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Dos libros de M. John Harrison traducidos al castellano –la estremecedora novela El curso del corazón y los cuentos de Preparativos de viaje– han creado una convicción entre su creciente número de cultores locales: su prosa afecta como muy pocas en forma de desasosiego y cambio de la percepción sobre nuestra época. El fenómeno repite lo que hace tiempo sucede en Gran Bretaña, donde la rara síntesis entre fantástico, realismo y diagnosis anticipada que distingue a Harrison lo ha hecho heredero privilegiado de la larga línea de narradores visionarios ingleses.
Por decisión propia, el universo sigue expandiéndose y la mayoría de las galaxias se alejan de la Tierra; cuanto más lejanas, más rápido avanzan. Debajo de ese paraguas estelar, un lector y un libro abierto: algo en las historias de M. John Harrison afecta el clima y el espacio en que se lee. Harrison desconfía de las palabras. Incluso de las suyas. Especialmente de las suyas. Sorprende, entonces, cómo un escritor que recela del lenguaje –y que, como si esto fuera insuficiente, no ha renegado de lo mágico– es capaz de desplegar un sentido común tan prodigioso. Y no sólo en sus ensayos (donde el terreno sería más propicio y hasta lo demanda) sino también en su ficción.
Lo que distingue a Harrison es la posición desde la que acecha, y el modo de dar cuenta, que deriva en un estilo prístino, nunca lavado.Y esto en alguien que, como queda dicho, ha cortejado lo oculto y la ciencia. Si los relatos fantásticos de Harrison inquietan como pocos es porque logran tocar un nervio no declarado, real. Detrás de la máscara de halos, hologramas, fractales, nanosegundos y otros dispositivos galácticos, Harrison es uno de los más refinados realistas, en el sentido menos teórico del término. Acaso sea esta rara aleación la que lo convierte en uno de los narradores más peculiares y potentes de las últimas décadas.
Harrison (1945) empezó a circular en los años sesenta, rondando la proverbial revista New Worlds, tripulada por J.G. Ballard y Michael Moorcock. Su primera colaboración apareció en 1966 y más tarde se convertiría en editor de la sección de libros. Su última publicación es Parietal Games, que reúne todos sus artículos desde el primero en mayo del 68 hasta los publicados en 2004 en el Times Literary Supplement y The Guardian. Entre tanto, publicó las novelas In Viriconium, Climbers, El curso del corazón, Signs of Life y los cuentos de El mono de hielo y Preparativos de viaje: “Casi todas las historias tratan de gente insatisfecha con su vida diaria, gente que encuentra la vida aburrida y ansía que sea más de lo que es”. El problema de algunos de sus protagonistas (penitentes invariables) es que, como dice en su última novela, Light, no le dan demasiado crédito a la vida y por ende persiguen algo que aparente ser más exigente. Discreto, Harrison informa:“Nunca se viaja realmente, porque siempre se va con uno mismo”.
Los cuentos de Preparativos de viaje (primer libro del autor impreso en la Argentina) se traman alrededor de rituales, cartas de tarot, libros o autores inventados (motivo que recrea en su misteriosa novela El curso del corazón), lugares desconocidos (aunque superpuestos a Oslo o el Danubio) y mundos sigilosos: “Un mapa, como una teoría científica, o la misma conciencia, no es más que una fantasía de control”. En todos predomina un sentido de lugar tan filoso que Harrison provoca el efecto que Chatwin soñó antes de pisar la Patagonia: el vértigo horizontal. El programa de Harrison abarca los pliegues de lo visible, el doble fondo, la puesta en escena de relaciones estrábicas, la divinización de un secreto, instantes de conversión, el “reajuste kármico” –en palabras de Pynchon–, apariciones, identidades en vías de extinción, pero por sobre todo el momento en que algo cambia de signo. En estos auténticos tableaux vivants los giros, súbitos o simulados, extreman “el modo en que una narración intenta darse a conocer”. La infancia suele comparecer en sus relatos, la repatriación de un fantasma que consuela e inquieta, y una de sus jugadas más frecuentes –ya que de cartas se trata– consiste en volcar una frase en un agujero negro del que resurge casi ilesa en el párrafo siguiente: “lo que se ve cuando se cambia de un canal a otro”.
