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Virtudes de la hostilidad

FILOSOFÍA

 

Un visitadísimo fragmento de Heráclito consagra la guerra como padre y monarca de todo lo que existe. Pocos pensadores occidentales sacaron de él consecuencias tan extremas como Carl Schmitt, para quien la distinción específicamente política es entre amigo y enemigo. Entender la política como posibilidad constante de combate mortal fue para Schmitt una forma de recuperar para ella el sentido. Tal vez por eso sus ideas peligrosas, acuciantes, vuelven a ser escrutadas en tiempos de irritación con el declive del liberalismo en religión profana y de la política en ficticia “competencia de opiniones”, máscara de represión y puritanismo. A través de Schmitt, este artículo sondea el fondo originario de la noción de pólemos.

 

A quienes siempre desconfiaron de la “racionalidad comunicativa” y de su competencia diplomática no les sorprenderá percibir, en la confesión fugaz que Habermas ha dejado deslizar durante una entrevista reciente, la expresión furtiva de cierta capitulación. Frente a la ilimitada violencia del mundo actual –reconoce tardíamente el adalid de la Modernidad–, los esfuerzos de una Ética del discurso orientada a la comprensión y al consenso por medio del diálogo parecen resultar visiblemente infructuosos y hasta ligeramente ridículos. Las aporías del dialogismo racionalista, sin embargo, no se limitan a propiciar una difusa actitud escéptica; podría pensarse que, más radicalmente, llegan a conmover las reverencias usuales ante aquello que la tradición considera como el paradigma resplandeciente del diálogo: ¿no es precisamente el carácter pueril y autocomplaciente de la dialéctica platónica lo que Nietzsche denunció en epigramas incontestables? Ninguna lectura suficientemente insidiosa puede dejar de enfrentarse, en cierto momento, con la inescrupulosidad de las técnicas que exhibe el Sócrates platónico en sus coloquios filosóficos, con las violencias de una mayéutica que no renuncia a la coacción ni, en ocasiones, al sofisma, para sofocar al interlocutor o extraerle, penosamente, la perla artificial de una presunta sabiduría innata. Las numerosas excepciones al carácter dialógico de la obra platónica –el largo monólogo de Sócrates en el Protágoras y el de Timeo en el Timeo, el soliloquio desolado de Las leyes– dejan escuchar esa monodia implacable que, consagrada con pasión deportiva a la eliminación fatal y paulatina de sus eventuales antagonistas, se mantiene imperturbable por detrás de los artificios de una conversación bien razonada. Tal vez la filosofía, como tal, deteste la polifonía y aspire incansablemente al monólogo, incluso, o sobre todo, cuando se enmascara bajo las formas del diálogo. La frecuente entonación dictatorial que adopta el discurso filosófico debería revelarnos que la impugnación del diálogo, aunque rigurosamente inconfesable, es uno de sus objetivos secretos.

No sé si Carl Schmitt adscribiría a una tesis tan masiva e imprudente, pero no puedo dejar de advertir ecos de esa lógica y de esa estrategia en el espléndido combate que libró contra el principio de la “conversación infinita” que los románticos alemanes celebraron al estetizar, a menudo del modo más atractivo, la discusión liberal clásica. Tampoco en su crítica a la idea de una verdad y una armonía automáticamente surgidas a partir de la “libre competencia” de opiniones –la ficción del parlamento como aquel lugar donde las astillas de la Razón, desigualmente distribuidas entre los hombres, se reagrupan y se transmutan en consenso y poder público–. Comoquiera que sea, cualquier introducción, informal o sistemática, a una ciencia del pólemos que cuestione la propensión hiperdialógica y las desfallecientes abstracciones de cierto moralismo contemporáneo no debería evitar confrontarse con el pensamiento de Schmitt. El mundo parece empeñado, más allá de las configuraciones novedosas que adopte su geografía política o de las delimitaciones clásicas que su incontenible dinámica pulverice, en ilustrar las categorías que el jurista alemán concibió para sondearlo. Pese a una equivocidad que lo condena no sólo a la fascinación morbosa sino a una misreading interminable por una miríada de detractores vulgares o sofisticados, atendibles o rudimentarios, y en medio de los avatares de una recepción póstuma cuyas prerrogativas se disputan familias enteras de intelectuales que van desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, su obra no cesa de experimentar un proceso de doble actualización: libera, en una acepción aristotélica, sus potencias implícitas, al tiempo que gana –ahora en el más trivial de los sentidos– una inesperada vigencia.

