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Ernesto Jodos. De la improvisación como toma de decisiones

ENTREVISTA

 

La voluntad de aclimatarse a las situaciones artísticas menos cómodas acompañó al pianista Ernesto Jodos desde mediados de la década de 1990, cuando un grupo de músicos de por lo menos dos generaciones renovó el panorama del jazz en Buenos Aires. Ya desde su primer disco, Ernesto Jodos Sexteto (2000), era evidente la pretensión de forzar los límites del jazz sin resignarse a las veleidades de las probadas contaminaciones; la tentativa de que aquello que tocaba sonara diferente, no porque no se pareciera a lo que hacían otros, sino porque fuera decididamente propio. Cualquiera de los desvíos que propone su música no es sino una profundización de algún aspecto que dormía largamente en el género. Se trata acaso de otra de las definiciones posibles de la originalidad. Aun sus acercamientos a ciertas vertientes de la llamada música contemporánea (Olivier Messiaen, Gerardo Gandini, con quien grabó en 2006 un disco a dos pianos, Arnold Schoenberg o el propio Anthony Braxton) no deberían entenderse como contraseñas prestigiosas sino como la divisa de una exploración; como si el cambio proviniera de una radicalización de los elementos del género, como si lo nuevo pudiera ser una variedad de la permanencia. Se comprenden de ese modo cada una de sus actuaciones y cada uno de sus discos: estaciones de un proyecto en curso en el que la relectura de la música de Lennie Tristano y su escuela, las composiciones propias (parcialmente en Perspectiva, de 2005, o de manera completa en el reciente El jardín seco) o incluso las versiones de los standards (Solo, de 2004) tienen la misma importancia. La conversación con Jodos preserva un aspecto de la música que toca: la concentración sin atenuantes y la escucha de una inteligencia en movimiento.

 

Hay una idea según la cual los standards son el sistema de referencia para medir el valor de una improvisación. Alguien me decía una vez que cuando un músico tocaba algo que desconocía, le resultaba imposible decidir si era bueno o malo. Se refería sin duda al aspecto puramente melódico. ¿Te parece que los standards son un tester, una especie de reactivo?

La cuestión tiene dos lados. Me pregunto si alguien que no es músico reconocería el tema en una versión de “Loverman” de Lennie Tristano, donde la melodía nunca aparece. Hay incluso temas tocados por Lester Young en los que la melodía no aparece nunca. Entonces, ¿qué es lo que ayuda? ¿Saber el título porque está escrito en el disco, o reconocer que la estructura sobre la que se está improvisando es una estructura standard? En el fondo, es una idea que puede ser o no ser cierta. Yo no necesito escuchar a Ornette Coleman tocando “All the Things You Are” para darme cuenta de si eso está “bien”. Las grabaciones más significativas de Cecil Taylor no tienen nada que ver con ese repertorio. Tampoco las de Monk. Y ni siquiera las de Lester Young, porque cuando él tocaba, ese no era todavía el repertorio. Pero, por otro lado, los standards son una plataforma para improvisar que a los músicos de jazz nos sirve, en la medida en que se trata de estructuras (armónicas, melódicas o formales) que tenemos muy bien internalizadas.

Sin embargo, en el caso de Ornette Coleman, podría pensarse que el nombre propio actúa ya como justificación.

Cuando escuché por primera vez a Ornette, no sabía quién era Ornette. Y no supe quién era hasta veinte años después de escuchar esa música. Si se escucha una versión del quinteto de Miles de “I Fall in Love Too Easily”, es prácticamente imposible, a menos que se sea músico de jazz, saber que se trata de ese tema. Ahora, una vez que se sabe que es ese tema, uno puede darse cuenta de una gran cantidad de aspectos técnicos que suceden en esa ejecución: de cómo la forma es extendida, cómo el grupo cambia y desarrolla la armonía, cómo todo parece que viene de la nada y, sin embargo, están tocando la estructura del tema. Cosas que, de todas maneras, una escucha “civil” no tiene por qué advertir. Me parece que escuchar a un músico tocando un standard es un plus, que permite darse cuenta de muchas cosas, si se conoce el standard, si se conocen otras versiones de ese standard, si se recuerdan en ese momento otras versiones del standard y si se sabe dónde está en el tema. De lo contrario, no sirve de mucho. Los músicos de jazz, en cambio, usamos esas estructuras para improvisar; y las usamos porque es el campo donde más claramente notamos qué puede hacer otro músico.

