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A diferencia de gran parte de la humanidad que transpira, mira para otro lado y se encoge cuando oye decir “san-gre”, una palabra elocuente, cuando Fabián Romano ve este tejido se alegra. No es que sea adicto al cine splatter o las películas gore. Como médico hematólogo y coordinador del Comité para la Promoción de la Donación Altruista y Repetida de Sangre de la Asociación Argentina de Hemoterapia e Inmunohematología, Romano conoce la intimidad de este fluido vital, un elemento escaso sin el cual no existiríamos y que hace rato salió del campo médico para impregnar toda la cultura.
Romano persigue la sangre tan obsesivamente como un comisario acecha a un fugitivo en una serie de los sesenta. “La primera vez que doné fue dentro del servicio de hemoterapia donde trabajaba a los veinte años –confiesa como quien recuerda el momento exacto en que perdió la virginidad–. Faltaba sangre. Y me dije a mí mismo: ‘hablo mucho de donar pero nunca lo hice’. Así fue mi primera vez.”
FK: Los significados y usos sociales de la sangre son casi infinitos. La sangre enlaza individuos tanto como los separa y condena. Señala el comienzo de la etapa fértil de la vida y también indica los ciclos del cuerpo. Durante años, se la utilizó como marcador de una especie de pedigree social, de clase. La exhibición de sangre también se asocia con una masacre o una tragedia (enfermedad, accidente, crimen). Para la genética, la sangre es un cajón de los recuerdos y una máquina del tiempo: en ella están ocultos nuestros secretos, nuestro pasado y nuestro futuro. Y en Japón –donde la cruza de tradición y novedad resulta en los híbridos más insólitos– se cree que el tipo de sangre determina la personalidad, al modo de una carta astral. Para usted, ¿qué es la sangre?
FR: Vida. Así nomás. La sangre es vida.
Es un elemento que trasciende lo biológico. Cuando dono sangre estoy haciendo algo no meramente terapéutico. Realizo un acto humanitario. A diferencia de otros suministros médicos, la sangre no se produce en masa. Sólo la fabrica un ser humano sano capaz de donarla a otro ser humano enfermo que la necesita.
Donar sangre podría considerarse así uno de los actos altruistas más importantes. Es un acto desinteresado.
Es lo que buscamos incitar. La donación de sangre no es una obligación. Tampoco existe el derecho a donar sangre. Es un acto voluntario porque voy por mis propios medios sin que me obliguen. Lo único que me mueve es que alguien, una persona anónima, necesita mi sangre. También debería ser un hábito, un acto repetido y altruista porque no pido nada a cambio. Ni dinero ni compensación.
¿Ni siquiera un aplauso o una palmada en el hombro?
Ni siquiera eso. Debemos cambiar lo que llamamos la “cultura de la donación”. Si la donación se hubiese establecido en nuestra cultura como un acto voluntario y desinteresado hoy no estaríamos trabajando en campañas de promoción. Sin embargo, se estableció en nuestro imaginario como un acto dirigido, tendiente a un fin: “yo dono para un otro, para reponer le sangre”. En esta concepción, ese otro deja de ser anónimo. Yo le repongo a Fulano de Tal, que se tiene que operar. No debería ser así. Queremos que la sangre se done sin que se pida. No deberíamos tener que solicitarla. Lo interesante también es que el acto de transfundir sangre habla de la salud de una población. Los donantes voluntarios –o sea, la gente que dona sin que se lo pidan– tienen menos probabilidad de transmitir alguna enfermedad. El que dona habitualmente y conoce el sistema y la importancia de lo que está haciendo tiene conciencia de su estado de salud. En cambio, las personas que donan por reposición, es decir, aquellas que fueron convocadas por amigos o familiares tienen más probabilidades de transmitir una enfermedad. Creen estar sanas pero no lo saben con certeza.
La cultura de la donación también puede ser vista como un gran campo de juego para arqueólogos de símbolos y cazadores de mitos.