En busca de espíritus afines, el lector debería aproximarse a M.P. Shiel, Arthur Machen, Charles Williams, Mary Butts o, también solicitando prórroga para el vencimiento de su luz, Robert Aickman, Angela Carter o Iain Sinclair.“No busco representar lo espiritual, lo ambiguo, lo paradójico, lo tenue: busco inducir esa clase de estados.” El tiempo en Harrison siempre opera como elemento sobrenatural, una suerte de polinización entre lo real y lo virtual; la diferencia entre uno y otro es que lo incorpóreo no tiene consecuencias, cuestión que se evidencia cuando, por ejemplo, se escala una montaña. El tiempo también actúa de conducto entre pasado, presente y futuro, y para lo que entre sí se profanan: “Un pianista siempre tiene que poner una cosa frente a otra. Cada pieza que ejecuta es un giro –una burla– sobre otra pieza, otro pianista, algún otro instrumento”.
Harrison parece suscribir lo que William Empson redactó a propósito de Un experimento con el tiempo, del borgiano J.W. Dunne:“Vivimos en el presente sólo por una cuestión de hábito”. Harrison trabaja con nudos, no con ideas abstractas: una imagen, un personaje, un mínimo diálogo. Cuando estos cuajan, originan nódulos que a su vez se desarrollan y transforman el croquis general.“Prefiero estructuras narrativas a un argumento; y estructuras narrativas rotas, no enteras. Las primeras lanzan al lector hacia adelante, más allá del final del texto.” Lo traza de otro modo en su novela Climbers: “como si los pigmentos pudieran saber qué representan, los hechos se comprenden a sí mismos con mayor agudeza más hacia el final que al principio…”. Nunca nada permanece fijo, solidificado, no hay necesidad de quiropraxia en su ficción, porque, como además subraya el mismo Harrison, ya vendrá el lector a armarlo de nuevo. De allí esta creencia:“Lo que pueden darte las vanguardias es un sorprendente sentido de qué es estar dentro de tu propia vida. Por un segundo te impulsan a volver a habitarte”. Precisamente, el lector jamás abrirá un libro de Harrison para huir a otra parte; siempre será devuelto al centro de su laberinto: “No podemos escapar del mundo. No podemos dejar de intentar escapar del mundo”. Sobre esa cuerda hace equilibrio la destreza de Harrison. En parte una novela es autobiográfica, sí, pero debe serlo para el lector. Para Harrison, lo que uno busca en un libro es “algo que no se comprende del todo… si el texto no te satisface plenamente, pensarás acerca de él por más tiempo”. De lo contrario, el autor se ofrece a contarte “un secreto acerca de ti mismo. Te aburres con facilidad”. En lo que respecta al escritor, la obra “trata de su vida pero le tiene que estar permitido ocultarse en algún lado […] Nunca se puede acceder al autor, eso es un hecho. Pero tampoco se puede acceder al texto. El minotauro se esconde en el laberinto; el laberinto se esconde en sí mismo”.
Parietal Games prueba que Harrison arriesgó más y cruzó al otro lado del cordón sanitario de la crítica. Esta flamante recopilación de sus artículos esgrime una luminosa cartografía personal; es libro de horas, guillotina y devocionario. Lo sobrevuela un noviciado de videntes: Mervyn Peake, Jack Trevor Story, Angus Wilson, Beckett, Burroughs, Pynchon. Este último, en una introducción al 1984 de Orwell, escribió algo nada alejado de ciertas preocupaciones del triunvirato Ballard, Moorcock, Harrison: “Desde el punto de vista totalitario, la memoria es relativamente fácil de manejar. Siempre habrá un agente como el Ministerio de la Verdad para negar la memoria de los otros, para reescribir el pasado”, para hacer creer “que la historia nunca ocurrió”. Asimismo, lo que Pynchon comenta sobre la personalidad de Orwell podría aplicarse a la implacable autoexigencia de Harrison: “Puede tratarse de una aflicción exclusiva de los escritores, este temor a estar demasiado cómodos, a ser sobornados”.
