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Una creíble adaptación argentina del realismo sucio en la narrativa de Busqued, Falco y Lamberti.
Carlos Busqued, Federico Falco y Luciano Lamberti comparten algo: el minimalismo. Con sus diferencias, los tres buscan reducir la psicología de los personajes, aplanar los tonos de la narración, circunscribir la amplitud del vocabulario y mantener a raya el movimiento sintáctico. Claro que no son los únicos ni los primeros que intentaron sacarles provecho a las contracciones literarias del Realismo Sucio. En realidad, este plan de redacción para la prosa narrativa ya existía; pero estaba mal hecho. Y no porque constituyese un experimento insular. Todas las antologías de cuentos que se publicaron desde La joven guardia en adelante están invadidas por relatos minimalistas, generalmente malos. A la vez, Juan Terranova publicó novelas en las que el programa se exhibió pero no funcionó; y Samanta Schweblin, una abonada del género, obtuvo reseñas favorables a partir de sus textos escuetos, alusivos y carentes de importancia. ¿Qué era lo que faltaba antes, qué es lo que hay ahora? La respuesta es simple: ahora hay sangre. El cuento minimalista anterior, ese promedio de antología que todos hemos leído y de cuyo fastidio aún no nos olvidamos, tenía el defecto de confiar demasiado en los méritos que supuestamente reporta la falta de pretensiones. En pos de no incurrir en la elocuencia, la prosa se volvía anoréxica de tan hueca. Los personajes evitaban ser interesantes y su psicología encajaba perfecta y anacrónicamente en los lugares comunes de la posmodernidad (falta de pasiones, moralidad débil, apoliticismo). Las tramas evadían cualquier punto de tensión y corrían por cauces benévolos y aburridísimos. Claro que este último desprecio del dinamismo diegético volvía tan irrelevante el texto que el autor promedio solía incluir referencias a algún tema picante (una violación, un asesinato) como para que el lector no se durmiera, pero pudorosamente se excusaba de narrarlo de frente, o sea, recurría a la elipsis, procedimiento que en estas condiciones casi tenía algo de señuelo o de deshonestidad técnica… Con semejantes hábitos, el minimalismo iba rumbo al fracaso histórico. No era verosímil que de estas premisas pudiera surgir nada aceptable. Todo indicaba que la única salida para la narrativa argentina pasaba por romper relaciones con el costumbrismo norteamericano de Raymond Carver, que debido a su penosa trasposición a la realidad argentina parecía una importación barata, al borde de lo colonial. Por otro lado, no hubiese sido la primera vez que una corriente literaria internacional nos llegaba bajo la forma del malentendido; históricamente, la aduana de la literatura argentina tuvo funcionarios desatentos, que no conocían la naturaleza de lo que dejaban entrar al país y que con frecuencia no sabían aprovecharlo, o sea, darle una interpretación eficiente.
Sin embargo, Busqued, Falco y Lamberti encontraron el combustible básico para que la máquina del minimalismo siguiese andando: la sangre. Puesto en términos más abarcativos: la presentación directa de la violencia, en cualquiera de sus formas, sin elipsis, sin ambages y sin rebajar. Parece poco, pero la intervención realzada de este ingrediente desequilibró por completo y provechosamente la inerte armonía del minimalismo anterior. En realidad, ni Busqued, ni Falco, ni Lamberti expulsaron de sus textos la dimensión de lo no-del-todo-explicitado; les bastó con invertir la lógica narrativa preexistente, según la cual la superficie del texto evocaba un núcleo traumático que no debía llegar nunca a la página. En Bajo este sol tremendo, en La hora de los monos, en El asesino de chanchos, se verifica el funcionamiento de una estructura opuesta: la sangre brota frente a la nariz del lector y lo que queda semioculto es la significación global de esa violencia, dado que no nos la explicitan los personajes (cuya psicología es deliberadamente circunspecta) ni mucho menos el narrador (quien controla con máximo celo las repercusiones exegéticas de su lenguaje). Las consecuencias de este giro son bastante productivas: la violencia es algo que siempre tiene gracia contar, y por esta vía Busqued, Falco y Lamberti pueden construir narraciones ágiles que captan con facilidad al lector. A la vez, la sangre expresamente escrita parece el contrapeso ideal para un programa de escritura minimalista, cuya premisa es la restricción: se dice poco, pero tiene impacto. Sin embargo, lo crucial es que la sangre funciona como metonimia de unos conflictos cuya resolución no pudo tomar cauces institucionales: dicho en otras palabras, en las obras de Busqued, Falco y Lamberti no hay Estado de Derecho o es raquítico, y de esta percepción exacta de la historia argentina reciente se deduce que la violencia tenga que aparecer en su desnuda inmediatez, precisamente porque la Mediación que recorre a la sociedad civil, el Estado, se ha limitado a la inacción o a la represión.
