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Sobre las jergas en la filosofía contemporánea.
Ninguna filosofía es por sí misma una jerga. Ni todas las filosofías pueden adaptarse por igual a ese uso. Para que una filosofía sea usada como jerga, antes tiene que poder ser leída como un lenguaje (no como “la realidad puesta en conceptos”) y, después, ser tratada como un vocabulario. Pensar una filosofía como un vocabulario implica aceptar que ella se construye a partir de otros vocabularios (filosóficos y no filosóficos), a los cuales discute y de los cuales depende para discutir. Este trato contemporáneo hacia la filosofía no puede explicarse por el giro lingüístico que ella habría dado a partir de Wittgenstein. Para eso, el giro del problema de la conciencia hacia el problema del lenguaje debería haber trastocado todas las corrientes filosóficas del siglo XX y, de hecho, no afectó ni a los existencialismos (que siguieron pensando el problema de la conciencia, pero con la así llamada filosofía de las tres haches: Hegel, Husserl y Heidegger), ni a los marxismos (que siguieron pensando el problema de la ideología y la cosificación de la conciencia) ni a la Teoría Crítica (que hizo compatibles con el materialismo autores que en la década de 1920 eran totalmente incompatibles entre sí: Kant, Sade, Hegel, Marx, Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Klages, Freud), ni a las hermenéuticas (que retomaron el problema del lenguaje a partir del planteo heideggeriano del fin de la metafísica) ni al posestructuralismo (que pensó todos los problemas anteriores a partir de sus propios maestros de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud, inéditamente combinados). La jerga filosófica es consecuencia de un problema que la filosofía recién se planteó al renunciar a la pregunta por el fundamento y, junto con ella, al saber absoluto: el problema del estilo.
El estilo supone una relación intrínseca entre la forma y el contenido de la escritura filosófica que no podía ser problemática en siglos en que los filósofos estaban en condiciones de optar por no escribir, además de por no publicar. Que los apuntes con los que Aristóteles daba clase o los que tomaban en clase los discípulos de Hegel –o los de Schelling– se puedan leer, póstumamente, como parte sustancial de su obra publicada no sólo significa que ellos eran filósofos, además de profesores, y que enseñaban toda la filosofía ajena desde la propia, además de enseñar la propia –como generalmente se señala, para hacer sanas comparaciones odiosas–, sino que la relación aquella entre el pensamiento y la forma de exponerlo no era aún la del estilo.
Desde la Antigüedad hasta el fin de la filosofía moderna (del que ya Hegel es consciente, aunque no pueda hacer otra cosa que ser su culminación), los filósofos han podido escribir en forma de poema, de tratado (científico o jurídico), de diálogo, de clase, de conferencia, de discurso, de apunte, de meditación metafísica, de demostración geométrica, de fragmento, de sistema, de investigación (lógica o filosófica), de artículo, de ensayo, de autobiografía, de memorias, de aforismo, sin que entre la forma y el contenido hubiera una relación necesaria. En la Antigüedad, el Logos podía ser tema de un poema, de un diálogo o de un tratado; en la Modernidad, las pasiones podían explicarse con las reglas de demostración de un tratado de geometría y la primera persona podía guiar una meditación rigurosa que culminara en el saber absoluto; Kant, que aseguraba no haberse preocupado nunca por la forma en que escribía, redactó las tres Críticas que revolucionaron la filosofía moderna siguiendo el orden más conservador posible: el de la tabla de los juicios de la lógica clásica.
El estilo supone que el filósofo haya reconocido la escritura como un acto filosófico que rebasa a la filosofía –por lo cual admite, a la par, que existe pensamiento filosófico fuera de los límites de la filosofía– y como un acto de des-subjetivación en el que el pensamiento necesita someterse a las reglas de una lengua –una lengua que también es hablada por quienes no hacen filosofía– con el fin de violentarlas. Como todo reconocimiento, este también surge de una lucha a muerte: si la filosofía se reconoce como escritura al mismo tiempo que la escritura se reconoce como un acto filosófico, escribir bien, a partir de ahora, no es otra cosa que decir algo filosóficamente relevante, cualquiera sea el género no filosófico en el que se escriba.
