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Gerardo Naumann. Acerca de la concepción de Fábrica
Nací en el campo y viví ahí hasta que nos mudamos a la ciudad. En el campo había que ordeñar vacas. Para eso, en mitad de la noche, se las encerraba en un corral enorme. Las vacas se ordeñan a las dos de la madrugada, porque están tranquilas y dan más leche. Las cuarenta y cinco o cincuenta vacas que había en el corral estaban sin atar, sueltas. Un tambero iba de una a otra para ordeñarlas. Cuando había terminado con todas, abría la puerta del corral y las vacas se dispersaban por el campo para comer pasto y beber agua. Doce horas más tarde las volvía a encerrar para volver a ordeñarlas. Así todos los días.
Le pregunté al tambero si reconocía a las vacas. Sí, me dijo. Cuando están en el corral siempre se paran en el mismo lugar. En lo que parecía azar o naturaleza –un grupo de vacas de pie en un corral en mitad del campo en mitad de la noche–, había un sistema.
Años más tarde, con el proceso de industrialización rural, se construyó el tambo mecánico. Las vacas tenían que entrar a un galpón, alinearse y esperar que las ordeñaran mecánicamente. Un hombre atendía el mecanismo y podía ordeñar ahora ocho vacas en el mismo tiempo que antes llevaba ordeñar una sola. Le pregunté al tambero si las vacas entraban al galpón también siempre en el mismo orden. No, me dijo. No les gusta mucho entrar al galpón. Tengo que arrearlas. Pero cuando les abro la puerta para salir del galpón, se apuran.
Las vacas tienen su sistema si se las deja sueltas en el corral. Si se las pone al servicio de una mayor productividad, el sistema se rompe. Esto produce “arreo”, desorden. Para crear un nuevo sistema se tiene que destruir uno viejo. Las vacas se apuran para salir del tambo mecánico, se apuran para volver al viejo sistema.
Trabajé un tiempo en Volkswagen Argentina. Para que los autos anden siempre igual de bien, los operarios tienen que repetir siempre los mismos movimientos. Una vez le pregunté a un operario de la cinta de montaje si sabía hacer su trabajo con los ojos cerrados. Me dijo que sí y me lo mostró. Como un bailarín que después de entrenar repite la coreografía, puso unos tornillos, conectó unos cables y fijó una goma, después el semi-auto se alejó por la cinta y el tipo abrió los ojos. ¿Qué tiempo, además del productivo, habitó ese lapso?
Siempre me interesaron las reglas, los sistemas reglados. ¿Qué hacen las personas con las reglas? ¿Las respetan, las modifican, se las apropian, se rebelan? Las reglas se doblan. Las personas las mueven, las cambian. Hay siempre una plasticidad en la regla que quiero entender en una obra.
En la fábrica se encuentran dos obras distintas. La de los jefes es la obra de la adicción. Piensan y conversan sobre cómo debería hacerse el trabajo, de acuerdo con qué reglas, y lo hacen todo el tiempo y en todo lugar. Caminan, usan todo el espacio, bajan a la cinta de montaje, la miran como si buscaran errores, cosas para mejorar, planean el futuro, repiensan el pasado. Odian y aman su adicción, su trabajo. Tienen un cuerpo al que cuidan. Duermen suficientes horas, le dan agua de beber. Comen frutas. Y después está la obra de los trabajadores, los que hacen el trabajo; esa es la obra de la indiferencia. Los cuerpos conocen el trabajo de memoria, pueden descansar internamente, dejar que el pensamiento vague, no usan el espacio, no conocen las oficinas de los jefes, en las pausas fuman mucho. El cuerpo se les llena de humo. Cada obra tiene su registro de actuación, su tiempo interno y externo, su espacio. ¿Cómo habla el jefe de su trabajo y cómo lo hace el operario? ¿Qué tiempo tiene que respetar el uno y qué tiempo el otro? ¿Dónde están cuando están ahí? ¿Por dónde se mueven? ¿Cómo vienen a la fábrica? ¿Cómo se van? Puse las dos obras en una sola y agregué personas que no están exactamente ni en una ni en la otra. Jefes menores, sin autonomía, operarios que ejecutan órdenes y a veces fuman un cigarrillo. Estas personas guían al espectador por el túnel de los movimientos que repiten todos los días.
