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Si ya es casi un tópico concebir la paternidad como una mera ficción simbólica, hoy irrumpe una nueva lógica que pone en duda la supuesta unicidad de la madre. En un prólogo reciente, Jacques Derrida define los alcances y límites de una distinción entre la madre “real” y una maternidad “esencial”. Tras reflexionar sobre el mentado vínculo entre escritura y matricidio, confiesa su sueño de escribir “más allá de la pulsión de muerte, de toda pulsión de poder y dominio”. Este artículo propone matizar ese dilema artificioso, que condena al escritor a la crueldad trágica o a una inocencia inverosímil.
Es probable que nunca acabemos de sentirnos cómodos ante las reiteradas nupcias del psicoanálisis y la crítica literaria. No debe sorprender, por lo tanto, que en más de una ocasión algún filósofo notable se haya autoasignado la tarea de ponderar esa modalidad anfibia del ejercicio crítico. El ensayo que Michel Foucault dedicó al libro de Laplanche sobre Hölderlin es un ejemplo elocuente de esa propensión. “El ‘no’ del padre” (1962) es, a la vez, un sabio ajuste de cuentas con los estudios hölderlinianos y una evaluación precisa de las indagaciones psicopatológicas en torno de los genios literarios. El éxito de la conjunción se explica fácilmente atendiendo a la calidad de los factores implicados: la pertinencia teórica que exhibe Laplanche en Hölderlin y el problema del padre (1961) y la perfección siempre un poco glacial de la escritura de Foucault.
¿Qué ocurre, en cambio, cuando el filósofo es Derrida y cuando el libro en cuestión es el impreciso James Joyce ou l´écriture matricide, de Jacques Trilling? A pesar de la estridencia de su título y de la lucidez más bien episódica de sus tesis, el estudio de Trilling es un caso no desatendible de crítica joyceana. Tal vez eso justifique que una reedición y un prólogo de Derrida lo hayan rescatado, en 2001, de su reclusión en una publicación psicoanalítica del año 1973. Es cierto que el análisis intrépido de los mitos griegos y el tono autobiográfico, de desvaído lirismo, conspiran contra su vigencia. Por si fuera poco, Trilling aborda el estudio de la literatura joyceana con protocolos criminológicos: explora morosamente esa mixtura de furor, responsabilidad culposa y desolación que Joyce sintió respecto de la muerte de su madre, y la relaciona, mediante conexiones sutiles o desaforadas, con sus innumerables repercusiones literarias. Pero, en todo caso, a tres décadas de distancia, nada impide disfrutar de su disipación conceptual y de sus inflexiones melodramáticas. De estos dos aspectos, posiblemente sea el segundo el que haya prevalecido a la hora de provocar en Derrida una serie imprevisible de argumentos filosóficos.
Acentuando algo que en el libro es apenas un esbozo, Derrida sostiene que Trilling habría propuesto “la formalización de una ley universal”. Esta ley sería la que distingue, con aparente sencillez, entre la madre y la maternidad. Aplicado al “matricidio” perpetrado por el mayor de los escritores modernistas, eso significa: podemos soñar con prescindir de la madre pero no con eliminar la maternidad de la madre; podemos incluso asesinar, simbólica o literalmente, a la madre, pero no eclipsar esa sombra de maternidad que sobrevive velando con un celo a la vez amoroso y siniestro (de ahí el sugerente título del prólogo: La Veilleuse). Sin embargo, Derrida no admite que exista algo así como una distinción neta. En concordancia con ese rasgo casi axiomático de su pensamiento, la operación deconstructiva por excelencia llega de inmediato, a la manera de un tic o una contracción maquinal: la distinción en cuestión es, al mismo tiempo, inevitable e imposible. Lo que viene a ocupar, como residuo, el lugar de esta inviable diferenciación entre la existencia y la esencia, entre una madre “real” y una maternidad “esencial”, sería el espectro de la maternidad. Todo indica que esa espectralidad maternal no sólo no cesaría de interpelar y provocar la escritura joyceana, sino que sería también una de las vías privilegiadas para acceder a eso que llamamos fantasma. “La maternidad es generadora del fantasma en tanto tal, ella es la generatriz, no me atrevo a decir la madre de lo fantasmático”, insinúa Derrida. Entretanto, los motivos típicos de su filosofía tardía desfilan pausadamente y de acuerdo con una especie de coherencia crepuscular: así como abundan las alusiones (delicadas) a la cuestión de la espectralidad, tampoco están ausentes las (fastidiosas) disquisiciones en torno del nombre propio y de la firma.
