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Esteban Buch, Historia de un secreto. Sobre la Suite Lírica de Alban Berg, Buenos Aires, Interzona, 96 págs.
Si, fa, la, si bemol. H, F, A, B, según la notación alemana. En esas notas y letras es posible leer la cifra inverosímil que vincula adulterio y dodecafonismo. Son las iniciales de Hanna Fuchs –hermana del escritor Franz Werfel, casada con Herbert Fuchs-Robettin– y del compositor Alban Berg. Y a la vez, constituyen la clave de la historia de un amor prohibido escondido en el corazón de una de las obras más célebres de la nueva música, como denominaba Theodor Adorno a la filosofía y el corpus musical de la Escuela de Viena. De esa cifra, y de sus implicancias musicales y estéticas, se ocupa Esteban Buch en Historia de un secreto.
El libro narra cómo el programa de ese cruce aparentemente brutal y fascinante, híbrido de folletín y vanguardia, es posible en el ecosistema social y cultural de la Viena de principios del siglo XX. Es en ese escenario donde Arnold Schoenberg y sus dos discípulos, Anton Webern y Alban Berg, se dedican a socavar los cimientos del venerable edificio de la música occidental. Cuentan con una herramienta novedosa y potente, el Tratado de armonía de Schoenberg, publicado en 1911, en cuyo prólogo se enuncian tres premisas fundamentales e interrelacionadas: poner en marcha una búsqueda, eludir la comodidad de lo establecido, mantenerse en movimiento. Para Schoenberg, componer es una tarea que exige la laboriosidad del artesano antes que la inspiración y el genio que alimentaban el mito del artista romántico. Pero esa estética anterior y la sensibilidad que formaliza no han desaparecido del todo: estamos en un momento de transición en que aun los exploradores llevan adheridos restos de lo viejo.
Entre esos restos, la figura de Tristán e Isolda, salida de la forja wagneriana, es, como señala Buch, “el mito fundador, no sólo del amor, sino de la interioridad en general, completamente atravesada por la cuestión de la fidelidad”. Y en efecto, el tema del amor vuelto trágico por la traición está en todas las grandes óperas del período, como Wozzeck y Lulú del propio Berg, pero antes, en Peleas y Melisande y los Gurre-Lieder de Schoenberg, quien también había abordado el tópico de forma programática en el poema sinfónico Noche transfigurada, que podría considerarse un antecedente predodecafónico de la Suite Lírica.
No hay traición sin previo juramento de lealtad. El relato de Buch muestra cómo la fidelidad es para Berg fidelidad al amor y a la música, encarnados respectivamente en su esposa, Helene Nahowski, y su maestro Schoenberg. A ambos les prodiga una devoción manifestada en sus cartas en numerosas frases performativas que exhiben todos los rasgos de la sensibilidad romántica. Y con idéntica convicción se consagra a la “función sacerdotal” de difundir las ideas de Schoenberg, en quien ve al “doctor, el profeta, el Mesías” de la nueva música. Pero, como sostiene Buch, Schoenberg y sus dos discípulos luchan no sólo por difundir su música, sino también por “imponer un discurso sobre la música, un método de análisis, es decir, una estética musical”. Se trata de romper la naturalización de la escucha y el modo de producción cristalizado en la tonalidad, atacando sus pretensiones de ley eterna que permitiría producir lo “inefable” de la música, su belleza. La estrategia schoenbergiana, frontal y sinuosa a la vez, consiste en demostrar que su proyecto no es un ataque a la tradición sino que más bien representa su desarrollo lógico. Prueba de su éxito es que incluso los críticos más acérrimos del dodecafonismo tengan que admitir que esa música amenazadora tiene un método.
Dentro de este marco Berg se propone emprender una valorización del análisis musical; el objetivo es contrarrestar la obstinación de la crítica de la época en que “el conocimiento técnico es incapaz de explicar la belleza” –razón por la cual se ciñe a dar cuenta de las obras mediante un agotado repertorio de clichés poéticos–. Berg se esfuerza en el análisis pero también en precisar que las metáforas que pudiera emplear nunca alcanzarán a delinear el carácter emocional de las obras consideradas y no son, por tanto, más que un “código con función comunicativa”. Porque, nos recuerda Buch, “para Berg no hay ni puede haber una relación natural entre música y lenguaje”. Es el “carácter emocional” el que escapa al lenguaje y, por lo tanto, permanece secreto.
Lo interesante del texto de Buch es que no sólo narra la historia del secreto, es decir, la manera casi policial en que la existencia del affaire de Berg con Hanna Fuchs-Robettin fue saliendo a la luz como programa oculto de la Suite Lírica, sino que se basa en el relato para plantear una serie de preguntas fundamentales sobre el estatuto de la música en tanto práctica estética. Así, al hilo de la lucha entre los “guardianes del secreto” (Helene Nahowski Berg, Adorno, Alma Mahler) y un grupo de musicólogos encabezados por el compositor norteamericano George Perle, se interroga sobre cómo debe entenderse la relación entre música y vida y, en última instancia, cómo se produce el sentido en la música. En el siglo XIX, y todavía en tiempos de Berg, este dilema encarnaba en el concepto de “música de programa”: la creencia en la capacidad de la música de “referir” directamente y con sus propios medios una dimensión extramusical.