Sus notas franquean las claves de un instinto y deslizan algunos subterfugios: “La ficción debe consistir en un aspecto de la vida de los personajes, no en su única razón de ser”. Sobre Brian Aldiss, apunta: “Es uno de esos escritores en los que cada oración te felicita por estar leyéndolos”. Y lanza algunos dardos envenenados: “La única pregunta ‘política’ que vale la pena hacerse es quién, en un momento dado, está soñando más intensamente, y el sueño de quién es la pesadilla de qué otro”.
Creando espacios carentes de impaciencia, Harrison jamás se valió de aquello que Pynchon sanciona en otros: “La tentación fatal para el escritor de ficción que debe aceptar la presencia –muchas veces una necesidad– de la magia en su obra, es la de resolver dificultades de trama, personajes o –algo más frecuente de lo que suele sospecharse– gusto, acudiendo por conveniencia a un soporte, una droga o amuleto ad hoc, que se encargará de cada problema que aparezca”. Se oye decir a alguien en un cuento de Preparativos de viaje: “Cada sueño es una cueva cerrada. La paradoja de los sueños –y de hecho la de la magia– es que para encontrar la llave debes estar adentro de antemano”. Fiel a la tradición gnóstica, Harrison supo, sí, apelar a la desintegración de ciertos personajes como medio para alcanzar una lucidez o sabiduría definitivas. Pero no se trata de la destrucción tal como la explotan aquellos que se ven imposibilitados de controlarlo todo, un mundo, un país, una casa:“Cuanto más se niegan las fuerzas interiores, más te controlan”. En un nuevo desvío hacia 1984, Harrison conjetura que Orwell erró por poco: los mecanismos de control no se aplican a las personas; hay que educarlas para que los apliquen ellas mismas.
“Miró el libro que tenía en la mano. De golpe se convenció de que tenía que haber otra manera de vivir.” Eso leemos en su relato “El don”. ¿Cree que un libro todavía puede transformar una vida?
Mis libros tienden a plantear la tensión entre lo romántico y lo real o, si se quiere, entre escapismo y realismo. Me gustaría que la gente tuviera en su vida más conciencia de esa tensión, que pudieran percibir toda clase de textos, desde anuncios a discursos políticos, con los ojos abiertos.Y sí, espero que los libros todavía cambien vidas.
Parece muy consciente del trabajo literario y de los mecanismos secretos de una narración; sin embargo, siempre se las arregla para no echar a perder el encantamiento. ¿Cuánto sabe de un libro antes de empezar? ¿Cuán central es el azar en su trabajo?
Es más útil tener un plan. Pero les doy la bienvenida a todas las intuiciones, a todas las interrupciones del inconsciente. De este modo, el plan se va modificando constantemente, y la historia discute consigo misma mientras va cobrando vida. ¡Es por eso que puede llevarme seis años escribir una novela! No me interesa un personaje (o relato) a menos que, en algún punto, empiece a actuar de manera independiente. Al mismo tiempo, y a fin de cuentas, el autor determina el curso de un libro. Esta es la frágil y paradójica verdad: caminás por una línea extraña y difícil entre el impulso inconsciente y la comprensión consciente de aquello que estás intentando. Como el lector, los personajes –a sus expensas– permanecen siempre vulnerables al autor.
Los personajes de sus cuentos y novelas parecen pugnar consigo mismos para conciliarse con una vida. ¿Usted lo ve así? Por otra parte, ¿cree como algunos que la literatura funciona como coartada para vivir vidas más intensas?
Siempre he considerado una vida como el proceso de conciliación con la vida. Sospecho profundamente de la literatura que se adjudica una vida “más intensa” que la real. Es una idea infantil y esencialmente insensata (pero muy conveniente para gente perezosa o asustadiza). La literatura es, por definición, una vida más amortiguada que la vida real. Gran parte de mi trabajo discute, en uno u otro nivel, esta misma cuestión.
