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El sexto siempre vuelve

FILOSOFÍA

 

Sobre la problemática de la comunidad sin fundamento.

 

Uno de los relatos breves de Kafka, “Comunidad”, cuenta la historia de cinco amigos que un día salen de una casa, uno tras otro, y se paran delante de ella en línea. Así despiertan la atención de la gente, que los señala diciendo que acaban de salir del mismo lugar. A partir de entonces “los cinco” viven juntos pacíficamente, salvo por la presencia de un “sexto” que continuamente desea “meterse por la fuerza” donde no lo conocen ni desean aceptarlo como “uno de ellos”. A los cinco amigos no les interesa ser seis y, si bien permanecer juntos no tiene para ellos ningún sentido, ya están juntos y no anhelan una nueva unión. Claro que tampoco podrían explicarle esto al sexto, porque en cierto modo significaría admitirlo. De modo que no lo aceptan, sin aclarar nada, y lo alejan a codazos. Pero el sexto, dice Kafka, “siempre vuelve”.

Los cinco amigos que “forman” comunidad casi por un azar (salieron de una casa, fueron señalados por los otros y decidieron vivir juntos) reciben constantemente la presencia de otro, un sexto. Lo rechazan, pero vuelve: ese que se mete a la fuerza allí donde nadie lo llama, ese entrometido, ese otro cuya unión a la comunidad no es deseada es el que permite que haya (con su aparición molesta, monstruosa) comunidad. Pone en jaque la pacífica unión de los que, a pesar de vivir juntos, tampoco se conocen. No se conocían antes y no se conocen ahora, agrega Kafka. Ese otro, molesto, insistente, hace visible el modo de ser comunitario: un modo de ser en el que lo común (la casa compartida, la pacífica unión) está siempre amenazado, alterado, parasitado. Ese otro, que parece venir después, ya estaba antes.

Cuando la filosofía contemporánea se plantea la problemática de la comunidad en la línea de autores posnietzscheanos como Blanchot, Nancy, Derrida, se está refiriendo, de algún modo, a esta comunidad, la del sexto. Es decir, a la presencia alter-ante del otro, que rompe con toda voluntad de organización y unión pacífica. En todas las épocas las sociedades (esos conjuntos de individuos unidos “artificialmente” por el derecho) experimentaron la nostalgia de otro tipo de “uniones”. En todas las épocas la comunidad se presentó como una posibilidad “más amable” para convivir que la sociedad: un espacio más cálido, más confiable, más seguro, en el que hombres reunidos por afinidades electivas experimentaban el placer de la cercanía. Esto es lo que estaba presente en la clásica definición de Tönnies: la sociedad es un lugar de convivencia artificial y lejanías, la comunidad es lo que agrupa a los hombres en torno a proximidades (culturales, deportivas, etc.). Cuando Zygmunt Bauman alude al ansia actual de comunidad como búsqueda del paraíso perdido está remitiendo a este modo (sociológico) de pensar la comunidad: como lo reprimido en lo social.

No es de esta idea de comunidad que hablan los pensadores antes indicados, sino de otro modo de comunidad, menos cálido y menos cercano, más poblado de lejanías y ausencias: la comunidad-que-somos. Que-somos: una cuestión ontológica, antes de ser “organizativa” o deseable: ya lo somos. Nuestro modo de ser, en tanto existentes, es comunitario: esto no significa que somos “sociales”, sino que ya somos otro, ya estamos atravesados por el otro, nuestra supuesta “mismidad” ya está contaminada de alteridad, de diferencia, de monstruosidad (en tanto el otro es lo no-familiar, lo Unheimliches). En el pensamiento de los autores que he denominado posnietzscheanos, es decir, aquellos que ante el anuncio de la muerte de Dios asumen la imposibilidad de fundamentación y, con ello, de verdad última, esta idea de la comunidad (en un sentido ontológico) remite a una comunidad irrepresentable e impolítica. Si no hay fundamento tampoco existe finalidad (télos), y el pensar se genera desde la provisoriedad y desde el perspectivismo como pensamiento trágico (que sabe que la fábula de las “grandes totalidades” ya no es posible y, por lo tanto, ningún consuelo sana o repara la ausencia de fundamentación).

