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Sobre Lugares de escritor. Un relevamiento incompleto, compilación de Sergio Racuzzi.
Después del festejo, cuando tarde en la noche abrió la puerta de su cuarto, se le encogió el corazón. Desde hacía tiempo estaba acostumbrado a la tristeza que arrastraba, pero en esta oportunidad, quizá por la alegría momentánea de la reciente celebración, al examinar la soledad de su albergue, el mortecino esmalte de sus muebles, los colgantes de cristal de la pantalla, su lecho frío con su artesonado de hojas azules sobre el fondo de oro; cuando paseó la mirada sobre los paisajes que ornamentaban los muros, sombras de rascacielos sobre torres babilónicas, árboles curvados en lejanías de caminos violetas y amarillos, ríos de cobre surcando prados verdes y llanuras sonrosadas; al ver todo eso, digamos de nuevo que se le encogió el corazón: no pudo contenerse y lloró su pena.
Con este ejemplo empieza el prólogo del único manual, que yo conozca, sobre habitaciones de escritores. El texto no habla de cuartos ni de escritorios. No usa las palabras refugio, estudio, mundo, rincón, oficina, etc. Solamente habla de “recinto” o, más genérico todavía, de “lugar”. El recinto del escritor sería el sitio donde el autor está concentrado, se convierte en un ser solitario y rumia un soliloquio de tiempo variable. Un poco a lo Beckett. No importa si allí escribe sus cosas o ve películas; si conspira, se alimenta o se asoma todo el día por la ventana –si tiene. Hay casos de escritores cuyo recinto es el menos indicado para escribir, y de hecho lo hacen en cualquier otro sitio.
Entonces, continúa el prólogo varias páginas más adelante, ¿qué define un ambiente u otro como lugar? El recinto del escritor se define, no por alguna actividad concreta, sino por una relación, a veces subterránea, secreta o hasta ignorada para el autor. Debe haber un lazo de pertenencia, en el sentido de apego, y obviamente de intimidad. Como si uno dijera el “mundo privado”, el rincón donde el niño se abstrae en su propia soledad y puede jugar sin inhibiciones con todo lo que tiene a la mano. El rincón, por lo tanto, es el espacio de la naturalidad profunda. Lo que entonces me pregunto es qué tiene de particular el del escritor, porque, presentado así, cualquier persona puede tener su sitio personal.
(Los libros que rodean su objeto sin llegar a precisarlo nunca pueden resultar exasperantes. Están en ambos lados, como ciertas frases. Me resultan entretenidos en su irresolución, pero a la vez me intrigan hasta el cansancio.)
En las descripciones de recintos de escritores lo más habitual es la cama. Ninguno se salva de mencionarla. Es la fuente de energía de donde emana el día, la actividad, o hacia donde se dirige el gusto o el deseo del artista. La cama expresa a través del arreglo, o de su falta, el carácter del recinto y por ende de su dueño. Nunca parece una presencia neutra como pudiera serlo una silla. Un “lecho frío con su artesonado de hojas azules sobre el fondo de oro”, por ejemplo, es una cama demasiado burguesa para un escritor con mandato bohemio; de lo contrario no habría puesto que el lecho es frío, y en general no habría estado al borde del llanto al contemplar el recinto. El escritor viene de una celebración. Habrá sido un convite literario donde buscó lucirse y del que salió triste y agotado.
Hay casos en que las camas se personifican, por lo general durante la noche. Los escritores del bajo mundo, los pobres o los torturados, duermen en camas vampíricas y hasta infamantes. Chinches que se despabilan y quieren su cena de sangre, olores indelebles que se corporizan.
Ese día volvió más temprano. La luz extinguida que se filtraba por el cristal sucio de la ventana llegaba apenas hasta el lecho y lo revelaba lejano, indistinguible, etéreo como si flotara en una nube de desorden e irrealidad. Más atrás, ni se distinguían los pocos libros y el cuaderno solitario sobre la mesa. Hacía tiempo que no cambiaba las sábanas; ya tenían un color indefinido. Estuvo a punto de dejarse llevar por la curiosidad perversa de escudriñar entre las huellas de los insectos y las marcas del propio cuerpo; y si no lo hizo fue porque creyó que ello significaba asomarse a un relato vedado. Él debía seguir escribiendo entre los hombres, con la gente y en contacto con otros cuerpos, lejos de las señales emitidas por el lecho, que lo reclamaban como si se tratara de un universo egoísta y al fin olvidado. Por último, oyó las quejas del hambre desde la habitación de al lado.