Absolutamente. En nuestro país está viciada de mitos y falsas ideas. Y por ser mitos se instalan con más fuerza que la verdad. Por ejemplo, se repite que donar sangre adelgaza, que donar sangre crea habitualidad. “No vayas a donar sangre porque te vas a contagiar de algo”, también escuchamos. “Yo no dono sangre porque cada vez que dono me desmayo”, me dijo una persona una vez. Nos educaron explícita o tácitamente para pensar que donar sangre duele. Y nuestra cultura es fóbica al dolor. Muchas veces, cuando la persona se va nos dice: “¿esto era donar sangre?”. Esta frase resume una cantidad de mitos y fantasías. Otro de los miedos más arraigados es que alguien comercialice y lucre con la sangre donada. Que alguien se aproveche de un acto desinteresado. Pero no: la sangre no se compra, se dona.
Siendo un elemento tan vital, es curioso que la sola visión de la sangre produzca en tantos un rechazo visceral. La sangre es lo oculto. A diferencia de otras secreciones como la orina, la materia fecal, el semen y la saliva, la sangre por lo general no se ve.
Justamente. Cuando finalmente cae esa especie de capa de invisibilidad que la recubre se genera una especie de distanciamiento. Además, culturalmente, la sangre ha sido utilizada para dar impresión. Desde el cine y la televisión. Cuando promocionamos la donación por medio de un spot publicitario, lo podemos hacer de diversas formas. Una es mostrar un cuchillo ensangrentado. Podemos poner un actor disfrazado de Drácula mordiendo o una persona que se desangra. O, también, podemos mostrar un brazo que se estira hacia otro. El mensaje puede generar impresión, ternura, atención, alarma. Hay muchas visiones de la sangre. Y es así porque el imaginario colectivo está salpicado por el rechazo.
Quizás sea porque la aparición de sangre funciona indicialmente. Ver sangre es como ver humo –un signo que supone la existencia de fuego–. La sangre que brota es confundida con tragedia, con accidente, con enfermedad y muerte. Imaginariamente, la sangre es consecuencia, no causa. Es un subproducto de una alteración del orden y no ese elemento que nos mantiene con vida. Por eso la sangre funciona gracias a su invisibilidad. Cuando en realidad está en todas partes, en escenas ingenuas (una niña que se sonroja), en ambientes hardcore (la erección del actor porno), corriendo por nuestras venas.
Pero no siempre fue así. Cuando los chicos ven sangre se sorprenden pero no les da asco. En cambio, el adulto dice: “no, no puedo mirar porque me hace mal”. Es una construcción imaginaria y cultural. Se gesta a partir de mitos que con el tiempo cristalizan. La sangre impresiona en un contexto. Una cosa es que te muestre un tubo de ensayo con sangre y otra ver un paciente totalmente ensangrentado. Desde el punto de vista médico, el desmayo –conocido como reacción vasovagal– no tiene ningún vínculo con la extracción de sangre. Sí en cambio con el efecto emocional que la extracción causa. Con los años nos dimos cuenta de que la gente se puede llegar a desmayar cuando le pinchás el dedo y no cuando está donando sangre. Es una carga emotiva muy fuerte.
Como recibir la noticia de la muerte de un familiar.
Exacto. La cultura de la donación depende de la idiosincrasia de una sociedad. No se puede hacer un copy & paste de un modelo que haya funcionado en otros países. Los cambios en la cultura de la donación se deben hacer dentro de la misma cultura. Obviamente, me gustaría que en este aspecto la Argentina fuera como España. Lo curioso es que no hay relación directa entre la riqueza de un país y su cultura de donación. Hay múltiples factores en juego. Uno de ellos, por ejemplo, es el nivel de solidaridad social. Pese a que a veces parece lo contrario, los argentinos somos muy solidarios pero lo somos frente a un estímulo, frente a un detonante. Se constató cuando fue el atentado a la AMIA o durante la Guerra de Malvinas. Son dos ejemplos de grandes acontecimientos que movieron a mucha gente a ir al hospital más cercano a donar sangre. Este tipo de actitudes son loables, pero no son a lo que aspiramos. En donación de sangre es más importante la frecuencia, es decir, que sea una actividad social asidua. No es lo mismo que mucha gente done frecuentemente, por ejemplo dos veces al año, que el hecho de que de golpe mucha gente golpee las puertas de un hospital y quieran, todos, donar una sola vez y para siempre. Lo ideal sería que en los bancos de sangre no hubiera déficit ni superávit sino un equilibrio. La Argentina está avanzando. Se ha visto un aumento de la donación voluntaria.