 

Es conocida la sucinta tesis central de El concepto de lo político (1928): la distinción específicamente política es aquella que diferencia entre amigo y enemigo, Freund und Feind. Menos obvias son las consecuencias de esta aguda Unterscheidung, para cuya comprensión puede resultar útil recurrir a una vía negativa que elimine con rapidez predicados erróneos o superfluos. Ni metáforas ni símbolos, los términos de esta pareja conceptual no deben mezclarse con concepciones económicas, morales o estéticas. Se trata de una contraposición que goza no sólo de total autonomía sino de la más absoluta originariedad: es imposible derivarla a partir de otros criterios. Reducir la figura del enemigo a un competidor comercial, a un espiritual adversario de discusión, a un simple partner de un conflicto o de un juego no es más que un síntoma del modo sistemático con que el liberalismo ha desnaturalizado y neutralizado los conceptos y diferenciaciones propiamente políticos. Ni demonizados ni normativizados ni psicológicamente enmascarados, amigo y enemigo –evitemos, asimismo, las mayúsculas platónicas– no pueden ser objeto de cálculos o manipulaciones; menos aún, intentando equiparar su indocilidad radical con la diferencia parlamentaria entre gobierno y oposición.

Enemigo no es el competidor o antagonista en general; mucho menos el adversario privado: es sólo un conjunto de hombres que combate, al menos potencialmente, y que se contrapone a otro agrupamiento humano del mismo género. Es únicamente el enemigo público. El hostis, no el inimicus en sentido amplio; el polémios, y no el ekhthrós. La lengua alemana, provista sólo del término Feindschaft, no los distingue; en español, en cambio, es posible diferenciar estrictamente, mediante una ascesis discreta, el alcance privado de la enemistad y la dimensión pública de una hostilidad que es el verdadero antónimo político de la amistad. Esta distinción de planos posibilita combinaciones curiosas: no necesariamente el hostis debe ser moralmente malvado, estéticamente horrible o económicamente improductivo; aun más: en cierto sentido, puede dar lugar a una mixtura extrema de amor privado y odio público, lo que en la interpretación teológicamente heterodoxa de Schmitt hace comprensible el dictum evangélico que ordena amar al enemigo, al ekhthrós (Mt. 5, 44; Lc. 6, 27). En esa incomparable disociación de política y lazo amoroso, aun cuando políticamente lo aborrezca, la Europa cristiana puede amar al Islam tanto como a su prójimo. Por increíble que parezca, ese es el ejemplo que aduce Schmitt.

