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Del videoarte pasaron a la TV y crearon el primer canal conceptual de la televisión argentina, Ciudad Abierta, la señal de cable de Buenos Aires. Con Yo, presidente, de inminente estreno, Mariano Cohn y Gastón Duprat llegan ahora al cine. Aquí, el evanescente decálogo de la dupla más ingobernable de la pantalla local.
A Mariano Cohn y a Gastón Duprat les gustan las colecciones de especímenes raros, elegidos escrupulosamente entre los tipos comunes. Miran el parque humano con curiosidad antropológica, pero lo clasifican y lo archivan en la vitrina mediática con distancia y habilidad de entomólogos. Son cazadores pacientes. A veces ni siquiera salen a buscar, sino que inventan dispositivos para que la presa se acerque sola a las redes y se entregue. El repertorio final es inclasificable y diverso: alto o bajo, heavy o light, crudo o cocido, de preferencia salvaje. En Enciclopedia, por ejemplo, uno de sus primeros catálogos, un carnicero presenta profusamente a sus empleados uno por uno, in situ, como si se tratara de un equipo de la nasa; una chica se eterniza bailando frente a la cámara, como si estuviera sola en su cuarto. En Televisión abierta, el mayor hit de TV de la dupla, el desfile es más espontáneo, variado y desopilante. Es el primer delivery televisivo del que se tenga noticia y por lo tanto son los espectadores los que “piden la pantalla”. Pero fue a fines de 2003 cuando Cohn y Duprat expandieron la forma televisiva hasta su expresión mayor. Inventaron un canal para la ciudad, prescindiendo de casi todas las convenciones del medio. Plantaron una cámara fija en varias esquinas de Buenos Aires, diseccionaron edificios de departamentos, radiografiaron manzanas y deconstruyeron insidiosamente el discurso de intelectuales y artistas porteños. Cuando creíamos que en la televisión ya todo estaba perdido, demostraron que todavía había margen para el experimento. Su última colección, Yo, presidente, fue concebida para la pantalla grande y reúne especímenes de más alto rango. Es su primer largometraje documental y se presenta como una galería completa de los presidentes de la democracia, pero lo que se documenta en realidad es la sustancia opaca y escurridiza de los medios y la política. Todo lo hacen a dúo pero se intercambian los roles hasta ocultar cuál de los dos es Dr. Jekyll y cuál Mr. Hyde. La formación doble duplica el desprejuicio, la audacia y el gusto con que destruyen la mitología clásica del artista.
¿Cómo llegan un estudiante de derecho y un casi arquitecto al video y la televisión?
Gastón Duprat: Empezamos haciendo video, yo con un grupo de amigos en La Plata al que después se unió Mariano. Eran por lo general ideas abstractas, conceptuales, con un tratamiento preciosista, pero ya ahí, sobre todo en Enciclopedia, estaba el gen de muchas de las cosas que hicimos después en televisión. Nos lo tomábamos muy en serio y discutíamos la más mínima decisión durante horas. Avanzábamos lentísimo editando en computadoras cuadro a cuadro, con paciencia de relojeros y muchísima atención a los detalles formales, a la textura de la imagen.
No parece el mejor entrenamiento para el vértigo de la televisión. ¿Cómo pasaron al formato programa de TV? ¿Ya entonces pensaban en un canal?
Mariano Cohn: Televisión abierta en realidad fue como una conversión de esa especie de catálogo que llamamos Enciclopedia al formato delivery. La idea básica era que, en vez de salir nosotros a buscar qué filmar, la gente nos llamara para que fuéramos a filmarlos. Queríamos hacer un canal con ese formato. Como no pudimos, hicimos un programa de media hora.