Además de fobia al dolor, nuestra sociedad tiene cierta alergia a lo médico.
Es verdad. Uno de los grandes problemas es que mucha gente no dona sangre porque no quiere ni acercarse a un hospital. Por lo general lo asocia a la institución médica, desde el edificio a los instrumentos y los profesionales, o con una disrupción de la salud, con una enfermedad, con dolor. Por eso es bueno que el banco de sangre esté afuera del ámbito hospitalario. Así como el donante va a donar al banco de sangre, el banco de sangre también debería salir a buscar donantes a las empresas, a las fábricas, hasta a los shoppings.
En la cultura intensa de la imagen en que estamos inmersos los noticieros juegan un papel más que insidioso. Al seleccionar fragmentos de una realidad a partir de una retórica del dolor y en clave de melodrama (robos, accidentes, violaciones, asesinatos), van construyendo una sensibilidad particular: alimentan la paranoia y la histeria social, fomentan el individualismo y el nerviosismo permanentes como forma de vida. Y además enseñan a rechazar la sangre, porque la asocian a un universo trágico que tarde o temprano nos terminará por golpear y engullir. Vivimos en una sociedad atomizada, alienada, donde la publicidad no deja de bombardear con mensajes del tipo “no mires a nadie a los ojos en la calle”.
Es lo que nos quieren imponer a diario, las veinticuatro horas. Pero no es una batalla perdida: todos, en cada acto anónimo y mínimo, resistimos. Y donar sangre es un modo más de resistencia ante la forma de ser y sentir que nos quieren imponer los medios y las corporaciones. Destruye la cultura del individualismo. En el fondo, donar sangre no hace ni bien ni mal. Al donar uno deja de pensar en sí mismo y piensa en un otro imaginario.
Ahí está la fuerza de la palabra “donante”. El que lo hace desinteresadamente no es un simple “dador”, un “proveedor”. La donación todavía está en una esfera mágica. Es como si hubiera una transferencia de un elemento trascendental o energía vital de un individuo a otro. En la historia esto llevó a las prácticas y los experimentos más bizarros: el historiador romano Aulo Cornelio Celso y Plinio el Viejo, en su Historia natural, recuerdan cómo los espectadores se lanzaban a la arena del circo para beber la sangre de los gladiadores muertos en el combate y así combatir enfermedades como la epilepsia. Y se cuenta que en el verano de 1492 el papa Inocencio viii, viejo y sufriendo una insuficiencia renal crónica, recibió la sangre de tres chicos de diez años de su corte. Como los métodos de transfusión eran más que primitivos, se cree que el papa enclenque terminó bebiendo la sangre como si fuese un tónico rejuvenecedor. Pero en vano. Murió ese mismo año y desde entonces se lo conoce como “el papa sangriento”.
El objetivo de esas transferencias primitivas era ser como el otro asimilando un don o propiedad ajena. Ahí está lo llamativo: no recurrían a cualquier parte del cuerpo sino que se valían de la sangre, porque la identificaban con la vida. A veces me pregunto si está bien usar el silogismo o eslogan “donar sangre es donar vida” porque, si hilamos fino, se entendería que al donar sangre uno se queda, justamente, sin vida. Entendido así, a medida que fluye la sangre la vida se va. Siempre me planteo esta cuestión.
Eso equivale a pensar erróneamente el cuerpo como una botella de cinco litros de sangre que con cada donación se queda con menos contenido.
