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Daniel Attala, Macedonio Fernández, lector del Quijote, Buenos Aires, Paradiso, 2009, 156 págs.
Daniel Attala es uno de los pocos lectores que toman en serio el pensamiento filosófico del autor de Museo de la novela de la Eterna. ¿Hace bien? No respondo con saber erudito, sino con la recuperación, en Attala, de esta cita de Macedonio sobre los personajes: “Lo único que puede acontecerles como tales, pues en todo lo demás están solamente representando a tal o cual persona humana, que es a quien le pasa todo; lo único es: que por una técnica exquisita, sutilísima, el gran artista los pase súbitamente a la Vida”.
Esta peripecia máxima supera todo juego especular entre Libro y Vida e incluso toda resolución provocativamente mallarmeana del asunto. Porque produce un mareo, diría Macedonio, y esta es una experiencia capital para el lector, el momento en que aquella posibilidad revierte sobre la puesta en duda, así sea fugaz, de su condición ontológica.
Conocemos este juego en Chuang Tsu y el sueño de la mariposa, o al menos en su efecto en el universo de Borges: podemos condensar su rendimiento narrativo múltiple en la profecía de que algún día el mundo será Tlön. Pero el plus de Macedonio, recuerda Attala, en ese vértigo tan Hitchcock, es trascendente, intelectual (en el sentido de no sensible), conciencial: lo que Blanchot llamó, en Borges, éxtasis. Porque de aquel anonadamiento, el lector pasará a su realización inmortalizadora. Dimensión, acusa Attala, olvidada no sin culposo motivo en Genette. Concluyo, provisoriamente, que la metafísica de Macedonio, en la propuesta de Attala, es una con sus extraordinarias puestas en abismo de la experiencia de lectura, que tanto han fascinado a los críticos que subestiman o ignoran su fuente filosófica.
Más allá de la ambigüedad del reconocimiento de Borges de su deuda con Macedonio y también del reconocimiento de Macedonio al aparentemente excesivo reconocimiento de Borges, la preocupación de Attala es recuperar la historia de una idea poética: el origen de Pierre Menard podría fecharse en la escucha, por Borges, en la voz de Macedonio, hacia 1921, de un sesgo decisivo de lectura del Quijote.
Para eso, necesita reconstruir tramas subestimadas en las que reaparecen Salvador de Madariaga, Groussac, Gerchunoff, Capdevila, Américo Castro, Niebla de Unamuno y los Seis personajes… de Pirandello. Pero sobre todo, más atrás, va hacia Jean-Paul, Schlegel, Schelling, y ve en el interés romántico por el desdoblamiento (del Quijote en la segunda parte, de Hamlet en el drama dentro del drama) una línea de lectura que fecundará los monumentos críticos de Auerbach, Batjin y Lukács. Interés, sobre todo, en la ironía y su capacidad distanciadora y duplicadora, que rompe el automatismo y corta el efecto alucinatorio de la representación.
Por lo mismo, Attala historiza la crítica sobre Borges y, reconociendo el peso de las lecturas francesas, desde Blanchot y Genette hasta Foucault, repara en las omisiones y los olvidos: en particular, de Macedonio.
Su construcción de hipótesis en diálogo, a veces más cordial, otras más cáustico, tiene que ver con lo que llamaré su “probidad crítica”. La misma que concluye el libro recogiendo las propuestas de Julio Prieto sobre la doble novela en Macedonio (la última mala, la primera buena) como un efecto posterior a la escritura de buena parte de los textos, y a la vez poniendo sus reparos en la índole de la operación; y en seguida, dejando la última palabra a Prieto, al que hospeda en el libro, “encuadernándolo”.
Esa probidad se hace política en la elección de una lengua crítica que descarta las cotizaciones en alza coyuntural presente o pretérita de la bolsa bibliográfica académica. Nunca intertexto. Y si algún perlocutorio, con sorna. Ningún temor en hablar de influencia, espíritu de autor, inspiración. Y una asunción que merece brindis: “el lector ingenuo que somos todos”.
Ejercicio de estilo. Leo en la página 122: “Una de las intenciones secretas, entonces, de ‘Parte completo y masculino…’, podría haber sido retrucar, o si se prefiere matizar la tesis de Capdevila, con una respuesta que todavía –¿o ya?– se nos escapa”. Importa menos reponer el giro matizador atribuido a Macedonio Fernández (que lo que une a los pueblos de habla castellana no sería la lengua, sino la gran novela, el Quijote) que subrayar el giro crítico. Attala es capaz de renunciar a su confianza optimista en la luz que habría de arrojar la lectura futura sobre el alcance de la operación macedoniana, entregando su hipótesis, a través de una mínima disyunción adverbial, a la corrosión del tiempo transcurrido, extraviando el sentido postulado en una napa que ninguna geología cultural podrá recuperar.
En una página notable de este libro, Attala glosa la posición antimimética de Macedonio Fernández, según la cual la obra que se pretende realista se limitaría a explotar las propiedades sensoriales de lo que representa. Así, en ella, el lector permanece cautivo de esta operación, y cree malamente (y así se enajena) que la obra tiene como arte lo que él proyecta como vida.