GD: No teníamos ninguna conexión con la televisión de Buenos Aires, ni con los medios, ni con nada, pero conocimos a unos productores medio fracasados a los que les mostramos un demo de Televisión abierta, que ellos a su vez mostraron a un canal, y todo salió al toque: era fácil de hacer, divertido y barato. Lo raro era que era un programa muy conceptual y a la vez muy popular. Enseguida tuvo mucha audiencia, como si hubiese conseguido unir las dos puntas. Lo veía mucha gente y también lo elogiaban los críticos más sofisticados. Estaba tan al alcance de la mano que nos preguntábamos cómo nadie lo había hecho antes. ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie filmar las casas de la gente que ve la tele, mostrar qué hay del otro lado? Nadie había filmado el perrito, la abuela, el fondo choto.
¿Cómo era el proceso de selección del programa? ¿Qué reunía a ese catálogo variado de personajes espontáneos?
MC: Prácticamente no había casting. Sólo ordenábamos el material para darle variedad. La gente decía que el conjunto era bizarro, pero para nosotros lo que aparecía en el programa era básicamente lo intelevisable. En la época en que la moda televisiva era presentar todo cortado, editado, como en el programa de Pergolini, nosotros no hacíamos cortes y usábamos cámara fija.
GD: Aparecían cosas imposibles para la tv: gente que se equivocaba, gente a la que le faltaban los dientes, gente que decía cosas totalmente fuera de lugar. No existían los mecanismos de la tv tradicional, por los que si va un gordo lo adelgazan, si la pared está descascarada la pintan. Tampoco editábamos los testimonios. No queríamos editar para subrayar o para crear efecto. Respetábamos el in y el out de lo que la gente hacía o decía delante de la cámara y por lo tanto se veía claramente que faltaba la mano del productor televisivo que por lo general emprolija el material. No queríamos meter esa mano emprolijadora que iguala todos los contenidos. De hecho, los productores nos lo empezaron a señalar: mucha gente sin dientes, demasiadas paredes descascaradas, muchos fondos chotos.
La relación de los directores con la gente que desfila por el programa es bastante indefinible. Se ve la fascinación con muchos de los personajes y al mismo tiempo una distancia un poco irónica. En algunos casos genuina atracción y en otros, algo más resbaloso. ¿Cómo salvar cierta superioridad?
GD: ¿Superioridad? Yo en ese momento me sentía superior a Pergolini, no a los freaks de Televisión abierta. Puede ser que algunos personajes dieran un poco de vergüenza ajena, pero seguramente por las propias limitaciones de la mirada burguesa. Porque, ¿por qué te va a dar vergüenza ajena alguien a quien le falta un diente? Si a mí me pasa algo con alguien que está en la tele y le falta un diente, el problema es mío. Es cierto que yo me siento lejanísimo de la mayoría de la gente que salía en el programa. Nunca hubiese llamado a ese ni a ningún otro programa de televisión. Pero nuestro trato con la gente era muy claro: no se le ponía una cámara oculta, no era Tinelli con la cieguita. Mientras hacíamos el programa, el enfrentamiento era con Tinelli, Pergolini, El rayo. Queríamos demostrar que la idea de que la TV le daba un lugar a la gente común era ficticia, que el uso de la gente que hacía la TV era espantoso, que la gente aparecía sólo para sacar un papelito de una urna, aplaudir o hacer de payaso. La TV le abrió la pantalla a la gente común sólo para hacer de bufón o clown del conductor de turno. En Televisión abierta en cambio la gente podía hacer la cosa más feroz, más incorrecta, la más fuera del sistema, la más imprevisible (la imprevisibilidad es el peor enemigo de la TV), y siempre había una complicidad de parte nuestra. En algunos casos el programa era servicio puro. Mucha gente vendió el auto de verdad y mucha gente consiguió novio de verdad.
¿Qué personajes creen que le dieron carácter al programa?
GD: El más recordado seguramente es Fita, una vieja neofascista, o una mujer que hacía sombreros con palitos de chupetines, o un aspirante a modelo con síndrome de Down. También un señor que quería ser Presidente de la Nación y lanzaba su candidatura en pantalla. Por Televisión abierta pasaron más de dos mil personas, en un espectro muy variado. Una combinación de gente muy políticamente incorrecta, medio freak, medio salvaje.