Ante todo, cierto discurso sobre la intensidad o la intensificación preside el razonamiento: “El significado de la distinción de amigo y enemigo es el de indicar el extremo grado de intensidad [Intensitätsgrad] de una unión o de una separación, de una asociación o de una disociación”. Bastaría un sencillo experimento mental para asir la naturaleza del antagonismo genuinamente político: imaginar, refrendando los rigores de la lógica oposicional, la más aguda de las contraposiciones, la más extrema y radical. Schmitt evoca aquí un pasaje de un escrito hegeliano de título poco prometedor (“Sobre las maneras de tratar científicamente el derecho natural”): traspasado cierto grado, la cantidad se metamorfosea en cualidad. Esa lógica del devenir cualitativo, que sólo la plasticidad prodigiosa de los conceptos hegelianos puede expresar con probidad, es idiosincrásicamente política. El caso de la politización decimonónica de la economía –argumenta Schmitt– es persuasivo en este sentido: la propiedad económica, una vez alcanzado cierto quantum, devino poder político y social; del mismo modo, el conflicto meramente económico entre clases se convierte en lucha de clases. Pese a su radicalidad, esa intensidad cualitativamente nueva de los agrupamientos humanos puede ser alcanzada partiendo de cualquier sector de lo real: en su vehemencia más exacerbada, los enfrentamientos religiosos, morales, estéticos o económicos se transubstancian y dan lugar a conflictos esencialmente políticos. Incluso una oposición a la guerra lo suficientemente impetuosa como para poder conducir a los pacifistas a la guerra con los no pacifistas gira en el vórtice de lo político; aun el concepto mismo de neutralidad está dominado en todo caso por este presupuesto final del reagrupamiento entre amigos y enemigos. (Si hubiese sólo neutralidad sobre la tierra –razona Schmitt–, no solamente tendrían su fin la guerra y la política sino también la misma neutralidad.) La supremacía de das Politische no impide que, a prudente distancia de sus altas temperaturas, circulen numerosos conceptos secundarios y derivados del término “político”. Así surge, por ejemplo, lo político-partidario (parteipolitisch), esa deflación de lo político sólo posible desde el momento en que la unidad del Estado –o, en la actualidad, la de sus lugartenientes rotundos o espectrales– pierde su fuerza, y las contraposiciones internas adquieren mayor intensidad que las de la política exterior (una dinámica que halla su caso límite en la guerra civil). Por otra parte, en la politización total de la sociedad la especificidad de lo político se desvanece peligrosamente: si todo es político, nada lo es. Ante los dictados tentaculares del totaler Staadt, pero también ante la ineliminable turbiedad de las distinciones (entre lo privado y lo público, la guerra y la paz, lo nacional y lo internacional), lo político preserva –intenta preservar– las exigencias de la pureza. No vacilaría en denominar a esta posición catarismo político.

 

El concepto de enemigo contiene en sí la eventualidad real de una lucha. En cierto modo independiente del desarrollo histórico de la técnica armamentística y militar, la noción de lucha reclama aquí una originariedad tan absoluta –una co-originariedad o Gleichursprünglichkeit, si quisiéramos recurrir al idiolecto de la contemporánea analítica existencial heideggeriana– como la de enemigo. Ambos conceptos, a su vez, adquieren su significado efectivo por el hecho de referirse de modo específico a la posibilidad de la eliminación física. “Enemigo”, “lucha”, “guerra”: palabras de una sencillez superlativa para nociones esforzadas, arduas, imperiosas.

Entendida como realización extrema de la hostilidad, la guerra no precisa ser cotidiana ni normal, tampoco ideal o deseable. Eludiendo la alternativa del belicismo o el pacifismo, Schmitt declara que la guerra no es la meta ni el contenido de la política: sí su presupuesto siempre presente (en esa eventualidad de la contienda armada concebida como amenaza potencial acaso resuene la comparación hobbesiana –Leviatán, xiii– que asimila la guerra de todos contra todos con el “mal tiempo” climático –la propensión a las inclemencias meteorológicas antes que el desencadenamiento efectivo de la tormenta–). Cualquiera que se halle familiarizado con esa tríada de distinciones infaltable en toda propedéutica filosófica –lo posible, lo real, lo necesario–, percibirá la compulsión con que El concepto de lo político acude a esta curiosa amalgama de la posibilidad real (reale Möglichkeit). Cuando la guerra, la lucha y la distinción entre amigo y enemigo están en juego –parece sugerir Schmitt–, no se trata ya de la mera posibilidad lógica o lo apenas posible de una esfera incontaminada por el sello de lo existencial, sino de una eventualidad siempre posible como concreta.