Un jefe les muestra su oficina y dice: Acá dejo mi portafolios cuando llego a la mañana. Acá dejo las llaves y a este cargador enchufo el celular. Después me saco la campera y la cuelgo acá. Las cosas que mueven los jefes sirven para comunicarse –el celular– o para planificar, ver el pasado, prever el futuro, calcular –la computadora–. Al jefe lo reemplaza un empleado de oficina de menor rango que lleva a los espectadores por el pasillo que usa todos los días hasta su espacio de oficinas compartidas. De repente nos encontramos en la cinta de montaje, que está funcionando. Un trabajador parado en su puesto nos dice: Saco este tornillo de esta caja y lo coloco en este agujero. Con el brazo izquierdo agarro un taladro eléctrico y lo uso para ajustar el tornillo. El operario manipula cosas con un fin último: el tornillo une dos planchuelas, el cable conduce electricidad. Al operario lo reemplaza el guardia de seguridad que camina por la planta. Su función es caminar. Lo único que necesita para hacer su trabajo es un par de zapatos.
Fábrica es una obra parasitaria. La obra se hace durante el tiempo de trabajo, con la fábrica funcionando. La obra y el trabajo real se superponen. Me importaba reproducir las reglas del trabajo, no contarlas. Me gusta pensar las obras para un uso doble o múltiples usos. Mientras la fábrica usa a los trabajadores para hacer autos, la obra los usa como actores. Así el trabajador tiene más de un uso; los sistemas de reglas se ramifican, se vuelven más complejos. El espectador no sabe muy bien en qué obra está.
Sentí cierta incomodidad durante el proceso de ensayos. Mirar de cerca las reglas que una cosa necesita para convertirse en otra me ponía frente a una pregunta. ¿Las reglas que organizan el trabajo son una necesidad del motor o las personas necesitan el motor para tener reglas?
Hay otra incomodidad en Fábrica. Para generar esas reglas se reúnen personas de estratos sociales muy diferentes: desde el jefe que piensa las reglas, el empleado que las administra o el operario que las lleva a cabo, hasta el guardia de seguridad que cuida que nadie se lleve nada.
Siempre pienso las obras como viajes. En esta obra los viajes son dos. El viaje físico: abandonar el centro de la ciudad para ir hasta el margen. Y el viaje sociológico, histórico-político: atravesar la pirámide social. El viaje hasta la periferia se hace con los otros espectadores en un bus construido en alguna fábrica. El otro se hace en soledad y sin vehículo.
Ant Hampton. Sobre The Quiet Volume y el autoteatro
Es frecuente que la expresión “teatro participativo” cause un escalofrío de angustia. Después de todo, pocas veces asumir riesgos trae alguna recompensa. Es posible que hoy en día el miedo a que a uno lo arrojen a un escenario, rodeado de actores que sonríen con suspicacia, pertenezca a la esfera de la pesadilla colectiva. A mí, definitivamente, la situación no me gusta. Por eso, llegado a cierto punto, debería indagar por qué mi obra parece apuntar enteramente a un público que representa cada pieza él mismo.
Por ahora el “autoteatro” funciona con participantes que siguen una serie de instrucciones, a menudo a través de auriculares, que los sitúan alternadamente en el rol de actor y en el de espectador. En Etiquette, el primer espectáculo de estas características –creado en 2007 junto con Silvia Mercurial en Rotozaza, la compañía que formamos los dos– el punto de partida fue la conversación. Nos dimos cuenta de que cuando una pareja se junta en un café, siempre hay uno que habla y otro que escucha –actor y espectador– bajo el pacto implícito de que ambos roles se intercambien regularmente. Cuando queremos parecer ingenieros, hablamos de “mecanismos para la autogeneración de actuación”.