Lo notable es que Derrida discierne dos lógicas aliadas en la textura argumental del ensayo de Trilling. Una de ellas hace justicia al sentido común y responde a una tradición que es a la vez freudiana, joyceana y lacaniana. La profusión de epítetos no debe confundir: resulta útil a la hora de identificar en discursos diversos un mismo modo de razonamiento que concibe la paternidad como ficción especulativa, contrapuesta a una maternidad que es pensada como objeto directo de percepción. (Haría falta detenerse aquí y releer ciertos pasajes del manido caso de El hombre de las ratas; más secretamente, la cuestión asoma también en el capítulo noveno de Ulises, cuando Stephen sostiene, ante sus inquietos interlocutores, que la paternidad no es más que una legal fiction.) Pero otra lógica irrumpe para someter a la madre al mismo régimen de sustitución posible, inferencia racional o construcción simbólica que antes creíamos circunscrito, exclusivamente, al ámbito de la paternidad. Derrida destaca con claridad todo lo que, respecto de cierto canon psicoanalítico, es desafiado por esta segunda tendencia del análisis de Trilling: Edipo, parricidio, Nom-du-père, orden simbólico. No es necesario comprometerse con términos tan aparatosos como falologocentrismo patriárquico para reconocer que esta tesis no sólo es plausible sino también, a grandes rasgos, verdadera. Los progresos de la biogenética, los bancos de esperma, el “alquiler de vientres” ¿no han astillado la convicción de que la maternidad es algo tan sencillo como el objeto de una certidumbre perceptiva? Es innegable que, hoy en día, todo esto ha puesto en cuestión el dogma de la unicidad de la madre. Más incierta, en cambio, es la pretensión derrideana de que esta “situación nueva” se limita a esclarecer una verdad transhistórica. Si bien es preciso admitir que “la madre no ha sido jamás únicamente, jamás indubitablemente, aquella que da a luz”, las consecuencias sedantes que Derrida extrae de esa verdad general resultan sospechosas: todo sucede como si su pensamiento apenas pudiera responder a la provocación de lo empírico y la narcotizara en el mismo instante en que declara sentirse interpelado por ella. (Algo similar ocurre con otra de esas “nuevas situaciones” turbulentas: siempre han existido, qué duda cabe, procedimientos simbólicos, disciplinarios o doctrinarios de “clonación”, pero sería inexacto y equívoco sostener que la posibilidad real de la clonación científica se ubica, simplemente, en esa línea de continuidad.)
Curiosamente, Derrida dedica un tramo importante de La Veilleuse a concertar variaciones en clave “existencialista”. El argumento general podría resumirse del siguiente modo: “Es bien posible, ciertamente, matar a la madre, reemplazarla, sustituir un vientre por otro. Lo que es imposible de suprimir es el nacimiento como dato originario. Podemos maldecirlo, pero esa maldición es impotente: el mal ha tenido lugar, irrevocablemente”. Del eslogan “resulta-imposible-borrar-la-contingencia-de-haber-nacido”, Derrida extrae un argumento que, sinuosamente, nos reconduce hasta las condiciones de posibilidad de la experiencia. Sólo que aquí, en un desplazamiento que conjuga el acento plañidero con la caricatura de un argumento trascendental clásico, la imposibilidad se revela como aquello que prescribe el orden de lo posible. Desde luego, la caricatura también es un arte: por un momento, Derrida casi nos convence de que la imposibilidad de habernos sustraído de la existencia permanece como la única posibilidad de acceder a la experiencia del “yo soy” y aun de la temporalidad misma. Situada entre un “podría no haber nacido” y un “podría morir”, la intensidad variable del “yo existo” se volvería así el vestigio de un nacimiento irreductible a toda ontología. No estamos lejos, entonces, de ese “retroceso del origen” que era una de las marcas distintivas de la différance: “No sólo la cuestión no es ya ‘ser o no ser’ sino que, igualmente, es ya demasiado tarde para la cuestión acerca de ‘nacer o no nacer’”, explica este Hamlet de la deconstrucción.