En este sentido, la Suite Lírica podría considerarse al mismo tiempo la cumbre de la música de programa y su límite, ya que es imposible no observar la contradicción entre la severa abstracción supuesta por el proyecto dodecafónico y los restos románticos con los que el compositor intenta la imposible tarea de ejecutar la síntesis dialéctica de esos dos universos opuestos. La obra soporta también la ambivalencia de ser a un tiempo el testimonio de la infidelidad de Berg a su esposa y de su lealtad al maestro Schoenberg. Porque la Suite es su prueba de fe en el método dodecafónico, algo que le supone un esfuerzo considerable y que, como apunta Buch, realizará a su modo: “adoptando la serie para aproximarla a la cifra”, empujándola hacia un desarrollo cromático, hacia un “paroxismo típico de la retórica postromántica”.
Enfrentado con la espiral interpretativa que desata la Suite Lírica, Buch añade una inteligente vuelta más que gira en torno al “secreto del secreto”. Lo que la Suite Lírica abre como interrogación, sostiene, no es sólo cómo pueden integrarse vida y obra, biografía y música, sino hasta qué punto la música constituye un sistema de expresión capaz de discursos, si no referenciales –lo que hoy sería ingenuo–, al menos significantes en relación con todo lo que no es música. Esto lo enuncia acertadamente como “una doble pregunta desgarradora: ¿Cómo hablar de música? ¿Cómo hacer que la música hable?”.
La Suite que Berg compuso para Hanna Fuchs es lírica en tanto expresión de una subjetividad que manifiesta “libremente” su pasión haciéndola pasar por una de las formas más abiertas de que dispone la música de cámara, y dotándola de un carácter rapsódico aun cuando elija al mismo tiempo atenerse a la serie dodecafónica. Berg también consigue poner en marcha todo un dispositivo de citas que situarán la obra en la tradición adecuada: los primeros compases de Tristán e Isolda de Wagner o un pasaje de la Sinfonía Lírica de Alexander von Zemlinsky (a quien la obra está públicamente dedicada para ocultar a su verdadera destinataria).Y, como la obra de la que trata, el ensayo de Buch se permite hacia el final que emerja la subjetividad, a través de una primera persona que habla de su propia pasión, la que produce el texto: “traté de hacer aquí la historia de un paratexto, entendido como el conjunto de discursos referidos a una obra musical. Pero me falta un método capaz de determinar un sentido de las obras musicales que no sea el constituido por el paratexto”. Lo que está ausente, como elección consciente del autor, es su propio análisis musical de la Suite Lírica. La razón es que Buch, como el propio Berg, entiende que el análisis, si bien posibilita “percibir la especificidad de sus relaciones internas”, no nos permite conocer las condiciones de enunciación: “la vida de ese discurso llamado sentido de una obra musical”.
Lo que plantea aquí Buch es parte de una discusión teórica muy frecuentada por musicólogos, semiólogos y compositores. Leonard Meyer, por ejemplo, afirma entre otras cosas que existen dos tipos posibles de sentido en música: el sentido incorporado, el que remite a antecedentes o consecuentes que se encuentran dentro del mismo texto musical; y el designativo, extrínseco, que conduce a interpretantes comunes al emisor y al receptor. Si se considerara que esta última categoría puede contener también elementos extramusicales, podría incluirse allí el vasto paratexto que recorre y articula este ensayo. En cuanto al “programa secreto”, Buch nos hace ver finalmente que en la Suite Lírica no se trata sólo de música, sino de escritura: “Existe para el ojo y no para el oído”. Porque, como señala, hay más de una Suite Lírica: el objeto sonoro abstracto, de relaciones constantes y analizables; la partitura, que fija estas relaciones en la notación, en la versión publicada por Universal Edition y en el manuscrito del compositor, que contiene las huellas de su trabajo y su pensamiento. Y además de todo esto, hay un “objeto singular”, el ejemplar de la partitura que Berg le regala a su amante Hanna Fuchs, intervenida como un cuerpo tatuado, surcada de anotaciones en varios colores: “Como si Berg hubiera sembrado de piedritas el camino hacia su jardín secreto para perros mudos…”.
Lecturas. Arnold Schoenberg, Tratado de armonía (Madrid, Editor Real Música), 1999; Leonard Meyer, Emotion and Meaning in Music (Chicago, University of Chicago Press, 1956); Theodor Adorno, Alban Berg: Master of the Smallest Link (Nueva York, Cambridge University Press, 1991).
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