva de la dialéctica del régimen estético del arte. Lo que está en juego es el destino de la “tercera política” de la estética. No es que haya que preguntarse si somos todavía modernos, acabadamente posmodernos o más bien postposmodernos. Lo que hay que preguntarse es: ¿qué ha pasado exactamente con el choque dialéctico? ¿Qué ha pasado con la fórmula del arte crítico?
Voy a proponer algunos elementos para una respuesta posible, refiriéndome a ciertas muestras que en los últimos años ofrecieron puntos de comparación con el arte de los años sesenta o setenta, y por lo tanto hitos significativos del viraje.
Ejemplo 1: hace tres años, el Centre National de la Photographie realizó en París una muestra titulada Bruit de fond [Ruido de fondo]. La exposición yuxtaponía obras recientes con obras de los setenta. Entre estas últimas se podía ver la serie Bringing War Home de Martha Rosler: fotomontajes que unían imágenes publicitarias de la felicidad doméstica estadounidense a imágenes de la Guerra de Vietnam. Muy cerca había una obra de Wang Du, también relacionada con la política estadounidense y que, de modo similar, enfrentaba dos elementos. A la izquierda estaba el matrimonio Clinton, representado a la manera pop como un par de figuras de museo de cera. A la derecha había una enorme versión en plástico del Origine du Monde de Courbet, que, como es bien sabido, representa el sexo de una mujer. Así pues, en los dos casos una imagen de la felicidad estadounidense era yuxtapuesta a su secreto oculto: la guerra y la violencia económica en Martha Rosler, el sexo y lo profano en Wang Du. En el caso de Wang Du, sin embargo, se habían desvanecido tanto la conflictividad política como el sentido de extrañeza. Persistía un efecto automático de negación de legitimidad: lo sexual profano invalidando la política, la figura de cera invalidando el arte elevado. Pero ya no había nada más para invalidar. El mecanismo giraba alrededor de sí mismo. Jugaba de hecho un doble juego: con el automatismo del efecto de invalidación, y con la conciencia de girar en torno a sí mismo.
Ejemplo 2: otra muestra ofrecida en París hace tres años se llamaba Voilà. Le monde dans la tête [Aquí está: el mundo en la cabeza]. Proponía documentar un siglo a través de diferentes instalaciones. Una de ellas era la de Christian Boltanski Les abonnés du telephone. Su principio era simple: a los lados había sendos estantes con guías telefónicas de todo el mundo, y en el medio, dos mesas a las que uno podía sentarse y hojear la guía que le gustara. Posiblemente la instalación nos recordara otra obra política de los 70, Other Vietnam Memorial, de Chris Burden. Por supuesto, ese “otro monumento” estaba dedicado a las víctimas vietnamitas anónimas. Burden les había dado nombres, tomándolos al azar de una guía telefónica, y los había inscrito en el monumento. La instalación de Boltanski sigue tratando del anonimato; pero de un anonimato que ya no forma parte de una trama argumental polémica. Ya no se trata de dar nombres a aquellos que los vencedores dejaron innominados. Los nombres de los anónimos devienen, en la expresión de Boltanski, “especímenes de humanidad”.
Ejemplo 3: el año pasado [2002], el Museo Guggenheim de Nueva York presentó una exhibición titulada “Moving Pictures”. El propósito era ilustrar cómo el difundido uso de medios reproducibles en el arte contemporáneo tenía raíces en el arte crítico de los años sesenta y setenta, que había cuestionado tanto los estereotipos sociales o sexuales de la corriente central como la autonomía artística. No obstante, las obras exhibidas alrededor de la rotonda daban cuenta de un desvío significativo respecto de esa línea. Por ejemplo, el video de Vanessa Beecroft, que mostraba mujeres desnudas de pie en el marco de un museo, seguía ofreciéndose como una crítica a los estereotipos femeninos en el arte; pero sin duda esos cuerpos desnudos y callados indicaban otra dirección, reacia a toda significación o conflicto de significaciones, y que evocaba mucho más la pintura metafísica de Giorgio de Chirico que cualquier tipo de crítica feminista. A medida que uno iba subiendo la rampa circular del Guggenheim, una cantidad de videos, fotografías, instalaciones y videoinstalaciones incrementaba, no ya la conciencia “crítica”, sino un nuevo tipo de extrañeza, un sentido del misterio implicado en la representación trivial de la vida cotidiana. Esto se percibía en las fotos de adolescentes ambiguos de Rineke Dijkstra, en las representaciones “a lo cine” de la extrañeza del suceso cotidiano en Gregory Crewdson, o en la instalación de Christian Boltanski: una de esas obras con fotografías, aparatos eléctricos y lamparitas que tanto pueden simbolizar a los muertos del Holocausto como la fugacidad de la Niñez. El ascenso por la muestra era una especie de marcha hacia atrás desde el arte dialéctico del choque hasta el arte simbolista del Misterio, y culminaba, en lo alto del edificio, en una videoinstalación de Bill Viola, Going forth by day, compuesta como una serie de frescos simbolistas, que abarca los ciclos del Nacimiento, la Muerte y la Resurrección y los del Fuego, el Aire, la Tierra y el Agua.
