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¿Cómo leer la magnética serie de cien retratos de la misma modelo en casi idéntica pose de la norteamericana Roni Horn? A partir de la propia experiencia estética, el crítico de arte y filósofo belga Thierry de Duve anda y desanda la serie hasta dar con la clave de una nueva forma que se insinúa en el contenido de la obra. Un viaje al impredecible clima de Islandia, una nueva gramática de la fotografía y un inusual ejercicio de formalismo crítico.
La primera vez que vi la instalación Tú eres el tiempo, me enamoré de la obra de inmediato. Mi enamoramiento, es cierto, parecía estimulado por el contenido de la obra, pero esto es una racionalización posterior. Sabía que la artista era Roni Horn, que Roni era mujer, conocía algunos de sus trabajos minimalistas y también sus grandes dibujos abstractos, cut and paste, que me gustaban mucho por su intimidad. Pero ahora esto. Hasta entonces no había sospechado que Horn también hacía fotografías. Sea como fuere, la obra me ganó de inmediato. ¿Me habría enamorado de la mujer que aparecía en las fotos, cien veces la misma mujer, con sus muchos parecidos diseminados por las paredes de la habitación, a la altura de los ojos, organizados en secuencias de seis, o siete u ocho fotos, algunas en color, otras en blanco y negro? No estaba dispuesto a admitirlo. Se supone que los críticos no se enamoran de la figura de la imagen como tampoco los artistas de su modelo, aunque es sabido que ambas cosas pueden suceder. Aun así, sabía que debía atender a algo en ella que me había atrapado. Digo “ella” –la mujer de las fotos– en lugar de “ellas” –las fotos– pero eso, claro, podría ser un giro romántico a posteriori. Antes de verla a ella, vi el congelamiento, la repetición, la serie, los intervalos entre las series, vi una forma. ¿O no la vi? ¿Es cierto que percibí el ritmo, la alternancia sincopada de color y blanco y negro, las diferencias de los colores del fondo de una serie a la otra, las sutiles (¡tan sutiles!) variaciones de los encuadres de la cara, antes de verla a ella, su rostro increíblemente cambiante y móvil, una y otra vez hasta cien? ¿Cómo podría saberlo, ahora, casi dos años más tarde? Sólo recuerdo que supe inmediatamente que mi conmoción estaba ligada a la certeza de que la forma de la obra era su contenido. Aunque esto no sucede muy a menudo, es –al menos para mí– el signo inconfundible de una verdadera obra de arte.
El problema con la fotografía es que, por ser inevitablemente figurativa, el contenido se confunde muy fácilmente con el tema. Cuando el tema es un sujeto vivo y se repite cien veces, el llamado es tan fuerte que la infatuación obsesiva con ese sujeto es el contenido de la obra. Quizás, después de todo, había visto a la mujer de las fotos antes de haber percibido las fotos como fotos. Y quizás el efecto fue en principio meramente cuantitativo. Un metro cuadrado de azul, decía Matisse, es más azul que un centímetro cuadrado. Así multiplicada, la muchacha era tan conmovedora que simplemente no podía resistirme. Ni olvidarla. Creo que estaba enamorado. Un año más tarde compré el libro. Las cien fotos estaban todas ahí, al alcance de la mano, en tamaño real (es decir, apenas un poco más grandes que su referente real en la mayoría de las imágenes). La artista no sólo me permitía ver a través de las fotos y comprometerme con la modelo, sino que me invitaba a vivir con ella, convertida en libro. ¿Cuántas veces me descubrí hojeándolo? La forma del libro no imita la forma de la instalación. El objeto que descansa sobre mis piernas mientras paso las páginas muy lentamente o mientras lo hojeo muy rápido induce a una relación con las imágenes muy distinta de la frontalidad de las fotos colgadas en las paredes y del congelamiento envolvente que me atrajo la primera vez. Pero creo que en la traslación de la instalación al libro no se perdió ni se agregó nada y que ambas formas son esencialmente una. Es decir, el contenido es uno.
