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Un poco inmoral

FICCIÓN

 

Rodrigo Rey Rosa, El material humano, Barcelona, Anagrama, 2009, 179 págs.

 

Información concreta y velos de la conciencia se alternan en las sobrias narraciones del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa para apresarnos en una representación de su país que vibra de horror político, naturaleza exuberante e indecisiones privadas. No todas las historias de Rey Rosa transcurren en su país, pero pocas escapan a una violencia infecciosa y todas están escritas con una deportiva desconfianza por el lenguaje que las vuelve insondables. Sin embargo hay un fondo, y es el país. Guatemala: desde el golpe de 1954 contra Jacobo Arbenz hasta 1996, una sucesión de dictaduras con 45.000 desaparecidos y 150.000 ejecuciones extrajudiciales; a partir de 1960 más de tres décadas de guerra entre organizaciones de izquierda y un ejército asesorado por la CIA y financiado por la plutocracia. Táctica de tierra calcinada; difusión del linchamiento y la mutilación ejemplar. Secuestros revolucionarios y negocio mafioso del secuestro. Todavía hoy, restablecida la democracia, “limpieza social”, genocidio de indios, asesinatos de militantes por los derechos humanos, curas y curanderos. Grupos como Sicarios sin Fronteras o Madres Angustiadas, cazadores de exiliados. Toda literatura nace del desacomodo y prospera en alguna embriaguez, y la mitad de los buenos escritores del mundo se embriagan de rabia contra su respectivo país. En esta vena, el narrador de un libro de Rey Rosa se permite decir: “Guatemala. Centroamérica. El país más lindo, la gente más fea… La pequeña república donde la pena de muerte no fue abolida nunca”.

Pero Rey Rosa tiene también una fuerte vena cívica, y el narrador de El material humano es él. Lo que cuenta aquí es que en junio de 2005 una explosión accidental en un polvorín del ejército dejó al descubierto un depósito con ochenta millones de documentos del Archivo de la Policía Nacional. La Procuraduría de Derechos Humanos desarrolló un Proyecto de Recuperación y Rey Rosa obtuvo permiso para investigar un apartado específico: un sinnúmero de fichas y documentos redactados en cierto Gabinete de Investigación. Una ficha de policía es un talismán siniestro, una vida poseída, y lo primero que el jefe del Proyecto exigió a Rey Rosa fue no consultar ningún expediente posterior a 1970 que pudiera estar activo. Pero los vestigios de esa materia –transformada en datos de actividad política o delictiva, señas físicas y psicológicas, prontuarios, definiciones; en una gramática de la vigilancia y la delación– no eran lo único que empezaría a enturbiarle la vida a él. Al pie de casi todas las fichas redactadas entre 1922 y 1970 encontró la firma de un mismo funcionario llamado Benedicto Tun. Todo esto y el ambiente mismo del Archivo, saturado de militantes que lo veían como un advenedizo o algo peor, le parecieron, “novelesco y acaso novelable”, una especie de microcaos cuya relación podía “servir de coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo”. Para no desvirtuarlo, se puso a tomar notas y reprodujo información e impresiones esporádicas, pero cada vez más acuciantes, hasta que, del entretenimiento a la pérdida de la calma y del pánico a un acuerdo templado, terminó comprobando que probablemente esa serie de libretas con registros escuetos era la novela realizada. Eso es lo que el lector deduce.