El minimalismo, en definitiva, está funcionando. Busqued, Lamberti y Falco son autores relativamente jóvenes, que publicaron uno o dos libros, y representan un sector de la narrativa argentina al que se justifica prestarle atención (lo que no es la norma). Ahora bien, la pregunta central de este artículo es: la conjunción de minimalismo y sangre ¿alcanza para sostener una obra, o se trata de una solución momentánea? ¿Hasta dónde puede rendir? La primera respuesta razonable sería “el tiempo dirá”. Pero si miramos los libros con detalle podemos avanzar bastante más de lo que indican las precauciones. En primer lugar, hay una divisoria importante entre los autores que venimos mencionando: Busqued escribió una novela, Falco y Lamberti escribieron cuentos. El dato es significativo si consideramos que el minimalismo, por su inquebrantable voluntad de síntesis, es más afín a las formas breves y con un alto índice de codificación, o sea, al cuento. En este sentido, Busqued hizo otra cosa: una novela, y encima realista, con trama lineal, es decir, sin ninguna “voluntad experimental”. Hay dos personajes centrales, uno protagoniza los capítulos impares, el otro los pares, y al final se cruzan. Nada más. Pero la situación es muy distinta en los casos de Lamberti y Falco. Ellos escribieron cuentos. Por conciso que fuese Busqued, la estructura novelística le permitía e incluso reclamaba un lugar para la digresión. De hecho, en Bajo este sol tremendo el protagonista tiene no menos de cinco sueños; si Busqued abusó de este recurso, fue seguramente para injertarle al texto algunos párrafos no realistas, más o menos desligados del progreso franco de la acción, que lo hicieran respirar. Por presión de la estructura cuentística, ni Lamberti ni Falco podían ser tan permisivos. Vamos a detenernos un poco en lo último que publicaron.
El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti, contiene nueve relatos que en total no superan las cien páginas. Todos los personajes del libro tienen vidas deprimentes. Sus familias están deshechas, no poseen ningún ideal, tampoco buenos trabajos, están completamente perdidos y la única pasión que les resulta accesible es la locura o el asesinato. En el plano estilístico, Lamberti combina un lenguaje acotado al mínimo con la construcción de viñetas muy eficaces. Citemos un párrafo entero de “Monocigótico”:
Después le conté que papá se había muerto cayéndose de una antena. Me preguntó qué día y a qué hora había muerto. Me dijo que a la misma hora del mismo día se había muerto su mamá. Había estado agonizando durante muchas semanas y ese día entró a su dormitorio con la sopa en una bandeja y ella aspiró una gran bocanada de aire y la fue soltando despacito. Cuando la terminó de soltar estaba muerta. Así de simple.
La imagen de la bocanada de aire, primero inspirada y luego expirada, es de una enorme claridad objetivista. Y el remate con la muerte le da una mezcla interesante de dramatismo y liviandad (reafirmado en la última frase). Esta habilidad para la condensación merece considerarse poética en sentido estricto. Pero lo notable es que Lamberti, a los efectos de construir esa imagen, aplana el léxico de manera extrema, incluso si esto provoca en el lector una sensación de cierta desprolijidad. El verbo había se repite cuatro veces. El sustantivo día, tres. Muerto, con algún cambio en la desinencia, otras cuatro. La tercera oración comienza con la misma palabra que la segunda (el pronombre me). Estas reiteraciones, sin embargo, no parecen deslices. Da la impresión de que Lamberti decidió en este párrafo esquivar todos los sinónimos, lo que se justifica en parte porque el narrador es un adolescente, pero también porque el estilo busca el máximo posible de transparencia. Pero no la transparencia porque sí: Lamberti la subordina a algo sofisticado, la creación de una imagen.