 

Basta recordar la célebre, acerada definición schmittiana del soberano como aquel que decide sobre el estado de excepción (Ausnahmezustand) para abismarnos en un pensamiento que procura entender el funcionamiento de lo rutinario a partir de los momentos en que una máxima exasperación suspende su mecanicidad y hace destellar, en esa interrupción, la esencia de las cosas. (Importa mucho que Schmitt convoque a un teólogo protestante –Kierkegaard, ciertas páginas luminosas de La repetición– para ilustrar este modo de razonar, pero, por lo demás, no hay que olvidar que la modalidad de forjar los conceptos por referencia al caso límite se presenta como una característica no inhabitual y casi típica en varios autores de los años veinte, entre los que se cuentan los insignes Max Weber, Walter Benjamin y Siegfried Kracauer.) Esta misma lógica mediante la cual Schmitt entiende la soberanía concede a una guerra que todavía conserva un carácter excepcional los privilegios de lo definitorio y fundante. (Hoy puede resultar curioso que, a partir de catástrofes convertidas en nuestras únicas efemérides dignas de mención, hayamos logrado arribar a algo así como el concepto de “normalidad”. Nada de ello afecta el razonamiento de Schmitt. Convertido, casi, en la norma y habiendo perdido su deseable excepcionalidad, el “estado de guerra” continúa siendo el presupuesto extremo para pensar el hecho político.)

 

Reconocer al enemigo es una empresa inquietantemente simple: “El enemigo es simplemente el otro, el extranjero [der Fremde]”. Sin embargo, por lábil que la demarcación pueda parecer, el enemigo schmittiano se distingue del enemigo absoluto, de clase o de raza, o de un “enemigo eterno sin límites” (Koselleck explicará que amigo y enemigo son, en Schmitt, conceptos contrarios simétricos, en contraposición con aquellos conceptos contrarios asimétricos que propician una enemistad absoluta, descompensada, al modo de la aciaga dupla ario y no ario). El concepto schmittiano de enemigo “halla su significado no en la eliminación del enemigo sino en el control de su fuerza, en la defensa respecto de él y en la conquista de un confín común”. Iustus hostis: un otro que debe ser no exterminado como un animal inhumano sino reducido al límite de sus fronteras. En guardia contra esa criminalización del enemigo que el mundo contemporáneo cultiva con alarmante fruición, Schmitt postula una tesis que, tal vez hoy, no puede no ser nostálgica: la necesidad de la medida en todo enfrentamiento.

Los puntos culminantes de la gran política son también los momentos en que el enemigo es percibido con concreta claridad. Inversamente, dondequiera que sus rasgos pierdan nitidez, o la voluntad de identificarlo se eluda o se malogre, acecha el desfallecimiento de lo político. Hablar de una “invención del enemigo” significaría desatender los repetidos recaudos de Schmitt: no se trata aquí de ficciones ni construcciones alegóricas. Sin embargo, en esa tarea interminable que supone acabar con la despolitización (Entpolitisierung), conviene definir con pulso firme los contornos del hostis, troquelar su silueta con precisión. Sólo así se logra cultivar el formidable poder substancializador de das Politische, que, aborreciendo las jurisdicciones brumosas, asigna posiciones, configura identidades férreas en las situaciones de riesgo, repolitiza.

 