Acá tenemos la cuestión de la vida paralela. No una doble vida a lo Dr. Jekyll, sino la vida de los objetos impregnada de vida; objetos que por un proceso de acumulación parecen cobrar autonomía.
Valgan estos dos ejemplos para mostrar que en los recintos de escritor la cama es objeto dominante, aunque esté representada por un sofá donde recostarse o un simple futón para pensar. (Recuérdese el caso del famoso escritor marginal que, cuando la billetera se lo permitió, compró dos poltronas: una para leer y otra para descansar. Se dormía en las dos.) A veces el escritor precisa la siesta, la libertad de una duermevela o una ensoñación que le despeje la mente demasiado aturdida al cabo del empeño intelectual.
(Recibo un llamado: el amigo que me ha prestado el libro ofrece explicarme su hipótesis. Como actividad, dice, el arte de representar el lugar propio es el más genuino y honesto en sus intenciones. Viene a ser como un autorretrato. El escritor juega a descubrirse; y cuando un escritor procura echar una mirada profunda sobre sí mismo imagina su lugar vacío, con él ausente por largo tiempo o directamente muerto. Por eso, continúa mi amigo, casi todas estas descripciones se producen cuando el autor llega a su recinto, vuelve de una larga o corta ausencia; porque necesita crearse una mirada externa que haga consistente su perspectiva, la sorpresa o naturalidad del lugar vacío y propio a la vez. Le respondo que no estoy seguro. A veces conocemos el recinto de un escritor y sin embargo nunca lo ha descripto. Y cuando lo conocemos hacemos de cuenta que lo leímos de mano del autor. Pongo un ejemplo: es como la vida. Cuando conocemos la vida de un autor nos parece su autobiografía; una autobiografía actuada. Otra hipótesis de mi amigo es que quienes más describen sus recintos son los escritores inseguros, o directamente fracasados. Después, antes de cortar mi amigo dice que no hace falta que le devuelva el libro. Eso me deja pensando. No es una cesión, por supuesto tampoco un regalo. Como si me dijera: “No me devuelvas algo inservible” –con lo que me encaja lo inservible a mí.)
Casi al finalizar el libro descubro otro tipo de ejemplo, ahora fastuoso, también inesperado como una floración nocturna: el brocado impecable del canapé que usa el autor decadente, la monotonía con que se detiene a describirlo en cada uno de sus relatos, aunque variando los motivos del decorado. Plantas contorneantes como reptiles, animales fantásticos, organismos ininteligibles; escenas flamígeras, tonos dorados, plateados y sedosos. En esta clase de recintos, la relación entre fantasía artística y ornato del ambiente es demasiado lineal, llega a la superposición: la escenografía representada en los libros es el escenario del que el escritor ha elegido rodearse. Símbolos culturales, piezas traídas de países lejanos, combinaciones extravagantes, etc. En estos casos el exotismo tiene un valor adicional, porque ha venido a visitar al autor, está adosado a su lugar de trabajo. Como dije, de muy cerca del final extraigo este párrafo:
Sabía que actuaba mal volviendo a hora tan inopinada. ¿Pero desde cuándo él debía actuar bien? Todo en su vida era un empeño por parecerse a sí mismo, o más bien a la idea que quería transmitir de sí. Ese mismo cuarto estaba arreglado según su fantasía más profunda, y en parte por eso le resultaba enervante que su propia creación lo sometiera a horarios. En fin, lo concreto es que se puso pálido apenas abrió la puerta. Dragones y fieras se enredaban en una danza frenética con hiedras multiplicadas y plantas en plena metamorfosis. Los paisajes del brocado, donde él mismo había encontrado cavernas boscosas o peñascos de altura con un arbusto solitario en la cima, ahora mostraban un panorama revuelto donde se confundían combates corporales y paisajes físicos. No tuvo ojos para mirar el resto de la estancia. Entonces era eso, pensó, los elementos aprovechaban su ausencia para liberarse de toda atadura; el orden real en que él tenía su cuarto no era más verdadero que cualquier adorno fabricado.
El recinto de escritor es un residuo de la era burguesa: la vida privada e íntima, como contracara de la vida pública, expuesta a través de los libros. Uno de los antologados describe su lugar como indisociable, en la lectura, de la ramificación de ficheros electrónicos y las localizaciones conectadas y proliferantes de los enlaces cibernéticos. No algún recoveco encontrado en la realidad física, dice, sino el plasma es su lugar de trabajo:
El deseo de lugar privado es una nostalgia que se tributa a un mundo demasiado físico en su organización. No imagino mi lugar de vida y de trabajo ajeno a la experiencia de la velocidad y la interrupción. Encuentro ambas cosas en la pantalla; y cuanto más delgada mejor. Mi lugar, cuando llego, ofrece siempre el mismo paisaje aunque yo cambie de sitio, o gracias a ello: la pantalla encendida y su diversidad.