A partir de esos tres ejemplos, elegidos entre muchos otros, podemos esbozar una respuesta a la pregunta por la “política de la estética hoy”, una pregunta que formularemos así: “¿Qué pasó con las formas disidentes del arte crítico?”. Yo diría que el disenso estético “clásico” se ha dividido en cuatro formas principales.
La primera de ellas sería la broma. En la broma, la conjunción de los elementos heterogéneos sigue escenificándose como tensión de elementos antagónicos que apunta a cierto secreto. Pero ya no hay secreto. La tensión dialéctica se ha retrotraído a un juego, cuyo nudo es la indistinción misma entre procedimientos develadores de secretos de poder y procedimientos ordinarios de invalidación que forman parte de las nuevas formas de dominio –esos procedimientos de invalidación producidos por el poder mismo, los medios, el entretenimiento comercial o la publicidad–. Este es el caso de la obra de Wang Du que he mencionado antes. Muchas exposiciones juegan hoy en día con la misma indecidibilidad. Por ejemplo: una misma muestra fue presentada en Minneapolis con el título muy pop de Let us entertain [Entretengamos] antes de ser reciclada en París con el título situacionista de Au delà du spectacle [Más allá del espectáculo]. El juego se desarrollaba en tres planos: la ridiculización del arte elevado por el arte pop, la denuncia crítica del entretenimiento capitalista y la idea debordiana de “juego” como opuesto de “espectáculo”.
La segunda forma del disenso sería la colección. Aquí aún se agrupa y reúne elementos heterogéneos, pero ya no a fin de provocar un choque crítico, ni siquiera para jugar con la indecidibilidad de su poder de crítica. El acto de reunir es un acto positivo; un intento de recopilar huellas y testimonios de un mundo común y una historia común. La colección es asimismo una recolección. La igualdad de todos los ítems –obras de arte, fotografías privadas, objetos de uso, anuncios, videos comerciales, etc.– es por lo tanto la de los archivos de la vida de una comunidad. Antes mencioné la muestra Voilà. Le monde dans la tête, que apuntaba a recolectar un siglo. Al salir de la instalación de Boltanski, por ejemplo, uno podía ver cien fotografías de Hans-Peter Feldmann que representaban respectivamente a cien personas de uno a cien años, y una cantidad de instalaciones que documentaban una historia común. Es evidente que esta tendencia, de la que se podría ofrecer muchos ejemplos más, está en sintonía con una consigna cada vez más en alza: la de que hemos “perdido nuestro mundo”, que los “lazos sociales” se están rompiendo y que es tarea del artista participar en la lucha por reparar esos lazos, o el tejido social, haciendo visible toda huella que dé testimonio de una humanidad compartida.
La tercera forma de disenso estético sería la invitación. He mencionado cómo los “centros de atención al cliente” invitaban a los visitantes a tomar una guía de un estante y abrirla al azar. En alguna parte de la misma exhibición se los invitaba a tomar un libro de una pila y sentarse en una alfombra, que representaba una suerte de isla de cuento de hadas infantil. En otras muestras se invita los visitantes a beber una sopa y ponerse en contacto entre sí, a entablar nuevas formas de relación. El “lugar de una sola plaza” de Campament Urbain también invita a experimentar nuevas relaciones entre la comunidad y la individualidad, entre la proximidad y la distancia. El concepto de “arte relacional” ha sistematizado en los últimos años este tipo de intentos: un arte que ya no crea obras u objetos, sino situaciones efímeras que provocan nuevas formas de relación. Como plantea el principal teórico de esta estética, “prestando algún servicio menor, el artista contribuye a la tarea de cubrir las brechas en los lazos sociales”.
La cuarta forma sería el misterio. Misterio no significa enigma; tampoco misticismo. Desde la época de Mallarmé, misterio equivale a un modo específico de reunir elementos heterogéneos; por ejemplo, en el caso de Mallarmé, el pensamiento del poeta, los pasos de una bailarina, el desplegarse de un abanico o el humo de un cigarrillo. En oposición al choque dialéctico, que enfatiza la heterogeneidad de los elementos a fin de mostrar una realidad encuadrada por antagonismos, el misterio instaura una analogía: una familiaridad de lo extraño que da fe de un mundo común, donde las realidades heterogéneas están tejidas en la misma tela y siempre pueden remitir unas a otras por la fraternidad de una metáfora.
“Misterio” y “fraternidad de las metáforas” son dos términos usados por Jean-Luc Godard en sus Histoires du cinéma. Esta obra es un ejemplo interesante para nuestros fines, porque utiliza formas de collage de elementos heterogéneos, como siempre ha hecho Godard, pero aquí para hacer exactamente lo contrario de lo que hacían veinte años antes. Por ejemplo, en un impresionante pasaje de las Histoires… Godard funde tres series: primero, secuencias del filme de George Stevens A Place in the Sun que muestran la felicidad de la joven y rica amante interpretada por Elisabeth Taylor, bañándose al sol junto a su amado Montgomery Clift; segundo, imágenes de los muertos en Ravensbrück, filmadas algunos años antes por el mismo George Stevens; tercero, una María Magdalena tomada de los frescos de Giotto en Padua. Si este collage hubiese sido hecho hace veinte años, sólo habría podido entendérselo como choque dialéctico, una denuncia de la Muerte oculta tanto detrás del Arte elevado como de la Felicidad norteamericana. Pero en Histoires du cinéma la imagen de denuncia se convierte en imagen de Redención. La conjunción de imágenes del exterminio nazi, la felicidad norteamericana y el arte “ahistórico” de Giotto testimonia el poder redentor de la imagen que da a vivos y muertos “un lugar en el mundo”. El choque dialéctico se ha transformado en misterio de copresencia.
