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El teatro de Mariana Obersztern –directora, dramaturga y coordinadora del área teatral del Centro Cultural Rojas– se resiste a la clasificación y a la comparación. Cada una de sus obras crea un acontecimiento teatral con un código propio. En El aire alrededor –presentada en el ciclo Biodrama, que propone partir de un trabajo documental sobre una vida real–, una maestra rural y su familia se presentan en un tiempo suave y orgánico en consonancia con el entorno. En Lengua madre sobre fondo blanco, una madre y dos hijas delimitan la lengua como territorio de acción y luchan por el sentido de las palabras. A partir de una investigación sobre el museo odontológico, Dens in dente desmenuza el vínculo atroz y patológico entre una madre y una hija. Dan unidad a esa amplia gama de propuestas un minucioso trabajo plástico y visual, una construcción precisa de las voces y una relación de mutua dependencia entre lazos familiares y teatralidad.
La crítica norteamericana Rosalind Krauss plantea la noción de “campo expandido” para dar cuenta de la extensión de la escultura hacia otros medios. Retomando este concepto, pienso que la singularidad de algunas poéticas teatrales contemporáneas está en la expansión del campo de lo teatral a territorios antes excluidos. Pienso en el trabajo con otras artes que hay en todas tus obras y en tu colaboración con otros artistas como Dino Bruzzone, Silvana Lacarra, Daniel Joglar, en las escenografías, y Paula Grandío en la imagen. ¿En qué medida tu relación con las artes plásticas marca la producción de tus obras y cómo pensás esta ampliación de la escena teatral?
Para mí, es fundamental esta relación con los materiales visuales y con el espacio. En general, convoco al escenógrafo casi al principio del trabajo. Hay un momento en el que hay ideas, imágenes, o incluso escritura, pero no puedo avanzar si no hay una intuición concreta sobre el espacio. Creo también que cuando llamo al escenógrafo es porque ya quiero algo. Casi siempre trabajé con artistas plásticos, pero cuando convoco a alguien en particular es porque pienso que hay una afinidad, que puede haber una resonancia y que esa persona va a poder complejizar, desarrollar, multiplicar esas primeras intuiciones. En el caso de El aire alrededor trabajé con Silvana Lacarra y Daniel Joglar, que hicieron juntos el vestuario y la escenografía. La obra de Silvana es abstracta. Ella trabaja con planos, encuentros de planos y superficies, de una manera muy sensible pero al mismo tiempo muy rotunda. Daniel es lo que en la jerga de las artes visuales se llama un “recolector”. Selecciona objetos que están presentes en la vida cotidiana y los reúne, los reorganiza de tal manera que se vuelven exquisitos. Me parece que la escenografía de El aire… incluye ambos gestos. La obra necesitaba esa delicadeza de Daniel y el minimalismo de Silvana. Lo que yo estaba buscando era un espacio que pudiera absorber cierta carga emocional que me parecía que la obra iba a tener, pero, al mismo tiempo, necesitaba ofrecerle a esa condición una resistencia, distanciar, volver a las formas, reafirmar el carácter de artificio de la obra. En cuanto a la expansión de lo teatral, eso está ocurriendo intensamente y es bueno. Cuando uno se expande está en un terreno en el que antes no estaba, y eso es prometedor para un artista. Cuando estás ahí empezás a sufrir y a preguntarte qué es esto, cómo lo resuelvo, de qué se trata, pero ya estás poseído y no podés hacer otra cosa que pensar en eso que tenés delante.
En el proyecto “Inversión de la carga de la prueba”, como coordinadora del área teatral del Centro Cultural Rojas, les propusiste a tres directores –Arengo, Feldman, Farace– partir de una instalación escenográfica de Miguel Mitlag para producir sus obras. ¿Invertiste la carga de la prueba en alguna de tus obras, partiendo de una instalación escenográfica o una imagen plástica, para después llegar a la dramaturgia y la puesta?
