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La idea fija: una conferencia sobre lo real.
Siendo la palabra real la que vuelve más a menudo a mi pluma desde hace más de treinta años, con frecuencia se me ha reprochado que recurra a una palabra que se supone que explica todo pero que, en cambio, nada explica ni define (filosóficamente hablando, se entiende: pues todo el mundo entiende muy bien, excepto que esté loco, qué designa la palabra al menos cuando es utilizada como adjetivo y no como sustantivo, es decir, por ejemplo, qué distingue a un acontecimiento ficticio de un acontecimiento real, a un fantasma de un ser vivo).
A esta objeción –¿qué entiende usted por “real”?– responderé, para empezar, que el hecho de poner una palabra como epígrafe o como abanderada de su pensamiento, de poner, en suma, una palabra sobre el resto de las palabras es, y siempre ha sido, lo propio de todos los filósofos, particularmente de los más eminentes. Es que se supone que una “palabra clave” siempre debe dar cuenta del conjunto del pensamiento del filósofo; pero es una palabra clave de la que nada da cuenta. Como decía al principio, la palabra que explica todo es al mismo tiempo una palabra que nada explica (o que no es explicada por nada). Empezaré por mencionar unos ejemplos –algunos ejemplos, tan sólo, entre un gran número– de la palabra clave que rige y coordina algunas de las filosofías más o menos ilustres.
Citaré naturalmente a Platón, de quien se sabe que su o sus palabras claves giran en torno a eidos, a Idea, al mundo “ideal” o “inteligible” opuesto al mundo que conocemos y que se caracteriza por la percepción sensible que tenemos de él. Ahora bien, es evidente que esta palabra (o estas palabras) están más allá de toda definición racional, fuera de un dominio estrictamente reservado a la geometría: pues, si es verdad que puede comprenderse lo que significa la idea de triángulo o de diagonal, no se comprende tan bien lo que significa la idea de lo justo o la idea de lo bello. De manera que una de dos: o bien la palabra clave puede ser definida, pero entonces sólo en el círculo limitado que constituyen también los muros de la Escuela de Platón, defendidos según la leyenda por la advertencia “Nadie entre aquí si no es geómetra”; o bien no puede ser definida, y entonces sólo sirve de argumento propio para despreciar lo sensible y hacer perder la pista del mundo existente. Esto es, además, lo esencial de su función, cuya fuerza corrosiva Platón desarrolla a lo largo de miles de páginas. Yo no veo en esto objeción alguna al pensamiento de Platón; pues si algo me propongo sugerir es que poner como abanderada una palabra que explica todo pero que nada explica (o que no es explicada por nada) no constituye en absoluto la debilidad de un pensamiento sino que, al contrario, señala la fuerza y la coherencia de esta, como lo ha subrayado Bergson.
Evocaré a continuación a Plotino, el filósofo para el que la palabra clave es el Uno, palabra que designa el único ser existente, en relación con el cual cualquier otra realidad es más o menos fantasmática, ya traicionada por la función mental que intentaría dar cuenta de ella, es decir, la inteligencia, segunda hipóstasis de la procesión plotiniana. ¿Por qué esta inteligencia es, si no una traición propiamente hablando, al menos ya una puesta a distancia de la realidad, es decir del Uno? Porque comprender, primer acto de la inteligencia, consiste en discernir, luego, en dividir. Supongamos, en un ejemplo simplista pero que puede ayudar a captar la argumentación plotiniana, que la unidad sea 4. La inteligencia, pronta a complicar la unidad y a disolverla en lo múltiple, habrá rápidamente decidido que 4 es un producto que resulta de la suma 2 + 2. Por esta razón la inteligencia es la primera en romper la unidad de lo real; por esta razón, asimismo, Plotino, en el conjunto de su obra, privilegia siempre la intuición en relación con la inteligencia. Todas estas razones, dicho sea de paso, hacen de Plotino un ancestro inesperado pero certero de Bergson. Pero ¿qué es el Uno? El Uno es lo que es. ¿Y qué más? El Uno es lo que es uno. La expresión de esta unidad primordial de todas las cosas es muy impresionante y, tal como destaca en los escritos de Porfirio, quien ha recogido su testimonio, fuerza a la atención a la vez que a la simpatía, pues nunca va acompañada en Plotino –contrariamente a lo que ocurre por ejemplo en Platón– del menor resentimiento. Que otros, si lo desean, encuentren su provecho en las ilusiones y en las vanidades de lo múltiple. Aquí no hay nada por qué enfadarse. De Plotino a Platón, hay más de una tesis en común; pero uno es tolerante, el otro no.