Todos los conceptos y expresiones políticos –enseña Schmitt– poseen un sentido polémico: tienen presente una conflictualidad concreta, y devienen abstracciones anémicas si esa situación, cuya referencia extrema es la polaridad de amigo y enemigo, deja de existir. Como un repliegue ineludible, el carácter polémico domina sobre todo el empleo lingüístico del propio término “político”: negar o afirmar una cualidad como la politicidad no es sino otra arma conceptual más puesta a nuestra disposición. Podría leerse gran parte de lo escrito desde comienzos del siglo xx como un combate abigarrado, menos rapsódico que portador de una secreta organicidad, por la definición misma de lo político. Apenas interesa, en esa tarea que demandaría siglos de lectura, retroceder a la dimensión de lo apolítico (Unpolitische) que reivindicaba un aséptico Thomas Mann en sus reflexiones de 1918; convendría demorarse, en cambio, en las observaciones que apuntó el primer lector verdaderamente lúcido de Schmitt, Leo Strauss. En la lectura de Strauss, la reivindicación de la autonomía de la “esfera” política captura el pensamiento del jurista alemán en “la extraordinaria sistematicidad del pensamiento liberal”; más precisamente, en el horizonte hobbesiano del liberalismo (una cuestión que involucra un bucle hermenéutico adicional: ¿es Hobbes –se pregunta Strauss– uno de los más grandes pensadores propiamente políticos o, por el contrario, es el fundador del liberalismo, del pensamiento anti-político por excelencia?). Diagnosticar en la afirmación de das Politische un liberalismo de signo invertido evidencia una agudeza un poco perversa –la de una interpretación que acaba emparentando, tal vez, al Schmitt straussiano con el Nietzsche heideggeriano: críticos radicales de tradiciones que, a la hora de su consumación, los envuelven en sus redes para convertirlos en sus sacerdotes imprevistos y definitivos–. Evadir esta enorme cuestión no comporta otra ventaja que la de prolongar nuestro desvelo a la hora de ponderar las nuevas determinaciones que pululan en el bazar conceptual contemporáneo. En la desvaída acuarela posmoderna, la neutralización de los antagonismos y la erosión de das Politische se consuman en un arco que va desde lo “impolítico” como generalización o presunta radicalización de la política en los trabajos de Roberto Sposito y los desarrollos de Massimo Cacciari en torno de l´impolitico nietzscheano hasta las fraternales “políticas de la amistad” propuestas por Derrida, sin olvidar los intentos de Laclau de legitimar una “democracia radical”, los devaneos de Toni Negri y Michael Hardt, o la “política enteramente nueva” que ha prometido recientemente, no sin cierto inoportuno mesianismo, Giorgio Agamben. Del carácter conceptual de lo político se deriva, de acuerdo con Schmitt, el peculiar pluralismo del mundo de los estados; ante la inexistencia de un improbable “Estado” planetario, el cosmos político no es jamás un universo sino un pluriverso de Grossräume.También el mundo de los conceptos políticos adopta, hoy más que nunca, la forma de un convulsionado pluriverso.

 