En El aire alrededor lo primero que hice fue reunirme con Silvana, con Daniel, con Paula Grandío, que hizo la imagen en video, y con Gonzalo Córdova, que hizo la luz. Paralelamente me reunía con Mónica Martínez, la persona a partir de la cual iba a trabajar, y escribía un poco. Creo que de todos los proyectos fue en el que más extremamente eso sucedió. No es un principio rector, pero hay una tendencia al trabajo con el material visual desde el principio. La idea de argumento en sentido tradicional no es lo que me interesa, más bien pienso que el argumento es el devenir de todos los elementos presentes en el escenario durante el transcurso de la obra. Me parece que el fundamento del proyecto “Inversión de la carga de la prueba”, que intenta devolverle al material visual su propia potencia y sacarlo de un lugar subsidiario del resto de los elementos, está presente en mi trabajo. El artista plástico es la persona que yo elijo como interlocutor permanente en el proceso; es una persona que mira lo que yo quiero mirar. No me gusta invitar gente a los ensayos, más bien me parece que las personas que saben sobre la obra son los que están involucrados; me interesa problematizar y resolver la obra dentro del equipo. Tal vez con los actores es distinto porque no siempre converso con ellos sobre la totalidad de la obra o sobre los detalles, no es tan bueno para un actor estar pendiente de esos detalles. Sí me interesa que logren una conexión potente y sensible con el material. A medida que avanzan los ensayos, el actor empieza a acumular un enorme saber, cosas que yo no sé, cosas de otro orden. Siempre pienso en esa relación de colaboración entre el director y el actor que hace que las cosas ocurran. Uno podría tratar de definirlo o de explicarlo, pero no alcanza; esa colaboración siempre tiene algo de enigmático.
Tal vez el actor no puede dar una mirada desde afuera por su nivel de compenetración con el proceso y, en cambio, aporta esa empatía minuciosa que se ve mucho en El aire alrededor y también en Lengua madre sobre fondo blanco. En tus obras parece haber un doble movimiento de empatía y distancia.
Para mí la obra es un artificio, nunca deja de serlo. Probablemente esa doble vía tiene que ver con lo que me pone a trabajar: por un lado, una necesidad fuerte de estar visceralmente tomada por una cuestión como para decidir realizar una obra en torno a eso, pero, al mismo tiempo, cuando me pongo a trabajar sobre lo único que presiono es sobre la forma, de un modo minucioso e incisivo. Es una minuciosidad que opera tanto en la escritura como en los ensayos, en el trabajo con la precisión en el uso de las palabras, para padecimiento de mis actores, que espero me puedan perdonar. Pienso que ahí vuelve a pasar lo mismo, porque lo que se está jugando no es sólo una cuestión de sentidos, sino que las palabras empiezan a producir una tensión entre ellas. Por ejemplo, en el caso de El aire… hay vínculos que son más potenciadores y otros que son arrasadores y le dejan al sujeto pocas posibilidades de construir su persona. Pero tampoco me importan los juicios del tipo “familia buena” o “familia mala’’. En todo caso, lo que me interesa mirar es la relación con lo dado, como si fuera la porción de albedrío, pequeña o grande, que cada quien reclama para sí. Me importa más la riqueza de las respuestas personales frente a lo que nos es dado.
En el prólogo a la edición de Lengua madre… y El aire alrededor, Alan Pauls sostiene que en tus obras ya no se trata de criticar a la familia como institución opresiva, como lo hizo gran parte del teatro realista. ¿Qué pensás de esto y de la diferencia que implica con dramaturgos de generaciones anteriores?