Lo que los standards habilitan son las comparaciones de un tema con otras versiones de ese mismo tema. Pero ¿qué pasa cuando lo que se toca no es un standard, cuando es algo nuevo y por lo tanto no existe término de comparación? ¿Cómo se establece el valor de lo nuevo?

Aun en ese caso, hay muchas cosas para comparar, que no son necesariamente una canción. Yo escucho, por ejemplo, si funciona rítmicamente; es decir, si tiene swing, o si tiene sabor (porque por ahí no tiene swing feel). Busco una cualidad rítmica que sea viva, interesante, consistente y a la vez creativa. Hay comparaciones que no son directas, pero refieren a cosas que uno tiene en la cabeza. Ahora, no se trata de que si alguien no swinguea como Louis Armstrong esté mal. Se puede swinguear como Louis Armstrong, como Lester Young, como Monk, como Bud Powell, como Charlie Parker o como Cecil Taylor. Todas esas maneras funcionan. Lo que importa ahí es la relación entre lo que pasa rítmicamente y aquello que se toca. En concreto, si las notas que están siendo tocadas coinciden con el concepto rítmico con el que se las toca. Por otro lado, el valor tiene que ver también con el desarrollo de las ideas; si uno escucha ideas que son claras, que se relacionan, o si son ideas sueltas. Incluso, si aquello que se toca suena mecánicamente o como algo sentido. Y después, otra cosa muy importante, que es lo que hace del jazz algo único, es el modo en que los músicos se relacionan entre sí. Notar si hay interacción, soporte mutuo.

Me interesa la cuestión de los distintos modos en que se puede swinguear. Si las formas son históricas, ¿puede pensarse que existe un progreso en el swing? Es decir, ¿es lícito todavía swinguear como lo hacía Armstrong? Pienso esto, por ejemplo, en relación con el serialismo y la prohibición de las tríadas y las octavas. ¿Pasa algo parecido en el jazz?

En principio, no me gusta la palabra “progreso”. La palabra “progreso” parece incluir un desdén por lo que hubo antes. Y eso es mentira. En todo caso, lo que hay es evolución. Me parece que, efectivamente, no sé si es muy lícito que una sección rítmica toque como en la época de Nueva Orleans cuando se toca otra cosa, del mismo modo que no es lícita una tríada en el contexto de la música serial. Pero no es un problema de la tríada sino del contexto. Como improvisadores, tratamos de tocar algo parecido a lo que sentimos en el momento, y nuestra manera de sentir ahora el ritmo es muy diferente de la de los años veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta y quizá setenta también. La tentativa de imitar un feel rítmico viejo puede solamente servirnos pedagógicamente, pero no creativamente. Aun así, en toda esa música anterior hay infinidad de soluciones a problemas musicales que uno puede aprovechar y releer.

¿Y eso no supone la historicidad del ritmo?

El ritmo cambia porque lo que se toca es diferente. La música del barroco, por ejemplo, usa determinadas articulaciones para que funcionen las notas y las frases; cuando las notas y las frases ya no están estructuradas de esa forma, hay que articularlas de otra. En el jazz pasa lo mismo: no se tocan las mismas frases que en la época de Armstrong o de Lester Young. El modo de tocar algo está muy sujeto a qué se está tocando. Y como lo que se toca es improvisado, la manera de tocarlo tiene que ver con cómo se siente en este momento.

Hablabas antes de la relectura. Cuando Anthony Braxton se aproxima a Monk, o vos mismo a Tristano, ¿qué es lo que se relee? ¿Un repertorio o una manera de improvisar?

Una parte pertenece al placer de tocar esa música. Tratar de funcionar como improvisador dentro de esa música enriquece muchísimo. Por otro lado, nadie puede improvisar de otra manera que la propia.

La improvisación hace imposible la impostura.

Habría que estudiar esa impostura, demandaría un trabajo. La improvisación es una situación tan rápida, y en muchos sentidos tan mecánica, que si se intenta mentir el estilo de, por ejemplo, Charlie Parker, es necesario haberlo estudiado. Cuando yo toco la música de Tristano o la de Monk, me pongo en una situación en la que se plantean ciertos problemas improvisatorios. En cuanto a Tristano, el principal problema consiste en cuán fluidas, cuán largas pueden ser las líneas melódicas, cuánto se puede mantener el movimiento de la línea mientras se generan curvas de tensión y relajación, cuestiones vinculadas a la bitonalidad. Y la música de Monk es un desafío porque plantea problemas relacionados con el espacio, con la manera de rebalancear ciertas cosas que rítmicamente parecerían muy naífs y muy cuadradas.