No es asombroso que el notorio fragmento B 53 de Heráclito, aquel que consagra a la guerra como padre y monarca de todo lo que existe, haya gravitado en el intercambio epistolar que Schmitt y Heidegger sostuvieron en el auspicioso –fatídicamente auspicioso– verano de 1933. El 22 de agosto, el flamante rector de la Universidad de Friburgo agradece a Schmitt el envío de la tercera edición de El concepto de lo político; aunque ya conocía la obra en su segunda edición, se alegra por el agregado de una nota sobre Heráclito, confiesa hallarse él mismo “en pleno pólemos”, y no desaprovecha la ocasión para demandar la cooperación de Schmitt en el proyecto de reconstituir la Facultad de Derecho (todo esto un poco antes, eso sí, del ineludible “Heil Hitler!”). Las alusiones heideggerianas al acreditado fragmento no hacen más que proliferar en los años siguientes. La más relevante es, tal vez, la traducción enrarecida que propone en 1935, en su curso de Introducción a la metafísica: “El conflicto [Streit], si bien engendra todo lo presente, también es lo que domina y conserva”. En la interpretación de Heidegger, el pólemos de Heráclito no designa una guerra humana: se ubica antes de lo divino o de lo humano. Discordia originaria –Urstreit–, pre-antropológica, pre-teológica, también prepolítica (Aus-einander-setzung –la posición-deuno- frente-a-otro, el batir-se, combatir o debatir el-uno-con-el-otro– será luego la traducción estándar que el filósofo establezca para el término griego). Heidegger comenta que ese conflicto con el otro “no disocia la unidad, como tampoco la destruye. Por el contrario, la forma; él es reunión [Sammlung] (Lógos)”. Este carácter paradójicamente armonioso de la discordia se reafirma, de inmediato, en un corolario taxativo: “Pólemos y lógos son lo mismo [Pólemos und Lógos sind dasselbe]”. La equiparación resulta, a primera vista, inaudita: intenta vincular en una alianza casi impracticable lucidez y crispación, propone el deslizamiento más riesgoso y sugestivo desde la seriedad desapasionada de la lógica hacia los cálculos apremiantes de la logística. Sin embargo, la neutralización que le imprimen las propias coordenadas de la filosofía heideggeriana no podría ser más intensa. ¿Cómo escapar de este pensamiento esencialmente conciliatorio que pese a su turbulencia íntima reúne escisiones extremas en el seno de la más perfecta quietud, y que acaba casi homologando a Heráclito y a Heidegger, no menos que a un Hegel cuyo idealismo especulativo involucra una síntesis igualmente tautohetero- lógica? Quizás sea preciso alejarnos de Heidegger antes de que acabe entregándose al canto de sirenas de la filosofía presocrática –esos momentos en que, vaya uno a saber impulsado por qué dudosas motivaciones poéticas, por qué magia vaga de un idioma que él no vacilaba en parangonar con el griego, deja de pensar para abandonarse a la salmodia etimológica, a la aliteración–. Lo notable es que, con los armónicos muy diversos que les confiere la referencia bíblica, las figuras de Hegel y Heráclito vuelven a resonar, tácitamente, en la parábola que Schmitt imagina en un pasaje de su diario de cautiverio, hacia 1946: “Adán y Eva tenían dos hijos, Caín y Abel. Así empieza la historia de la humanidad. Es así como aparece el padre de todas las cosas. Esa es la tensión dialéctica que tiene a la historia del mundo en movimiento, y la historia del mundo no ha llegado todavía a su fin”.

Frente al desarme conceptual posmoderno y a su indolente despolemización del lógos, me interesó un incidente que puede parecer irrisorio: la disputa en torno del significado de un término griego en el umbral del peor momento de la historia de Alemania. Las conclusiones, felizmente, se ubican muy lejos de la filología: todo concepto político es polémico (Schmitt), o bien, sin más –insensible ampliación de la tesis–, todo concepto y toda conceptualidad son polémicos (Heidegger en una lectura pervertida y espuria). Es innegable que con el propósito de entender la lógica del flujo y reflujo de la belicosidad en el paisaje actual y en sus islas ínfimas –las de la escena intelectual–, una futura polemología tendrá muy poco que aprender de Heidegger; muchísimo, en cambio, todavía, de la obra de Carl Schmitt.

 

Lecturas. La confesión de Habermas puede encontrarse en una entrevista de Giovanna Borradori (La filosofía en una época de terror, Madrid, Taurus, 2003). De Carl Schmitt se han citado pasajes de El concepto de lo político (Madrid, Alianza, 1981) y Ex captivitate salus (Buenos Aires, Struhart & Cía., 1994). Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política (Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1996) contiene las observaciones de Leo Strauss a El concepto de lo político. La carta de Heidegger a Schmitt está reproducida en Telos 72 (número especial sobre Carl Schmitt), verano de 1987, p. 132. De los numerosos trabajos de Jorge Dotti, imprescindibles, entre otros motivos, para comprender la recepción del pensamiento schmittiano en la Argentina, se puede consultar su reciente análisis crítico de las propuestas de Ernesto Laclau (“¿Cómo mirar el rostro de la Gorgona? Antagonismo postestructuralista y decisionismo”), en Deus mortalis, Cuaderno de Filosofía Política, Número 3, 2004, pp. 451-516.

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