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El poeta de los paisajes desolados

FICCIÓN

 

J.G. Ballard, The Complete Stories of J.G. Ballard, Nueva York, W.W. Norton & Co., 2009, 1.216 págs.

 

Si bien para cuando J.G. Ballard murió, en abril de este año, todo lo que se había dicho sobre su larga lucha contra el cáncer debería haber preparado a sus adeptos (la palabra “fans” es demasiado pálida para la devoción que Ballard inspiraba), la noticia cayó igual como una bomba. Sin duda Ballard fue un futurista de la literatura, a gusto entre las frías ruinas del milenio una vida antes que el resto de nosotros; su muerte se registró como un desconcertante reclamo del tiempo a lo eterno. Que en su nombre se acepte o se rechace la etiqueta “escritor de ciencia ficción” dirá si se la considera con admiración o se la condena, pero nadie que lea a Ballard podrá dudar del influyente peso de su intelecto o de la total coherencia visionaria de los motivos que le valieron el más infrecuente de los reconocimientos literarios, un adjetivo: “ballardiano”. Ahora, y casi tarde, llegan los Cuentos completos de J.G. Ballard, una asombrosa recopilación en mil doscientas páginas del trabajo de una vida en el medio en que Ballard se sentía más cómodo.

Cada uno de los noventa y ocho relatos es como un sueño de una vividez más perfecta que la de cualquiera de los nuestros. Ya desde el primero se graba su vocabulario personal de escenarios, cada imagen con la cualidad de un arquetipo recientemente acuñado. Ballard fue el poeta de los paisajes de desolación marcados por las señales de una presencia humana en retirada: piscinas secas, lotes abandonados saturados de bienes de consumo, estaciones espaciales vacías, escenarios de tragedias militares o accidentes de tránsito. Formado en medicina, Ballard solía elegir como protagonistas o narradores a médicos y científicos a quienes, sin embargo, sus conocimientos nunca les ahorran el destino que ven caer sobre los demás. Si su visión de la presencia humana en esos paisajes es de una gravedad diagnóstica, empuña el escalpelo con ternura y su actitud junto al lecho es a la vez desapasionada y constante.

He aquí el panorama dispuesto ante uno de esos observadores, en “El día eterno”: “A pesar de la luz casi estática, inmovilizada en ese crepúsculo interminable, el lecho del río parecía colmado de colores. Cuando la arena bajaba deslizándose en las orillas, descubriendo las vetas de cuarzo y las compuertas de hormigón del dique, la noche se encendía brevemente, iluminada desde dentro como un mar de lava. Las puntas de las viejas torres del agua y los bloques inconclusos de viviendas asomaban de pronto en la oscuridad, más allá de las dunas, cerca de las ruinas romanas de Leptis Magna. Hacia el sur, siguiendo el curso sinuoso del río, se extendía el añil intenso de los conductos de la planta de irrigación, donde las líneas de los canales se entrecruzaban como un delicado enrejado de huesos”. Ballard en un grano de arena: la poesía visual de la ruina; una sintaxis de precisión científica pero de sobresaturación surrealista; y la convergencia del mundo de la tecnología y la naturaleza en una fase en la que la vida humana pasa fugazmente como una sombra violenta y temporaria. Y sin embargo Ballard en plena forma nunca parece cargar los dados contra la humanidad. Solamente los arroja.

Tan impresionante como la sensibilidad de Ballard para la entropía es su compromiso con las artes, de las que la literatura con demasiada frecuencia parece excluida: la música, la escultura, la pintura, la arquitectura. Ballard evoca la creación artística con la pasión que siente un exiliado por un reino perdido. Como sus personajes científicos, sus artistas desmesurados vislumbran la semilla de un destino funesto en el corazón de sus empeños. Y en su visión quizás más famosa, la novela Crash, tecnología, escultura, sexo y muerte convergen en el mismo punto de fuga: el escenario permanentemente contemporáneo de un choque de autos.

En una devolución de favores, las artes apreciaron a Ballard. Desde Comsat Angels, una banda que tomó su nombre de uno de sus relatos de 1968, hasta Radiohead, David Cronenberg, Wim Wenders, Alexis Rockman, John Gray, Joy Division, Gary Panter e infinidad de otros, Ballard probablemente inspiró a más músicos de rock, filósofos, pintores y cineastas que a escritores de ficción. Invirtiendo la noción de “escritor para escritores”, es menos apreciado en la cultura literaria que en una esfera más amplia. De modo parecido, su presencia es muchísimo más fuerte en Gran Bretaña que en los Estados Unidos. Los Cuentos completos deberían modificar ambos desequilibrios.