Es como crearse un perímetro.

Sí, porque para mí así funciona la composición en el jazz. Es algo pactado (puede no estar escrito) que delimita cuál es el área que vamos a usar, al menos, para citar a Braxton, como “territorio principal”, aunque después puedan usarse otros territorios para provocar contraste. La composición propone una zona, una idea musical. Aun así, una vez propuesta, es posible esquivar esa idea en el momento de improvisar. Todo vale, si hay una intencionalidad, si se tiene el control para hacerlo, sin abandonarse al azar. Algo de azar hay, pero no todo.

¿Cómo se administra el límite entre el control y el azar, o incluso la aventura, en el sentido de aventurarse a algo que no puede preverse completamente?

Importa sobre todo la intuición musical, el gusto, y la posibilidad de solucionar problemas musicales en el momento. También los reflejos para tomar una decisión, o para no tomarla, en detrimento de otra opción y conseguir que eso funcione. Hay maneras de reaccionar que tienen que ver con el canon jazzístico. Con ese bagaje, uno puede probar cosas. Hay un lenguaje común que se puede estirar; no siempre es necesario quebrarlo. También, por supuesto, hay maneras de romper ese lenguaje común. Pero como el jazz es una música básicamente grupal, si alguno del grupo va a romper por completo (digo romper por completo, no modificar) con todo lo que se espera, resulta riesgoso. Hace falta un grado muy alto de confianza entre los que tocan para que se entienda que esa persona no se volvió loca sino que pretende buscar algo distinto.

Eso puede obligar a los demás a hundirse en aquello que el otro rompió.

Siempre gana el más fuerte, el que toca con mayor decisión y más claridad. En un grupo, yo puedo querer ir a muchos lugares musicales, pero si los demás no están capacitados no lo van a hacer, ni siquiera se van a dar cuenta. A veces, pasa que uno no es lo suficientemente claro; otras, que los demás músicos no ven o no entienden, mientras que con otros músicos propongo esa misma cosa y enseguida aparece.

¿La aventura puede generar sus propios controles? A medida que se avanza en una dirección, ¿no se establecen nuevos límites y puntos de control?

Sin duda. Para la mayoría de los músicos de jazz, las innovaciones del cuarteto de Coltrane de los años sesenta o del quinteto de Miles de los años sesenta son, o deberían ser, el lenguaje desde el que se parte, una especie de vocabulario común. Son lugares a los que se puede ir; cosas como cambios de métrica, cambios de tempo, suspensión de la forma. Y cuando alguien en un grupo, improvisando, propone uno de esos lugares, los demás se tienen que dar cuenta. Tienen la opción de no querer ir, pero no de no darse cuenta. Me molesta muchísimo cuando voy a una jam session y la sección rítmica actúa como una sección rítmica de los años cuarenta o cincuenta.

¿A qué atribuís eso? ¿A impericia, a ignorancia o a comodidad?

En principio, a la comodidad. Puede ser también una cuestión de gusto, pero en ese caso habría que decirle a ese músico que se guarde el gusto para su disco. Si estamos improvisando más informalmente, tenemos que tratar de ser creativos, de abrir más los espacios. Si no, lo que pasa es que el bajista va a tocar cuatro negras por compás, el baterista va a tocar ese patrón en el ride y marcar la forma, y el pianista va a acompañar con el mismo tipo de acordes. Ese esquema es muy bueno, funciona, pero no hace falta aplicarlo a todos los temas, sobre todo cuando alguno del grupo propone otra situación. Tampoco es simpático cuando un baterista que escuchó mucho el quinteto de Miles hace todo el tiempo de Tony Williams. El baterista es el que tiene más poder; es siempre el jefe del grupo. Es el que indica cuál va a ser la dinámica y el que marca los cambios de tempo y de groove. En el momento de tocar, es imposible discutir con un baterista. Los bateristas tienen una responsabilidad muy grande: mantener la energía y garantizar que no todos los temas suenen igual. Como pianista es más difícil. En un grupo con vientos, si el pianista deja de tocar el cambio existe, pero es poco; si deja de tocar el baterista, es drástico. Por eso, en el momento de medir si la ejecución mía fue convincente para mí, tomo en cuenta muchos elementos. ¿Pasaron ciertas cosas? Pasaron. ¿Pasaron bien, pasaron mal, fueron cosas tiradas de los pelos? No pasaron ciertas cosas. ¿Por qué no pasaron?