El catálogo es muy inclasificable. ¿Cómo definirían el atractivo de una figura como Zambayonny, por dar un ejemplo, el cantautor porno enmascarado que fue la estrella de la última temporada?
MC: A nosotros Zambayonny nos despierta verdadera admiración. Nos parece un artista genial. Bob Dylan al lado de él es un papa frita. Con él el rock llega a su techo. Por eso Televisión abierta le dio un lugar en el programa, el cierre musical. Rompiendo con las reglas del programa se le dio un espacio fijo, como una especie de frutilla del postre en mal estado. Me contaron que en Parque Rivadavia se venden los programas de Televisión abierta con las participaciones de Zambayonny.
¿Qué reúne a Televisión abierta con los otros programas que hicieron para la tele?
MC: Después de Televisión abierta hicimos muchos, muchos programas. Cupido, Navegando con Fede, Cuentos de terror con Laiseca, Juro que es verdad. Todos son ideas extremas que ponían a prueba el soporte, el formato televisivo, como si estiraras mucho un elástico a ver qué pasa. En Cupido, por ejemplo, un programa en que se armaban parejas a ciegas, no sabíamos nada de los participantes hasta poco antes de que empezara. El programa era a las cinco y a las cinco menos cuarto venían los participantes y nadie los había entrevistado. Eso es imposible en la tele. Los silencios que había en el programa también eran imposibles. Siempre estaba todo a punto de estallar. Tanto la producción como lo que salía al aire eran completamente inestables.
¿Cómo llegaron finalmente al canal de televisión?
MC: También el canal se creó con lo inadmisible para las convenciones de la tele, las limitaciones: un canal de televisión sin cámaras de TV, sin edificio, sin sala de edición, sin nada. Era muy innovador desde la producción. Lo más innovador era eso en realidad, lo que no se veía: once tipos, veinticuatro horas por día, con una computadora como la de tu casa que guardaba todos los segmentos y dos videocaseteras para visualizar el material. En la computadora se pautaba un orden y se emitía eso, un random de lo editado. Lo que en los parámetros convencionales cuesta millones de dólares, implica toneladas de equipos, miles de personas, gerentes, directores, guardias armados en la puerta, todo eso lo hicimos los dos prácticamente solos. Es muy raro el día que prendés la tele y está saliendo al aire.
También abandonaron la idea convencional de programación.
GD: En el gobierno aceptaron las condiciones más extremas sin peros: que no hubiese publicidad, que no se pareciera a ningún otro canal del mundo, que fuera cultural pero anti-Canal á, que fuera una obra conceptual en sí pero también fuera un servicio. En lo formal también quebramos varias convenciones del medio: trabajábamos con sonido directo sin procesar, imágenes sin cortar. Era una obra gigante en pantalla, hecha sólo con imágenes de Buenos Aires, sin programas ni conductores. No queríamos Cultura con mayúsculas, ni señores levantando el dedo diciendo verdades todo el día. El canal se sostuvo durante unos dos años pero en algún momento no resistió más. Se convirtió en una quintita política con presupuesto para repartir y la idea original se terminó ahí. Ahora me parece una mueca deforme de lo que hacíamos nosotros. A muchos les puede parecer igual y de hecho tiene algunos giros de lo que hacíamos nosotros, pero está mal hecho y vaciado, o mejor dicho llenado, de contenido. Señores que hablan y dicen verdades todo el día. El Zaffaroni Channel o el Horacio González Channel. Como si lo dirigiera la maestra de escuela de Gasalla: “Esto está bien, esto está mal, esto es lo que hay que decir institucionalmente”. Además, ahora tiene unos doscientos empleados.
Se acercó al formato conocido de un canal de televisión.