Para ilustrar este procedimiento, Attala recurre a dos versos de Hernández en los que el Moreno de la payada, rechazando altanero un elogio de Fierro a sus condiciones canoras, le retruca: “De un bien que de otro depende / naides se debe alabar”. Los bienes de la obra realista dependen de otro.
Si, entonces, el renuncio de la obra realista consiste en esconder, artificiosamente, su propia realidad de papel y tinta, es decir, enmascarar en un carácter la abigarrada danza de los caracteres que forman sus palabras, se entiende por qué Attala recupera gozosamente esa frase en la que Foucault dice, de don Quijote: “Largo grafismo delgado como una letra, acaba de salir directo del bostezo de los libros”.
Largo grafismo delgado como una letra. Cuando ya, dueños del código alfabético pero también presos en él, dábamos por sentado que nuestra escritura se liberaba de todo tributo a un tiránico universo exterior resistiéndose incluso a mantener con él relaciones ideográficas, se nos viene a decir que eso era, todavía, poca cosa. Que había que ir por más. Que más bien aquel mundo podía, parasitariamente, adoptar el comportamiento del signo. Y aunque don Quijote no es mundo (¿o sí?), su consistencia de personaje juega, en tanto realista, con una persona enjuta y magra cuyos sesos habría secado la lectura. Pensamos en otros inexistentes pero visibles personajes de tercer grado, las representaciones pictóricas de la representación literaria: los Quijotes de Doré, Dalí y Picasso, su elongación de grafismo prolongada por la lanza. Y volvemos a las letras: u-i-j-t… delgadas, agudas, penetrantes. Sobredeterminado por la letra, cómo extrañarse de que don Quijote intente realizar esas agudezas.
Vuelvo, habilitado por Attala, al Moreno del Martín Fierro. Derrotado, desprovisto o tal vez despojado de la letra y humillado por el gaucho letrado, se ofende: “he declarao que en leturas / soy redondo como jota”. Attala recuerda aquello que para Macedonio y otros grandes lectores constituye la grandeza artística de don Quijote personaje: que Cervantes le haya soltado la mano, provocando, en consecuencia, y por contraste, la piedad del lector. Piedad, compasión, simpatía; esa purga de emociones que (junto con el temor) constituyen la catarsis. Hernández, al Moreno, le ha soltado la mano desde el comienzo y lo exhibe en su falta. Pero no le ha sido fácil la cosa, a Hernández. Porque el Moreno jala: retiene la mano que lo empuja y hace que el otro, el Autor, corra el mismo riesgo de caída. Hernández ha experimentado malamente con él y le ha hecho mezclar dos dichos: ser “redondo como o” y “no entender ni jota”. En ambos, como en algunos emoticones de factura alfabética de la pantalla del ordenador, la letra quiere decir el mundo salteando la palabra y la frase y burlando la doble articulación del lenguaje. Cruel, padre abandonador como el mismo Fierro, Hernández hace que el Moreno iletrado atribuya, nada menos, la redondez de la o a la jota (en el nacimiento del dicho, la rectilínea iota griega). No ser capaz de reconocer eso elemental, el origen del origen, primera marca, primer trazo, la muesca, la línea, “el palito”, equivaldría a no entender nada. Pero esa letra contrafáctica, esa o-jota que no calza, que ni forma palabra ni indicia mundo, revela –paradojas del lenguaje– en el error del Moreno, su acierto. La victoria de Fierro en la payada es, por eso, a lo Pirro. Y la derrota del Moreno, etimológicamente, su derrotero, su camino: el emblema de alguien ininteligible, un redondo como jota que permanece, resistente, afuera de un pacto que no puede leer ni firmar. Por eso le queda resto para volver invicto, grande, en la memoria del lector, en el cuento de Borges (“El fin”), en el poema de Lamborghini (“Los dos sabios”). Ya lo había dicho antes, no sin ironía, el Moreno: “Dende que aprendí a inorar / de ningún saber me asombro”, altanera humildad socrática en la que retornan los saberes orales. Ironía, voz, enseñanza oral: cuestiones que devuelven este excurso de MF (Martín Fierro) a MF (Macedonio Fernández).
Sócrates / ironía. Cuando leí por primera vez el subtítulo de Macedonio Fernández, lector del Quijote decidí ignorarlo, y no precisamente porque no describiera lo que hace el libro –“Con referencia constante a J.L. Borges”–, sino porque su ruido descriptivista me sonaba a paper, algo ajeno al texto que encabezaba. Oí, después, comentar a Julio Prieto: “Resuena allí el título de la tesis doctoral de Kierkegaard, Concepto de ironía con referencia constante a Sócrates”.
Terrible, que te tengan que explicar el chiste.
Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, Vacaciones en un teatro (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.
Lecturas. Daniel Attala ha publicado La sonrisa del comerciante (2003) y Las violetas de Attis (2004), ambos en Rosario por Beatriz Viterbo, y es compilador de Impensador mucho (Corregidor, 2007), con inéditos de y sobre Macedonio.
Julio Schvartzman es profesor de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires. Dirigió el volumen La lucha de los lenguajes (2003) de la Historia crítica de la literatura argentina diseñada por Noé Jitrik.
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