Inicio » Edición Impresa » CUADERNO » ¿Qué es lo contemporáneo?

¿Qué es lo contemporáneo?

CUADERNO

 

1. La pregunta que desearía inscribir en el umbral de este seminario es: “¿De quién y de qué somos contemporáneos?”. Y sobre todo, “¿Qué significa ser contemporáneos?”. En el transcurso del seminario leeremos textos cuyos autores están a muchos siglos de nosotros y otros más recientes o recientísimos: pero, en todo caso, lo esencial es que tendremos que llegar a ser, de alguna manera, contemporáneos de esos textos. El “tiempo” de nuestro seminario es la contemporaneidad; esto exige que seamos contemporáneos de los textos y los autores que el seminario analiza. Tanto el nivel como el resultado se medirán por su –por nuestra– capacidad de estar a la altura de esa exigencia.

De Nietzsche nos viene una indicación primera, provisoria, para orientar nuestra búsqueda de una respuesta. En un apunte de sus cursos en el Collège de France, Roland Barthes la resume así: “Lo contemporáneo es lo intempestivo”. En 1874, Friedrich Nietzsche, un joven filólogo que había trabajado hasta entonces en textos griegos y dos años antes había alcanzado una celebridad imprevista con El nacimiento de la tragedia, publica Unzeitgemässe Betrachtungen, las Consideraciones intempestivas, con las cuales quiere ajustar cuentas con su tiempo, tomar posición respecto del presente. “Intempestiva es esta consideración –se lee al comienzo de la segunda Consideración– porque intenta entender como un mal, un inconveniente y un defecto, algo de lo cual la época, con justicia, se siente orgullosa, esto es, su cultura histórica, porque pienso que todos somos devorados por la fiebre de la historia y deberíamos, al menos, darnos cuenta de ello.” Nietzsche sitúa, por lo tanto, su pretensión de “actualidad”, su “contemporaneidad” respecto del presente, en una desconexión y en un desfase. Pertenece realmente a su tiempo, es de veras contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con este ni se adecua a sus pretensiones, y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo.

Esta no-coincidencia, esta discronía, no significa, naturalmente, que es contemporáneo aquel que vive en otro tiempo, un nostálgico que se siente más cómodo en la Atenas de Pericles o en el París de Robespierre y del Marqués de Sade que en la ciudad y el tiempo que le tocó vivir. Un hombre inteligente puede odiar su tiempo, pero sabe de todos modos que pertenece irrevocablemente a él, sabe que no puede huir de su tiempo.

La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un anacronismo. Quienes coinciden de una manera demasiado plena con la época, quienes concuerdan perfectamente con ella, no son contemporáneos ya que, por esa precisa razón, no consiguen verla, no pueden mantener su mirada fija en ella.

 

2. En 1923, Ósip Mandelshtam escribe un poema titulado “El siglo” (pero la palabra rusa viek significa también “época”). Contiene, no una reflexión sobre el siglo, sino sobre la relación entre el poeta y su tiempo, vale decir, sobre la contemporaneidad. No el “siglo”, sino, según las palabras que abren el primer verso, “mi siglo” (viek moi):

Siglo mío, bestia mía, ¿hay alguien que pueda

escudriñar en tus ojos

y soldar con su sangre

las vértebras de dos siglos?

El poeta, que debió pagar su contemporaneidad con la vida, es quien debe mantener fija la mirada en los ojos de su siglo-bestia, soldar con su sangre la espalda quebrada del tiempo. Los dos siglos, los dos tiempos, no sólo son, como se ha sugerido, el siglo XIX y el XX, sino también y sobre todo el tiempo de la vida del individuo (recuerden que el saeculum latino significa originalmente el tiempo de la vida) y el tiempo histórico colectivo, que en este caso llamamos el siglo XX, cuya espalda –descubrimos en la última estrofa del poema– está quebrada. El poeta, en tanto contemporáneo, es esa fractura, es lo que impide que el tiempo se componga y, al mismo tiempo, la sangre que debe repararla. El paralelismo entre el tiempo –y las vértebras– de la criatura y el tiempo –y las vértebras– del siglo constituye uno de los temas esenciales del poema:

Mientras viva la criatura

debe cargar sus vértebras,

las ondas juegan

con la invisible columna vertebral.