De la teología negativa –que comienza en mi opinión con el Parménides de Platón, encuentra sus marcas definitivas con Pseudo-Dionisio el Areopagita, y se transmite en todo lo que se ha llamado la mística renana, de Nicolás de Cusa a Jacob Boehme y Angelus Silesius– es sabido que si la gran palabra es Dios, la gran idea es que este Dios no puede ni ser dicho, ni ser descrito, ni ser nombrado, sin ser privado por ello mismo de lo que hace su excelencia y su única, e imposible, “definición”. Dios no tiene atributos; ni siquiera la grandeza que, por absoluta que sea, está aún muy por debajo de la grandeza divina. No hay nada que decir de Dios, a menos que pudiera decirse todo de Él, lo que es imposible por definición (tesis ya expuesta en el Parménides de Platón a propósito del Uno). Dios es así la palabra más justa y a la vez la más opaca de la teología negativa.
No me extenderé aquí sobre el caso de Schopenhauer, del que todos los filósofos, sea para alabarlo o para censurarlo, han observado ya que la palabra clave, la voluntad, era una vez más la noción clave que explicaría todo si no obstante algo la explicara, tal como esa clave de bóveda que sostiene a la perfección toda la obra pero a la cual nada sostiene. En otras palabras, Schopenhauer tiene razón en todo, pero en función de una “razón” que a cada quien es lícito imaginar, quizás, pero no comprender.
Con esto llego a aquel que algunos consideran como el más grande filósofo de nuestro tiempo: Martin Heidegger. Su palabra clave, todos lo saben, es el ser, que surge como un diablo de su caja, o un deus ex machina, a partir de que Heidegger estima llegado el momento de dejar de debatirse en los pantanos del ente. Pero ¿qué es el ser? ¿Una noción que se puede concebir o describir? Claro, responde el autor: el ser es lo que no es el ente. Seguro, pero no se pregunta lo que el ser no es; quisiéramos saber lo que es. Por desgracia, es imposible responderles; pues hace ya mucho tiempo que el mundo, en particular Europa, vive en el olvido del ser. Entretanto, Heidegger ha olvidado por completo responder a nuestra pregunta, y por lo demás nunca responde qué es el ser. “¿Qué es el ser?”, exclama enseguida, “pero si ya les he respondido cien veces: el ser es lo que todos hemos olvidado”. La información es flaca, incluso si basta para satisfacer la curiosidad y la ensoñación de más de uno.
Observaré de paso que el hecho de crear neovocablos, como “historial” o “historialidad” (en lugar de “histórico” e “historicidad”), no basta en sí para crear conceptos, ni objetos de concepción. Inventar una palabra no es forzosamente inventar una cosa.
Como sea, y sea lo que fuere que se piense de ello, la noción de ser en Heidegger es un ejemplo perfecto de esta tendencia, en sí misma absolutamente legítima e incluso hasta cierto punto necesaria, a promover una palabra o una noción clave destinada a asegurar la cohesión y la unidad de una filosofía. En mi opinión, sin embargo, en el caso de Heidegger hay una pizca de ilusionismo, un arte de saber deslumbrar a sus lectores por el solo prestigio de las palabras. Prestigio de las palabras del que yo pienso además el mayor bien, con tal de que estas sirvan a la expresión de una cierta verdad.