Por momentos, uno tiene la impresión de que en sus libros los pasajes más cercanos a la ciencia ficción obran como máscaras venecianas para contrabandear sutilezas y percepciones de los que el género nunca había oído hablar.
Esa es la intención, definitivamente. Por desgracia eso mismo impide a muchos lectores de ciencia ficción comprender mis historias. Pero bueno, no pueden hacerme responsable de carecer de las herramientas de interpretación correctas. Al fin y al cabo me mantengo confiado frente a su comprensible consternación.
En el relato “El caballo de hierro” escribe: “En esa clase de infancia todo se funde con la luz como las flores en un pisapapeles de vidrio”. En su novela Light hay también numerosas referencias a la infancia, de hecho parece ser uno de los hilos ocultos del libro.
Sin duda. Sería posible decir que el libro “trata” de la infancia, tanto de temerla como de amarla, de rechazarla pero también de aferrarse desesperadamente a ella. Por otra parte, se utiliza a la infancia como metáfora de la personalidad evasiva del siglo XXI, y de sus intentos por sustituir lo real por lo virtual. Hoy, en Occidente, intentamos seguir siendo niños toda la vida.
Algunas líneas de Light –“lanzando los dados, decidiendo viajes azarosos”– disparan más conexiones entre esa novela y los cuentos de Preparativos de viaje: el viaje, precisamente, conectado en general con la suerte o resuelto por un azar provocado: tarot, dados… En ocasiones, además, usted mencionó con admiración a esos escritores y viajeros incomparables que fueron Robert Byron y Peter Fleming.
Cuando era un escritor joven me había convencido la idea de Aldous Huxley de que la fantasía es “un viaje de la imaginación al extranjero”. Huxley señalaba que el que trabaja con la fantasía debe operar con las mismas técnicas que el escritor de viajes. En los años ochenta, siguiendo esta idea (y la idea más general de que cualquier forma ficcional puede vincularse a su género de no-ficción más cercano) me volví un obsesivo de los libros de viajes. Viajar y la escritura de viajes también se convirtieron en metáforas de mi trabajo para el mismo proceso de escritura.
Una vez participó de un seminario sobre paisaje y novela autobiográfica, algo que suena muy pertinente porque su obra hace el mapa de su propia geografía y la sobreimprime de a ratos a lugares existentes.
Nací adorando el paisaje. Cualquiera que lea a Graham Greene o a J.G. Ballard desde temprano se convence de que un personaje nace del corazón del paisaje, que la ficción debe comenzar allí. Pero los libros no sólo se hacen de otros libros, o textos, o ideas: también se forjan con la experiencia personal; por lo tanto muchos de los paisajes de mis narraciones provienen de la vida. Sin embargo, los textos son sólo palabras, y también creo (tal vez paradójicamente, tal vez no) que es imposible representar un paisaje –o cualquier otra cosa viva– en palabras. En los últimos años empecé a interesarme más por la gente que por los paisajes. Quizá eso pasa cuando uno se hace más viejo: o quizá, como algunos personajes de Light, estaba empleando mi obsesión con el paisaje para evadir intercambios con la gente, siempre más arduos.
Con cierta frecuencia aparecen pintores en sus relatos y novelas. ¿Qué es lo que trafican entre sí la literatura y el arte, qué es lo que se envidian?
Cuando era joven, envidiaba del pintor su habilidad para representar, para reclamar un paisaje representándolo. Más tarde, noté que incluso la pintura más figurativa, como la escritura más figurativa, conforma una bloque de opinión e ideología: que la “observación” es siempre subjetiva. Aun la fotografía más figurativa, lo sabemos, no representa otra cosa que la opinión del fotógrafo. La cámara siempre miente. Todo acto de composición es un acto editorial. Ahora no envidio a nadie, a pesar de que disfruto de los pintores y de la pintura como nunca. Uno de los aspectos más atractivos de las artes plásticas es la vida de los pintores, de la que se cree –casi siempre correctamente– que es más vigorosa que la de uno.