Cual tierno, infantil cartílago

es el siglo neonato de la tierra.

El otro gran tema –también, como el anterior, una imagen de la contemporaneidad– es el de las vértebras quebradas del siglo y su soldadura, que es obra del individuo (en este caso, el poeta):

Para liberar al siglo encadenado

para dar comienzo al nuevo mundo

con la flauta se deben reunir

las rodillas nudosas de los días.

Que se trata de un deber imposible de cumplir –o, en todo caso, paradójico– lo prueba la estrofa siguiente, que concluye el poema. No sólo la época-bestia tiene las vértebras quebradas, sino que viek, el siglo recién nacido, con un gesto imposible para quien tiene la espalda rota, quiere volverse atrás, contemplar sus huellas y, de ese modo, muestra su rostro demente:

Pero tienes quebrada la espalda
mi estupendo, pobre siglo.

Con una sonrisa insensata
como una bestia otrora ágil

te vuelves hacia atrás, débil y cruel,
para contemplar tus huellas.

 

3. El poeta –el contemporáneo– debe tener fija la mirada en su tiempo. Pero ¿qué ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo? Aquí me gustaría proponerles una segunda definición de la contemporaneidad: contemporáneo es aquel que mantiene la mirada fija en su tiempo, para percibir, no sus luces, sino su oscuridad. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, justamente, quien sabe ver esa oscuridad, quien está en condiciones de escribir humedeciendo la pluma en la tiniebla del presente. Mas ¿qué significa “ver una tiniebla”, “percibir lo oscuro”?

Una primera respuesta nos es sugerida por la neurofisiología de la visión. ¿Qué sucede cuando nos encontramos en un ambiente sin luz o cuando cerramos los ojos? ¿Qué es la oscuridad que vemos en ese momento? Los neurofisiólogos nos dicen que la ausencia de luz desinhibe una serie de células periféricas de la retina llamadas, precisamente, off-cells, que entran en actividad y producen esa particular especie de visión que llamamos oscuridad. La oscuridad no es, por ende, un concepto privativo, la simple ausencia de luz, algo como una no-visión, sino el resultado de la actividad de las off-cells, un producto de nuestra retina. Esto significa, si volvemos ahora a nuestra tesis sobre la oscuridad de la contemporaneidad, que percibir esa oscuridad no es una forma de inercia o de pasividad sino que implica una actividad y una habilidad particulares que, en nuestro caso, equivalen a neutralizar las luces provenientes de la época para descubrir su tiniebla, su especial oscuridad, que no es, sin embargo, separable de esas luces.

Sólo puede llamarse contemporáneo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad. Con esto, sin embargo, aún no hemos respondido a nuestra pregunta. ¿Por qué debería interesarnos poder percibir las tinieblas que provienen de la época? ¿Acaso la oscuridad no es una experiencia anónima y por definición impenetrable, algo que no está dirigido a nosotros y no puede, por lo tanto, incumbirnos? Por el contrario, contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le incumbe y no cesa de interpelarlo, algo que, más que cualquier luz, se refiere directa y singularmente a él. Contemporáneo es quien recibe en pleno rostro el haz de tiniebla que proviene de su tiempo.

 

4. En el firmamento que miramos de noche, las estrellas resplandecen rodeadas de una espesa tiniebla. Puesto que en el universo hay un número infinito de galaxias y de cuerpos luminosos, la oscuridad que vemos en el cielo es algo que, según los científicos, requiere una explicación. Justamente de la explicación que la astrofísica contemporánea da para esa oscuridad me gustaría hablarles ahora. En el universo en expansión las galaxias más remotas se alejan de nosotros a una velocidad tan alta que su luz no puede llegarnos. Lo que percibimos como la oscuridad del cielo es esa luz que viaja velocísima hacia nosotros y que no obstante no puede alcanzarnos, porque las galaxias de las que proviene se alejan a una velocidad superior a la de la luz.