Sin duda, el hecho de que los participantes estén solos permite que este tipo de teatro escape a la controvertida noción de público que mencioné más arriba. Están solos el uno con el otro, y son los únicos que saben que lo que está ocurriendo es una puesta en escena. Sin embargo, también están en un lugar público, rodeados de personas no conscientes de lo que efectivamente está ocurriendo. Como siempre, el roce entre la esfera privada y la pública provoca cierta emoción.
Hace muchos años que estoy enamorado de esa extraña cualidad de la actuación que deriva de lo “no ensayado” y, por defecto, también de los actores no profesionales (¡los actores profesionales ensayan!) que aceptan ser mirados, probar, invertir los papeles y asumir un riesgo propio en una situación de actuación. El autoteatro propone compartir el riesgo sin que haya nadie mirando, salvo el extraño “público” que siempre conservamos detrás de los ojos, esa imaginaria cantidad de personas con las que nuestra subjetividad no deja de medirse.
Otra obsesión mía es la factibilidad. Tal vez sea perezoso, pero siempre me han dado envidia los músicos electrónicos, que pueden trabajar en cualquier parte con una portátil y así producir obras sin peso y reductibles a escala; luego se acercan con un CD y te dicen “acá está mi trabajo”. Los realizadores de teatro conseguimos acostumbrarnos a procesos largos, pesados y caros, y con un producto final que desaparece no bien dejan de estar comprometidos nuestros cuerpos.
Los escritores, por supuesto, también evitan este problema. Pueden hacer lo suyo prácticamente desde cualquier lugar y su obra tiende a la duración: scripta manent… De modo que por un tiempo pensé que un libro podía ser un buen espacio para explorar el dispositivo de autoteatro. Luego, al cabo de dos años, leí en el blog de Tim Etchells algo que me llevó a proponerle colaborar en The Quiet Volume. Tim escribía:
[…] Durante un tiempo me dediqué a explorar de qué manera el texto invoca siempre la presencia (la escenifica), y cómo en su avance por y sobre las páginas (o paralelamente a ellas) desarrolla un proceso performativo temporal. La página, por lo menos para mí, tiene algo que podemos considerar como un ahora dramatúrgico; un momento en el proceso de la narración o del argumento. Un momento, o un conjunto de momentos, en que la presencia del lector/espectador y la del escritor o sujeto escénico se encuentran, cada uno en una realidad diferente pero unidos a través del espacio y tiempo. Este ahora de la página es lo que me tiene aferrado; el momento presente. Este momento es uno, en el caso sumado a la disposición de signos/código, tinta/píxeles, letras y palabras.
Es así que podría pensarse el libro como el teatro portátil final o un espacio para eventos; una versión comprimida del teatro de la “caja negra” o de la galería tipo “cubo blanco”, aplanado en rectángulos blancos y líneas negras. Así pensado, el autoteatro se asemeja a una práctica antigua. Al fin y al cabo el fenómeno de la lectura entraña el mismo equilibrio de participación y sorpresa, de estar al control y bajo control. Como lectores, los participantes del autoteatro ingresamos en ese mundo plano y hacemos posible la extraña danza de a tres que emprenden el dedo, el ojo y la imaginación. La morosa velocidad del dedo que corre por la línea de texto logra dominar el tiempo: lo retarda, lo duplica, lo extiende.
Es una rara forma de magia, un proceso único parecido al transporte. Dentro de este enfoque, en un sentido funcional, es posible considerar las bibliotecas como espacios similares a los aeropuertos o las estaciones de trenes. Nadie va a una biblioteca para quedarse. Como parte de un festival interesado en los espacios genéricos de la ciudad, y con la idea de obra que responde a su función, me parece bien que The Quiet Volume se comporte de manera tal que no se pueda decidir si se escenifica en la biblioteca misma o entre las páginas de los múltiples libros que nuestro público elige y lee.
