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Acerca de las escatologías de la razón y de la fe.
A cada época le corresponde su propia reflexión sobre el tiempo, de modo que le permita esperar con sentido la inminencia del fin de las cosas entendido plurívocamente. Fin de la prehistoria humana y parusía del proletariado triunfante, advenimiento del reino de los fines, consumación de una sociedad de la acción comunicativa, retorno del Dios ausente, instauración de un mundo sin pecado… Fruto del encuentro entre el humanismo helénico y el humanismo judeocristiano, estas formas variadas responden a una necesidad tan imperiosa como desconcertante: la de adecuar el sentido de la época al esquema salvífico de un tránsito hacia la redención.
Karl Löwith dedicó un libro entero –Historia del mundo y salvación (1949)– a la exposición sistemática de los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia. Con vistas a demostrar que toda Geschichte es inconcebible a menos que se la piense en términos de una Heilgeschichte (historia de la salvación), Löwith desanda diecinueve siglos de filosofía: comienza con Burckhardt y, tras un largo camino que pasa por Marx, Voltaire, Vico, Joaquín de Fiore, Orosio, Agustín y tantos otros, llega hasta el humus judeocristiano que dio origen a este teologema. En su libro Escatología occidental, publicado dos años antes, Jacob Taubes había retrocedido aún más en el camino hacia las fuentes difusas de estos presupuestos, transitando el trecho que va desde lo paleocristiano hasta el mundo persa-arameo que parió la Apocalíptica y la Gnosis.
Taubes encara sin mayores protocolos el problema de la esencia de la historia bajo la pregunta por su condición de posibilidad. A partir de las reflexiones póstumas de Otto Weininger, desarrolla un movimiento argumental con el propósito de legitimar la prerrogativa escatológica, partiendo de la unidireccionalidad irreversible del tiempo. La premisa bien podría ser kantiana, o husserliana, pero Taubes no tarda en dar un violento golpe de timón, de modo que esta direccionalidad pasa a apuntar necesariamente a un fin que no es un télos (propósito) inmanente, sino un final extramundano. Desde su trascendencia fuera de goznes, la instancia del Final reordena jerárquicamente las dimensiones del tiempo. Con vistas a conquistarlo, la Eternidad debe alienarse en una historia que, de ahora en más, se desarrolla en el interim entre el polo de la creación y el polo escatológico del fin de todas las cosas.
Aunque sus indagaciones son solidarias, allí donde Löwith escribe como un sobrio filósofo postheideggeriano, Taubes lo hace como un teólogo radical (y algo atolondrado) del judaísmo. Su concepción entraña consecuencias extremas. Supone la impugnación del mundo en cuanto a su valor y sentido. Se impugna asimismo el mundo en cuanto a su continuidad cíclica y a su condición de origen vegetativo y animal de la vida. La historia misma, disuelta su objetividad, se reduce a un predicado de la Revelación.
Cualquiera de estas consecuencias bastaría para demostrar que el punto de incidencia de la doctrina escatológica nunca es teórico, nunca tiene que ver con el mundo como orden natural, sino con una dimensión moral, y esencialmente salvífica. Ni siquiera está en juego la praxis como garantía de la validez moral de las propias acciones, sino su eficacia trascendente en cuanto a acercamiento o prórroga de la redención: en eso y en nada más radica el valor no neutral de un acontecimiento desde el punto de vista de la escatología.
Ahora bien, en medio de su empleo pletórico de las metáforas de direccionalidad, tránsitos, partidas y llegadas, este capítulo de la fe merece una observación. El final de los tiempos no es un fin. Es un umbral. Ontológicamente, un evento. El télos, por el contrario, es una causa, un móvil: la reflexión sobre la teleología surgió cuando Platón comprobó la ineficacia de las explicaciones del atomismo mecanicista y halló luego su consumación en la filosofía de Aristóteles. No todo télos supone un éschaton. Si Löwith señala la disyunción entre el tiempo cíclico y el tiempo lineal como las coordenadas para pensar la historia como sentido, es oportuno distinguir entre lo teleológico y lo escatológico para abordar el pensamiento del sentido de la historia en tanto poseedor de un final. En su afán secularizador, la Modernidad habría intentado reducir la narrativa apocalíptica a un sistema de fines intramundanos: “inmanentizando el éschaton”, para usar la expresión de Eric Voegelin.