Cuando Jean-Luc Nancy, retomando el término blanchotiano, se refiere a la “comunidad desobrada”, hace patente que la comunidad no puede ser resultado de un proyecto: retirándose de la obra (no es un producto), la comunidad ni “se hace” ni “se debe hacer”, sino que ella es la que “hace ser”. En este sentido, y frente al mito fundador de comunidad, o al Estado (otro modo del mito, como lo avizoró Nietzsche al calificarlo como “nuevo ídolo” y al señalar cómo su figura conjuga la violencia y la fábula), la comunidad de la que estamos hablando sólo puede pensarse desde la impoliticidad. Massimo Cacciari es quien, desde fines de los setenta, ha reactivado el sentido de lo impolítico a partir de su interpretación de Nietzsche, mostrándolo como el terreno de la crítica radical del “ser-valor” de la política. Asumir esta última como “puro ejercicio del poder” no satisface: por ello el hombre continuamente se representa una totalidad de valor (el Estado, el mito fundador, el bien) que da “sentido” al poder. De este modo, violencia y representación de valor se alían para constituir la idea de lo político, y el Estado se concibe como totalidad (ley, norma). Como indica Cacciari, lo impolítico significa la deconstrucción de esa totalidad: no para señalar su falsedad, sino para mostrarla como producto de fuerzas históricas y poder criticar los valores que la sostienen en tanto totalidad. El problema del “devenir teológico” de la política (esa necesidad de un gran valor como sustento y mistificación de su –insoportable– dimensión de violencia) es que el mito valorativo se transforma en ejercicio de totalitarismo, generalmente en la figura del Estado. Este, para poder ser efectivo, debe representarse como una homogeneidad completa, sin resto.

Lo impolítico es, entonces, un pensamiento del resto. La noción de resto remite a una cierta semántica teológica: el resto de Jacob en Miqueas, el resto de Israel en Isaías, es decir, los que sobrevivirán a la destrucción del templo. Pensado en sentido ontológico, el resto alude a lo que resiste a la totalización. El resto no es “lo que queda” sino lo que ya estaba allí, impidiendo la totalización y el cierre, el resto es la “resistencia” a toda síntesis dialéctica, a toda respuesta que neutralice el conflicto.

Si ya no queremos pensar en términos de una comunidad en sentido sociológico, por su carácter homogeneizador y, además, por el sentido de propiedad en que se funda (“pertenecer” en virtud de determinados atributos compartidos es lo que cuenta); si deseamos pensar algo diferente del pacto de intereses (que, evidentemente, no satisface y experimenta siempre la nostalgia del Gran Valor que confiera sentido al pacto); si creemos que está deconstruido el mito del Estado fundador: ¿cómo pensar la política en este modo impolítico? La filosofía contemporánea lo ha hecho en términos de hospitalidad (Cacciari, Derrida), considerando que el Cum que permite la comunidad es posible en términos de hostis-hospes: cuando el próximo es al mismo tiempo enemigo o extranjero (hostis) y el extranjero habita en mi casa. El extranjero habitando en mi casa (alter-ando mi propiedad) es esa figura de lo monstruoso a la que antes remití: es necesario, entonces, aceptar la radical extrañeza que nos atraviesa e “irrumpe” exigiendo “respuesta”. Ese es el “sexto” kafkiano: molesto, demandando respuesta, exigiendo hospitalidad incondicional.

La noción derridiana de “hospitalidad incondicional” no remite a una forma de “relacionarse” con el otro, sino a un modo de ser del existente humano en tanto “ser-con”: “somos” hospitalidad. Por ello, la hospitalidad incondicional alude a la acogida sin cálculo del otro, a la exposición sin límites al arribante. Una lógica de la visitación rige esta hospitalidad: como el fantasma, el otro llega sin aviso previo, no se puede programar (ni controlar) su llegada. El arribante excede, entonces, todo cálculo. La “otra” hospitalidad, la condicionada, sigue siendo una forma del pacto: abro mi hogar (mi país, mi institución) al otro. Mientras que la hospitalidad incondicional remite al ámbito de la justicia, la hospitalidad condicionada remite al del derecho, y se relaciona con el cálculo, porque ante el derecho debemos ser iguales, equivalentes (“iguales ante la ley”). Esta hospitalidad efectiva se conecta, entonces, con una política posible, mientras que la hospitalidad de la acogida irrestricta del otro se refiere a una “política de lo imposible”. Porque no hay aquí nada que pueda ser previsto o calculado: estamos frente al otro como acontecimiento.