Que el filósofo articula frases dentro de la misma lengua en la que se habla fuera de su círculo, que esa lengua lo somete a una gramática y que es en esa gramática donde los sentidos comunes que él pone en cuestión se han sedimentado como formas rígidas, son obviedades que sólo se vuelven problemáticas –con lo cual dejan de ser obviedades– cuando la filosofía se piensa a sí misma como escritura y, a partir de entonces, la escritura delata servidumbres parafilosóficas indeseadas.
Entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX (entre 1795 y 1806, más aproximadamente), cuando los primeros románticos discuten la forma en que hay que exponer el idealismo, no están discutiendo aún el problema del estilo. Son conscientes de que no tienen una filosofía propia y de que la filosofía que aplican es la kantiana (de ahí que Hegel, en las Lecciones sobre la estética, pueda decir de los hermanos Schlegel, con maldad y no sin razón, que eran excelentes críticos de arte, pero “no tenían talento para la filosofía”).
Friedrich Schlegel defiende sus fragmentos como formas legítimamente idealistas de ejercer la ironía cuando –como era su caso– no se tiene un sistema filosófico propio y se aplica el de Kant en la versión de Fichte. La ironía es idealismo aplicado, el idealismo que él mismo aplica en su profesión de crítico de arte: en un juicio crítico, la obra criticada se convierte, por ser juzgada, en obra de arte.
Para el joven Schelling, en cambio, resulta urgente que el idealismo, del que se considera parte, construya un sistema para salir de la ironía, sobre todo si lo que piensa una filosofía idealista –sea fragmentaria, cuando se la ejerce como ironía en la crítica, o sistemática, cuando se la enseña profesoralmente, como hace él– es lo Absoluto (por lo menos desde que Fichte ha superado, con su Yo absoluto, los límites para el conocimiento que imponía la filosofía kantiana).
Ni Schlegel ni Schelling dudan de que la filosofía idealista pueda llegar al Saber Absoluto, aunque no puedan explicarlo –como sí puede Hegel– con una dialéctica que haga explícitas las mediaciones, es decir, lo que el conocimiento tiene de trabajo. Ningún idealista concibe el Saber Absoluto como un lenguaje de construcción humana o, si se quiere, como un lenguaje artificial construido a partir (y en contra) de una lengua común, hablada fuera del círculo de la filosofía y en la que el filósofo piensa con restricciones sintácticas, semánticas y pragmáticas.
Tampoco el joven Marx, al criticar la dialéctica hegeliana poniéndola contra sí misma, podría haberla tratado como un vocabulario, como hace en el siglo xx, por ejemplo, Rorty, quien llega a decir de Hegel, por leerlo como literatura, que funda un nuevo tipo de ironismo, distinto del romántico: el ironismo pragmatista. La dialéctica hegeliana, leída en la clave ironista que Hegel detestaba en los románticos, sería una técnica literaria que produce cambios sorpresivos en la configuración de la realidad, porque muta constantemente de tema y de vocabulario. Al enfrentar vocabularios entre sí, en lugar de inferir unas proposiciones a partir de otras –como hacen los filósofos que argumentan–, Hegel transformaría la filosofía en un género literario (pensar la filosofía –y no sólo la dialéctica– como un género literario ya lo había propuesto, desde una postura posnietzscheana, Giorgio Colli, en su libro El nacimiento de la filosofía, sólo que para él la filosofía, que nace con Platón, nunca fue otra cosa que literatura: Sócrates y los presocráticos no eran filósofos, sino parte de la sabiduría griega, como los oráculos).
El joven Marx, en su respectivo siglo, no puede tratar la dialéctica hegeliana sino del modo diametralmente opuesto al de Rorty. Que diga que todo lo superado en el pensamiento de Hegel se supera como momento del movimiento dialéctico (como esencia pensada), y no como existencia real, es su modo de reconocer que todo lo que piensa la dialéctica lo piensa como objeto de un saber, con lo cual sólo puede superarlo como concepto no-filosófico, no como realidad que oprime a los hombres. En la dialéctica hegeliana que Marx critica, la religión se supera como concepto de la teología dogmática, no como estructura sentimental de los pueblos; el contractualismo se supera como fundamentación del Estado, mientras no se puede vivir en sociedad de otro modo que bajo la Espada Pública; la propiedad privada se supera como concepto del derecho privado abstracto, aunque la sociedad burguesa no pueda dejar de fundarse en ella; la naturaleza se supera como concepto abstracto de las ciencias naturales, mientras el trabajo humano no puede dejar de transformarla en energía.