LIGNA. El archivo de los gestos prohibidos
Cada vez más, desde los años noventa, en las sociedades occidentales se viene privatizando y sometiendo a nuevas reglamentaciones lugares que antes eran públicos. Las estaciones de trenes se convirtieron en laboratorios para el desarrollo de dispositivos de control, un proceso que en Alemania comenzó en la estación central de Hamburgo. Ya en 1991 se dictó para ella un reglamento que prohibía diversos usos: además de toda forma de daño material, también quedó prohibido, por ejemplo, mendigar, sentarse o echarse en el suelo, el “uso indebido de los objetos destinados al equipamiento de la estación”, la reproducción de soportes de sonido o las “concentraciones de personas que pudiesen impedir la circulación de los transeúntes”. Como para resumir todos estos preceptos en uno, se decretó que la “permanencia innecesaria” podría demandar la intervención de las fuerzas de seguridad que en lo sucesivo patrullarían el recinto. El espacio público privatizado exige el control de los gestos y acciones de las personas que se mueven en él. Al eliminarse personas y comportamientos indeseados, el espacio se despolitiza: desaparecen las manifestaciones de la brutalidad de la socialización capitalista.
Una muestra visible del control de los gestos son las señales de prohibición. Estas se encuentran hoy, tanto en todos los espacios privatizados como en los centros comerciales que prolongan las zonas controladas de las estaciones de trenes hacia la calle privatizada y techada. En un centro comercial de Ámsterdam, por ejemplo, una línea y un borde rojos convierten la señal de prohibición en un mensaje complejo imposible de obtener mediante una simple imagen: niegan lo que simboliza. La línea roja expresa todo un aparato de medidas que transforman una convención interpretativa en una prohibición real y efectiva. Es impuesta a través de la videovigilancia, de los servicios de vigilancia y, no en último término, de las medidas arquitectónicas que impiden, entre otras cosas, pasar el rato en algún lugar cuando hay aglomeraciones o tenderse en un banco. Las regulaciones vigentes dan a este tipo de línea el marco jurídico para imponer la prohibición. La señal es una manifestación del poder institucional sobre los cuerpos de los presentes. Las líneas rojas dejan huellas en nuestros cuerpos, en los cuerpos de los espectadores.
Sin embargo, debajo de la negación permanece visible lo que la señal simboliza. Los reglamentos y las señales de prohibición pueden entenderse como archivo de los gestos actualmente prohibidos pero todavía posibles. Las líneas rojas que atraviesan la imagen se vuelven entonces una derogación de lo representado: resguardan del olvido la práctica allí representada. La preservan para aquellos dispuestos a hacer una lectura crítica de las imágenes; una lectura que reconstruya los gestos subsistentes detrás de la línea de prohibición, y que así desafíe el poder institucional.
El radioballet es una lectura crítica del archivo de los gestos prohibidos.
El primer radioballet se realizó en la estación central de Hamburgo en mayo de 2002. Consistió en una emisión radial en la que se invitaba a devolver al lugar aquellos gestos prohibidos y excluidos, simultáneamente y en todas partes, ya que la recepción radial es más o menos buena en todo el establecimiento. Aproximadamente unos trescientos participantes siguieron la invitación de visitar la estación central, equipados con radios y auriculares, para efectuar allí la performance titulada Ejercicio de la permanencia innecesaria. La radio proponía realizar acciones performativas sencillas, a fin de explorar en especial la zona gris entre los gestos permitidos y los prohibidos. ¿Qué giro es necesario para hacer el gesto prohibido de pedir limosna partiendo de la mano tendida para dar un apretón de manos? ¿Estamos ante una reunión prohibida cuando cientos de personas se agachan simultáneamente a atarse los cordones de los zapatos? Más tarde se llevaron a cabo más performances de este tipo en otros lugares controlados, como centros y zonas comerciales.
