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Rigor y aventura

FICCIÓN

 

Algunas formas de la literatura fantástica como alternativa al desquicio del capitalismo.

 

Como cada nueve o diez años la civilización vive momentos decisivos. Tienta pensar que esta vez va en serio: el show-catástrofe que monta la prensa con el infarto del complejo financiero no disimula que el capitalismo no tiene un futuro vivible que ofrecer. En 2007, poco antes de suicidarse, André Gorz advirtió que la cuestión nunca se había planteado tan radicalmente. Ni aumentar la producción ni expandir los mercados sirve ya para valorizar la masa de capitales. Los beneficios no justifican inversiones productivas adicionales. Ni la robotización, ni los despidos ni el desplazamiento de fábricas a la casi esclavitud de Sudán o Filipinas consiguen restaurar los índices de plusvalía, pero reducen el consumo. ¿Qué venderles a menesterosos y desocupados? Mucho más rinde especular con dinero; o rendía. Por lo demás, ya sabemos que las variantes del socialismo de guerra, tecnoburocrático o neopopulista, tampoco han llegado a gestionar los recursos para que cubran duraderamente las necesidades de todos. El régimen de la marcha adelante obnubila tanto que no vemos hasta qué punto sus gestores son trogloditas ordinarios. Una reforma de verdad solo surgiría de una consideración general de los condicionamientos del deseo, los engaños de la conciencia, la fuerza coactiva de la acumulación, de que las sociedades se originan en carencias, desamparo y fugacidad, no en proyectos o valores positivos. De que todo es tan impermanente que da risa.

Enfocar la vida con esta lente es la ocupación tradicional del arte, cuando no se deja anexionar a las instituciones. Por eso muchas de las mejores mentes rebeldes están furiosas: ahora que el capitalismo se desploma de codicia criminal, el arte muestra cuánto ha cristalizado en fondo emisor de valores duraderos. Profundidad, altura, distinción, grandeza, integridad o así, y ahora incluso tormento, transgresión, candor extremo, osadía: la última peripecia de La Literatura es distraernos del estropicio con lenguajes nobles y obtener a cambio una independencia ilusoria. ¡Entonces vámonos de ese mausoleo YA!, oigo decir. Muy bien. El artículo de Gorz se llamaba “La salida del capitalismo ya empezó” y situaba ese comienzo en la práctica de nuevas formas de autoproducción. Pero si el escritor va a acompañar el proceso saliendo de La Literatura, ¿debe pensar adónde va y qué se lleva, aparte de llevarse a sí mismo tal como ya está hecho? El éxodo sería ese final con que la literatura no deja de fantasear: coronaría la concienzuda destrucción que los escritores de un siglo y medio han infligido a las formas que los ligaban a los dominadores. En la narración: Carroll y Jarry desbarataron la lógica del sentido, Joyce rompió la ilusoria continuidad novelística de la conciencia, Macedonio expulsó amablemente la anécdota, Faulkner y Woolf pervirtieron los tiempos de la trama, Céline rompió las líneas, Burroughs cortó la adicción al párrafo; Bataille y Gombrowicz derramaron los mensajes en todas las direcciones reventando la membrana de la forma; Genet, Zelarayán y Fernando Vallejo envilecieron el lenguaje para redimirlo de los alardes de pureza; hace tiempo que híbridos de relato y artes visuales derriban vallas de la experiencia estética; y está el hipertexto. Pero ningún estrago del impulso vanguardista estuvo exento de una oscilación equívoca: por un lado furia liberadora; por otro, el orgullo del artista que se siente llamado a regenerar un campo de trabajo y ofrecer a los lectores un ámbito de vida más plena. No hace falta ser reaccionario para sospechar que la teleología del derribo es complementaria de la del progreso. Para esta épica no hay muchos desenlaces posibles. El más lógico sería la eliminación completa de los soportes (y en vez de narradores orales, como antaño, habría describidores de libros no escritos). La alternativa que empieza a regir, sin embargo, consiste en derogar todos los valores basados en la literatura precedente. Pero como este programa no se puede cumplir a fondo (exigiría que cada nuevo escritor encarnara la inocencia –y nadie carece de cierta cultura), de momento se impone otro: escribir mal, o sea contra los parámetros estéticos de escritura, que son muchísimos cuando hay detrás tantos desechos grandiosos. Se trata de esto: o La Literatura es (en el mejor de los casos) una esmerada exquisitez que X deplora, o esto que escribe X, impuro, sincero, leve o urgente, sea lo que sea, es literatura porque su deseo y el del exégeta lo sostienen. Una idea cainita, feraz y apocalíptica (y bastante literaria, sin duda). Por desgracia, no parece que el mundo vaya a acabarse; ni siquiera el sistema que nos acogota. Tal vez hay por delante una enormidad de crepúsculo, y pienso que si queremos luz vamos a tener que ocuparnos. La palabra latina para la ocupación es cura: cuidado. Somos cuidadores; los narradores entre otros. Nuestra doble tarea, nada desgraciada, es romper con los adornos verbales que apuntalan el estropicio, pero impidiendo que los estropicios del sistema afecten a lo mejor de lo que ha existido para evitarlo. Así, pues, una declaración: en este páramo de metas fraudulentas queremos pan, trabajo, luz, agua, vino, techo, etcétera, y queremos encanto –ahora, no después de lo demás–, y sentidos despejados para las sensaciones que promete la complejidad de la vida. El narrador no conoce mejor medio de acción que las ficciones del lenguaje. Yo creo que es en la especificidad de esas ficciones donde está lo que podemos ofrecer a la política. Ya que en mi éxodo de La Literatura me llevo a mí mismo con mis taras e incrustaciones, y afuera predomina un verbo gangsteril y basto que no sirve ni como herramienta, no pienso regalarle al sistema las formas todavía frescas que mis antecesores han venido oponiendo a la proveeduría internacional de bellas letras.