En relación con los autores anteriores, me parece que las operaciones que se hacen en el escenario hoy son otras: en otros momentos se trataba de la representación de un texto, y ahora se trata de la construcción de un hecho escénico, cada obra empieza por delimitar su territorio de acción. Me gusta que sea así, me interesa que la obra sea renuente a poder ser analizada solamente desde su estructura dramática o desde su argumento, como si fuera el discurso de un autor. Me parece que si hay algo que la obra no es, es discurso del autor. Hay un desajuste que tiene que ver con cómo se va construyendo; tanto en la escritura como en el trabajo de dirección aparecen impulsos, vacilaciones, interacción con los demás miembros del equipo. En todo caso, lo que la obra podría ser es lo que ocurre mientras el autor intenta decir algo. La obra es un resultado, no en términos de una conclusión, sino de un pasado que acciona, deviene de, resulta de. Eso es lo interesante, por supuesto. Si supiera lo que va a suceder, no movería ni un dedo.
Entre las familias de Lengua madre sobre fondo blanco y El aire alrededor parece estar el desgarro entre el campo y la ciudad. La familia rota de la ciudad, un poco psicótica y con un padre ausente, en Lengua madre…, en donde Betina convive con un hombre al que no ama y no sigue el imperativo materno del matrimonio. En El aire…, en cambio, se va formando esa familia rural de muchos hijos y con un marido algo celoso que no quiere que su mujer muestre su cuerpo. Aunque no adhiere completamente a sus criterios, Mónica no se esfuerza por rebelarse. A su vez, el padre de Mónica se vistió con ropa de trabajo para la boda de su hija porque se casaba embarazada. Pequeños conflictos de una moral patriarcal que puede parecer anterior a los años sesenta, pero que, en realidad, coexiste con las nuevas identidades y modelos familiares. “Estos también son tus tiempos”, le dice la gallina a Mónica en el final. ¿Te parece que estas dos familias que tus obras hacen aparecer están ligadas a los tiempos diversos del campo y la ciudad, a los tiempos diversos de los cambios culturales en cuanto a la sexualidad, los roles sociales y de género?
Encuentro que eso está en las obras pero, de todas maneras, no ha sido mi preocupación en el quehacer. En El aire…, Mónica se hizo visible para mí en ese contexto, rodeada por esas personas, en ese tiempo aletargado del campo, con esas pausas. Sobre esto que decís de la moral posterior a los años sesenta, creo sin embargo que Mónica no es una persona que se encuentre muy fácilmente en esos lugares. El campo es un ámbito muy duro, muy dependiente de la naturaleza, de las inclemencias climáticas. Siempre está rondando la idea de peligro, de catástrofe. En general, son los hombres los que se ocupan de eso, de las cosas de acción. Las mujeres quedan esperando que los hombres resuelvan, se angustian, la mayoría de las veces se aburren. Creo que lo que me atrajo de Mónica es que en el medio de esa inclemencia se las arregla para construir una vida llena de sentidos. En el caso de Lengua…, es cierto que hay algo de familia rota, pero tengo la impresión de que la obra, después de todo, tiene una mirada no tan escéptica. Son tres mujeres que padecen interrogantes respecto de su pasado, ausencias concretas, incluso, pero no están paralizadas, se las arreglan para encontrar alguna forma, aunque sea acotada, para amar, para desear. Dos de ellas han decidido tener hijos, la madre y la hija menor, Marta. En Betina, la mayor, aparece el deseo manifiesto de tenerlos. Uno de los últimos textos es: “Bendito sea el fruto de tu vientre”.Y no me parece que se registre en un sentido irónico.
Creo que hay un contraste, en este sentido, entre Lengua… y Dens in dente. Me parece que Dens… es una versión extrema de lo que aparece en Lengua… En el caso de Lengua…, la madre, aunque es un poco terrible, juega, reconoce a sus hijas. Además, ellas se resisten; sobre todo Betina discute con ella el sentido de las palabras y, de alguna forma, ambas se autonomizan. En cambio, en Dens… hay una relación atroz, donde la hija no puede constituirse como sujeto autónomo.