MC: Sí, ahora tiene todos los tics de un canal de verdad con la diferencia de que es más pobre y más feo. Lo más difícil, en realidad, era crear un concepto nuevo de televisión, porque los espacios pensados hora por hora ya existen en el resto de los canales. La idea era hacer un canal con nada y para eso había que abandonar tabúes y dejar de lado muchísimos tics en los que nosotros mismos caíamos cuando empezamos. Inmediatamente pensás que para hacer un canal hacen falta cámaras, salas de edición, ¡satélites!, y después te das cuenta de que con una computadora y un software ya está. Pero eso ya lo hicimos. Ahora, si pudiéramos, haríamos algo en otra dirección.
¿Qué les interesa de la tele como espectadores? ¿Cómo se ve la tele cuando se está en la tele?
GD: Yo veo muchos programas políticos. Me gusta el debate, gente hablando, entrevistas. Pero a la gente de la tele siempre la miré con mucho desprecio: los que hacen tele, salir en la tele. Porque en realidad nosotros nunca estuvimos en el medio, caímos como paracaidistas. Esa gente habla otro idioma, hacen otras cosas totalmente distintas. Yo no sé qué hacen.
Video, programas de TV, canal de TV, ahora cine. Están por estrenar una película, Yo, Presidente. También ahí hay un catálogo humano muy variado, pero de presidentes… ¿Cómo surgió la idea?
MC: La idea es anterior a Televisión abierta, en realidad, pero la retomamos cuando nos echaron de Ciudad Abierta. Con algunas de las ideas de Enciclopedia, queríamos hacer retratos documentales de todos los presidentes de la democracia, que en la película ocuparían un tiempo proporcional a su mandato. Una especie de trabajo antropológico. Es impresionante ver cómo sin hablar de política, sólo desde su manera de comportarse frente a cámara, cada ex presidente habla de su gestión de gobierno.
¿Con qué plan salieron a filmar? ¿Qué buscaban en las entrevistas?
GD: Deliberadamente, decidimos dejar de lado la política coyuntural, corrernos de la figura pública de los presidentes y concentrarnos en el retrato personal. Queríamos ocho retratos de personas que fueron presidentes de la Nación.
Evidentemente no es La república perdida. ¿Qué es lo que la película quiere mostrar? ¿Qué buscaron? ¿Qué los sorprendió?
GD: En un punto la galería impresiona porque son gente con mucho poder. Estar un rato con un tipo así, por más corrupto que sea, es una descarga de adrenalina. Llevan una vida muy rara, como de estrellas de rock. Viven con grupos de amigos en la casa como si tuvieran quince años. Tienen a casi toda su familia dinamitada. En ese sentido se parecen más a Charly García que a mi papá. Y además hay un vértigo como de vida de rock and roll.
Es bastante sorprendente lo que consiguieron de los presidentes. ¿Pensaron estrategias para entrevistarlos?
MC: En principio las entrevistas fueron muy largas y se grabaron en muchas etapas. Había preguntas para que el entrevistado se relajara y se luciera, y otras donde pensábamos que la figura pública armada se podía quebrar. Yo me sentía muy cómodo en el lugar de darles indicaciones, hacerlos actuar. A casi todos les gustan mucho las cámaras. Efectivamente, son como estrellas de rock. Había momentos de falsa amistad, falsa complicidad, pero eso no funcionó con todos. Algunos se molestaron. A veces los mismos guardias de seguridad se ponían nerviosos: “Doctor, me parece que ya terminó la hora pautada”.
¿Qué relación tenían ustedes con la política antes de Yo, Presidente? ¿Cambió algo después de la película?
GD: A mí me produce cierta admiración esa capacidad de estos tipos de estar en el ojo de la tormenta. Cualquiera de nosotros duraría cuatro horas. Tienen una gran capacidad de absorción de golpes, patadas a la cabeza, zancadillas, cosas muy fuertes que a cualquier persona normal la dejarían fuera de juego.
No es precisamente admiración lo que aparece en la película.
GD: Eso es lo poco que les admiro. Lo que no les admiro es más o menos obvio.