Percibir en la oscuridad del presente esa luz que trata de alcanzarnos y no puede: eso significa ser contemporáneos. Por eso los contemporáneos son raros; y por eso ser contemporáneos es, ante todo, una cuestión de coraje: porque significa ser capaces, no sólo de mantener la mirada fija en la oscuridad de la época, sino también de percibir en esa oscuridad una luz que, dirigida hacia nosotros, se nos aleja infinitamente. Es decir, una vez más: llegar puntuales a una cita a la que sólo es posible faltar.

Por eso el presente que la contemporaneidad percibe tiene las vértebras rotas. Nuestro tiempo, el presente, no es sólo lo más distante: no puede alcanzarnos de ninguna manera. Tiene la columna quebrada y nosotros nos hallamos exactamente en el punto de la fractura. Por eso somos, a pesar de todo, sus contemporáneos. Entiendan bien que la cita que está en cuestión en la contemporaneidad no tiene lugar simplemente en el tiempo cronológico: es, en el tiempo cronológico, algo que urge dentro de este y lo transforma. Esa urgencia es lo intempestivo, el anacronismo que nos permite aprehender nuestro tiempo en la forma de un “demasiado temprano” que es, también, un “demasiado tarde”; de un “ya” que es también un “no todavía”. Y, además, reconocer en la tiniebla del presente la luz que, sin poder alcanzarnos jamás, está permanentemente en viaje hacia nosotros.

 

5. Un buen ejemplo de esta especial experiencia del tiempo que llamamos la contemporaneidad es la moda. Lo que define la moda es que introduce en el tiempo una peculiar discontinuidad, que lo divide según su actualidad o falta de actualidad, su estar y su no-estar-más-a-la-moda (a la moda y no simplemente de moda, que se refiere sólo a las cosas). Pese a ser sutil, esta cesura es clara, en el sentido de que quienes deben percibirla la perciben infaliblemente y de esa precisa manera certifican su estar a la moda; pero si tratamos de objetivarla y fijarla en el tiempo cronológico, esta se revela inasible. Sobre todo el “ahora” de la moda, el instante en que comienza a ser, no es identificable a través de ningún cronómetro. ¿Ese “ahora” es acaso el momento en que el estilista concibe el rasgo, el matiz que definirá la nueva forma de la prenda? ¿O aquel en que la confía al diseñador y luego a la sastrería que confecciona el prototipo? ¿O, más bien, el momento del desfile, cuando la prenda es llevada por las únicas personas que están siempre y sólo a la moda, las mannequins, que, no obstante, justamente por eso, nunca lo están realmente? Porque, en última instancia, el estar a la moda del “estilo” o la “manera” dependerá de que las personas de carne y hueso, distintas de las mannequins –esas víctimas sacrificiales de un dios sin rostro– lo reconozcan como tal y lo conviertan en su vestimenta.

El tiempo de la moda está, por ende, constitutivamente adelantado a sí mismo, y, justamente por eso, también siempre retrasado, siempre tiene la forma de un umbral inasible entre un “no todavía” y un “ya no”. Es probable que, como sugieren los teólogos, eso dependa de que la moda, al menos en nuestra cultura, es una signatura teológica del vestido que deriva de la circunstancia de que la primera prenda de vestir fue confeccionada por Adán y Eva después del pecado original, en la forma de un paño entrelazado con hojas de higuera (para mayor precisión, las prendas que llevamos hoy derivan, no de ese paño vegetal, sino de las tunicae pelliceae, de los vestidos hechos con pieles de animales que Dios, según Gén. 3:21, hace vestir, como símbolo tangible del pecado y de la muerte, a nuestros progenitores en el momento en que los expulsa del paraíso). En cualquier caso, más allá de cuál sea la razón, el “ahora”, el kairos de la moda, es inasible: la frase “en este instante estoy a la moda” es contradictoria, porque en el instante en que el sujeto la pronuncia, ya está fuera de moda. Por eso, el estar a la moda, como la contemporaneidad, comporta cierta “soltura”, cierto desfase, en el que su actualidad incluye dentro de sí una pequeña parte de su afuera, un dejo de démodé. De una señora elegante se decía en París en el siglo XIX, en ese sentido: “Elle est contemporaine de tout le monde”.