Con todo, si todas estas palabras claves, que se supone develan la verdad más profunda que pueda alcanzar una filosofía, pero que conservan el misterio de su propia identidad, son en suma capaces de descifrar todo sin ser descifrables ellas mismas, tienen al menos un carácter común absolutamente remarcable: todas se presentan como portavoces, como las aproximaciones más finas que puedan hacerse de lo real. Cada uno de los filósofos que las emplean considera así estas palabras-fetiches como lo que hay de más indiscutiblemente real en el conjunto de las cosas observables, en suma, como la eminencia más visible de la realidad, su punta más avanzada; así sucede con la voluntad (y la música, la única que se le acerca lo más posible) en Schopenhauer. En cierto sentido, pues –pero sólo en un cierto sentido, tal como afirmaré más adelante–, lo que yo, por mi parte, llamo lo real no difiere demasiado de lo que Platón llama la Idea, Plotino, el Uno, Pseudo-Dionisio, Dios, Schopenhauer, la voluntad, Heidegger, el ser. Un solo ejemplo para aclarar lo que digo aquí: de las tres camas de las que habla Platón al comienzo del libro X de la República, ni la que existe en mi habitación y ha construido el ebanista, ni la de una pintura que decora una pared de mi habitación tienen existencia más que reproducida o simulada; sólo existe verdaderamente la Idea de la cama, que ha servido de modelo tanto al ebanista como al pintor porque es más real que las otras dos camas. Observemos sobre este punto que los pensadores medievales que sólo adjudicaban realidad a las ideas concebidas y universales –en contraste con los filósofos nominalistas, quienes afirmaban únicamente la realidad de los objetos percibidos y singulares– eran designados bajo el nombre bastante paradójico, pero bien significativo, de “filósofos realistas”. Naturalmente, aquí podemos burlarnos de Platón señalando que, mientras a los ojos de este príncipe de los filósofos la única cama que existe es justamente la que no existe, la única de estas tres camas en la que dan ganas de irse a dormir es la que ha construido el ebanista, sin duda más cómoda que la que está pintada en mi cuadro o que aquella de la cual un dios ha concebido la idea inteligible. Más vale, a fin de cuentas, un simulacro de cama, si es blanda y sobre todo si existe, que una cama absolutamente real pero que no existe. Esto no tiene empero mayor relevancia; lo esencial para mí es que, enfrentado con estas tres camas, Platón da su preferencia a la que, con razón o sin ella, él considera como la más real.Ya que lo “real” tiene para mí la misma función que la de estos cinco reales fundamentales de los que se valen los cinco autores que acabo de citar, por otra parte estas cinco realidades fundamentales –fetiches creo yo de la realidad– no designan otra cosa que lo que yo mismo llamo “lo real”. Esto me inclina a pensar que mi propia “empresa filosófica” –si puedo hablar de mis escritos sin reír, o sin hacer reír– pertenece, acaso a despecho de ciertas apariencias, a la corriente más ordinaria y más banal de la historia de la filosofía.
De esta identidad entre lo real y la palabra o la noción retenida para expresarlo, a menudo muy alejadas de las que solemos usar cuando aludimos a la realidad, a veces incluso situadas en las antípodas de lo que sugiere comúnmente la noción de realidad, quisiera todavía dar brevemente algunos ejemplos bastante simples pero también bastante significativos. Así, ¿por qué decide Marx privilegiar la noción de economía en relación con las instituciones y las leyes? Simplemente porque considera –no soy yo quien lo dice, es el propio Marx, que por lo demás tiene toda la razón en este punto– que instituciones, leyes, tribunales son ficciones (“fetiches”, dice Marx) imaginadas por las clases sociales acomodadas que las organizan y las imponen, mientras que lo económico constituye lo real, o al menos lo real “en última instancia”, si hay que creer en los análisis de Althusser. ¿Por qué Hegel somete la realidad a los principios de la racionalidad histórica, si no es porque considera la historia irracional como inexistente, o al menos insignificante, mientras que la historia que considera como racional consigna los únicos hechos que él considera como significantes, es decir, reales? Por esta razón, supongo, Napoleón I desfilando sobre su montura en una calle de Jena es concebido por Hegel como una realidad histórica (historial dirá más tarde Heidegger, aunque en el mismo sentido), pero el caballo que lo lleva, como un ser no histórico situado en los alrededores del no-ser. Todo lo que es real es racional: he aquí lo que nos repite Hegel (y además está lejos de equivocarse completamente); sin embargo, la consecuencia de ello nos deja perplejos: a saber, que todo lo que es irracional no existe. Así ocurre con los papus, los canacos o el planeta Neptuno, cuya existencia Hegel, por razones filosóficas ciertamente sólidas pero aún mal elucidadas, siempre rehusó con obstinación a admitir.