Parecería que el saber es un leitmotiv subterráneo pero constante en su ficción. ¿Sería la sabiduría “final” de un escritor poder dejar de escribir?
Sí, creo que para un escritor la sabiduría definitiva sería la de dejar de escribir. ¿Cómo? A partir de una admisión, quizá, de que no hay nada que decir. De que el único verdadero texto es el texto de tu vida, al que no te podés dirigir escribiendo sino viviendo. Esta paradójica comprensión, o ausencia de ella, o falta de praxis para aplicarla, es central en el mismo acto de la escritura.
Tanto Preparativos de viaje como Things that Never Happen reúnen relatos que recorren tres décadas. ¿Cómo se sintió al ver la retrospectiva Harrison de una sentada? ¿Cómo es esto de convertirse más conscientemente en lector de su obra?
Para mí, lo más interesante se dio al observar el desarrollo de una ejecución afectada, eduardiana, con una oración prolijamente periódica y una descripción rígida y formalizada de los personajes, hacia algo más suelto, más intuitivo, más humano en la obra más reciente. El punto de quiebre llegó hacia finales de los años setenta y comienzos de los ochenta, cuando empecé a leer y disfrutar de autores como Jean Rhys, Katherine Mansfield y Christopher Isherwood, cuyo método admite que la profundidad de una obra es una ilusión creada por la destreza del autor en la superficie. Después de todo, ninguno de los acontecimientos que “vemos” cuando leemos tiene lugar; todo lo que sucede es que algunas palabras se acoplan en una página.
En su obra se nota una fascinación recurrente por escritores inventados, o con modos de ser varios escritores al mismo tiempo (en El curso del corazón, por ejemplo). Alguna vez escribió: “Lo que todo escritor quiere: una síntesis única de sus precursores”. ¿Con qué precursores le gustaría que lo relacionaran?
Me gustaría que fuera difícil decir con certeza quiénes son esos precursores. Hasta ahora he leído, como mínimo, unos veinte mil libros. Mi intención es que sean absorbidos –introyectados– para pudrirse como abono en compañía de mi experiencia personal, y asistir al escritor subjetivo, intuitivo, conducido por lo inconsciente, que es M. John Harrison. El precursor personal es Saturno; como hijo suyo, mejor comértelo a él antes de que él te devore.
Después de tantos años de escribir, ¿a qué siente que se ha acercado, de qué siente que se ha alejado?
Me siento más cerca de mí, y más lejos del joven que sólo quería “ser un Escritor”. Con frecuencia, los escritores tienen personalidad disociada. Les cuesta mucho sumergirse en la vida. Los hechos reales se encuentran para ellos detrás de una ventana (esa ventana es su conciencia de escritor). Paradójicamente, escribir me ha ayudado a trabajar sobre el lado de la vida. Todavía conservo la distinción entre “M. John Harrison”, el escritor que implican los textos reunidos bajo su nombre, y “Mike Harrison”, el ser humano. Pero espero que eventualmente los dos se fundan por gracia de una obra que sea también un acto honesto de vida, y desaparezcan en un flash de luz recíprocamente destructivo, dejándome… a mí.
Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja V: Agua: Inundaciones: Rescates.
Lecturas. De M. John Harrison: Preparativos de viaje (Buenos Aires, Interzona, 2005); El curso del corazón (Barcelona, Minotauro, 1997); El mono de hielo (Barcelona, Ultramar, 1992); Parietal Games (Londres, The Science Fiction Foundation, 2005); Climbers (Londres, Gollancz, 1989); Light (Londres, Gollancz, 2002), Things that Never Happen (Londres, Gollancz, 2004). De Arthur Machen, M.P. Shiel y Robert Aickman se consiguen varios títulos en la magnífica editorial inglesa Tartarus Press. El curso del corazón todavía es artículo frecuente entre los saldos de Minotauro.
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