Exacto. No somos botellas de sangre. Al donar no nos vaciamos. El organismo regula que en el cuerpo no haya sangre de más ni de menos. La sangre se renueva todos los días. La fábrica es la médula ósea y no el corazón, como creen muchos. La sangre se fabrica dentro de los huesos. El corazón sólo la distribuye. Al hablar de sangre hablamos de un tejido. Y como tal tiene una variedad enorme de componentes. Por un lado, cuenta con una parte líquida (agua) y por el otro, una parte sólida, células. En el agua transitan sustancias químicas como proteínas, azúcar, aminoácidos, factores de coagulación. Y tenemos tres partes sólidas: los glóbulos blancos (el ejército de defensa del cuerpo formado por varias familias), los glóbulos rojos (encargados de transportar el oxígeno) y las plaquetas, fragmentos celulares que sirven para la coagulación. Cada centímetro cúbico de sangre contiene entre 4,5 y 5,5 millones de glóbulos rojos, entre siete y doce mil glóbulos blancos y entre ciento cincuenta y cuatrocientos mil plaquetas. Cuando hay una herida, el organismo la detecta inmediatamente y en esa zona se forma una especie de tapón, la cicatriz externa.
Es la estrategia evolutiva que el cuerpo desarrolló a lo largo de miles de años para que la sangre no se escape. Debajo de la piel funciona un mundo completamente ajeno a nuestros sentidos. Esto remite a algo fundamental: en el fondo, no sabemos cómo funciona el cuerpo, nuestra propiedad más venerada. Desconocemos que vivimos en un estado de cambio permanente. Fisiológicamente uno no es el mismo individuo que era hace cinco, diez o veinte años, por más que se reconozca en una foto. Nuestras células tienen una vida útil. Nacen, viven y mueren. Un glóbulo rojo tiene una vida de unos ciento veinte días, a lo largo de los cuales realizan ciento setenta y dos mil vueltas alrededor del cuerpo. Cada segundo mueren de dos a tres millones de glóbulos rojos, los mismos que genera simultáneamente la médula ósea. El pelo que tenía de chico no es el mismo pelo que tengo ahora. Más que productos somos procesos. Saber esto impacta porque va contra nuestra idea de identidad. Vivimos en constante renovación: crecimiento y muerte. Somos organismos biológicamente reciclados.
El asunto es que pese a esta renovación no perdemos la identidad. Como no dejamos de ser lo que somos al donar sangre. A medida que crecemos el envase puede ir cambiando, pero uno sigue siendo el mismo individuo. Más viejo, pero el mismo. Pero sí, es todo un shock perceptivo, como el saber que no somos cuerpos inertes. No nos enfermamos únicamente porque fuimos el blanco de algún agente patógeno como el virus de la gripe que entra en tu cuerpo y te enferma. Nos enfermamos porque queremos, porque podemos, porque estamos predispuestos. Es distinto estar enfermo a sentirse enfermo. Una cosa es ser un individuo enfermante y otra es ser una persona enfermiza.
La sangre también esconde historias de locura y estupidez. En el siglo XVIII y principios del siglo XIX, mientras el espíritu independentista recorría el continente americano, la mayoría de los médicos creía que todas las enfermedades se podían curar mediante sangrías, o sea, sacándoles sangre a los pacientes. El estadounidense Benjamin rush, por ejemplo, sostenía que cuanta más sangre les quitaba a las personas que sufrían de fiebre amarilla más rápida era la recuperación. No era una práctica nueva. Dos mil quinientos años antes los egipcios ya sangraban a los enfermos para devolverles la salud. Durante siglos se pensó que cuando alguien comía mucho, el cuerpo fabricaba más sangre que la necesaria y para evitar males mayores había que sacar la sobrante. La sangría llegó a ser una práctica tan habitual como lo es hoy tomar una pastilla contra el dolor de cabeza.
La historia de la medicina está plagada de anécdotas, de trágicos experimentos de prueba y error. Y como tal también está atravesada por el lenguaje. Recurre mucho al lenguaje mitológico. Por ejemplo, cuando se habla del lupus, una enfermedad autoinmune crónica que afecta el rostro, lo inflama y hace que el que la sufre adquiera rasgos de lobo. Pero el lenguaje actúa en ambas direcciones: para hablar de sentimientos utilizamos un lenguaje biológico o médico. Decimos: “lloré a moco tendido”, “se me pusieron los pelos de punta”, “me partió el corazón”, “con esa persona tengo un problema de piel”, “me puse verde de bronca”. No es algo nuevo. Hace dos mil cuatrocientos años Hipócrates hablaba de la existencia de cuatro “humores” en el cuerpo: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema. Cuando estos cuatro elementos se desequilibraban, uno enfermaba.