El misterio fue el concepto clave del simbolismo. Es evidente que el retorno del simbolismo está a la orden del día. Cuando empleo este término, no me estoy refiriendo a ciertas formas espectaculares de revival de la mitología simbolista y sueños de la Gesamtkunstwerk, a la manera de Mathew Barney. Tampoco únicamente a algunos usos efectivos del simbolismo, como en las obras de Bill Viola mencionadas más arriba. Me refiero al modo más modesto y casi imperceptible en que las colecciones de objetos, imágenes y signos reunidos en nuestros museos y galerías viran cada vez más de la lógica del disenso a la lógica del misterio, la lógica de un testimonio de copresencia.
Sin duda el viraje de la dialéctica al simbolismo está vinculado con el giro contemporáneo en lo que he llamado la estética de la política; esto es, el modo en que la política da marco a un escenario común. Este viraje tiene un nombre: se llama consenso. El consenso no es simplemente un acuerdo entre partidos políticos o interlocutores sociales sobre los intereses comunes de la colectividad. Consenso significa la posibilidad de reconfigurar la visibilidad de lo común. Significa que lo dado de cualquier situación colectiva se objetiva de modo tal que ya no puede prestarse a disputa; al encuadre polémico de un mundo controvertido dentro del mundo dado. Visto así, el consenso es en propiedad el rechazo de la “estética de la política”.
Semejante borramiento o debilitamiento del escenario político y de la invención política del disenso tiene un efecto contradictorio en la política de la estética. Por una parte, da una nueva visibilidad a las prácticas del arte como prácticas políticas; es decir, como prácticas de distribución de espacios y tiempos, de formas de visibilidad de lo común, formas de conexiones entre cosas, imágenes y significados. Así las realizaciones artísticas pueden aparecer, y a veces aparecen, como sustitutos de la política en la construcción de escenarios de disenso. Pero el Consenso no se limita a dejar vacío el lugar político. A su propio modo sitúa el campo de sus objetos dentro de un nuevo marco. También modela a su modo el espacio y las tareas de la práctica artística. Por ejemplo, al reemplazar asuntos de conflicto de clases por asuntos de inclusión y exclusión, pone las inquietudes en torno a la “pérdida del lazo social” o la “humanidad desnuda”, o la tarea de fortalecer identidades amenazadas, en el lugar de las preocupaciones políticas. De este modo se convoca al arte a contribuir con su potencial político en la reestructuración del sentido de comunidad, la reparación de los lazos sociales, etc. Una vez más, la política y la estética se disuelven en la Ética.
Tal es la paradoja última de la política de la estética. Cada vez más conciernen hoy al arte problemas de distribución de espacios y redefinición de situaciones. Cada vez más trata de problemas que tradicionalmente pertenecían a la política. Pero el arte no puede limitarse a ocupar el lugar que dejó el conflicto político debilitado: tiene que darle nueva forma, a riesgo de poner a prueba los límites de su propia política.
Jacques Rancière (Argelia, 1940) es doctor en Filosofía. Fue discípulo de Althusser y participó en 1965 en la edición francesa de Para leer El Capital. Es profesor emérito de Estética y Política de la Universidad de París VIII (Vincennes-Saint Denis). A fines de los setenta fue cofundador de la revista Les Revoltes Logiques. Es autor, entre otras obras, de La nuit des prolétaires. Archives du rêve ouvrier (París, Fayard, 1981); La lección de Althusser (Buenos Aires, Galerna, 1975); Los nombres de la Historia. Una poética del saber (Buenos Aires, Nueva Visión, 1993); El desacuerdo. Política y filosofía (Buenos Aires, Nueva Visión, 1996); Le Partage du sensible (París, La Fabrique, 2000); El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual (Barcelona, Laertes, 2003); Malaise dans l’esthétique (París, Galilée, 2004); La haine de la démocratie (París, La Fabrique, 2005); Chronique des temps consensuels (París, Le Seuil, 2005); La fábula cinematográfica: reflexiones sobre la ficción en el cine (Barcelona, Paidós, 2005); Sobre políticas estéticas (Barcelona, Museu d’Art Contemporani, 2005); El inconsciente estético (Buenos Aires, Del Estante, 2005). Ha colaborado en Cahiers du cinema.
La versión original en inglés de “The Politics of Aesthetics” fue presentada en la Universidad de Aarhus en Dinamarca en 2003 y no ha sido aún publicada. Aparece aquí en español con autorización del autor.
Traducción: Ariel Dilon
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