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La pérdida de lo sublime

ESTÉTICA

 

Consideraciones sobre la estética y el tamaño.

 

Nunca antes de ahora el tamaño fue un problema para la estética. Hoy se vuelve relevante porque lo sublime ha perdido vigencia. Lo sublime era aquello que, por presentarse bajo ciertas circunstancias como ilimitado e informe, los sentidos no podían abarcar, aunque la razón pudiera concebirlo (concibiéndolo, de acuerdo con el lenguaje del siglo XVIII, como la idea de lo infinito). Pero lo que un sujeto experimentaba como sublime era, en realidad, el desajuste estructural entre sus facultades sensibles (cinco sentidos igual de ineptos para percibir lo ilimitado) y sus facultades intelectuales (propensas a pensar más allá de lo sensorial). El tamaño de lo percibido no es determinante de la experiencia estética, aun cuando lo que se considera sublime tenga que aparecer ante el sujeto como absolutamente grande, como grande sin comparación, y lo bello, como algo cuyos límites –la forma– se puedan percibir por los sentidos.

Cuando Kant dice –en 1790– que la naturaleza, en nuestro juicio estético, no es juzgada como sublime porque provoque temor, sino porque hace que consideremos pequeño todo aquello que nos preocupa (los ejemplos que da son los bienes, la salud y la vida), establece el criterio en virtud del cual el tamaño dejará de ser asunto de la estética por mucho tiempo. La experiencia de lo sublime siempre será más intensa que la de lo bello y se convertirá, de ahí en más, en el paradigma de toda experiencia estética. Cuando Friedrich Schlegel, entre los primeros románticos, quiera ampliar el concepto de lo bello, deberá definirlo como lo que es al mismo tiempo sublime y agradable. Con el romanticismo, se pierde la diferencia entre lo bello y lo sublime, lo cual hace sospechar que, poco antes, Burke y Kant habían distinguido uno del otro en la teoría porque, en la experiencia, era demasiado fácil confundirlos.

Si la estética no teorizó sobre el tamaño es porque lo entendió como un efecto de la predisposición del sujeto. Kant (que como se sabe nunca salió de Königsberg, su ciudad natal) dice que, hasta estar frente a ellas, no puede saberse si las pirámides de Egipto son bellas o sublimes. Dependerá de cuán familiarizado esté con lo grande quien tenga la fortuna de conocerlas en persona. Lo mismo vale, según él, para el que vaya por primera vez a visitar la basílica de San Pedro, en Roma. En cualquiera de los dos casos, el problema con el tamaño se reducirá a saber a qué distancia se logra percibir en verdad estas obras, porque si uno se acerca demasiado sólo ve los detalles de la construcción, y si se aleja demasiado sólo ve el contorno del edificio construido. Pero el problema se soluciona con el mismo principio del homo mensura que da lugar al nacimiento de la estética: el sujeto en cuestión sólo debe estar allí para conocer su juicio sobre estas edificaciones (si son bellas o sublimes) y la intensidad de la experiencia dependerá del estado de sus facultades en el momento (podría no resultar una experiencia estética, sino cognoscitiva). Ese estado de las facultades debería ser contemplativo, para lo cual hace falta que el sujeto adopte, respecto de lo que tiene delante, una actitud desinteresada. Por eso, cuando uno lee en Kant que lo sublime requiere más cultura que lo bello, antes que suponer una apología iluminista del trabajo que hace la educación para sacarnos nuestra animalidad, quizá debería leer entre líneas una cierta desconfianza hacia la costumbre burguesa de asociar lo grande con lo intenso. Cuando la burguesía sale en busca del tamaño XL, para juzgarlo sublime independientemente de la forma y del contenido, la tarea que asume la estética es pensar bajo qué condiciones la experiencia podría ser auténtica, pese a que se ha impuesto como una compulsión traída al mundo por una clase en ascenso. Es esa nueva impostura social la que da lugar, en la segunda mitad del siglo XVIII, al nacimiento de la estética. De no ser por la existe esa impostura, no se entiende por qué una actividad propia del tiempo libre, que consiste en la práctica del gusto, se convierte en un problema filosófico.