De inmediato siento en la nuca el aliento de los sucesores. Me corren por izquierda. Reaccionario. Cándido pichón de Obama. Reconstructor venal de liberalismo. Del Buen Gusto. ¿De qué cuidado habla cuando el presente jadea ajeno a las jerarquías, bufa en las jergas torvas y exultantes de las multitudes, es intermitencia, abandono, parpadeo? ¿Vamos a seguir refaccionando los mausoleos estéticos de los explotadores? ¿Vamos a hacer bien las cosas, como quisieron inculcarnos? El murmullo altivo me suena a Maldoror, a demonismo, a revolución. Me suena a belleza sombría. Pero, pero: afuera de la literatura el espectáculo capitalista también propaga sus nociones de belleza, ¿no?; su policromía despótica. ¿Qué vendría a ser una literatura peor hecha que ese mundo?

Es una lástima que una idea muy afortunada para un escritor sea esgrimida por otros sin el menor escrúpulo. Para César Aira la mala literatura es un dispositivo conformado de rechazos minuciosos: al gran estilo, a la constancia verbal y temática como carta de identidad artística, a la estructura narrativa de nudo y desenlace, a la redondez de los personajes, al “humor” como posesión, a la consecuencia genérica, al recato productivo, al tailorismo de la profundidad, a la lealtad al editor y muchos más. El arsenal de negaciones –tomado con frío amor de la tradición vanguardista– le permite estar siempre dispuesto para escribir, sobre cualquier motivo que lo atraiga, con una claridad y una agilidad regocijantes, cada vez más clásicas, e ir armando un enorme mosaico de historias tanto más rico porque siempre le va a faltar una pieza. Es un dispositivo muy bien elaborado; hereda y adapta el método de Raymond Roussel –una constricción extrema como umbral y fundamento de una invención libérrima– y, como otros dispositivos parientes del de Roussel (Perec, Harry Matthews), recuerda que frente a la omnipresencia del sistema hay dos opciones: una es desertar absolutamente, no hablar nunca en ni para el público; la otra, que permite seguir hablando, es elaborar un juego de reglas de acción distintas de las oficiales y respetarlo estrictamente hasta que se las reemplace por otro; formularse códigos estéticos de socialización.