De los cuentos de Ballard, mi favorito es “El gigante ahogado” (1964). Este relato sobre un enorme cadáver que el agua arroja en una playa de pueblo es tan elegante y tiene un efecto tan devastador como cualquiera de las fantasías de Kafka o Calvino en base a una simple pregunta: ¿qué pasa cuando la errancia de Gulliver lo lleva de vuelta a casa?

Igual de perfecto, “La autobiografía secreta de J.G.B.”, publicado póstumamente en The New Yorker y penúltimo relato de la colección, hace posar al propio escritor en una versión completamente vacía de Shepperton, su amado suburbio londinense, en donde se descubrirá en un punto de llegada que es también un comienzo. Además de crítico social de la modernidad, su papel más celebrado, Ballard fue un poeta del retroceso infinito (en gran medida como Borges describió a Kafka en “Kafka y sus precursores”), capaz de corroer la paradoja de Zenón sobre nuestro lugar en el cosmos con el rigor de un Escher o de un Bach.

Para no restar valor a su veredicto sobre el siglo XX: Ballard es un bardo de la tecnoanomia, de la desafección tardocapitalista, y sus escritos son el tónico perfecto cuando un atasco en un nudo de autopistas, la comunidad cerrada o el presagio de calentamiento global nos incomodan. Pero es precisamente el origen en napas más profundas de asombro cósmico-existencialista lo que le da a ese tónico su efervescencia. La de Ballard es la voz que nos recuerda que no debemos tomarnos la resaca posmoderna muy a pecho: las cosas siempre iban a ser así.

Rara vez un escritor considerado radical se atrinchera tanto en la reserva formal como lo hizo él. Buena parte de la energía de su ficción proviene de la fuerza de su profecía contra la politesse consciente del deber de sus personajes, típica de la clase media inglesa, y contra la ausencia de radicalidad de sus actitudes hacia los demás y hacia sí mismos. En los cuentos de Vermilion Sands, dispersos en las dos primeras décadas de su carrera, muchos diálogos podrían provenir de una novela de Barbara Pym, si en vez de vicarías pueblerinas el medio de Pym hubiera sido un resort desierto y en ruinas habitado por celebridades envejecidas.

En resumidas cuentas, Ballard es un cuentista magistral, un creador de inolvidables artefactos de palabras, cada cual tan perfecto y desconcertante como una escultura imposible de apreciar desde una sola perspectiva. Entre los noventa y ocho relatos de este libro, hay al menos treinta a los que podemos volver infinitamente, para recorrerlos y asombrarnos. Incluso las piezas menores son valiosas, porque más que rebajar, respaldan a las obras maestras, y porque la mano de Ballard es siempre inconfundible.

Medir la magnitud de un escritor por el trabajo de toda una vida puede resultar intimidante, pero aun así espero que este libro no sólo se compre sino que se lea. La sensibilidad de Ballard recompensa la inmersión; de hecho, es allí donde florece. Si bien escribió tanto un díptico de novelas autobiográficas (El imperio del sol y La bondad de las mujeres) como una verdadera autobiografía, estos relatos conforman otra versión de la autobiografía: involuntaria, oracular y profundamente reveladora.

Debería agregar que no soy un “experto” en Ballard. Dejé de seguir sus novelas después de Furia feroz (1988) y no volví, y, aunque me creía bien instruido en sus relatos, hay docenas en esta colección que no había leído nunca; de hecho, desde mis primeros años de lectura de Ballard ya pasó un cuarto de siglo. Aun así he encontrado pocos autores, incluso entre aquellos a los que me dediqué, que hayan calado tan profundamente en mi punto de vista y en mi trabajo, en el que me descubro retomando modelos ballardianos, no por su belleza (aunque son bellos), sino porque son tremendamente apropiados para el intento de afrontar el mundo que agoniza ante mí, y en mi interior.

Consideren esta, entonces, una elegía tardía por quien quizás haya sido el escritor más grandiosamente elegíaco de la literatura; y como todos los que lloran una muerte, Ballard primero tuvo que amar.

 

Traducción de Silvina Cucchi y Maximiliano Papandrea

 

Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, No va más (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.

Lecturas. Este año se publicó en castellano la autobiografía de Ballard, Milagros de vida (Buenos Aires, Mondadori), traducción de Ignacio Gómez Calvo.

Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) es autor de colecciones de cuentos, ensayos y novelas, entre ellas La fortaleza de la soledad (Mondadori, 2004), Huérfanos de Brooklyn (Nuevas Ediciones de Bolsillo, 2004) y Cuando Alice se subió a la mesa (Mondadori, 2003). Su última novela es Chronic City (Random House, 2009).

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