Que el filósofo es alguien que escribe y que, por escribir, está sujeto a ser juzgado también por cómo escribe es un problema que Heidegger invierte a su favor (y a favor de todos los filósofos contemporáneos) en el final del parágrafo 7 de Ser y tiempo. Después de aclarar que sus propias investigaciones habrían sido imposibles sin las Investigaciones lógicas de Husserl (así se presenta el “Plan del tratado”, a pesar de que Ser y tiempo será leído, no bien se publique, como un libro que reinicia la filosofía), Heidegger advierte al lector de lo “ruda y fea” que será la expresión en los análisis de los que se constituye su obra. “Una cosa es contar cuentos de los entes y otra es apresar el ser de los entes. Para esta última tarea faltan no sólo, en los más de los casos, las palabras, sino, ante todo, la gramática”.
Al hacer esta alusión a la semántica y, sobre todo, a la gramática, Heidegger está anticipando, entre otras cosas, por qué publica Ser y tiempo como una obra radicalmente inconclusa (el “Plan del tratado” se compone de dos grandes partes, compuestas a su vez de tres grandes secciones, y el libro completa, de ese plan, sólo la segunda sección de la primera parte). Pero cuando, a continuación, le pide al lector que compare las partes ontológicas del Parménides de Platón, o el capítulo cuarto del libro séptimo de la Metafísica de Aristóteles, con algún fragmento narrativo de Tucídides, para que note “lo inaudito” de lo que exigían los filósofos a sus contemporáneos griegos “en materia de fórmulas”, el propósito de la advertencia sobre la gramática deja de ser sospechoso de mera autorreferencialidad.
La comparación entre un discurso “rudo y feo” y otro “delicado y bello”, tomados de tiempos antiguos, busca mostrarle al lector contemporáneo un desfasaje estructural entre el lenguaje de los filósofos y la lengua de los hombres que no es producto de la mera ausencia de retórica (como el arte de hacer bello un discurso) cuando se tratan temas de ontología, sino de la violencia radical con que el filósofo trata la lengua de los hombres cuando quiere expresar en ella algo de lo que nunca se habla en esa lengua, como es el caso de las cuestiones ontológicas. Las fórmulas que menciona Heidegger en los casos de las partes ontológicas de las obras de Platón y Aristóteles serían algo que los filósofos le exigen a la lengua de los hombres y la lengua de los hombres no puede darles. Por eso tienen que inventarlas. Y resultan tan “rudas y feas” para sus potenciales lectores. Salvo que sean capaces de hacer con esas fórmulas algo que Heidegger no menciona ni sugiere, pero que hicieron con él sus propios lectores: una jerga.
La jerga se basa en lo que la invención de fórmulas tiene de rudo, más que en lo que tiene de feo. La fealdad es el efecto secundario de la rudeza. El momento preciso en que la lengua de los hombres es violentada para decir en ella una fórmula se convierte después en la clave de ingreso a esa filosofía. Heidegger, en este sentido, es el maestro contemporáneo del arte de la jerga. Empezar por decir en castellano “ser-ahí” (que es como traduce José Gaos el sustantivo Dasein, que en el alemán coloquial quiere decir “existencia” –e incluso Hegel lo usa en ese sentido–, pero que Heidegger descompone en sus dos partes –Da: ahí, sein: ser–, para construir contra el lenguaje corriente una fórmula ontológica) hace posible que después se puedan aprender todas las otras fórmulas que se suelen escribir con guiones o entre comillas (como hace Gaos): “ser en el mundo”, “ser con”, “ser sí mismo”, “uno”, “encontrarse”, “comprender”, “habla”, “caída”, “mundanidad del mundo”, “estado de yecto”, “estado de abierto”, “poder ser”, “estado de resuelto”, “ser total”, “ser relativamente a la muerte”, “ser relativamente al fin”, etc.