Si Hegel pudo concebir el engarce de la historia humana con lo Absoluto como antesala de un tiempo mesiánico, esto sólo fue posible tras la profusa filosofía de los fines de Kant. Taubes no se equivoca al sostener que, respecto del Espíritu, la filosofía kantiana representa el Antiguo Testamento del idealismo alemán. Kant representa un caso límite en cuanto a la intensidad de su reflexión sobre la distinción que hemos propuesto: en la filosofía crítica se daría paradigmáticamente una reducción del éschaton al télos.
Toda la constelación del léxico y la conceptualización del fin (Zweck) en la Crítica del Juicio (1791) apunta a constituir una teleología omniabarcadora. Una vez que Kant ha refinado su teleología trascendental, le queda el campo libre para abrazar cada vez más terreno, al punto de domesticar la fantasía apocalíptica: una vez trascendentalizado el fin, se abre la posibilidad de naturalizar el éschaton.
En el texto tardío titulado El final [Ende] de todas las cosas (1794), la reflexión kantiana se instala desde el comienzo bajo la perspectiva de la finitud: la idea de un final de todos los tiempos se presenta bajo la analogía del tránsito de un moribundo a la eternidad. Sobre este motivo piadoso, Kant ofrece una hermenéutica simbólica que se ocupa de darle un cauce racional a la escatología. Considera explícitamente la posibilidad de un final de la especie humana en tanto que objeto de experiencia, y el comienzo de su perduración como seres suprasensibles, cuya determinación pasaría a ser exclusivamente moral. El “final de todas las cosas”, en concreto, es una duración inconmensurable con el tiempo (duratio noumenon). Se trata de un pensamiento o de una visión inherente a la naturaleza humana. Ornada con las diversas mitologías de turno, constituye una constante antropológica: “Hay que pensar que esa visión se halla entretejida misteriosamente con la razón humana; porque tropezamos con ella en todos los pueblos, en todas las épocas, ataviada de un modo o de otro”.
Así como a partir de la Segunda Analogía de la primera Crítica quedaba descartada toda posibilidad de una creación del mundo natural a partir de la nada, en este ensayo se explicita como impensable un final de las cosas entendido como terminus de la sucesión temporal. Al establecer el tiempo como condición trascendental de la experiencia, la filosofía crítica se ha cerrado inadvertidamente al credo ut intelligam.Trece años más tarde, una nueva acrobacia complementa este movimiento: cuando el final de todas las cosas devenga regulativo, la absorción de la escatología bajo los fines de la razón se habrá consumado. El Ende aller Dinge queda absorbido en una metafórica moral-edificante, cuya expresión literal es la filosofía práctica. El cristianismo mismo se ha convertido en ornamento de la historia humana, pasando a cumplir un rol ancilar en el tránsito hacia una religión pura.
La cuestión posee, además, una dimensión estética. El pensamiento de una duración nouménica “encierra algo de horrible: porque nos conduce al borde de un abismo de cuya sima nadie vuelve […]; y al mismo tiempo, algo de atrayente: porque no podemos dejar de volver a él nuestros espantados ojos”. El espectáculo que pone en escena la imaginación escatológica es un ejemplo perfecto de lo terrible sublime, que es a su vez una subespecie de lo sublime dinámico. La atracción repelente (o repulsión atrayente) indisociable de la noción de sublime se encarna aquí, por antonomasia, en la imaginación excitada y conmovida por la expectación del éschaton, “en parte a causa de su oscuridad, pues ya se sabe que en ella la imaginación trabaja con más fuerza que a plena luz”.