Pero tal vez las reflexiones más valiosas de La Veilleuse se concentren en su breve “Posdata”, precisamente allí donde el razonamiento se escinde en dos movimientos contrarios. En primer lugar, el vínculo entre crimen y escritura revelado por el presunto matricidio joyceano adquiere ahora el estatuto hiperbólico de una ley universal: “la escritura sueña con la soberanía, la escritura es cruel, mortífera, suicida, parricida, matricida, infanticida, fratricida, homicida, etc.”. Pero, de inmediato, otro movimiento igualmente extremo surge para contrarrestar los impulsos delictivos de esa escritura hipercruel. Es significativo que, para describir esta nueva fuerza contraria, Derrida adopte ese tono confidencial, esa ley de la intimidad súbita que sólo él supo introducir en el corazón de la prosa filosófica más neutra y en las inmediaciones de la reflexión más abstracta. Extraigo algunos filamentos de esa extraña confesión: “Nueva regla de vida. Respirar sin escritura; en lo sucesivo, respirar más allá de la escritura. No se trata de que esté sofocado, o fatigado de escribir bajo el pretexto de que la escritura es mortífera. Pero […] anhelo una renuncia –rubricada y activa– a la escritura, una vida reafirmada. Por tanto, sin matricidio. Se trataría de empezar a amar el amor sin escritura, sin frase, sin muerte. Habría que comenzar por aprender a amar a la madre […]. Más allá de la pulsión de muerte, de toda pulsión de poder y de dominio. Escritura sin escritura. […] Si la distinción entre madre y maternidad permanece a la vez ineluctable e ilusoria, si el matricidio deviene tan fatal que sólo él exonera al culpable, ¿no habría que ser un monstruo de inocencia para escribir todavía? ¿Un niño? ¿Un ingenuo? […] ¿Es aún posible una escritura sin matricidio?”.
Por un lado, entonces, prevalece una concepción trágica, casi criminal de lo literario; en el otro extremo, se vislumbra una escritura tan apacible que la piedad que la anima adquiere visos de perversión. Podría pensarse que lo que acaba delineando este dilema falso y artificioso es la naturaleza hiperbólica del contraste.
Sin lugar a dudas, la primera cláusula de esa disyuntiva se sitúa cómodamente en la estela de cierta tradición que hoy, tal vez, convendría atenuar antes que promocionar: me refiero a una línea muy amplia que abarca tanto los credos célebres de Artaud, Bataille, Blanchot, Leiris o Sollers como, en general, toda esa espléndida eclosión, ya algo lejana, de estudios franceses sobre la figura de Sade.
Explorar los fundamentos del segundo aspecto del dilema puede resultar aún más sugestivo. La conferencia Estados de ánimo del psicoanálisis (2000) es una vía privilegiada en ese sentido, ya que propone una meditación explícita y articulada acerca de la cuestión de la crueldad. En una secuencia de reflexiones deslumbrantes, Derrida sondea las potencialidades de un acercamiento íntimo entre el saber psicoanalítico y la teoría política. Entre otros motivos, y casi como una resonancia desviada del matricidio joyceano, Derrida inventa la noción de “parregicidio”, una efectiva mot-valise que enlaza la doctrina clásica de los contractualistas que teorizaron el ius resistendi con la lógica freudiana de Tótem y tabú. Pero la innovación léxica no basta para sostener un discurso que, hacia el final, desbarata toda su perspicacia analítica con la propuesta de concebir un quimérico más allá de la pulsión de muerte o de dominio soberano. Al modo de una necesidad imperiosa, pero también como un postulado injustificado e injustificable, llega la “afirmación originaria del incondicional imposible”, la afirmación desde la cual y por tanto, más allá de la cual, las pulsiones de poder y soberanía se determinarían. (Tanto esa connotación criptoteológica –que, sin duda, el propio Derrida habría sido el primero en denegar– como la deliberada ingenuidad antropológica y política de ese ardid filosófico son aspectos que merecen ser cuestionados de la manera más frontal.) No parece anecdótico, entonces, que la posdata de La Veilleuse contenga una referencia fugaz a la conferencia sobre Freud: en su creencia de que algo semejante a un más allá de la crueldad es posible (o deseable), ambos textos comparten cierto rictus final de beatitud.
Debido a esta serie de razones, parece saludable propiciar una disposición escéptica respecto de toda alternativa dramática: en efecto, tal vez estemos en vísperas de entender que la escritura no es ni soberanamente cruel ni asépticamente incruenta.
Sin embargo, estos reparos no deberían impedir reconocer en La Veilleuse uno de los textos más significativos del Derrida tardío. Percibido desde cierta perspectiva, el itinerario que diseñan sus escasas treinta páginas resulta verdaderamente curioso: en el comienzo, se indagan las consecuencias filosóficas de un matricidio literario; hacia el final, se acaba soñando con la utopía de una escritura incruenta. Entre un extremo y otro, se ubican, implausibles pero conmovedores, los movimientos de la argumentación.
Lecturas. James Joyce ou l´écriture matricide, précédé de Jacques Derrida, La Veilleuse fue publicado por Circé (Belfort, 2001); la conferencia Estados de ánimo del psicoanálisis. Lo imposible más allá de la soberana crueldad, por Paidós (Buenos Aires, 2001). La antología De lenguaje y literatura (Barcelona, Paidós,1996) contiene una versión española del ensayo de Foucault “El ‘no’ del padre”. También existe una traducción del estudio de Jean Laplanche: Hölderlin y el problema del padre (Buenos Aires, Corregidor, 1975).
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