Tendrías que haber visto el museo odontológico, que es el lugar de donde partí para hacer Dens in dente, en el marco del Proyecto Museos, en el que diferentes directores montaron obras partiendo de una investigación sobre algún museo. Es inimaginable que alguien haya podido planear un lugar como ese. Más bien parece el fruto del paso del tiempo, sumado a cierta voluntad de algún coleccionista que podría ser el director del museo o el empleado del director. Es como un stand en el corredor de la facultad de odontología, lleno de estantes, vitrinas y herramientas, diseñadas para calmar y curar los males bucales, pero que parecen elementos de tortura. Todos los objetos tienen cartelitos hechos a mano, que parecen de diferentes épocas. El elemento específico que me impresionó fue un diente literalmente montado encima de otro diente. Después supe que el término “geminaciones”, escrito en un cartelito, se refería a una malformación de la estructura dentaria tal que dos piezas se entrelazaban y confundían sus raíces. Al final de esa fila había otro cartelito que decía “Dens in dente”, que en latín significa “diente adentro de diente”. Me imaginé que eso era el colmo de la geminación: un diente que nace y crece adentro de otro diente. Entonces tomé, en lugar de dos piezas dentarias, dos piezas humanas, madre e hija, intentando desentrañar su malversada genealogía o confundirla definitivamente. Empecé a trabajar esa relación entre la madre y la hija en torno al par ilusionar/desilusionar, una buena manera en la que una madre puede poseer a su hija. Este movimiento de la madre hacia la hija fue armando distintas configuraciones: en un caso, tenía que ver con la madre intentando conquistar la atención de la hija y, al tenerla, ausentarse, sustraerse; en otro caso, la madre obtenía la atención y despreciaba los comportamientos de la hija. Me parece que el lado más cruento tenía que ver con el movimiento contrario: en el momento en que capta la atención de la hija, en lugar de producir una distancia, la madre la invade, avanza sobre su cuerpo, sobre sus orificios, sobre su pensamiento. Son nueve escenas breves, todas muy altas, feroces; empiezan todas abajo, pero enseguida suben y explotan. Intercalé unos momentos entre las escenas que llamábamos “nocturnos”, en los que las protagonistas están paradas, descalzas, en unos cubículos con agua, como en una suerte de humectación nocturna. La acotación en el texto decía:“Descansan de sí mismas”. Me parece que eran momentos necesarios para poder mantener la tensión de la obra todo el tiempo. El espacio escénico era un cubículo, tomé también esa pequeñez real del museo. Trabajamos en un espacio de dos por dos que confeccionó Dino Bruzzone con objetos odontológicos, y las paredes del cubículo estaban hechas de esos objetos. El público estaba alrededor del cubículo y bastante cerca; eso prácticamente requería que la mirada del espectador sobre las pequeñas y por momentos desagradables acciones que realizaban las actrices tuviese que ser “quirúrgica”, “odontológica”. Al mismo tiempo, los objetos creaban algún tipo de obstáculo, había una necesidad del espectador de escudriñar entre ellos. Eso hacía una buena resonancia con la procacidad del material.
Hay un momento en Dens in dente donde la madre dice palabras y la hija tiene que decir el significado. Es casi la inversión de lo que pasa en Lengua…, donde la madre dice palabras “locas”, o fuera de lugar, y Betina corrige, reestableciendo la semántica de la lengua madre. En cambio, en Dens…, la hija obedece y es retada por la madre cuando se equivoca en las definiciones.
Me parece que en Dens in dente la hija está dentro de la madre, o al revés, la madre está dentro de la hija, dentro de su pensamiento. En Lengua…, en cambio, entre la madre y la hija mayor hay una relación de igual a igual. La lengua misma es el territorio de la obra. Lo único que hacen, de principio a fin, es hablar sobre las palabras, disentir, forzar, sustraer, negociar. Me parece incluso que las palabras, que usualmente sirven para definir o nombrar cosas, discriminarlas, en Lengua… se vuelven cómplices de un rodeo, de la imposibilidad de los personajes de decir lo que realmente tienen para decir o para preguntar. Me parece que hay un solo momento, casi al final, donde hay un encuentro de la palabra en el que el personaje usa y dice lo que realmente quiere decir. Es cuando Betina le dice a la madre:“Si vos no conociste a tu papá”. Me parece que eso sale de una lucha y, sin embargo, aparece una dimensión de verdad. Eso no tiene retorno. En ese momento, la madre se queda mirando una foto de una cebra, que ella cree que sacó su padre. Pensando en la lengua como territorio, la exclusión que padece Marta, la hija menor, es un desposeimiento respecto de la lengua: ella no participa en esta apasionada operación de construcción y reconstrucción del lenguaje que realizan la madre y la hija mayor.