Según el compilador, este programa es falso, demasiado cerebral y práctico; y a primera vista, por lo menos en el discurso, excluye condiciones ambientales y consideraciones ideológicas relacionadas.
De modo que el escritor electrónico esgrime un recinto plano como la pantalla que usa, y por añadidura versátil, movedizo y hasta nómada. Está constituido por el síndrome del escritor viajero cuando en realidad no se aleja nunca de la pantalla. Hace mal el antologista en relacionarlo con los escritores vagabundos o linyeras (no trotamundos). El plasmático y el vagabundo poseen diferente régimen de autismo, si cabe la palabra. Está el caso por ejemplo de un escritor boliviano que dejó casi toda su obra inédita y muy probablemente perdida. Solía escribir exclusivamente en los umbrales de las casas, donde se sentaba con sus cuadernos hasta que lo echaban. O el otro linyera por temporadas, en este caso argentino, que buscaba escribir con todo el cuerpo. Estas condiciones extremas se han trastornado en el escritor plasmático, que, para decirlo con una frase hecha, sólo conserva de los vagabundos su alto grado de exposición a la interrupción.
Fuera del lecho o el sofá, otro baluarte del recinto de escritor es la biblioteca. El compilador se refiere a los libros físicos reunidos, los estantes con libros. Hago la aclaración porque más o menos hacia la mitad de la antología se abre una digresión. El compilador cuenta que años atrás participó de uno de esos congresos literarios donde se hacen lecturas y los autores intercambian libros y cien veces por día se dan palmaditas de reencuentro en los hombros. En esa ocasión, precisamente, el compilador le entregó un libro suyo a un colega apreciado, más o menos con la siguiente dedicatoria: “Para Fulanito y su biblioteca”. El otro se quedó pasmado. De inmediato se disculpó aclarando que no tenía biblioteca, que los libros que leía los iba depositando en cajas apiladas en el sótano y no volvía a abrirlos nunca. El compilador se sintió incomprendido; lo suyo trascendía los objetos. Para él se trataba de un intercambio literario, digamos casi espiritual, y cuando hablaba de “biblioteca” se refería al bagaje de lecturas dinámicas que cada cual lleva en su memoria. Como puede verse, el compilador también es pretencioso o le gusta ser el de la réplica última. Como sea, de ahí viene su opinión de que la biblioteca es más bien metafórica. Por eso prefiere referirse a estantes con libros.
Sin embargo, hay muchos autores que aman sus estantes con libros como si fueran una biblioteca, y como si allí no hubiera un solo título fuera de lugar y cada uno fuese decisivo. En la biblioteca del recinto todo es cierto y nada está de más; el desorden significa, así como el orden. El compilador se siente tentado de proponer un subagrupamiento sólido, como lo llama: los autores que prefieren fotografiarse flanqueados por sus estantes con libros y los que prefieren otro paisaje. Pero apenas desarrolla la idea lo distrae un recuerdo y suspende el argumento. Nos cuenta que el portero del edificio donde vive, un señor que orilla los sesenta años, imagina las tertulias de escritores como reuniones de a dos, nunca más gente, en un recinto caldeado por el fuego apacible de un leño en el hogar y con paredes invadidas de libros. Por supuesto, los dos autores tienen a mano vasos con la bebida fuerte y los instrumentos personales para fumar. Esto induce al compilador a pensar cuán atrasadas están las ideas sobre los recintos de escritores. Y en esta anécdota inofensiva encuentra nuevos argumentos, desde mi punto de vista equivocados, para justificar su empresa, dejando los estantes de libros a la espera de explicaciones más detalladas.
Otra cuestión que vale la pena señalar son las continuas y profusas interrogaciones que le suscitan al compilador los recintos austeros. Espacios por lo general vacíos, con sólo lo imprescindible para trabajar: un escritorio y una silla; a veces sólo un escritorio o sólo una silla. Paredes limpias, casi siempre pintadas de algún blanco. El compilador se pregunta por el cuidado casi conventual de estos lugares, cuyo exceso de luz y racionalidad, no obstante, desmiente cualquier inclinación franciscana. Vendría a ser un orden muy poco discreto y bastante ostentoso: la escasez como rasgo de abundancia. En mi parecer no le falta razón; y sin embargo, como tantas otras de este libro, me parece una conclusión bien poco importante.