Hay muy poco texto en el libro. En la última página, se nos dice:“Margrét Haraldsdóttir Blöndal hizo posible este trabajo”. En la primera, se lee:“Estas fotografías fueron tomadas en julio y agosto de 1994. Durante tres semanas viajé con Margrét por Islandia. Fuimos de una fuente a otra y nos bañamos en las cálidas aguas termales que abundan allí. Trabajamos todos los días, al aire libre por lo general, sin hacer caso del clima impredecible de las islas”. Firmado: Roni Horn. No hay mucho que agregar a esta sucinta descripción del tema de la obra; salvo quizás una rápida comparación con la serie de retratos de mujeres en piletas de natación de Roland Fischer, y sólo para subrayar las diferencias. En la obra de Fischer, la superficie medio transparente, medio espejada (y sin embargo extrañamente opaca) del agua contribuye a revitalizar un género particular de retrato escultórico, el busto, que le confiere al arte del retrato fotográfico una heroicidad distanciada y conmemorativa (tal vez irónica). Sumergiendo a Margrét en aguas de temperatura variable de las que, la mayoría de las veces, emerge seca, Horn obtiene el efecto exactamente opuesto. Margrét aparece desheroizada, sujeta a la contingencia de los cambios climáticos, sin nada que conmemorar; sus fotos no pertenecen al género retrato. Aun dejando de lado las connotaciones poéticas que surgen de las fuentes naturalmente cálidas y sulfúricas de Islandia, creo que el agua, en estas fotos, rechaza el género retrato como marco de interpretación. La identidad no está en juego en esta obra. Tampoco la diferencia, o las diferencias. Si fuera así, deberíamos concluir que la artista cree que necesita cien fotografías para capturar la personalidad de la modelo en todas sus facetas, mientras que el retratista tradicional necesita sólo una y, en ese caso, Tú eres el tiempo sería apenas una prueba del fracaso del arte del retrato. En esta obra, por el contrario, sólo veo una victoria. Una victoria profunda, sin duda, que no le debe nada a la deconstrucción irónica de un género establecido.
El título es un buen punto de partida, tan bueno como cualquier otro, para pensar el contenido –distinto del tema– de la obra. ¿A quién se dirige el “tú” de Tú eres el tiempo? La respuesta obvia es a Margrét: sus rasgos, en efecto, son tan cambiantes e impredecibles como el tiempo atmosférico. Pero hay un texto breve, sin firma, en la contratapa del libro, que complica las cosas: “Una cara luminosa emerge una y otra vez de las aguas cálidas de Islandia. Una cara desconocida que se transforma, página a página, foto a foto, en una multitud. La cara es una colección de expresiones que nos dicen el tiempo. Pero junto a ella en este libro, tú mismo serás el tiempo”. Este último “tú” remite claramente al espectador. “Tú” es un pronombre y los pronombres son shifters (dirían los lingüistas), es decir, vocablos de significación ocasional. “Yo” designa al hablante, “él” o “ella” al referido, y “tú” al receptor. “Tú”, la segunda persona, es el pronombre del interlocutor y como tal cambia con cada cambio en la interlocución. ¿Se podría pensar entonces que la ambigüedad constitutiva del título de Roni Horn radica en que el contenido de Tú eres el tiempo no es sino el traspaso del “tú”, de la modelo al espectador? Así formulada, la hipótesis resulta un poco áspera. Elimina el pathos de la obra, no porque vuelva irrelevante su capacidad de conmover (todo lo contrario: sigo convencido de que enamorarse de la obra es esencial respecto del “estar enamorado” de su contenido), sino porque el tipo de contenido que explica la cualidad artística de la obra, y que puede enunciarse sin caer en la indiscreción o la fantasía, es indiscernible de la forma de la obra.
Vuelvo a hojear el libro. Aunque miro a Margrét, ella no me mira. ¿Está mirando a la cámara de Roni Horn? Sin duda. El error de paralaje de los ojos muestra que están enfocando un punto intermedio entre mis ojos, el punto en que estaba la lente monocular de la cámara que tomó la foto. No hay nada excepcional allí. Margrét sigue mirando a la cámara mientras yo la miro a ella porque toda fotografía implica esa distorsión en el tiempo que Roland Barthes describió en términos de una “conjunción ilógica entre el aquí y el entonces”. Su mirada rehúye la mía, es cierto, porque todo cruce de miradas (con una persona o con un par de ojos representado) implica una incertidumbre fascinante, en la medida en que no podemos mirar directo a los dos ojos del otro y sólo podemos mirar un ojo a la vez. Hasta aquí, la mirada de Margrét es tan perturbadora como la de cualquier retrato. Y sin embargo, aunque los ojos están en foco y la mirada no está fuera de foco (si esto quiere decir algo), Margrét no parece mirar a la cámara de Roni Horn sino a través de la cámara. No parece dirigirse a nadie excepto, quizás, a Roni Horn, que se dirige a ella a través del visor de la cámara. Diría más: se dirige al hecho vacío de que alguien se dirige a ella. Creo que es éste el logro formal y la única novedad de este trabajo.