¿Cuándo decidís si una actuación fue satisfactoria?

Tengo que escuchar la grabación. Es imposible darse cuenta en el momento. Cuando bajo del escenario puedo sentirme muy feliz, pero no significa nada. En esta música, el único acercamiento real a lo bien o lo mal que salió algo lo da escuchar la grabación.

¿Ni siquiera en el caso de un solo?

No, porque estás influido por circunstancias extramusicales. Si la gente aplaudió, te parece que estuvo bien. Si no, te parece que estuvo malo. Pero si la gente aplaudió, también te puede parecer malo. Si, cuando terminaste el solo, el saxofonista te mira con cara de felicidad, creés que estuvo bien, pero tal vez simplemente le gustó a él, lo que no necesariamente implica un juicio sobre la calidad. Hay días favorables en los que te creés McCoy Tyner, y otros días en los que te creés una basura. El momento no es el lugar para analizar el valor de lo que estás tocando. Porque, además, si te ponés a analizar el valor en ese momento corrés el riesgo de ser demasiado frío, demasiado tentativo y demasiado lento. Lento es la palabra. En el momento de improvisar, no hay reflexión. Hay toma de decisiones, pero no reflexión.

¿De qué sirve escuchar después la grabación? Si hay algo que te gustó o algo que no te gustó, ¿cómo se hace para modificarlo en adelante, dado que la reflexión está vedada?

Uno aprende a reaccionar. Si me junto a tocar con gente en mi casa, pienso mucho más que cuando estoy en un concierto o grabando un disco. Existe una práctica. Yo practico tomar decisiones para un lado o para otro. Practico evitar cosas que hice. Además, cuando escuchás algo que sabés que no funcionó, te queda. Entonces, en el momento de tocar, cuando vas a reaccionar de esa misma manera, estás alerta para cortarla.

¿No aparece allí un instante de reflexión?

Te das cuenta y cambiás la manera de reaccionar. No es una reflexión. La cambiás por otra, pero no te ponés a pensar cuál otra.

Barenboim dice que Wilhelm Furtwängler no ensayaba para repetir en la función aquello que había encontrado en el ensayo. ¿Coincide esa idea con el funcionamiento de los ensayos en el jazz?

Sí, eso se parece bastante a la actitud jazzística del ensayo. En general, el ensayo sirve para reconocer la estructura sobre la que se va a tocar, mirar las notas de la parte escrita (si hay algo escrito), conocer a los demás músicos, tratar de saber cómo pueden reaccionar. Básicamente, consiste en abrir una lista de posibilidades.

¿Qué riesgo existe de repetir un solo?

La repetición de un solo, nota por nota, es imposible. Ahora, si buscás discos de Miles de los años cincuenta y escuchás solos sobre blues en Fa, vas a encontrar frases enteras parecidas, secciones de ocho compases o doce compases que son prácticamente iguales, con notas diferentes pero con el mismo motivo. Lo mismo pasa en las distintas tomas de las grabaciones de Lester Young con Billie Holiday. Si se te ocurrió eso, se te ocurrió eso. El problema es cuando se lo hace mecánicamente. En esta música, la diferencia entre la composición y la improvisación es que cuando improvisás estás siendo el intérprete. Entonces, si interpretás bien, eso puede borrar el valor de algo diferente, porque está bien tocado.

En El jardín seco todas las composiciones son tuyas. ¿Qué te resulta atractivo de tocar tu propia música?

Usé esos temas por las posibilidades que plantean para la improvisación, que en general son para mí bastante precisas y que no suelo comunicar a los demás. Siempre compongo pensando en la improvisación. Y si en lo que escribo no encuentro ninguna posibilidad improvisatoria, ese tema no me sirve.

¿Hay algún momento en el que la invención durante la improvisación choca con límites técnicos, o por el contrario, la invención se ciñe ya a los límites técnicos?