Tanto en Dens in dente como en Lengua madre… y El aire alrededor, la peripecia no está en el centro; tampoco parece haber un final, en el sentido clásico, aristotélico, de estos términos. De hecho, la sensación en Lengua… es que la obra podría continuar. La escenografía es como un sinfín blanco, algo que podría no tener final, donde van sucediendo las escenas.
Sí, en Lengua… el dispositivo escenográfico acentúa esto que decís, no sólo que podría seguir, sino que hubo cosas antes. No sólo cosas ligadas a ellas tres, sino a las madres y a las hijas en general. Antes hubo otras madres y otras hijas que dieron por resultado estas y, al final, habrá otras. En cuanto a la peripecia, no encuentro nada que me atraiga en la idea tradicional de argumento y, diría, tampoco en la idea de suspenso. Si hubiera algún suspenso posible, no tendría que ver con lo que va a pasar con los personajes en términos anecdóticos, sino con lo que va a pasar en el escenario: ¿qué personaje va a aparecer?, ¿va a aparecer con el mismo vestido? De todos modos, la acción me parece que está, pero con un carácter distinto. Hay suceso, hay acontecimiento, pero no hay algo que me interese en la noción tradicional de estructura dramática. Me gusta pensar en la idea de la contemplación: el espectador que está en la butaca está contemplando y se hace cargo de sí mismo, no tengo que explicarle ni transmitirle nada, y mucho menos que comunicarle nada. En Lengua madre… puedo decir que la familia son las tres mujeres, sí, pero también son los cinco electrodomésticos, las tres sillas que se van corriendo de izquierda a derecha y nunca retroceden. Está también el fondo blanco, extenso, inmaculado, en el que se recortan las acciones pequeñas que ocurren, los pequeños colores que aparecen (el jugo de zanahoria, el ice cream) y, fundamentalmente, las palabras: en un fondo blanco, que está hecho de materia, se recortan las palabras que son inmateriales. Ese tipo de sinergias son las que me interesan en el escenario, es como si la obra estuviera hecha de todo lo que se sube al escenario. Si hay algo que me permite trabajar en el teatro es saber que no tiene que ser de ninguna manera en particular, yo puedo inventarlo. Incluso podría cambiar. Las cosas que hoy me mantienen fervorosamente tomada podrían no interesarme después, no habría ninguna lealtad respecto del pasado. En todo caso, la lealtad sería hacia el presente (aunque la palabra “lealtad” es demasiado solemne, habría que buscar otra).
¿Cómo pensás la relación entre testimonio y ficción después de tu experiencia con El aire alrededor, del ciclo Biodrama, dirigido por Vivi Tellas? ¿Cómo fue el proceso de trabajo con la historia real de Mónica Martínez?