Pero lo interesante de los retratos es que no aparecen los blancos clásicos de cada uno de los presidentes.
GD: Es que la película tiene esas contradicciones. Por momentos los escracha y por momentos no. O por lo menos no en los lugares donde la gente los escracharía. A Duhalde generalmente se lo tilda de mafioso, a Menem de corrupto, a Alfonsín de transero. Nosotros los escrachamos por cosas rarísimas, más infantiles, más insólitas. No por eso dejo de reconocer unas cualidades muy únicas que tienen estos tipos. Como de corredor de Fórmula 1. ¿Cómo hacen para absorberlo todo?
En la película, precisamente, no está muy claro cuál es el origen de la incomodidad que despierta cada uno. A veces provocan desprecio, resentimiento, pero a veces dan pena o vergüenza ajena.
MC: Creo que lo verdaderamente incómodo es la situación de la grabación que por momentos se tensiona y todo se pone denso. Hay caras severas y es evidente que la pregunta incomodó. Cuando Duhalde habla de cómo mata a los tiburones a tiros hay un clima muy molesto. Se plasmó la incomodidad que había en ese momento, la dureza. O cuando Duhalde entra y pregunta muy seco: “¡¿Qué plano toman?!”.
Es muy inquietante la relación del equipo de filmación con los entrevistados. Parecen intrusos, comedidos, medio torpes a veces, pero al mismo tiempo parecen haberse ganado, no se sabe cómo, cierta confianza.
MC: Sí, la situación es siempre muy inestable. Como si en todo momento peligrara todo. Algunos se terminan despidiendo muy mal. De hecho, no fue nada fácil conseguir las entrevistas. Fue por eso que contactamos a Luis Majul. A Majul le gustó mucho lo que él entendió de la idea y armó la producción. Pero desde ahí, lo único divertido fue filmar a los presidentes. Todo lo demás, absolutamente todo lo que no fue filmar a los presidentes, fue una pesadilla.
Pol-ka y Luis Majul son gente del medio que no cuaja mucho con la televisión que acaban de describir. ¿Cómo fue la relación?
MC: Fue un link raro. Luis Majul era el único que podía conseguir las autorizaciones y, en principio, le gustaba lo que hacíamos. Pero debe haber sido una experiencia nefasta para él. En realidad estábamos muy abiertos a sus sugerencias y las de Pol-ka, la coproductora. Nos parecía que ahí podía haber algún aporte. Pero no. No hubo ningún aporte.
GD: Algo hubo. Nos hicieron recorrer un camino que nunca hubiésemos recorrido de otra manera. Hicimos cinco versiones de la película durante un año de edición. Debe ser la única película en el medio que tiene un año real de edición. Nos íbamos haciendo eco de las inseguridades de los productores, íbamos probando cosas que nos sugerían y después las íbamos descartando. Pero eso nos obligaba a pensar otras. No es que no nos interesara su punto de vista. A mí me interesaba escuchar qué decía alguien del medio, alguien de Pol-ka. Finalmente sirvió para sembrar dudas.
¿Les parece que la película tiene alguna familiaridad con el cine de Michael Moore?
GD: Podría ser, pero Michael Moore es mucho más pedagógico. Sus películas cierran. Tienen moraleja. Moore filma sus certezas y nosotros nuestras contradicciones, nuestras imposibilidades.
MC: Con la galería de presidentes argentinos, la película se parece más a La guerra de las galaxias que a las películas de Michael Moore.
Hay algo que reúne los programas de TV, el canal e incluso la película, pero es difícil definirlo. Una mezcla rara de ideas extremas experimentales, digamos, e ideas de impacto, más cercanas a la imaginación desatada de los creativos publicitarios. ¿Cómo lo definirían ustedes?