La época burguesa hizo que la filosofía se preguntara por los criterios que darían autenticidad a un juicio de gusto. Para eso tiene que haber reinado entonces, entre las personas más refinadas de la sociedad, un clima de mutua sospecha (sospecha no acerca de su refinamiento –algo para lo que siempre hay pautas no escritas– sino acerca de que sus prójimos experimentaran realmente lo que expresaban sentir). El juicio de gusto, devenido una contraseña para ingresar en un restringido círculo de almas, necesitaba ser explicado a partir de condiciones de posibilidad que fueran intersubjetivas y no meramente particulares (de lo contrario, el sentido del gusto terminaría explicándose por la biografía de cada persona y sería un problema filosóficamente irrelevante). Para que unos pocos pudieran juzgar el mundo bajo las categorías de lo bello y lo sublime, todos los hombres, por poseer las mismas capacidades intelectuales y sensoriales, debían estar en condiciones de juzgarlo de ese modo. Si no todos lo hacían por igual –o no lo hacían con la misma frecuencia–, era porque no estaban igualmente predispuestos. Sólo si todos los hombres podían juzgar la realidad desde el punto de vista estético, esos pocos que la juzgaban así con mayor frecuencia tenían la posibilidad de que su juicio fuera, en ciertos casos, auténtico. La frecuencia, de hecho, es la cantidad de veces que alguien repite una acción dentro de un lapso (un día, una semana, un mes). Por eso era lógica la desconfianza de que detrás del refinamiento hubiera algo más que costumbre. El que había empezado en la infancia –habría podido decirse con razón quien había empezado de grande– sólo había estado más veces que él en condiciones de hacer un juicio estético. Eso podría querer decir –seguiría razonando– que las facultades de aquel sujeto habían estado más tiempo que las suyas sin la presión de juzgar las cosas por su utilidad para hacer dinero o para salvar el alma. Se le había enseñado antes que a él –concluiría– que el tiempo de ocio –como tiempo libre– era la parte del día –o de la semana– en la que uno tenía que dedicarse a las cosas más importantes, esas que no están sujetas a la necesidad ni a la obligación. Si para los antiguos sólo eran libres los hombres dueños de su tiempo –y sólo se era dueño del propio tiempo mientras no se trabajaba–, resultaba lógico que la burguesía quisiera convertir lo que hacía durante su tiempo de ocio –el cultivo del gusto como ejercicio de su libertad– en un criterio de distinción social. Pero para eso pagaría a corto plazo un precio que habría sido inaudito para otras épocas: el de tener que aceptar como hombres libres a los artistas, y a las obras resultantes de su trabajo, como ejercicios de una libertad equivalente a la propia.

La superchería del creador –el artista entendido como trabajador a la vez que como hombre libre– recién se alteraría parcialmente en los albores de la sociedad de masas, hacia mediados del siglo XIX, cuando apareciera, con Baudelaire, una superchería más convincente para la nueva sociedad y más provechosa para la burguesía: la del bohemio. El bohemio sería libre porque no es trabajador, porque está fuera del sistema productivo y del sistema de clases, como el lumpen, pero, por eso mismo, sería sospechoso de inventarse a sí mismo y de posar como artista frente a la multitud de burgueses y trabajadores que se cruzaban en la gran ciudad. La alta burguesía supo poner esta imagen a disposición de la incipiente sociedad de masas, para justificar así la suerte adversa de los que sólo contaban como propiedad con su fuerza de trabajo, y tolerar como no trabajadores sólo a aquellos a quienes podía atribuir un talento que su clase, por dedicarse a los negocios, no había desarrollado, pero que estaba en condiciones de valorar, porque había consagrado su tiempo libre al cultivo del espíritu, no a la mera diversión. A partir de este giro, serán los artistas –como un siglo antes lo habían sido los receptores– los sospechosos de impostura. Y la estética asumirá una nueva tarea, la de hacer de soporte teórico para la interpretación de obras de arte.

Ni el modernismo ni las vanguardias ni el pop ni el conceptualismo ni el postmodernismo, por mucho que experimentaran con el tamaño de la obra, lograron introducirlo como problema filosófico en el campo cada vez más especializado y academizado de la estética. En materia teórica, el siglo XX fue el siglo de lo sublime o, si se quiere, de las sucesivas reinterpretaciones de lo sublime. Aunque el concepto se haya entendido de muy diversas maneras, todas lo asociaron al primordial hermetismo de las obras. Si las obras representan algo irrepresentable, y ni una caja de jabón en polvo es una representación de una caja de jabón en polvo, la premisa de lo sublime permanece incuestionable, porque todo artista, cualquiera sea su programa, daría testimonio de la inconmensurabilidad entre el pensamiento y el mundo real. El público, mientras tanto, aprende a aceptar el hermetismo –con independencia del tamaño de la obra– como índice de sublimidad.