Muchos admiramos y en lo posible emulamos las escrituras del mal: el viento cimarrón que trastorna el idioma y lo descascara, el desbarajuste sintáctico que denuncia las muecas del mojigato, la farra libertina, la holgazanería amoral, los ritmos de angustia y muerte lanzados contra el burgués que sólo actúa por la recompensa e ignora que morirá, la mugre gozosa e inutilizable, la oración réproba contra el autoengaño. Rara vez consideramos el efecto que tienen en nosotros una trama generosa con las posibilidades de la historia que cuenta, el cuidado en la hechura que aloja al lector sin apresarlo, la frase cambiante, dúctil, que propicia una percepción nueva y permite al pensamiento entrar en los detalles de una vivencia compleja. Porque, paradójicamente, cada acto amoroso de definición de un paisaje, un objeto, una situación ridícula, retira la atención de la palabra y la devuelve al mundo. Cuando le preguntaron a Beckett por qué dedicaba tantas horas de vida a un hacer que en su visión lo condenaba al fracaso, dijo que la razón era el modelado, el arreglo, la disposición: It’s the fashioning of it. Después aclaró que, por supuesto, “uno tiene su metafísica”. La faceta estética de la metafísica de Beckett era: “Habrá una literatura que contenga el caos sin disfrazarlo de otra cosa”. Nada más ajeno a la voluntad de acoger el caos, es decir el desarreglo, la incertidumbre, que las ficciones de masas, ni digamos ya las frases: desidia sintáctica, repetición temática, blablá iletrado; anacolutos; redundancias y solecismos al servicio de la vaguedad o la superposición de significados. Diálogos cuya excitación o gravedad se estrellan contra la falta de subordinadas. El pellizco incesante de la pornografía para usuarios terminales de sí mismos. Cuando las historias son estafas y el lenguaje un síntoma, una forma cuidada puede ser un acontecimiento. Ya no hay pueblo que no esté infectado de tópicos, con la astucia verbal en retirada, amenazado de incomunicación total por una lengua que no le pertenece. Para irse de la vida capitalista cada uno atenderá a dejar ahí la porción de literatura que contribuyó a maquillarla. Pero sólo con poco de lo que hay afuera de la literatura se hará un discurso para la intemperie.

Mi tesis: para que pueda pasar lo imposible hay que obrar con cuidado. El amor por las formas que puede cobrar una lengua es una intervención directa en la arena donde poder crudo y sueños de comunidad libran la lucha interminable.

Una narración bien hecha no depende de la presunta nobleza de los materiales, ni de la simple pericia, ni de la emulación de los grandes modelos del museo. El Ulises, una de las novelas más afanosamente construidas y celosamente escritas que existen, fue la más procaz, canalla y trapera, la más repugnante a la academia de su época, la que más trastocó el relato que había heredado, más modificó la comprensión de la conciencia y conmovió la apreciación del mundo humano, que representa como un horizonte total de acontecimientos insignificantes. Ulises es a la vez excelencia máxima y soberano desorden destructivo. Bloom, Molly y Dedalus no dejan de ser misterios. Y si pasado casi un siglo nos viene como un don demasiado grande, aún enseña que la buena narración no radica en la confección acabada, claro que no, sino en el espacio que el afán de perfección cede a lo incondicionado. En cada párrafo del libro mejor hecho hay un aliento, un aleteo, una necesidad, producto del roce con lo que no es lenguaje.

El bagaje de técnicas que hoy tiene a mano un narrador es variadísimo y refinado; son muchos los que saben aprovecharlo para escribir muy bien, y no pocos los que se sirven del tesoro de procedimientos para escribir mal. El inconveniente es que se cae en la repetición (como el capitalismo). Si en este momento el disfrute de novelas absorbentes, de representación vasta, está atendido por grandes series de televisión como Los Soprano o The Wire, y jergas desafiantes y oralidad brutal se oyen de sobra en la radio, hasta en las publicidades, salir de ese complejo abarcador nos obliga a inventar. A la literatura le queda aquello que sólo puede hacer la literatura.