GD: Puede ser que haya algo del impacto publicitario pero el objetivo es muy diferente. El objetivo de la publicidad es siniestro. El nuestro es más bien estúpido, banal. Una especie de “petardismo” que no reditúa nada, no conduce a nada. Impacta en cualquier lado y no importa mucho qué efecto logre.
Pero ¿cómo concilian ese anarquismo con el medio televisivo, con productoras de la industria, espacios donde hay mediciones de rating, media de espectadores, etc.? ¿Cómo enfrentan las exigencias propias del medio? Finalmente ustedes eligen estar en la tele. Si no fuera así, seguirían haciendo videos.
GD: Es que la gracia es que lo que hacemos aparezca en el cine o en la tele. Ciudad Abierta no podría haber salido ni en la televisión de Turquía. Lo más impresionante es eso: que prendas el Canal 83 de la Ciudad de Buenos Aires de Aníbal Ibarra y aparezca un gorila durmiendo durante media hora.
Una especie de sabotaje.
GD: De contrabando, sí. El medio completa y le da un sentido a lo que hacemos. El punto es poder ponerlo en la tele o en el cine. Porque en la sala del museo ya cabe todo: puedo cagar arriba de unas pajas y unas lamparitas de colores y no hay ningún problema. El comentario parece de Aldo Rico, pero lo que quiero decir es que hay espacios donde ya algunas cosas no producen ningún efecto.
¿Es por eso que dejaron el videoarte?
MC: Era tremendo, muy desolador.
¿Cómo se relacionan con el mundo del arte?
GD: Yo no me relaciono. Los artistas, salvo algunas excepciones, son gente muy opaca. El tipo de artista que va con sus cositas, su carpetita, su proyecto debajo del brazo, arrastrándose por los pasillos para conseguir una beca del Fondo Nacional de las Artes, me parece tremendo. Gente muy aburrida con muy poca adrenalina.
Sin embargo está claro que hay sintonía entre algo de lo que ustedes hacen y algunas líneas del arte contemporáneo. Es imposible ver Ciudad Abierta y no pensar en el cine de Andy Warhol, por ejemplo.
GD: Puede ser, pero yo nunca vi una película de Warhol. Es cierto que miramos desde otro lugar, y seguramente tratamos de huirles a los lugares comunes, a los estereotipos y las repeticiones. Por ahí por venir yo de la arquitectura, y Mariano del derecho, miramos desde otro lado, somos más lanzados. Hay algo que no tenemos, precisamente, que hace que muchas cosas no nos importen en absoluto. Algunas cosas que hacemos salen de nuestras limitaciones.
Hacer del defecto virtud, como se dice.
GD: No. Del defecto, defecto.
¿Cómo funciona trabajar siempre de a dos? Me imagino que ser una dupla artística tiene algunas ventajas muy envidiables.
MC: Hay algo muy bueno que es que discutimos todo muchísimo. Todo está muy procesado, y nadie muere por una verdad absoluta suya.
GD: Trabajar de a dos te da mayor responsabilidad y más libertad.
¿Más libertad?
GD: Sí, porque si el otro también lo avala, te animás a cualquier cosa. Para mí hubiera sido imposible arremeter solo contra los políticos, contra el Gobierno de la Ciudad, contra la gente de la tele. Solo, estás más expuesto todo el tiempo. Muchas de las miserias que tuvimos que padecer en el canal o en la película se toleraron porque éramos dos, porque nos podíamos reír de un tipo que te viene a dar consejos o máximas de la TV, gente que te explica cómo funciona el negocio de la TV, el cine, o lo que sea. Ser dos para mí es una manera de no ser el oscuro y solitario artista con carpeta.
Imágenes [en la edición impresa]. Daniel Buren, Tappeto volante, trabajo situado, en “Luci d’artista a Torino”, Plaza del Municipio, Turín, Italia, 1999/noviembre 2005, pp. 57 y 57; La Ligne rouge, trabajo in situ, Lago de Teda, Tianjin, China, septiempre de 2005, p. 61. © D.B. – ADAGP [Gentileza Estudio Buren.]
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