Una palabra más sobre este punto con Aristipo de Cirenia, en su juventud discípulo de Sócrates y poco después convertido en inspirador y jefe de la escuela cirenaica, cuya consigna era la búsqueda exclusiva del placer. Nada más real que el placer (esto era por lo demás lo que ya objetaba Aristipo a las lecciones de Sócrates, culpable en su opinión de no preconizar, en materia de placer, más que la búsqueda del “bien”). Siendo el placer el más grande de los bienes, y el placer sexual el más grande de los placeres, el hombre debe ejercitarse ante todo en la cultura del placer sexual. Estamos ya bien lejos de Sócrates y de Platón. En cambio, el argumento principal al que recurre Aristipo en su enseñanza consiste en mostrar que, siendo el placer el único bien, el placer sexual, su colmo, es el más grande de los bienes. Piénsese lo que se piense de la filosofía de Aristipo, volvemos a encontrar aquí algo ya desarrollado en estas páginas: si el placer sexual es el más grande de los bienes, es porque es el más real. Es sabido que Sade, fueran cuales fuesen por lo demás sus aberraciones lógicas, se mantiene coherente en este punto: no alabaría tanto el placer del sexo si no lo considerase como lo más real, si no lo único real, según repite en múltiples ocasiones. El placer figura, en suma, como el esplendor de lo verdadero, como la Idea en Platón o lo económico en Marx.
Sin embargo, hay una diferencia entre el recurso a tal o cual palabra clave en la mayoría de los filósofos que hacen de ella el centro nervioso de su sistema, y mi propio recurso a la palabra real. Esta diferencia se debe a que los principios que supuestamente dan cuenta de una realidad que, sin ellos, permanecería incomprensible, están separados de la realidad que enfrentamos cotidianamente; están separados o son incluso “trascendentes”. Por eso he dicho que estos principios constituían realidades fetiches: como los fetiches sexualmente significantes que hacen pensar en el sexo, soñar con sexo, pero se cuidan bien de no evocarlo en directo, las realidades fetiches nunca ofrecen más que vistas indirectas sobre la realidad. En cambio, lo real al que me encomiendo no está separado de la realidad inmediatamente sensible y perceptible, y tampoco constituye un principio interpretativo o explicativo: al contrario, deja a lo real en su opacidad (de ser rebelde a toda explicación humana) y en su misterio (de existir). Naturalmente, aquí hay que exceptuar a Aristipo y a Marx, cuyos principios se apegan muy de cerca a lo real. Están instalados, a diferencia de los otros, en pleno corazón de la realidad. Pero no aclaran, o no lo suficiente, su opacidad y su misterio. Por intenso que pueda ser, el placer no explica nada; si acaso, puede suscitar un sentimiento fugaz de justificación del mundo, que no es en sí mismo muy claro. No obstante, es cierto que un hombre que encuentra a una hermosa muchacha a menudo tiende a persuadirse, por un instante, de que Dios existe; otros experimentan un sentimiento similar cuando prueban un gran vino de Borgoña, siendo la existencia del buen vino, en su opinión, la única prueba sólida de la existencia de Dios. En cuanto a lo económico según Marx, constituye una parte innegable y eminente de lo real, particularmente de la realidad social. Pero no cubre, para emplear la jerga de los periodistas, más que una parte de lo real a secas.
¿En qué justifican estas consideraciones el hecho de que nunca me tome el trabajo de definir, de una vez por todas, qué designa para mí la palabra real? La respuesta figura ya en las consideraciones que preceden. Sería vano y contradictorio definir lo real con la ayuda de atributos necesariamente exteriores al objeto que pretenden definir, como sería contradictorio que Plotino definiera el Uno por alguno de sus atributos, sin otro efecto que desmembrar la unidad que tiene en vista.