 

* * *

 

Por ejemplo: ¿qué evasión más completa que la de la narración fantástica, el campo donde aparece en el mundo lo que nunca había estado, y sin las figuras visibles que deslucen la impresión, ponen la experiencia en caja y empañan la sugestión? De los cazadores de ovnis a los místicos, hay gente que ve imposibles; el relato fantástico los planta en simulaciones de ambientes reales hasta que pasan a ampliar la realidad, o bien transforman las tesis con que la razón media de cada edad percibe lo real y lo organiza. El relato fantástico es un viaje al más allá del sentido común en busca de presencias y situaciones que no cesan de afectarnos pero los postulados del conocimiento y la comunicación no atinan a incorporar. De Poe y Hoffmann a Kafka y Ballard, las grandes narraciones fantásticas han incidido en el mundo mental y la vida práctica, no sin un dejo de profecía, mediante figuras hipotéticas que ampliaron tanto el arco de temores como el de planes de redención. Lo han conseguido procurando que la vivacidad y la singularidad poética de sus operaciones de lenguaje redundaran en congruencia; es decir, desarrollando otras lógicas. Pero, como todo lo que pasa del momento intuitivo al lógico, a la larga las entelequias del fantástico entran en el patrimonio común; una vez confiscadas por la industria de la cultura, se vuelven parte de lo mismo. Ahora bien: para nuestra visión, lo decisivo en cada época es los sueños de quién sueña cada uno. ¿Por qué entonces no propiciar que nuestras operaciones del lenguaje decidan, en virtud de su potencia y sin esconderlo, qué figuras nos ofrecen crear? Una poética así requiere propósitos, destreza verbal y entrega, fuerzas cuyos efectos suelen modificar los puntos de partida y aportar nuevos saberes y habilidades. Inmersión, concentración, aventura.

Discretamente, en estos años van apareciendo narraciones de este género. Es un fantástico desquiciado: contra la coherencia que aduce el capitalismo para reincidir en su estupidez, se hace fuerte en la zona loca del lenguaje. Se remonta a las máquinas descacharrantes y pavorosas de Roussel, a las bicicletas humanoides de Flann O’Brien, a Queneau, a Vian, a Copi, a Wilcock, pero también a Kafka: escritores para los cuales la fe vulgar en la literalidad del lenguaje es fuente de disparate y opresión. De ese mecanismo se apropian. En la narración desquiciada, el clisé, no sólo el coloquial sino el cultural también, genera anécdota y multiplica posibilidades (como en la frase “me dejó plantado”), si interactúa con otros empleos del lenguaje; de ahí que el relato recurra a diversas fuentes, elevadas o de masas, y que el resultado sea rico en peripecias. Que no se derrame hasta disiparse depende del potencial de la idea de partida. Hay grandes practicantes ocasionales del género (M. John Harrison, Jean Echenoz, Aira, A. G. Porta,Victor Pelevin, la fabulosa Kelly Link), pero voy a tomar tres libros argentinos recientes.