Pero ¿Margrét es el tiempo, el clima más bien, o un dispositivo sensible que lo registra? La cara es tan maravillosamente expresiva que se hace difícil no ceder a la tentación de leer las fotos y las sesiones de fotos en clave psicológica. Hay buenos y malos días. Si uno le dedica un tiempo al libro, aprende en seguida a detectar el estado de ánimo general de cada una de las sesiones de fotos diarias; si le dedica más tiempo todavía, los repentinos cambios de humor dentro de cada serie empiezan a saltar de la página. Margrét se resiste desafiante en una, es receptiva y dócil en otra, solícita y generosa en otra, nunca está triste ni tampoco completamente feliz, sonríe si acaso en muy contadas ocasiones, a veces con un destello de ironía, o una lágrima en el rabillo del ojo, a menudo frunce el ceño y siempre, siempre, interroga al otro intensamente. Esta “interrogación” es una clave. Dado que no somos santos, es imposible dirigirse a alguien sin que la direccionalidad de la mirada implique un pedido –de atención, al menos, de que el otro me oiga cuando le hablo, o de que me devuelva la mirada cuando lo miro–. Margrét responde claramente a la demanda escópica de la cámara de Roni Horn, devuelve abiertamente la mirada. Y sin embargo la mirada parece posarse en un “más allá” respecto del punto de emisión de la demanda y se rehúsa a responder al pedido con algo que no sea una pregunta. “¿Qué quieres de mí?” es el mensaje constante que este barómetro versátil, este termómetro, le dirige al tiempo.
Dije antes que la identidad no estaba en juego en esta obra. Todo depende. Me refería al arte del retrato, que implica un juego convencional (es decir, acordado) de demanda y respuesta. El fotógrafo le pide al sujeto que le ofrezca la expresión de aquello que él o ella cree que es su verdadero ser, y el sujeto le brinda una expresión que, traducida en palabras, diría algo así:“Así soy yo, y también soy así y así”. (Los buenos retratistas pueden ir más allá, y capturar al sujeto distraído y revelar un ser “más verdadero”, pero ese incumplimiento del pacto que organiza la demanda y la respuesta sólo lo confirma.) El retratista se dirige al sujeto en segunda persona y él o ella le responde en primera. Lo que sucede en Tú eres el tiempo no supone ese pacto. El sujeto de las fotos sigue siendo un “tú” y nunca asume completamente la posición de un “yo”. Es como si, en lugar de responder, Margrét se contentara con acusar recibo de la demanda de Roni Horn. Si la identidad está en juego en esta obra, no lo está en el sentido corriente que el arte del retrato ejemplifica. Tampoco lo está en el sentido igualmente convencional de “representación”. Mientras que el arte del retrato considera al modelo una subjetividad cabal (alguien que “habla” en primera persona), la categoría más amplia de representación considera a la figura que representa “el referente” (la persona “de la que se habla” en tercera persona). Pero la identidad, ¿puede presentarse en segunda persona? El pronombre “tú” no tiene género y eso puede significar dos cosas. O la lengua, sabiamente, ha decidido que se debe ignorar y neutralizar el sexo del receptor (ésta es la perspectiva tradicional); o da lugar a cierta incertidumbre o problematización de la cuestión, una hipótesis mucho más interesante. La distinción comúnmente aceptada entre género y sexo no sería necesaria si no fuera por esta indecibilidad que antecede ontológicamente, por lo tanto, a los atributos genéricos del pronombre del receptor. (Se podría pensar que la identidad sexual se moldea en la infancia junto con estos atributos, a medida que el niño oye que se lo interpela con un “eres un niño” o “eres una niña”, conforme o no a su sexo biológico.) No digo que la identidad sexual es el único contenido de Tú eres el tiempo, de ninguna manera. Solo propongo que es una capa significativa del contenido. Si esto es así, lo que importa es que este contenido ha encontrado su forma, y se ha hecho uno con ella. No es un logro menor haber violado las convenciones de la representación (en la persona) y del retrato (en la primera persona) y haber concebido imágenes figurativas que se dirigen al espectador de un modo tal que la figura que contienen se presenta a sí misma –a ella misma– no como alguien que se dirige a otro, ni tampoco como referente, sino como alguien a quien nos dirigimos. A este “tú” que se dirige a otro “tú” cabe llamarlo, sin duda, una nueva forma. Porque al fin y al cabo, crear nuevas formas, ¿no es el contenido valorable de las verdaderas obras de arte?
Traducción de Graciela Speranza
Imágenes [en la edición impresa]. Roni Horn, Tú eres el tiempo (You are the Weather), 1994-96, instalación de 100 fotografías, 36 gelatin silver prints y 64 copias tipo “C” (26,5 x 21,4 cm cada una). Vista general de la instalación, p. 43; detalles, pp. 44, 46, 48, 49. Las fotos son cortesía de la artista y la Galería Matthew Marks de Nueva York.
Roni Horn (Nueva York, 1955) vive y trabaja en Nueva York. Su instalación Tú eres el tiempo (1994- 96) se reproduce en You Are the Weather, Zurich, Scalo Verlag & Fotomuseum Winterthur, 1997.
Thierry de Duve (Bruselas, 1944) es historiador del arte y filósofo. Ha publicado más de diez libros sobre arte y estética moderna (ninguno traducido al español), entre ellos Nominalisme picturial. Marcel Duchamp, la peinture et la modernité (1984), Kant after Duchamp (1996) y Bernd and Hilla Becher, Basic Forms (1999). Este ensayo, publicado originalmente en Roni Horn (Londres, Phaidon Press, 2000), fue especialmente cedido a OTRA PARTE por el autor.
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