Los apuntes, aun los que reproducen fichas, informes o pasajes de memorias anuales del Archivo, son demasiado inconsecuentes y misceláneos. Como pasa con otros libros de Rey Rosa, uno siente la incomodidad de dudar si está ante un prodigio de elipsis o una exhibición de pereza. Hay algo que estimula la duda: Rey Rosa, por ejemplo, cuenta que ha leído una página de Voltaire o del poeta Adam Zagajewski, que no recuerda el nombre de un colega, que le molesta la erudición de los otros, y siembra los apuntes con renuncias y desganas. Leemos escenas de vida íntima, jirones de documentos macabros del pasado y noticias atroces de la prensa actual, astillas de un pensamiento, citas filosóficas, pero no conexiones ni un estilo. El conjunto no es un diario ni un cuaderno de trabajo. Tampoco un montaje. Más bien parece los derrames de una gran mancha que alguien ha borrado. La rutina de Rey Rosa entre papeles es árida y maniática: cuando cuenta lo que está descubriendo, dice, aburre a la gente. Y si bien en nuestra lectura la frase es nítida, el relato abunda en datos y nombres que lo vuelven tortuoso. Tal vez la realidad sea así: sólo violencia, desorden e insignificancia, y un libro confuso le haga justicia. Pero en perjuicio de la veracidad, y para su frustración, Rey Rosa claudica ante la literatura y busca un orden de fondo en la metáfora: se sorprende diciéndose que ha entrado en un laberinto y, peor, buscando un constructor o un minotauro. En el amasijo que es la empiria entrevé hilos conductores, atisbos de relaciones significativas. Por fin empieza a vincular todo. Escenas triviales con su hija, desavenencias y placeres de pareja, rumores escalofriantes sobre los años de la guerra civil, infidencias de amigos, conversaciones en un viaje a París, la presentación de un libro, citas de Beccaria o de Auden, flaquezas de la memoria del progresismo, tuercas del aparato genocida, la psicosis del funcionario, la ruindad del negociante, las agachadas propias: la pluralidad difusa de un tiempo se le empieza a esquematizar en repentinas pesadillas. La pesadilla, que mezcla pasado individual y residuos espectrales del presente común, es el signo de que tiene miedo, y de que el miedo organiza. Después siempre está la Historia, presta a acelerar la máquina de la ilación. La Historia es una lectura de los documentos, una trama cuyos filamentos son los muertos, y los muertos, cuando se hacen notar, propulsan a su vez el remordimiento y la meditación; los muertos desbocan la cavilación ética. Rey Rosa se encuentra con que el hijo del fichador Benedicto Tun es un abogado que estuvo preso por simpatías con la izquierda; ese hombre describe a su padre como un técnico positivista que se desvelaba –y muestra las pruebas– por mejorar el trabajo del cuerpo con la seguridad y la verdad. Otro día Rey Rosa se entera de que dentro del Ejército Guerrillero hubo ejecuciones por vacilación. En una cena con un amigo enriquecido y cordial siente un desasosiego y descarta que se deba únicamente a “la culpa por tener todavía un poco de aire puro que respirar”. Uno piensa si no será la aceptación de que siempre tenemos que administrar alguna herencia; de que heredar es lo humano. Legajos, memorias policiales, fichas, indagaciones, preguntas tardías: el frenesí reflexivo que propulsa la Historia sacude en primer lugar la idea que teníamos antes de leerla. Rey Rosa se ve desocultando una tramoya del terror que llega hasta él y se pregunta si la tarea que le toca no será “describir nuevas variedades del mal y del bien”. Y no es tan raro que necesite describir nuevas variedades del bien. Porque, releyendo la Historia, comprende que la gestión narrativa de lo que está heredando lo obliga a juzgar. Y no sólo juzga las depravaciones de un régimen sanguinario, no sólo los desenfrenos que los apremios prácticos y la justificación por una causa permitieron cometer a la guerrilla; también debe juzgar la mente de una impecable herramienta del dispositivo de control como Benedicto Tun. En ese país, ¿pudo ser decente un hombre que se pasó cincuenta años dirigiendo un gabinete de fichaje policial?

Habría que detenerse ahí; porque rever el juicio, recomponer la complejidad de algunas personas, no es lo más apto para reproducir el caos de una época. Pero ocurre que, como si la forma argumental fuera una fatalidad o un don, buena parte de las notas, primero furtivas y diseminadas, al cabo se van apretando en la figura de Tun, un técnico, más que un policía, que rechazó certificar que la muerte de cierto presidente había sido un asesinato (porque vio que había sido un suicidio), que se negaba a reconocer como muertos a militantes fusilados que aún vivían, un incorruptible venerador de la exactitud científica al cual hundirían no sólo sus propios síntomas sino las represalias del aparato. Otros puñados de apuntes cuajan en la reconstrucción del secuestro de la madre de Rey Rosa, un asunto de hace años que pudo ser obra de profesionales, de amigos de él ligados a la lucha armada o de otro amigo que los chanchullos con el poder han adiestrado en formas rápidas del beneficio. Rey Rosa está en un brete conocido y constante para muchas conciencias independientes: acorralado entre un sistema de acumulación canalla, que usa los avances de las ciencias para perfeccionar el abuso, y las estrategias de una izquierda que sigue pensando en el progreso como la salvación de los desposeídos. Es decir, está apretado entre dos maneras igualmente nefastas de ver el mundo con la razón y la fe al mismo tiempo, dos visiones consumatorias, teológicas de la historia. No cree que la salida a esa trampa sea el silencio; mejor es un modo de contar sin eje ni culminación, episódico, abierto a lo inoportuno, como la serie de apuntes que él tiene entre manos. Pero no ha terminado de definir esa literatura posible cuando se encuentra analizando indicios (murmullos de voluntarios del Archivo que recelan de lo que él investiga, una grabación de los secuestradores de la madre en donde adivina una voz conocida), postulando razones de un posible acoso. Y cuando empieza a ponerle cerrojo a la puerta de su casa, ya no podrá dudar; ha reducido lo que debía ser un “microcaos” a una trama negra, y en la trama está embolsado él mismo. No sólo la avidez estructuradora de la narración se ha comido la realidad; la parca realidad del lenguaje ha develado la zona sobrenatural del mundo. Como saben los lectores de Rey Rosa, este es un modo de ambigüedad en que su literatura descuella. Una superación de la división entre razón e irracionalidad.