El tamaño contraría el punto de vista dominante en la estética, que siempre ha sido el de lo sublime y no el de lo bello. La experiencia de lo sublime es más intensa que la de lo bello, de ahí que lo bello sólo pueda seguir existiendo, a partir del romanticismo, tras haber absorbido los rasgos de lo sublime. Ya se trate de algo gigantesco o de algo minúsculo, el tamaño siempre rebaja el sentido de la obra, porque la limita. Es lo que hace de ella una mera cosa, un objeto que ocupa un lugar entre los objetos de este mundo (al respecto, la estética fue terminante desde un principio: si algo es percibido como un objeto, es un error de lenguaje llamarlo sublime). Todo lo tangible, por inmenso que sea, es pequeño. La medida limita a la obra (la expone como algo que ha sido expresado), cuando la lógica de lo sublime demanda que sea ilimitada (que revele algo inexpresable, que sea un enigma abierto a múltiples interpretaciones, sin que ninguna lo agote). Pero, sobre todo, que la obra sea tangible indica que podría no haber existido y podría dejar de existir (no por nada las formas de arte que quieren sustraerse a lo cósico, y existir de manera efímera convirtiéndose en acontecimientos irrepetibles, aparecen cuando ya se han inventado todos los tipos de cámara y todos los sistemas de registro sonoro que permiten documentarlas, conservarlas y archivarlas). El tamaño inscribe las obras en la historia materialista de la cultura, esa que juzga, como quería Engels, la relación de una obra, no con las obras que la precedieron en términos de superación o retroceso, sino con sus receptores contemporáneos en términos de éxito o fracaso. Esa historia materialista es la contrafigura de la historia espiritual del arte que la estética tanto ha contribuido a escribir. El reino del espíritu, como el conjunto histórico de lo producido por los individuos en beneficio de la especie humana, es una construcción dieciochesca que permitirá que el arte, en el siglo XIX, se convierta en el problema excluyente de la estética (reemplazando al gusto, que lo había sido en el siglo anterior). Hacerse cargo del problema del tamaño implicaría, para la estética, pensar la historia de las artes como una historia de la recepción (sobre todo, porque conocemos las obras del pasado por medio de reproducciones) y la historia de la recepción como una historia del ocio. El ocio –que durante tanto tiempo fue ennoblecido bajo el nombre de contemplación– pasaría a ser, tras la asunción del tamaño como problema, el tema de fondo de la estética contemporánea.

El ocio ha sido para la estética la innombrable condición de posibilidad de su existencia como disciplina filosófica (innombrable en el mismo sentido en que se entiende, tácitamente, que no se debe nombrar a ciertas personas, porque están asociadas a la desgracia propia o ajena). Supone no sólo la división del tiempo en tiempo libre y tiempo de trabajo, sino una división del sujeto, de acuerdo con la cual la parte que se entregaría a la experiencia estética es la parte cansada (cansada de trabajar y cansada de sí misma). El hobby, como cultivo en tiempo libre de una actividad que requiere ocupar el tiempo de trabajo para ser seria, es la otra mitad: aquella que sumada al tamaño permitiría reconstruir la cara oculta de la estética.

Si ver una muestra en una galería, leer una novela, asistir a una obra de teatro o escuchar un concierto son actividades que se desarrollan dentro del mismo tiempo libre que ir a bailar y practicar deportes, es bastante lógico que el tamaño sea aquello mediante lo cual una obra compite con otras cosas de este mundo –con otros objetos tangibles y con otras formas de espectáculo– para llamar la atención. Pero bajo esta lógica sanamente igualitarista de los objetos tangibles pero inútiles, que a su vez vuelve estrictamente ideológica la distinción entre lo popular y lo culto, entre lo alto y lo bajo, el tamaño pasa a ser relevante, no como promesa de intensidad para el receptor –como sucedía bajo el primado de lo sublime, aunque esa intensidad la prometiera el carácter enigmático de la obra–, sino como evidencia de que toda obra es una cosa que no existía antes de que alguien la hiciera. El carácter no necesario de la obra, evidenciado en su tamaño siempre relativo, nunca absoluto –nunca absolutamente nada, ni grande ni pequeño–, en lugar de reverenciar al espíritu como el conjunto de las obras que el género humano atesora y de cuya existencia cada individuo se entera sólo si lo mandan a una buena escuela, refuta retroactivamente esa idea. En una época de la historia como la nuestra, cuando no todos son libres de tener trabajo pero todos están obligados a consumir en su tiempo libre, acaso sea al fin un acto de justicia que lo sublime deje de ser el concepto central de la estética y los artistas, ya no más mediadores de lo inexpresable, pasen a ser tenidos por las personas más libres de todas por su capacidad de hacer conmensurable el pensamiento con el mundo real. Llegado el caso, la estética tendría que pensar en refundarse sobre otro sistema de categorías que el par bello/sublime. A partir de allí, debería preguntarse por qué lo bello desapareció tan rápidamente de su campo, después de haber tenido no a lo feo, sino a lo sublime, como su contrario.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Famous Fantastic Mysteries (p. 55) y Weird Tales (pp. 56 y 58) (2004), acuarelas sobre papel, 26 x 18 cm.

Lecturas. Immanuel Kant, Crítica del juicio (Madrid, Espasa Calpe, 1984), parágrafos 23-29; Walter Benjamin, “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, en Poesía y capitalismo. Iluminaciones II (Madrid, Taurus, 1980), pp. 21120; Jean-François Lyotard, “Lo sublime y la vanguardia”, en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo (Buenos Aires, Manantial, 1998), pp. 95-110.

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