La hora de los monos, de Federico Falco, es también un libro con nueve cuentos, pero en total sobrepasan las doscientas cincuenta páginas. No todos poseen la misma extensión. “Elefantes” tiene seis páginas y “Flores nuevas”, cuarenta. La estructura social que revelan se parece mucho a la de Lamberti: hay suicidios, locura, accidentes trágicos, violaciones… Falco también tiende a escribir desde el mínimo. Salvo alguna línea descriptiva, su fraseo, sin ser brevísimo, está acotado a las necesidades de la narración. Es menos imaginista que Lamberti, pero los perfiles de sus personajes son más variados y las historias exhiben una mayor complejidad diegética. “Flores nuevas”, un relato extenso, completamente realista, narra una historia con adolescentes que quedan embarazadas y se suicidan. En el otro extremo, “Elefantes” funciona precisamente por el buen manejo de la condensación y la excelente idea de que un circo, a la hora de irse de un pueblo, decida aliviarse el equipaje abandonando en medio de un predio desolado un enigmático elefante, atado y enfermo, que se muere a los dos días y entre cuyos restos putrefactos los chicos juguetean hasta que dejan de aguantar el olor. Es un texto con espíritu de cuento folclórico y parece clásico. En cambio, se puede explicar el descenso de nivel en un par de relatos (“Los días que duró el incendio” y “Ballet”) por el hecho de que enmarcan la violencia (literalmente, la escenifican en sendos teatros) en lugar de presentarla, digamos, sin envoltorio.
Más allá de algunas objeciones, el minimalismo de estos autores es creíble. Una vez introducida la violencia y dominados los hilos fundamentales del relato, se vuelve inclusive poco probable que sus textos no tengan cierta calidad. Las inquietudes no nacen, en realidad, a causa del piso del minimalismo, sino por su techo. Una primera cuestión, que Lamberti, Busqued y Falco arrastran de sus predecesores inmediatos, es cómo se puede tener un estilo singular si la prosa reduce la cantidad de sustantivos, restringe la adjetivación que no esté forzosamente adherida a los objetos, impide que la sintaxis busque otra forma expresiva que la oración en su orden canónico, circunscribe los verbos a la generación de movimiento sin dejar espacio a sus repercusiones semánticas, omite cualquier idea de sonoridad en la frase y tiene tal recelo a sonar culta que termina pareciendo, por momentos, aniñada. Por supuesto, nadie va a creer que la permisividad lingüística sea fundamentalmente mejor que la retracción, pero lo cierto es que las escrituras minimalistas tienden a parecerse bastante entre sí (y en un nivel no muy alto). Una segunda cuestión tiene que ver con el concepto de personaje que maneja el minimalismo, por lo menos en su faceta actual. La apatía, la amoralidad, la insensibilidad, la ruptura de lazos sociales, etc., formaron parte, por ejemplo, de buena parte de la mejor poesía argentina reciente, escrita durante los noventa, y se justificaban históricamente por el triunfo del neoliberalismo y la ausencia total de una perspectiva mínimamente utópica. ¿Cuál sería la razón para mantener ese tipo de personaje en 2010, cuando hasta Gordon Brown dice que “el Consenso de Washington se terminó”? Podría aducirse que, en el nivel de la vida emocional profunda del país, no hay transformaciones importantes para registrar, y que la literatura no se ocupa de la doxa. Es posible, pero discutible, y da la sensación de que ni Lamberti, ni Busqued, ni Falco se hicieron esta pregunta… En resumen, la sangre vivificó el minimalismo, podemos leer sus productos sin sentir que nos están estafando, pero no alcanza para convertirlo en una forma indiscutiblemente contemporánea: su percepción social convence pero con reparos, no deja un modelo de prosa narrativa novedoso y no parece que, sosteniendo las técnicas descritas en este artículo, se pueda escribir algo mejor que Bajo este sol tremendo.
Imagen [en la edición impresa]. Anish Kapoor, Shooting into the Corner (2008-2009), detalle.
Lecturas. Carlos Busqued, Bajo este sol tremendo (Barcelona, Anagrama, 2009); Luciano Lamberti, El asesino de chanchos (Buenos Aires, Tamarisco, 2010); Federico Falco, La hora de los monos (Buenos Aires, Emecé, 2010).
Damián Selci (Buenos Aires, 1983) es editor de la revista cultural Planta (plantarevista.com.ar) y colaborador en la sección literaria de Los Inrockuptibles.
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