Que la escritura de Heidegger sea “ruda y fea” –como él mismo reconoce– no significa que sea difícil y oscura. Todo lo contrario. Difíciles y oscuros se les suele decir a los filósofos dialécticos, los menos proclives entre todos los filósofos a las fórmulas ontológicas (es decir, a la invención de palabras) y los más proclives a no argumentar linealmente y a cambiar, por la vía de negaciones inesperadas (los así llamados “giros dialécticos”), el sentido de lo que acaban de decir en la lengua de los hombres (el epíteto “El Oscuro”, hasta ahora, lo recibieron Heráclito, Hegel y Adorno).
La jerga es el producto de tratar una filosofía como una lengua muerta. Se la aprende para leer, traducir y escribir, no para hablar. Cumple la función que cumplió durante siglos el latín, cuando fue lengua oficial de la Iglesia y de sus dos principales extensiones, las universidades y la filosofía. Tratada como una jerga que se construye sobre todo a partir de palabras inventadas (las fórmulas ontológicas, los neologismos, los términos escritos con comillas o con guiones o con prefijos entre paréntesis), la filosofía se puede aplicar impunemente a cualquier tipo de análisis extrafilosófico, como sucede con tanta frecuencia en los textos de cientistas sociales, ensayistas y críticos de las diversas artes. Las palabras inventadas por el filósofo, por su generalidad sui géneris (diferente de la de las palabras del idioma común en que se escribe, que tienen una genealogía precisa y una historia pragmática), son precisamente las que mejor sirven para modelar el objeto de análisis sin que quien las aplica note que lo que encuentra dócil a la interpretación está bajo los efectos del círculo hermenéutico.
Quien domina una jerga filosófica –al igual que quien domina la jerga del hampa– da prueba de estar versado en asuntos serios ante un círculo de iniciados al que quiere integrarse. El deseo es legítimo. Como no se puede hacer uso de todas las jergas que se conocen a la vez –salvo que alguien quiera impresionar sólo a no iniciados–, en algún momento hay que decidirse por una. Y elegir una puede ser un modo de quedar encerrado en ella de por vida, aunque eso mismo sea lo que permita después leer todo el resto de la filosofía desde allí (lo que sucede habitualmente en el trabajo académico dentro de la filosofía).
Pero no se puede pensar con una lengua muerta. Se piensa en la lengua que se comparte con el resto de los hombres, que es la lengua en la que se habla y se discute, además de escribir. Esa lengua es la única que tiene la capacidad de decir algo que hiera y, por eso mismo, algo que cure. En esa lengua llena de ambigüedades –por estar viva– es en la que piensan los filósofos a la vez que entran en conflicto con ella. Ese conflicto no siempre debería resolverse con una escritura “ruda y fea” que, precisamente por ser ruda y fea, será convertible en jerga. Sobre todo si se quiere que la filosofía no sea nada más que un vocabulario al servicio de otros saberes.
Imágenes [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Bandera, 2000, acrílico sobre tela, 26 x 35 cm, p. 43; Reina, 2000, acrílico sobre tela, 27 x 26 cm, p. 44.
Lecturas. Friedrich Schlegel, “Fragmentos críticos” y “Fragmentos de Athenaeum”, en Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc Nancy, El absoluto literario. Teoría de la literatura del romanticismo alemán (trad. Cecilia González y Laura Carugati, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012), pp. 112-223; F.W.J. Schelling, Filosofía del arte (trad. Virginia López Domínguez, Madrid, Tecnos, 1999); G.W.F. Hegel, “La ironía”, en Lecciones sobre la estética (trad. Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 1989), pp. 49-53; Karl Marx, “Crítica de la dialéctica y la filosofía hegelianas en general”, en Karl Marx y Friedrich Engels, La sagrada familia y otros escritos filosóficos de la primera época (trad. Wenceslao Roces, México, Grijalbo, 1986), pp. 45-69; Martin Heidegger, El ser y el tiempo (trad. José Gaos, México, FCE, 2a ed., 4a reimpr., 1986); Giorgio Colli, La nascita della filosofia (Milán, Adelphi, 1975); Richard Rorty, Contingency, Irony, and Solidarity (Cambridge, Cambridge University Press, 1989).
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