Pero la temporalidad de la moda tiene otro carácter que la emparienta con la contemporaneidad. En el gesto mismo en que su presente divide el tiempo según un “ya no” y un “no todavía”, esta instituye con esos “otros tiempos” –ciertamente con el pasado y quizá, también con el futuro– una relación particular. Es decir, puede “citar” y, de esa manera, reactualizar cualquier momento del pasado (los años veinte, los años setenta, pero también la moda imperio o neoclásica). Puede, por lo tanto, poner en relación lo que dividió inexorablemente, remitir, re-evocar y revitalizar lo que había declarado muerto.

 

6. Esta especial relación con el pasado tiene asimismo otro aspecto. La contemporaneidad se inscribe, en efecto, en el presente, signándolo sobre todo como arcaico, y sólo quien percibe en lo más moderno y reciente los indicios y las signaturas de lo arcaico puede ser su contemporáneo. Arcaico significa: próximo a la arché, o sea, al origen. Pero el origen no se sitúa solamente en un pasado cronológico: es contemporáneo al devenir histórico y no cesa de funcionar en este, como el embrión continúa actuando en los tejidos del organismo maduro y el niño en la vida psíquica del adulto. La distancia y, a la vez, la cercanía que definen la contemporaneidad tienen su fundamento en esa proximidad con el origen, que en ningún punto late con tanta fuerza como en el presente. Quien, llegando por mar en la madrugada, vio por primera vez los rascacielos de Nueva York, percibió de inmediato esa facies arcaica del presente, esa contigüidad con la ruina que las imágenes atemporales del 11 de septiembre hicieron evidente para todos.

Los historiadores de la literatura y del arte saben que entre lo arcaico y lo moderno hay una cita secreta, y no tanto porque las formas más arcaicas parecen ejercer en el presente una fascinación particular, sino porque la clave de lo moderno está oculta en lo inmemorial y lo prehistórico. Así, el mundo antiguo en su final se vuelve, para reencontrarse, hacia los orígenes: la vanguardia, que se extravió en el tiempo, sigue a lo primitivo y lo arcaico. En ese sentido, justamente, puede decirse que la vía de acceso al presente necesariamente tiene la forma de una arqueología. Que no retrocede sin embargo a un pasado remoto, sino a lo que en el presente no podemos en ningún caso vivir y, al permanecer no vivido, es reabsorbido sin cesar hacia el origen, sin poder alcanzarlo jamás. Porque el presente no es otra cosa que la parte de no-vivido en cada vivido, y lo que impide el acceso al presente es precisamente la masa de lo que, por alguna razón (su carácter traumático, su cercanía excesiva) no hemos logrado vivir en él. La atención a ese no-vivido es la vida del contemporáneo. Y ser contemporáneos significa, en ese sentido, volver a un presente en el que nunca estuvimos.