Al comienzo de El material humano hay una advertencia: “Aunque no lo parezca, aunque no quiera parecerlo, esta es una obra de ficción”. El sentido de la frase se amplía cuando al final vemos que “algunos personajes pidieron ser rebautizados”. Pidieron estaría indicando que personas reales se convirtieron en personajes a medida que las notas se iban volviendo literatura. Y si no es una novedad que esto suele pasar, aquí tiene sus particularidades. Hay pocos escritores más indiferentes que Rey Rosa al estilo, en un continente donde el estilo es un orgullo, un empeño, un ideario tan apasionado que la pelea entre facciones fecunda la vida de la literatura. Rey Rosa no es un antiestilista destructivo; sólo es olímpicamente desparejo; usa sin discriminación los muy surtidos tonos léxicos que tiene a mano, y lo que destila por momentos es una belleza de la neutralidad. Rey Rosa no tiene gran consideración por las reglas del punto de vista; puede dar largos saltos de tiempo, lugar y persona con un punto y aparte; unas veces enfatiza sin temor al ridículo; otras corta, retacea, desperdicia, exagera voces, las desmaya o vigoriza: es un escritor sin escrúpulos ni aprensiones; probablemente haya aprendido de los narradores orales marroquíes que conoció por su amistad con Paul Bowles. Mucho de lo que las poéticas ponen en el estilo él lo traslada a otro plano. ¿La disposición? ¿El tejido? En todo caso la frase, el párrafo, el diálogo, sólo presentan cuadros o situaciones con una claridad casi rústica (es turbadora la economía, la brutalidad de detalle y la piedad con que se describen la rendición de un torturado, la ansiedad de un perro frente a un amo que lo rechaza, la insospechada demencia de un general), y como en un plano medio; pero si el cuadro deja afuera mucho contexto y no es cercano, cala muy hondo en la intimidad de los personajes, tan hondo como para dejar a la vista un abismo, algo muy apto para una obra tan preocupada por la relación entre enfermedad del sistema, violencia, afecto y decisiones privadas, y por la microfísica del poder. Es decir que pese a todo, y aun en un puñado de notas como El material humano, los hechos más impávidamente registrados se hacen novela. Rey Rosa se da cuenta de que podría resguardar en algo la verdad interrumpiendo la historia de golpe; y, aunque tal vez el plan sea ilusorio (“es como si el germen del final hubiera contaminado el organismo”), deja en el aire el enigma que estaba haciendo del libro un thriller. La decisión viene precedida por una curiosa, umbría sensación de amplitud que se resume en una cita de Kenko: Lo más precioso de la vida es la incertidumbre. La cita está en inglés, como si aún faltara un paso para entenderla.

Si algo hay de estructurado en El material humano es la simetría entre las dudas acerca de una escritura justa –como la duda por el uso de muertos– y la pregunta por cómo cuidar la vida en común frente a las andanadas de la Historia; una correspondencia entre la manipulación de los hechos y la de los semejantes. Porque si la Historia no tiene sentido ni consumación, lo cierto es que en el presente y en un lugar vivimos con los demás; de ahí la moralidad. Y a propósito: el personaje que Rey Rosa hace de sí no es agradable. Acomodado, ocioso y altivo, escritor mundano quejoso de la vida pública, irritable con los deseos de las mujeres, lector refinado e inconstante. Sin embargo no tiene nada de dandy: como sus libros, es reservado, aguantador y no alardea de sus peculiaridades. Cuando un mediodía nublado lo invade cierto remordimiento, piensa: “tal vez hay que ser un poco inmoral para ser una persona moral al menos en ciertos aspectos, para comprender ‘el mecanismo’ de la moral”. El material humano es un libro peculiar: circunspecto y ominoso, seductor y estoico, cívico y baudeleriano. Un libro disolvente, de hecho subversivo: ahonda en cuestiones importantes mientras da la impresión de haber costado poco trabajo.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, Shopping Team (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.

Lecturas. Algunos libros anteriores de Rodrigo Rey Rosa que pueden conseguirse en Buenos Aires son: Cárcel de árboles/El salvador de buques (Barcelona, Seix Barral, 1992); Lo que soñó Sebastián (Barcelona, Seix Barral, 1994); Ningún lugar sagrado (Buenos Aires, Seix Barral, 1999); Caballeriza (Barcelona, Seix Barral, 2006); Piedras encantadas (Buenos Aires, Ediciones El Andariego, 2008). Sobre la historia política reciente de Guatemala se consultó el trabajo de Mariana Lorenz y Laura Sala: El “proceso social genocida” guatemalteco. Un análisis del período 1954-1996, inédito.

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