Hasta que en el siglo XVII apareció el médico inglés William Harvey y con el descubrimiento de la circulación de la sangre le tapó la boca a Hipócrates. Ese hallazgo funcionó como un momento bisagra: hasta entonces se pensaba que la sangre se formaba en el hígado a partir de los alimentos. Fue un golpe perceptivo tan fuerte como el que dio Galileo cuando detectó con su telescopio las lunas de Júpiter y empezó a resquebrajar el dogma de la centralidad de la Tierra. O como la llegada del ser humano a la Luna o la decodificación del genoma humano. Harvey había dado con las claves de un mecanismo, un circuito interno, y así nos redefinió como especie. Más que individuos estáticos, somos seres en movimiento.
El descubrimiento de Harvey en 1628 abrió las puertas a una revolución médica que llega a nuestros días. Y se dio por contagio: médicos franceses e italianos por primera vez intentaron experimentalmente reponer la sangre de los enfermos en lugar de limitarse a extraerla. Las primeras transfusiones se hicieron de animales a personas: el francés Jean-Baptiste Denis ensayó una transfusión de sangre de cordero. Y luego entre persona y persona gracias al trabajo de un obstetra inglés llamado James Blundell, obsesionado por las muertes posparto de sus pacientes a causa de brutales hemorragias. A lo largo de quince años, Blundell documentó una decena de infusiones sanguíneas persona-persona y diseñó toda clase de aparatos. Los problemas, aun así, no desaparecieron: las incompatibilidades entre donantes seguían generando rechazos.
¿No se sabía de la existencia de los grupos sanguíneos?
No. Los grupos A, B, AB, 0 y el factor RH, algo así como nuestros nombres y apellidos internos, los descubrió el austríaco Karl Landsteiner. Otro hito médico lo protagonizó el médico argentino Luis Agote, director del Instituto Modelo de Clínica Médica del Hospital Rawson. Hasta entonces era imposible conservar la sangre extraída. En pocos minutos empezaba a coagularse, se volvía viscosa e inutilizable. Agote resolvió este acertijo médico al agregarle a la sangre citrato de sodio, es decir, una sal derivada del ácido cítrico. Así evitaba la aparición de coágulos. Y así nacieron los bancos de sangre desde donde fomentamos la circulación social de este elemento vital.
Como si la sociedad fuera un gran cuerpo. ¿Cree que personajes como Drácula y las películas y series de vampiros influyen en la imagen que una sociedad se forma de la sangre? ¿repercute en la práctica de donación?
Algo. La cultura es nuestro ecosistema. No podemos ser ajenos a ella. Y los vampiros siempre nos han llamado la atención. De alguna manera estas historias condensaron nuestras fantasías sobre la sangre: la idea de que al beber la sangre ajena uno adquiere su fuerza. Para un adulto, Drácula es un entretenimiento más. Sabemos que no existe. Los chicos, en cambio, lo viven de otra manera. Drácula los atemoriza y temen que les saquen la sangre. Por eso, la educación es el brazo derecho de la promoción de la campaña de donación de sangre. Tenemos que hablar de la sangre desde el jardín de infantes. El día que las personas se habitúen a ver y hablar de sangre y no la asocien exclusivamente con dolor, enfermedad y muerte, se donará sangre con frecuencia y naturalidad. Miles de personas tendrán, entonces, la capacidad de hacer algo tan poco frecuente: separar entre mito y realidad, entre mentira y verdad.
Imagen [en la edición impresa]. Anish Kapoor, Svayambh (2007), detalle.
Fabián Romano es médico hematólogo y coordinador del Comité para la Promoción de la Donación Altruista y repetida de Sangre de la Asociación Argentina de Hemoterapia e Inmunohematología (www.aahi.org.ar).
Federico Kukso es periodista científico. Escribe sobre ciencia, tecnología y cultura en la revista Ñ, el suplemento Radar de Página/12 y Le Monde Diplomatique, entre otras publicaciones.
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