Aun en una obra como El aire alrededor, que tiene algo de documental, el centro de mi ocupación fue el hecho escénico. Hubo un primer momento ligado a la investigación, mis viajes a Naón, mis entrevistas con Mónica; ese fue el momento de sugestión personal. Pero después hubo otro momento en que me alejé de todo eso, el lugar de trabajo pasó, en principio, a mi escritorio, y después al teatro. Todas las decisiones que iba tomando tenían más que ver con lo que pasaba ahí, en la sala de ensayo, en la interacción con las personas del equipo, que con aquello que le dio origen. Incluso decidí empezar a trabajar con los actores a partir de la escritura, donde ya había una mirada, había una distancia, un artificio. Pienso que es una obra escrita y gestada en un registro conmovido sobre la vida de una persona, Mónica, pero de todos modos, después yo tomé algunos elementos por sobre otros. Por ejemplo: Mónica tiene cuatro hijos y yo tomé uno porque me interesaba específicamente la relación que tenía con ese hijo; Mónica no tiene una gallina, tiene una plantita a la que llama Eleodoro; me hablaba mucho de una amiga, Mary, a la que quiere mucho, pero esa amiga no me servía para contar las cosas que yo quería contar de ella y tomé a Nancy, una amiga de la adolescencia, alguien con quien Mónica se había reído y divertido mucho. Me parece que la obra intentaba rozar esa sacralidad, la que aparece en la irreverencia, en la risa. Después, sí, viajamos a Naón con todo el equipo y los actores tuvieron acceso a los documentos. Creo que el proceso de trabajo fue muy festivo y conmovedor para todos los implicados; eso tenía que ver con la persona sobre la cual estábamos trabajando, Mónica Mabel Martínez, maestra rural del pueblo de Naón, pero también con una cualidad del ciclo Biodrama. Cuando conocí a Mónica, hace unos años, ella me estaba contando un episodio. Se trataba de un subsidio que otorgaba el gobierno de la provincia de Buenos Aires y habían ganado sus alumnos, que habían competido por un proyecto para una salita de primeros auxilios. En Naón había Sertal y curitas en el kiosco, pero no había una salita, y eso me impresionó. Yo tenía un grabadorcito guardado, le pedí grabarla y me dijo que sí. No sé por qué hice eso. Nunca antes había grabado a alguien, no había ninguna especulación. Todavía Vivi Tellas no me había invitado a participar del ciclo Biodrama, que tampoco existía aún; más bien yo sentía que estaba viendo y escuchando algo, y que mi responsabilidad era tomar esas palabras. Luego, esta situación apareció en la obra. Mónica, en la escena del naufragio, le dice a la gallina: “…Quizá una parte del barco queda a flote, y a lo mejor algún día alguien lee esas cartas, tal vez no las personas a las que estaban destinadas, pero alguien las va a leer”. El destino fue ahí, bajo techo, en el Teatro Sarmiento. La gallina fue bautizada por el elenco con el nombre de Marion, que es como me llaman algunos amigos. Nunca lo explicitamos, pero todos sabíamos que esa gallina, en parte, era yo, o mi escucha a lo largo de las distintas entrevistas que tuve con Mónica, en las que me contó su vida. Hubo una sola cosa que ella me contó dos veces, al principio y en la última entrevista, muy conmovida, el episodio en el que ella se casa embarazada y el padre no se pone el traje. Ella dice:“Agarró el pantalón grafa, la camisa grafa, y se los puso, y el traje quedó tendido sobre la cama”. En la obra eso aparece en dos momentos, y ahí fui absolutamente documental; no sé si documental de la vida de Mónica o documental de la estructura de nuestras entrevistas. Por algún motivo, pensé que esa tenía que ser la arquitectura de la obra.
Lecturas. Dens in dente se estrenó en 1997, en el marco del Proyecto Museos, en el Centro Cultural Ricardo Rojas; Lengua madre sobre fondo blanco se estrenó en 2002 en la sala El portón de Sánchez; El aire alrededor se estrenó en 2003 en el Teatro Sarmiento, en el marco del ciclo Biodrama, coordinado por Vivi Tellas, y fue reestrenada en 2004 en el Teatro Regio. Lengua madre sobre fondo blanco y El aire alrededor fueron editadas con prólogo de Alan Pauls (Buenos Aires, Ediciones Teatro Vivo, 2004).
Marcelo Pitrola (1974) estudió Letras (UBA), teatro y dramaturgia. Su obra Princesa peronista ganó el primer premio en el concurso de Nueva Dramaturgia Germán Rozenmacher 2005 y fue editada por Libros del Rojas.
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