La reflexión kantiana puede explicar tanto la fascinación de los posmodernos por la Analítica de lo sublime como la seducción que sobre ellos ejerce la sublimidad escatológica. El apocalipticismo se revela, ya no como una extravagancia o una excentricidad de pensadores encandilados de una u otra manera con la historia del judeocristianismo, sino más bien como uno de los teologemas bajo los cuales la posmodernidad tramita, una vez más, la utopía.
Pese al impulso secularizador de la Ilustración, y mal que nos pese a los herederos de la primavera de la sospecha, la pregunta “¿qué puedo esperar?” sigue acosando al sujeto tardío de los adalides del fin del hombre. Mientras que el destino de la deconstrucción no podía sino derivar en una déclosion algo trasnochada del cristianismo, mucho pensamiento reciente hace depender su originalidad de la demora sobre las primeras tres sílabas del compuesto “judeocristianismo”. Con toda la impronta del posnietzscheanismo, el pensiero debole no parece haber podido vencer la tentación de reincidir en el empleo de la imaginería más extrema de la religión. Inmune a toda crítica, el Ángel de la historia continúa siendo el personaje central de un drama contemporáneo que no puede dejar de postular órdenes angélicos ni demonologías variopintas.
“El espíritu moderno es indeciso, no sabe si es cristiano o pagano”, sentencia Löwith. Se trasunta aquí una tesis aporética. ¿Cómo se hace cargo el pensamiento moderno de la herencia escatológica que recibió transmutada en filosofía de la historia? Löwith responde que, después del encuentro con el cristianismo, la humanidad occidental se ve consignada a pendular entre una noción cíclica del tiempo y una noción lineal que es escatológica, ya sea secularizada o no. Como resultado, es presa de la confusión entre ambas.
De la conciencia ambigua de la modernidad de posguerra a la nulidad de muchas discusiones posmodernas hay un solo paso. El sistema de estrellas del pensamiento contemporáneo de divulgación ni promueve un nuevo reacomodamiento del destino histórico ni presenta una impugnación bajo la forma de una reflexión alternativa acerca del tiempo inmanente.
La mera infertilidad frente a un dilema arduo tal como una reflexión pendiente desde hace milenios sobre el tiempo histórico no debe distraernos de una ligereza más grave. Al servirse de símbolos cuyo alcance no está dispuesto a asumir, el tono mesiánico de la filosofía reciente se desentiende de la radicalidad del asunto. En su intento de vestir la apocalíptica con el hábito de lo bienpensante, ignora la aporía que un pensador genuinamente religioso como Taubes hace ineludible entre asumir un fideísmo judío, o reconocerse resueltos promotores de un nihilismo satánico.
Pese a la liviandad epocal, el pensamiento contemporáneo todavía nos reserva una reflexión que se permite abordar estos temas dentro del horizonte de los intereses de la razón. Es el caso de la filosofía de Hans Blumenberg.
Blumenberg ofrece, a la vez que una hermenéutica, una patogénesis de la narrativa apocalíptica. Con la mención de la enigmática frase de San Juan, “El diablo sabe que le queda poco tiempo” (Apoc. 12.12.), nos impide continuar ignorando que, al menos en su vertiente cristiana, la temática del fin de los tiempos no puede disociarse del problema del mal. Al cifrar la verdad de la sentencia joánica en la escasez de tiempo como el origen de todos los males, allana el terreno para inmanentizar el dictum apocalíptico. El mal surge de “la incongruencia que supone que un ser con un tiempo de vida limitado tenga deseos ilimitados”. Esta consideración sienta las bases para abordar los elementos axiales de la escatología cristiana bajo los parámetros de una dinámica del deseo y el límite.