En Tratar a Fang Lo, la novela de Andrés Ehrenhaus, el protagonista acude a curarse de la compulsión a procrastinar (aplazar actos y decisiones). La terapia o condena se lleva a cabo en un híbrido de centro deportivo, spa, sanatorio escuela y laberinto de Piranesi donde diligentes especialistas en diversas manipulaciones le soban, modelan y enmiendan el cuerpo hasta dejarlo hecho un trapo; en vez de inscribirle la ley, lo normalizan según fórmulas que nadie sabe enunciar. El despropósito es de una crueldad sorpresivamente insoportable; uno se ríe mientras el zafarrancho que Ehrenhaus hace administrarse al castellano, paulatino y meticuloso, le llega a la entraña. En uno de los primeros pasajes, una terapeuta hace arrodillar al paciente y ordena que “sea buen pollo y diga qué le acontece”. Fang Lo confiesa que ha procrastinado. “¿Por qué temblaba por dentro Fang Lo? ¿Qué secretos temía desenterrar? ¿O era sólo un reflejo fisiológico, una reacción vegetativa sin importancia? La terapeuta […] era una joven delgada pero abundante, vestida asimismo con una viquini, aunque no de pedrería sino de cota de malla dorada. Los tacos de sus zapatos, ya de por sí afilados, acababan en un más difícil todavía. Fang Lo recordó vagamente la advertencia del empleado de recepción acerca de un zafiro pero, de buenas a terceras, no encontró nada de eso. Tampoco encontró en ella un brazo izquierdo. Le faltaba, era manca. A pesar de la actitud circunspecta y juiciosa que había adoptado, se le notaba un trasfondo de impaciencia, por ejemplo en el movimiento regular de su pierna libre o en cómo fruncía cada equis tiempo los labios hacia un lado.” Tratar a Fang Lo parece una versión de En la colonia penitenciaria para tiempos sin ley, ni siquiera las leyes de la escritura. Para el lector el paseo es tan molesto como instructivo y absorbente. Anda sin guía por un lugar nuevo y trastornado; huele que en la locura del texto hay un método pero no lo identifica, salvo cuando empieza a chequear sus propios usos del lenguaje.

En la narración desquiciada las frases largas y sinuosas pero sin recovecos, de tono anímico cambiante, alternan y se acompasan con otras elementales. No más estrategias de lo verosímil; es la vibración aperiódica del discurso, aunada a una coordinación amorosa, la que transmite el capricho, como los transmisores químicos una orden entre neuronas, y lo implanta en el ojo de la mente con emoción y distancia de regalo, las dos cosas, para que decidamos por cuál inclinarnos. Así sucede en Una puta mierda, la fábula negra de Patricio Pron sobre la guerra en unas islas. Los soldados se llaman Mirabeaux o Sorgenfrei y llegan desde el continente gracias a que el presidente San Pantaleón ordenó que se dividieran las aguas; una bomba cuelga indefinidamente en el cielo; todos hablan en español ibérico; el enemigo tal vez no exista; y encima ese título. No son sapos que el lector tenga que tragarse: son propiedades emergentes que se asimilan con el momento de inercia de la frase. “El cuerpo prácticamente no hizo ruido al caer y aunque había quedado boca abajo no nos decidimos a darlo vuelta porque pensamos que el Soldado Desconocido agradecería no tener que ver en adelante todo lo que sucedía un metro por encima de su cabeza: tomamos las palas y empezamos a echar sobre el cadáver la turba y las rocas que habíamos sacado antes del pozo hasta que por fin no quedó rastro del que fuera nuestro desafortunado compañero de armas excepto las fotografías que nosotros le habíamos quitado y que yo, avergonzado, me guardé en un bolsillo de la chaqueta, pensando que, si esto fuera una de esas películas que yo había visto cuando era niño, ya encontraría la oportunidad de presentarme en casa de sus padres vestido con un uniforme de gala del que colgaría una docena de medallas más o menos en el sitio donde la mayor parte de los soldados muertos sólo tienen un agujero…”

En los cuentos que Daniel Guebel reúne en Los padres de Sherezade, el párrafo empieza contando algo y termina comentándose. Aquí tenemos, en 1800, al joven Stendhal, de fuga en Riga, Letonia. Como quiere corregirse una nariz que juzga excesiva, asiste a una demostración pública de disección a cargo de Vilnius Daugavpils, pionero de la cirugía plástica en el siglo XIX.“Un día… en un tempranero amanecer de la primavera letona. Luz. Luz que atraviesa la bóveda de vidrio. Público acodado en los palcos altos, de pie en la galería. El gallinero, lleno. ¿Un teatro? No. Es el pabellón de Ciencias Médicas. Contrariando su costumbre de rentista aristocrático, ese primero de abril de 1800Vilnius Daugavpils derrochará su talento ofreciendo una clase magistral de cirugía anatómica, para la que cuenta con la colaboración involuntaria de Neris Hilumaa, una mendiga tarada y medio muerta que le había cedido el hospicio municipal. El sol empieza a freír los sesos de los asistentes […] resplandor áureo del instrumental quirúrgico, un brillo uniforme y cegador que anticipa el momento dramático en que la pureza se contamina con el horror esencial de toda acción.” La experiencia de la carnicería que sigue persuade a Stendhal de no recortarse la nariz, pero lo inspira para escribir el célebre capítulo de La cartuja de Parma sobre la batalla de Waterloo. Ni la solapada inconsecuencia verbal ni los nombres inaceptables son detalles menores. Guebel hila las tramas mediante desplantes a la literatura y su historia. Aspira a un borgianismo de ocasión; al colmo de la liviandad literaria como vía al horror. Algo que la facción apolínea de la cultura capitalista menosprecia y los dionisíacos abominan.