 

Comunidades del resto e impoliticidad. La filosofía moderna, desde la pérdida de la polis griega o de las viejas comunidades, asume que la política es la organización de un vacío. La idea de “comunidad sin fundamento” parte también de un vacío, pero no por nostalgia de una pérdida. “Somos vacío”, en la medida en que ninguna esencia o atributo nos constituye, sino que ese modo del existente que somos como ser-con indica que no podemos caracterizarnos desde una propiedad de nosotros mismos: estamos des-apropiados. En otros términos, somos “comunidad del resto” con una tonalidad mesiánica particular. Se trata de una mesianicidad sin mesianismo, dirá Derrida, sin contenidos acerca de lo que completará la espera, sino indicando, más bien, en el sentido blanchotiano, una espera sin espera. Un Mesías también kafkiano: que vendrá cuando ya no sea necesario, un día después de su venida.

¿Cómo pensar, entonces, la fuerza impolítica de esta idea de comunidad del resto desde un mesianismo sin contenidos que la completen? La idea de comunidad del resto implica asumir la no representabilidad de la política, lo que supone afirmar, asimismo, el no cierre del otro en figuras atrapables y dominables por una subjetividad representativa. Que el otro no sea representable significa que el otro no es apropiable, que no es reductible a un número en un programa o proyecto, que es singularidad que excede, excedencia de sentido con respecto a todo programa.

Quienes consideran que posiciones como la deconstrucción o la idea de lo impolítico no hacen más que registrar la despolitización de lo moderno y el estado de fragmentación, y entonces simplemente “acompañan” el liberalismo y la globalización, casi como sus heraldos, deberían, por lo menos, inquietarse ante algunas cuestiones.

Pareciera que lo que reduce a los individuos al nivel de equivalencia es el lugar ocupado por la economía ante la despolitización. El orden jurídico planteado desde la igualdad oculta, en parte, la mentira del liberalismo, que pregona la igualdad de oportunidades como fingimiento de valor ante la ausencia de este. Así como es intolerable la violencia fundadora de Estado y necesita del mito que la recubra, también es intolerable la crueldad del mundo organizado en términos liberales, y por ello es necesario acudir a un mito protector: la igualdad de oportunidades. Este mito parece rescatar una igualdad de los hombres que es desmentida día a día por el funcionamiento del mundo del mercado, que arrasa con los débiles y se ensaña con los más frágiles.

La “igualdad” permite armar proyectos y programas, necesarios, sin lugar a dudas, para “hacer política”, en la que somos “sujetos” de deberes y de derechos. La dimensión de subjetividad ya es una dimensión de poder: como lo mostró de manera magistral Heidegger en La época de la imagen del mundo, ser sujeto, representarse la realidad, implica apropiarse de ella. No es que el poder “se agrega” a la subjetividad, sino que esta es poder, y podríamos añadir que este ejercicio del poder exige siempre “sacrificio”. Algo (mucho) del existente humano es sacrificado en la subjetividad, algo (mucho) es sacrificado en el ordenamiento de lo social en términos de derecho: lo vital, lo comunitario (que-somos), la singularidad. Somos sujetos sujetados: algo debe ser “constreñido” para que las leyes funcionen. Para dicho funcionamiento es necesario remitir al ámbito de la presencia y de la representación aquello que somos, pero siempre resta algo que resiste a la presencia. La constitución de lo que somos en términos de sujetos de derecho supone una cuota sacrificial notable: sólo así es posible “ordenar” lo social. Sin embargo, ese sacrificio está siempre en el límite del tornarse insoportable. Asumir la comunidad-que-somos no supone pensar que esa asunción implica una “superación” de la subjetividad hacia otras formas de ordenamiento de lo social. Pareciera que, por ahora, el sujeto sigue siendo necesario en la política práctica y en el ámbito del derecho. La pregunta es, entonces: ¿qué hacer? ¿Poner límites al sujeto? ¿No es la limitación de la subjetividad un ejercicio más de subjetividad, de “poder” de la subjetividad?