La limitación del deseo infinito encuentra su forma básica en la muerte. Puesto que el tiempo de la vida ha de terminar, no todo deseo posible es realizable. E incluso más: aun contando con un tiempo indeterminado, sería imposible disfrutar de todas las gracias puestas a disposición por el mundo de manera simultánea. A la coordenada horizontal del tiempo de la vida se agrega la coordenada sagital de la intensidad de la satisfacción. Ambas son estructuralmente insaciables en el tiempo del mundo.
Lo paradisíaco del paraíso es la abundancia ilimitada de tiempo; la extensión indefinida del tiempo de la vida en condiciones constantes. Es una dimensión temporal mucho más que espacial, una ucronía antes que utopía; objeto de una historia conjetural, más que de una geografía fantástica; la Hora, antes que el Jardín. Recordando la meditación kantiana, podríamos decir que el páthos mesiánico del Occidente moderno sólo es satisfecho por el utopismo en la medida en que este se presenta como interrupción del tiempo histórico: no tanto como nec plus ultra de la sucesión, cuanto como un estado de cosas de duración infinita para nosotros.
Sin embargo, ni siquiera la beatitud edénica es capaz de erradicar la incongruencia que da origen al mal: hay en el mundo aquello que, aunque asequible a nuestra capacidad de conocer, no se ofrece ni podrá jamás ofrecerse a nuestro deseo. El primer astro, la primera cosa meramente nombrada por Adán, quiebra el vínculo vocativo con las cosas. A diferencia de todos los animales y de Eva, la primera estrella no puede responder a su llamado. Desde el momento en que el mundo no parece ser sólo un jardín, su indiferencia nos da una primera noticia de la fatalidad: está destinado a sobrevivirnos. Se han abierto las tijeras del tiempo de la vida y el tiempo del mundo, y la única solución radica en pretender emular el acto divino y suprimir la diferencia entre ambos. En lo que quizás haya sido una de las pocas herejías relevantes de su siglo, Blumenberg pregunta: “expulsión, ¿era preciso eso? ¿No se destruyen los paraísos ellos solos?”.
El mundo de la vida cotidiana está signado por el impulso de esgrimir diversas técnicas y artificios para ganar tiempo y sacar el mayor partido posible del mundo. Eso, y no otra cosa, es lo diabólico. El pacto fáustico, a su vez, consiste en “encorsetar el tiempo del mundo en las medidas del tiempo de la vida, fijar el límite de la vida en el momento de sentirse saciados del mundo por medio de la magia, la violencia o la ilusión”. En este sentido, la metafórica del Final es el modo delirante que resuelve este conflicto elemental mediante una simetría desquiciada: “la satisfacción del deseo bíblicamente bien poco genuino de que, a la vista de la caducidad y finitud propias, sería justo que también todo lo demás fuera caduco y finito –expresado más abstractamente: el tiempo de la vida y el tiempo del mundo deberían coincidir–”.
Blumenberg se ubica en un lugar que se insinúa débil: crítico de la historiografía sacralizada así como de la epistemología moderna, no tiene de su lado ni la razón ni la fe. Ni siquiera la eficacia de cotidianeidad media que beneficia a los profetas de la posmodernidad. Es un fenomenólogo divergente, no menos que un hermeneuta consumado. Su erudición y su fraseo virtuoso dejan entrever una convicción. La filosofía no es, o no debería ser, rehén del apriori histórico de la escatología.
Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Totloop (2003), film 16 mm; Lenf (1998/2008), dibujo, impresión sobre papel, medidas variables.
Lecturas. Jacob Taubes, Escatología occidental [1947] (Madrid-Buenos Aires, Miño y Dávila, 2010); Karl Löwith, Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia [1949] (Buenos Aires, Katz, 2007); Jean-Luc Nancy, La déclosion (Déconstruction du christianisme 1) (París, Galilée, 2005); Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos de San Pablo [2000] (Madrid, Trotta, 2006); Hans Blumenberg, Tiempo de la vida y tiempo del mundo [1986] (Valencia, Pre-Textos, 2007).
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