Cada uno de estos escritores acuña su especial combinación de sintaxis versátil, uso promiscuo de todo el espectro del castellano, conocimiento de las palabras, venero de nombres propios, trabajadas infracciones, groserías, sublimidades y fantasía desvergonzada. Como primer efecto del cóctel, empezamos a experimentar sensaciones verdaderas. Lo repulsivo asquea más que en otros relatos, la herida es más virulenta, amor, odio e intuición son más intensos, uno mismo más sospechoso. Pero con igual intensidad entendemos que, por singular que sea lo que hacen aparecer, ni el uso del lenguaje ni el relato más peculiares serán nunca lo que realmente sucede. No ya la cosa misma, sino el misterio que hace posibles las cosas, está ahí, siempre inexpresable, en el presente que sin embargo el relato delimita. Suficiente revelación. Nos hemos alejado de los argumentos capitalistas, de sus pretensiones de suficiencia, en un trip patrocinado por el oficio amoroso. Dejemos los tópicos sobre el ataque a las convenciones, la irreverencia. Aquí no se trata de transgredir. Tampoco de recalcar otra vez que las palabras son mera superficie. Se trata de un montaje entusiasta para perseguir algo que nunca se va a poseer. Se trata de no poseer; de estar simplemente ahí. El relato es el paraje y la aventura. Lo que realmente sucede ya no es un enigma de orden semántico que quepa en una arquitectura impecable, como la falta de un brazo en un traje de sastre.

Y al contrario que las ficciones teóricas, las del espectáculo y las llamadas “escrituras del presente”, estas no pretenden fundirse con el mundo dado. Diseñan y proveen formas habitables, espacios de mira que valen para pocas jornadas, de estatutos provisorios. Razón por la cual estos escritores se empeñan tanto en describir. La descripción es el movimiento de las cosas y la sustancia de las condiciones: si es eficiente, personifica, manifiesta, da voces, difunde olores. Por supuesto que en estos casos no sirve para prometer algo mejor, una utopía; el lugar político que ofrece es sólo un lenguaje rescatado de confiscaciones, pudibundeces y abusos. La verdad, no creo que haya un más allá de la literatura que no sea el silencio o fuerce a la rendición incauta; creo que hay formas de la literatura que nos preparan para el afuera.

 

Lecturas. Andrés Ehrenhaus, Tratar a Fang Lo (Buenos Aires, Paradiso, 2007). Daniel Guebel, Los padres de Sherezade (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2008). Patricio Pron, Una puta mierda (Buenos Aires, Cuenco de Plata, 2007). M. John Harrison, Light (Londres, Gollancz, 2002). Kelly Link, Magic for Beginners (Northampton, Small Beer Press, 2005). Éric Chevillard, Palafox (París, Minuit, 2005). Otras narraciones argentinas del género que se describe aquí son Promesas naturales de Oliverio Coelho (Buenos Aires, Norma, 2006), Una novela de mil páginas de David Wapner (Buenos Aires, Siesta, 2007) y Cosa de negros de Washington Cucurto (Buenos Aires, Interzona, 2003). Las mejores novelas de Jean Echenoz, como Lago, están publicadas en español por Anagrama. El artículo de André Gorz “La sortie du capitalisme a déjà commencé” puede leerse en varios sitios de Internet, entre ellos www.catharsis-prod.eu.

1 Mar, 2009
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