Hay improvisaciones e improvisaciones. Si uno escucha a Coltrane antes del cuarteto, y a veces también después, se manifiesta la voluntad de exigirse cada vez más. ¿Qué expresa “Giant Steps”? Una necesidad de superación decididamente técnica. Sus ejecuciones son ridículamente brillantes en términos técnicos. Y eso es algo para expresar también. En una sonata de Prokófiev, gran parte de lo que se expresa corresponde a una idea técnica. No en vano se escribe música compleja.

La cuestión sería si las dificultades técnicas son una consecuencia de aquello que se pretende expresar. A veces, la expresión demanda cierto tipo de complejidad técnica.

Creo que las dos cosas vienen de la mano. Si vos escribís para otro instrumento, podés escribir algo que suene muy sencillo pero que en determinado instrumento resulte muy difícil de tocar, entonces va a sonar con una gran tensión expresiva que no tendría, por ejemplo, en el piano. Yo puedo tocar en el piano una frase muy simple con determinados intervalos que, en cambio, tocada en la trompeta suena con un nivel de tensión más grande. Es lo que pasa con las melodías de Monk: en el piano parecen concebidas para que las toque un nene, pero en el saxo tenor suenan con otra intensidad.

¿Cuánto te preocupa la técnica en términos de expresividad?

Muchísimo. Es lo que permite que se exprese aquello que quiero expresar. La técnica no es más que eso. Entonces, si tengo dificultades técnicas para articular las cosas de la manera en que yo escucho que deben ser articuladas, hay un problema. Me pasó muchas veces, y me sigue pasando a medida que busco tocar cosas diferentes. Ahí me doy cuenta de que no tengo la habilidad de tocar esas cosas. Si un baterista no tiene una técnica buena (que no quiere decir “ortodoxa”), lo que va a tocar en el ride, que es el pilar fundamental de la sección rítmica del jazz, no se va a escuchar con claridad y la sección rítmica no va a funcionar. Monk tiene una técnica que hace que eso funcione. Lo mismo Bud Powell. En ese sentido me preocupa la técnica: estar equipado para tocar lo que quiero tocar.

¿Por qué decidiste dedicarte al jazz de la manera en que lo hiciste, trabajando con su núcleo más abstracto, ajeno a la aparición de contraseñas con músicas locales?

Por lo mismo por lo que otros músicos deciden usar más colores locales: gusto. Yo no desconfío moralmente del gusto de nadie que toque en un grupo de dixieland ni desconfío del gusto del que toque una chacarera e improvise arriba un solo de Charlie Parker. No es algo muy pensado. Me encuentro haciendo eso. Además, somos muchos. Yo no toco solo.

Pero por algún motivo quedaste más expuesto, más visible que los demás.

Tal vez haya sido una mezcla de personalidad e instrumento. Y de actividad también. Ahí no voy a echarme para atrás: hice muchos discos, discos diferentes, con formaciones diferentes; no tuve miedo de tocar standards. Nunca me encerré en mi casa. Pero me parece que esa visibilidad no es justa.

¿Creés que es conveniente para un músico, y sobre todo para un músico de jazz, hablar de los temas de los que hablamos?

No.

Tal vez estas cuestiones deberían quedar un poco en una zona de misterio, sin manosearlas mucho.

Me parece que es mejor no manosearlas mucho. Cuando las palabras se usan demasiado, pierden su fuerza. Rara vez hablo de esto y lo hago con contadas personas. Pero la verdad es que tener que decirlas me sirve para clarificar las ideas, aunque a veces pienso también si todo lo que digo es realmente verdad o si, simplemente, me gusta cómo suena. Es el problema de improvisar. Y hablar, de algún modo, es improvisar. En los dos casos, uno trata de que tenga sentido y de que sea verdad.

 

Escuchas. Los discos de Ernesto Jodos son: A pesar del diablo (Uanchu, 1997); Ernesto Jodos Sexteto (PAI, 2000); Long Ago (Revista Clásica, 2000); Cambio de celda (BAU, 2001); Apenas las doce (en vivo) (BAU, 2003); Solo (BlueArt, 2004); Perspectiva (S’Jazz, 2005); De/generaciones (BlueArt, 2006); Ernesto Jodos Trío (Sony, 2007); El jardín seco (rca, 2009).

Pablo Gianera (Buenos Aires, 1971) es crítico de música y de literatura. Trabaja como redactor en el diario La Nación y colabora con revistas especializadas de la Argentina y España. Es docente en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Integra el consejo de dirección de la revista Diario de Poesía

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