 

7. Quienes han tratado de pensar la contemporaneidad, pudieron hacerlo sólo a costa de escindirla en varios tiempos, de introducir en el tiempo una des-homogeneidad esencial. El que puede decir “mi tiempo” divide el tiempo, inscribe en él una cesura y una discontinuidad; y, sin embargo, justamente a través de esa cesura, esa interpolación del presente en la homogeneidad inerte del tiempo lineal, el contemporáneo instala una relación especial entre los tiempos. Si bien, como hemos visto, el contemporáneo es quien quebró las vértebras de su tiempo (o en todo caso percibió su falla o su punto de ruptura), él hace de esa fractura el lugar de cita y de encuentro entre los tiempos y las generaciones. Nada más ejemplar, en ese sentido, que el gesto de Pablo, en el punto en que experimenta y anuncia a sus hermanos esa contemporaneidad por excelencia que es el tiempo mesiánico, el ser contemporáneos del mesías, que él llama como tal el “tiempo-de-ahora” (ho nyn kairos). No sólo ese tiempo es cronológicamente indeterminado (la parusía, el retorno de Cristo que marca su fin, es cierta y cercana, pero incalculable), sino que tiene la singular capacidad de relacionar consigo mismo cada instante del pasado, de hacer de cada momento o episodio del relato bíblico una profecía o una prefiguración (typos, “figura”, es el término preferido por Pablo) del presente (así Adán, a través de quien la humanidad recibió la muerte y el pecado, es “tipo” o figura del mesías, que trae a los hombres la redención y la vida).

Esto significa que el contemporáneo no es solamente el que, percibiendo la oscuridad del presente, capta esa luz que no llega a alcanzarnos; es también aquel que, dividiendo e interpolando el tiempo, está en condiciones de transformarlo y ponerlo en relación con los otros tiempos, de leer en él de manera inédita la historia, de “citarla” según una necesidad que no proviene en modo alguno de su arbitrio sino de una exigencia a la que él no puede dejar de responder. Es como si esa luz invisible que es la oscuridad del presente proyectase su sombra sobre el pasado y este, tocado por ese haz de sombra, adquiriese la capacidad de responder a las tinieblas del ahora. Algo similar debía de tener en mente Michel Foucault cuando escribía que sus indagaciones históricas sobre el pasado son sólo la sombra proyectada por su interrogación teórica del presente. Y Walter Benjamin, cuando escribía que el signo histórico contenido en las imágenes del pasado muestra que estas alcanzarán la legibilidad sólo en un determinado momento de su historia. De nuestra capacidad de prestar oídos a esa exigencia y a esa sombra, de ser contemporáneos no sólo de nuestro siglo y del “ahora”, sino también de sus figuras en los textos y en los documentos del pasado, dependerán el éxito o el fracaso de nuestro seminario.

 

Traducción de Cristina Sardoy

 

Este ensayo retoma la lección inaugural del curso de Filosofía Teórica 2006-2007 en la Facultad de Artes y Diseño del IUAV de Venecia. Integra el libro de Agamben Desnudez, que Adriana Hidalgo Editora publicará en el transcurso de 2010 con traducción de María Teresa D’Meza y Mercedes Ruvituso y revisión general de Flavia Costa.

Giorgio Agamben (Roma, 1942) se graduó en la Universidad de Roma. Entre 1966 y 1968 estudió con Martin Heidegger. Fue profesor del Collège International de Philosophie en París y de las universidades de Verona y Macerata. Enseña Estética en la Universidad IUAV de Venecia. Sus últimos libros publicados en español son La potencia del pensamiento (Barcelona, Anagrama, 2008) y Signatura rerum: sobre el método (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2009).

1 Mar, 2010
  • 0

    El teatro de sombras como medio para la memoria en William Kentridge

    Andreas Huyssen
    1 Mar

     

    A lo largo de su obra, el artista sudafricano William Kentridge ha empleado el teatro de sombras como parte de un arte performático que tiene siglos...

  • 0

    El arte hoy

    Jean-Luc Nancy
    1 Mar

     

    Quiero agradecer a Federico Ferrari, la Academia de Brera, la Fundación Stelline y el Centro Cultural Francés, no sólo por invitarme sino también por organizar esta...

  • 0

    Esperando a Gaia. Componer el mundo común mediante las artes y la política

    Bruno Latour
    1 Jun

     

    ¿Qué se supone que debemos hacer ante una crisis ecológica que no se parece a ninguna crisis bélica o económica que hayamos conocido y a cuya...

  • Send this to friend