¿Tiene algún mérito descubrir una contradicción? ¿Ilumina esto en alguna medida lo que pensamos de este tipo de escritores? ¿O de cualquier otro tipo? O incluso más: ¿modifica esto la manera como los leemos? El compilador recuerda la foto del autor europeo montado en su bicicleta dentro de un estudio inmaculado. Durante varios años guardó esa foto de periódico, hasta que un día la foto cayó de la pared donde él la tenía pegada y al llegar al piso mostró el reverso de la página. Allí estaba la vieja noticia de otro escritor, casi ignoto, que había decidido acabar con su vida recostado sobre el vidrio del propio escritorio; se trataba de su recinto, el lugar donde había trabajado con esfuerzo desparejo, más infructuoso que promisorio, casi toda la vida.
Hablando de austeridad, vale destacar la curiosa presencia de los escenarios de escritores eremitas. Quizá por su condición extremadamente solitaria, pese a su buen número es como si los eremitas no estuvieran, o como si formaran una comunidad aislada y casi invisible. Tienen sus normas individuales, y sus guiños y prácticas comunes aunque evidentemente carezcan de toda comunicación recíproca. En esta categoría entran los recintos situados en buhardillas, altillos, miradores, cúpulas, minaretes, sótanos, cavernas, chozas incrustadas en la naturaleza o piezas de pensión. Según el compilador, es un error pensar que el escritor ermitaño expresa su eventual misantropía a través del recinto, o de su representación.
Cuando se termina este libro queda en al aire la pregunta sobre su utilidad. No es la mejor pregunta que se puede hacer, es cierto. El compilador dedicó mucho tiempo a realizarlo y también le dedicó su inocultable vocación coleccionista. Y en este punto nos asomamos quizás a la pequeña enseñanza, no sé si buena o mala, de esta obra: los recintos representados tienen el valor de las miniaturas. Son habitaciones minúsculas como las casas que se ven armadas en las jugueterías para imaginación de grandes y chicos. Lugares en los que nadie cabe pero que hablan de una existencia. Supongo que el compilador se habrá sentido atraído por el poder irradiador de estos espacios, que dicen cosas inconexas, es verdad, o desactualizadas, pero enuncian al menos realidades portátiles y transmisibles cuando, para muchos, las obras mismas de los autores suelen callar, sea porque no hablan o porque parecen incompletas.
Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Abalorio (1999), p. 35; Abalorio III (1999), p. 37.
Lecturas. Lugares de escritor. Un relevamiento incompleto fue editada en New Brunswick por Ediciones Donaldson Park en 2007. Roberto Arlt: El jorobadito (Buenos Aires, Anaconda, 1933); José Barroeta: Todos han muerto (Barcelona, Candaya, 2006); Arturo Borda: El loco (La Paz, Honorable Municipalidad de La Paz, 1966); Lydia Davis: Samuel Johnson Is Indignant (Nueva York, Picador, 2002); Alberto Laiseca: Aventuras de un novelista atonal (Buenos Aires, Sudamericana, 1982); Mario Levrero: Dejen todo en mis manos (Barcelona, Caballo de Troya, 2007); Juan José Saer: La mayor (Buenos Aires, CEAL, 1982); Néstor Sánchez: La condición efímera (Buenos Aires, Sudamericana, 1988).
Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) es autor, entre otras, de las novelas El aire (Buenos Aires, Alfaguara, 1992), Cinco (Buenos Aires, Simurg, 1998), Los planetas (Buenos Aires, Alfaguara, 1999) y Los incompletos (Buenos Aires, Alfaguara, 2004), de dos libros de poemas y del libro de ensayos El punto vacilante (Buenos Aires, Norma, 2005). Este año ha publicado la novela Baroni: un viaje (Buenos Aires, Alfaguara). Vive en Nueva York.
Jacques Rancière, El espectador emancipado, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Manantial, 2010, 131 págs.
Hace nueve o diez años, Jacques Rancière ocupaba en la...
Oscar del Barco, Alternativas de lo posthumano. Textos reunidos, compilación y prólogo de Gabriel Livov y Pablo Gallardo, Buenos Aires, Caja Negra, 2010, 286 págs.
...
Leandro Losada, Historia de las elites en la Argentina. Desde la conquista hasta el surgimiento del peronismo, Buenos Aires, Sudamericana, 2009, 288 págs.
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