El radioballet es una producción colectiva: la vigilancia omnipresente se encuentra con una omnipresente transgresión de las reglas. De este modo se logra hacer casi imposible la intervención de las fuerzas de seguridad. (Los participantes del radioballet permanecen en una situación medial dispersa: la radio les da la posibilidad de seguir la coreografía en su respectiva ubicación. Aunque invita a asociarse temporalmente, no suprime la separación de los receptores mediáticos y los consumidores de mercancías, que Guy Debord resaltó como característica de la “sociedad del espectáculo”, en una nueva forma de comunidad directa. El radioballet insiste en conservar la intermediación medial; no libera a los receptores de su situación supuestamente pasiva, ya que es justamente en ella donde encuentra posibilidades de actuación con impacto en el espacio.)
La lectura actualizadora del archivo de gestos prohibidos no puede eliminar las líneas rojas de prohibición. Es cierto que durante el radioballet en la estación ferroviaria se instauró otra realidad: los gestos prohibidos se hicieron posibles. Pero después el régimen volvió a tomar el control, y lo sigue manteniendo hoy. El radioballet no puede devolver permanentemente los gestos prohibidos a los participantes. Esto es lo que intenta indicar a su manera: los gestos del radioballet siguen siendo ajenos a los participantes. Es notorio que se efectúan siguiendo instrucciones. Son expuestos claramente en su artificialidad. De esta manera, por una parte, parodian la normativa de los gestos en el espacio; por otra, no oponen a las normas una expresión creativa, individual y auténtica. Más bien advierten que en las condiciones presentes una expresión tal se ha vuelto imposible. Las líneas rojas permanecen visibles durante la representación. El gesto se muestra al mismo tiempo que la prohibición del gesto. El cuerpo del participante no deja de estar dividido. Con todo, la representación produce efectos: porque a pesar de todo, incluso cuando se los realiza con el indicio crítico de su imposibilidad, los gestos son reales. Desafían el régimen de control del lugar y cuestionan su poder institucional.
Traducción de Rosa Belardo
Imágenes [en la edición impresa]. Ciudades Paralelas, Berlín: Fábrica, p. 52; Biblioteca, p. 54; Centro comercial, p. 56.
Gerardo Naumann (Buenos Aires, 1974) no trabaja textos literarios como motor de ficción ni con espacios teatrales como lugares de representación. En Una obra útil, por ejemplo, el texto se basa en el diario de una mucama que Naumann encontró en la basura. Filmó, en codirección con Nele Wohlatz, Novios del campo (cortometraje documental). Sus obras se estrenaron en la Argentina, Alemania, Portugal e Irlanda.
Ant Hampton (Londres, 1975) hace performances, es escritor y director. En 1998 fundó Rotozaza, un proyecto basado en instrucciones dadas por medio de auriculares a performers invitados que no han ensayado antes o, en formatos más íntimos, a los espectadores mismos, que hacen de performers (autoteatro). Rotozaza tiene varios proyectos y colaboraciones en curso. Hampton fue dramaturgista para Escenarios proyectados en Manifesta7, Bienal Europea para el Arte Contemporáneo, Sud Tirol, Italia. En la web: www.anthampton.com.
LIGNA existe desde 1997. Es un grupo de teóricos de los medios y artistas de Hamburgo integrado por Ole Frahm, Michael Hueners y Torsten Michaelsen. Uno de sus modelos de trabajo es el radioballet, que consiste en proveer a oyentes de radio de una coreografía de gestos excluidos o prohibidos en espacios públicos. Ha presentado sus performances en Viena, Barcelona, Liverpool, Dublín y Lisboa. En la web: www.ligna.blogspot.com.
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