Otra objeción se me ha formulado muchas veces, a la que quisiera responder para concluir. Muchos piensan, independientemente de mi falta de definición, que mi forma de “objetivar” lo real no tiene demasiado sentido, siendo lo “real” esencialmente subjetivo, relativo a la persona que lo percibe y cree concebirlo. Lo real sería de naturaleza pirandeliana: “a cada uno su real”. Más precisamente, se invoca el carácter construido (por cada uno de nosotros) de la noción de real. Me parece que esta objeción es de origen kantiano; muestra además la marca profunda que el kantismo –hasta en sus aberraciones mismas– ha impreso de manera durable en nuestro pensamiento. Lo pretendidamente real no sería más que aquello que primero es filtrado por nuestros sentidos –los cuales dependen, es verdad, del hecho a priori del espacio y del tiempo– y luego ordenado por la disposición de nuestra mente. Pero es hasta la teoría de la “idealidad” del tiempo y del espacio, expuesta al principio de la Crítica de la razón pura, lo que me parece contaminado de antropocentrismo. Una relectura atenta de estos textos ilustres deja aparecer una constante ambigüedad entre dos ideas: la de una percepción necesariamente espacio-temporal como condición de toda percepción, y la de una percepción espacio-temporal considerada como constitutiva de nuestra facultad de percibir, especie de gafas inherentes al hombre para percibir el mundo, así como el objeto de nuestros conceptos no es para Kant otra cosa que la expresión de nuestra facultad de concebir. Puesto que he hablado de antropocentrismo, observaré asimismo, si bien seguramente se ha observado cien veces antes de mí, que la famosa “revolución copernicana”, de la que se jacta Kant en su prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, no es tal, sino más bien su exacto contrario: consiste en hacer depender los objetos de la concepción de la facultad humana de concebir, lo que no viene a hacer girar la Tierra alrededor del Sol, sino más bien el Sol alrededor de la Tierra, como en el antiguo sistema de Ptolomeo. En una palabra, lo real no está situado en el mundo sino en el hombre que se proyecta en él. No sería del todo exagerado pretender que para Kant –y esta sería entonces su principal aberración– lo real –así como el mundo exterior– no es sino una creación del hombre. Dan ganas de parafrasear a Voltaire: Dios ha creado lo real a su imagen, y el hombre se ha empeñado por hacer lo mismo. Si quieres conocer lo real, comienza por conocerte y entra en ti mismo: allí descubrirás la clave.
Mucho después de Kant, un dístico de Paul Giraudoux expresa una idea similar, que es también la forma más segura de desembarazarse de lo real:
¿Quieres conocer el mundo?
Cierra los ojos, Rosamunda.
Post-scriptum. Se me ha preguntado (en la Universidad Autónoma de Zacatecas, México) si era conveniente confundir las nociones de real y de realidad, que yo uso indistintamente. He respondido que la noción de real es una noción filosófica con pretensión universal (lo real es siempre real) mientras que la realidad es una expresión corriente que desde luego designa lo que difiere de lo imaginario, pero que por lo tanto no garantiza estar ella misma al abrigo de la ilusión, de la alucinación, de un doble fantasmático (la realidad no siempre es real). En otras palabras, y por inspirarme en una célebre réplica de Tartufo: con la realidad hay “acomodamientos”. Con lo real no los hay.
Traducción de Santiago E. Espinosa
Imágenes [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Vidrios rotos, p. 3; Augusto, p. 6.
Lecturas. Este texto es la primera de cinco conferencias que Clément Rosset dio en Zacatecas y fueron publicadas en francés como Tropiques. Cinq conférences mexicaines (París, Les Éditions de Minuit, 2010). Fue traducido originalmente con el título “¿Qué es lo real?”, y con las dos conferencias siguientes integra el volumen Escritos de México (Zacatecas, Universidad Autónoma de Zacatecas, 2010, traducción de Santiago E. Espinosa). Sobre las tres camas en Platón, ver República, X, II, 599a, 601b, 602c.
Clément Rosset (Carteret, Francia, 1939) es filósofo y escritor. Fue alumno de la École Normale Supérieure, donde conoció a Althusser y a Lacan, y profesor en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad de Niza. De sus más de veinte libros están traducidos al español, entre otros, Lo real y su doble. Ensayo sobre la ilusión (Barcelona, Tusquets, 1993); El principio de crueldad (Valencia, Pre-Textos, 1994); Lo real. Tratado de la idiotez (Valencia, Pre-Textos, 2004); Escritos sobre Schopenhauer (Valencia, Pre-Textos, 2005); Fantasmagorías. Seguido de lo real, lo imaginario y lo ilusorio (Madrid, Abada, 2006) y Reflexiones sobre cine (Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010). Uno de los motivos constantes del pensamiento de Rosset (lateral y original respecto de sus contemporáneos posestructuralistas) es la indagación de los rodeos e ilusiones del lenguaje y las artes en torno a lo real tal como se da en la experiencia.
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