Tal vez, la mínima “tarea” política de una idea de comunidad impolítica sea la labor de resistencia. Tarea “mínima” para quienes siguen pensando lo político en el paradigma de lo puramente programático, que siempre puede devenir técnica administrativa que olvida, en su ejercicio calculador, lo que hay que tener en cuenta en la política: el otro y su singularidad, el otro y su extrañeza. Esta tarea de resistencia supone resistir tanto a la teología política y su noción de soberanía como a la política transformada en pura técnica. Se trata de resistencia a la totalización, ya sea que esta se dé en el modo de los valores, de los grandes mitos o del mito –más prosaico– de la técnica omni-resolutiva.

Por otro lado, lo que permiten pensar estas ideas en torno a la comunidad sin fundamento es una convivencia aporética del ámbito del derecho –hospitalidad condicionada– y del ámbito de la justicia –hospitalidad incondicional–. Para Derrida son dos zonas heterogéneas, no dialectizables pero, sin embargo, “relacionables”. Por ello, creo que es posible pensar esa tarea de resistencia en términos de “comunidad del resto”, de aquello que permite una cierta “restancia” en la política concreta de programas y de proyectos. Un temblor, mínimo pero desquiciante, en la calculabilidad y programabilidad de la política. Un temblor mínimo que supone no olvidar que lo que importa en la política es el otro, y el otro es singularidad y acontecimiento no programable. Un temblor mínimo (pero con la potencia no reductora de lo imposible) que no intenta suprimir el conflicto entre lo calculable y lo incalculable, sino que lo asume como el medium en que se mueve la política. Un temblor mínimo que se relaciona con una acción temporariamente suspendida en su potencia de actuar, abierta a la escucha del otro. Un temblor mínimo en una tarea que se plantea la necesidad de la no apropiación, la no homologación y la no reducción del otro.

Comunidades del resto, señalé antes. Si hay resto, no hay horizonte totalizador que tienda a apropiarse de lo que pretende hacerlo estallar. Y este temblor mínimo no es un “sueño utópico” sino una vigilia permanente. Como señala Derrida, “todo lo que parece imposible ya ha sido prometido y, por lo tanto, se mantiene como pensable”. En la espera sin espera, la resistencia es el mantenimiento de lo prometido (lo por-venir) como pensable. Por ello, el otro, como el sexto kafkiano, siempre vuelve, porque somos “comunidad del resto”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Ai Weiwei, Fairytale (2007), 1001 visitantes chinos, Documenta 12, Kassel.

Lecturas. Zygmunt Bauman, Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil (Madrid, Siglo XXI, 2003). Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable (Madrid, Arena, 1999). Massimo Cacciari, “Lo impolítico nietzscheano” (1978) en Desde Nietzsche. Tiempo, arte, política (Buenos Aires, Biblos, 1994) y El archipiélago. Figuras del otro en Occidente (Buenos Aires, Eudeba, 1999). Mónica B. Cragnolini (comp.), Extrañas comunidades. La impronta nietzscheana en el debate en torno a la comunidad (Buenos Aires, La Cebra, 2009). Jacques Derrida, Políticas de la amistad (Madrid, Trotta, 1995) y La hospitalidad (Buenos Aires, De la Flor, 2000). Roberto Esposito, Communitas. Origen y destino de la comunidad (Buenos Aires, Amorrortu, 2003). Jean-Luc Nancy, La comunidad desobrada (Madrid, Arena, 1999) y La comunidad enfrentada (Buenos Aires, La Cebra, 2007).

Mónica Cragnolini es doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, profesora de Metafísica y Problemas Especiales de Metafísica, investigadora independiente del Conicet y traductora. Ha publicado Razón imaginativa, identidad y ética en la obra de Paul Ricoeur (Buenos Aires, Almagesto, 1993) y Nietzsche: camino y demora (Buenos Aires, Biblos, 2003).

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