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En los archivos antiguos del hombre, ciudad y persona se entrelazan hasta parecer coextensivas. El hinduismo homologa el espíritu (atman) al monte Meru, al lingam, al mandala. El chino Hui-neng, patriarca ch’an, concibe el cuerpo como una ciudad cuyo rey es sing (mente, naturaleza verdadera). La Biblia no se privó de asimilar esta fructuosa analogía: ambos Testamentos y el Apocalipsis describen a las ciudades como personas. Retomar esta pista a la luz de la vida presente nos permite enfrentar una realidad que nos espanta: la destrucción.
Observemos cómo funcionan las ciudades. Tomemos como ejemplo un hecho muy visible en el Japón hiperurbanizado. Aquí abundan los conbini, palabra derivada de otra, inglesa, convenient store. El término designa tiendas ubicuas, incansables en su atención durante veinticuatro horas diarias. Se encuentran conbini en estaciones, cruces populosos, aeropuertos, zonas de ocio y hospitales. Su punto de partida son los Seven Eleven de posguerra. Pero se descubrieron a sí mismos, crecieron y lograron definitiva puesta a punto en un país como Japón, cuyo auténtico kokumin-sei (carácter nacional) acaso sea en parte un fluido “desarrollo del producto”. Los conbini son tiendas de abarrotes: ofrecen lo que se dice de todo. Y lo ofertan sin tregua, medida ni descanso. Reponen sin cesar. La comida, por ejemplo, se descarta –¡y se tira!– cuatro horas después de puesta en los estantes. Resultado: cada año se eliminan 600.000 toneladas de alimentos no vendidos a tiempo. Un conbini hace de la liquidación su mejor publicidad, su auténtica razón de ser como factoría de la destrucción permanente. En locales brotados como hongos, estridentes luces de neón iluminan las góndolas, barcas navegando en un río de ilusoria abundancia. Todo coexiste en un conbini: comida preparada, pañuelitos, abrelatas, tarjetas telefónicas, refrescos, preservativos, hilo dental, citas de trasnoche, austeras estampillas junto a estampas de curvas rubensianas.
La mente funciona en cierta forma como esas tiendas, muy prácticas en un país que revive after hours: ofrece sesiones continuas que a veces estimulan y otras tantas nos hartan. Sabemos, a costa nuestra, que es muy proliferante, que se nos viene encima, que aturde con un display que nunca se detiene. A menudo no respeta ni el sueño. Sólo podemos ser conscientes de que nos parasita. Y en la medida, bastante relativa, en que discernimos los mecanismos de funcionamiento, nos hace ver que somos piezas sueltas o momentos aleatorios de su fluir autónomo. Como río suburbano en día de excursión de fin de curso, transporta a la deriva los restos que abandonan miles de escolares saciados: lo útil y lo inútil, lo pulido y lo sucio, lo que convendría esconder pero se escapó de la mochila, junto a lo que nos jactamos en mostrar, como quien tira al agua el envoltorio de un bocadito fino, para que los demás se enteren. Lo que falta y lo que sobra, lo que queriendo o no dejamos olvidado, todo circula libre o torpemente por el hilo mental. Hilo visual que nos orienta, como el olfato al ciervo que busca pareja. Hilo auditivo que nos atraviesa con su pitido de acúfenos. Oro y basura en las bateas de metal de los bajíos. Impulso hacia lo abierto pero, sin ninguna transición, zambullón en un estanque de chatarra.
Sobre nuevas bases, en nuestro tiempo es posible restablecer la antigua analogía, ahora entre mente proliferante y ciudad proliferante. De un lado, la novela moderna describe a hombres con el interior atravesado por flujos mentales que no cesan. Se trata de una incontenible “corriente de conciencia”, como Valéry Larbaud denominaba el procedimiento del atrevido Ulises dublinés. La verbalización de este auténtico “murmullo interior” (en palabras de Nathalie Sarraute) no es sólo la conquista estética de un Joyce, de un Musil o de un Proust. Aporta una descripción tan aproximada del funcionamiento psicológico que con facilidad lo consideramos afín al nuestro. Así lo entiende buena parte de la filosofía contemporánea. “Las conciencias humanas no paran de fluir”, recuerda Peter Slöterdijk indicando, además, cuánto el psicoanálisis explota este manar de la conciencia para sus intervenciones terapéuticas. Maurice Blanchot, por su parte, define el pensamiento como perte inexorable, un perderse inexorablemente. Como si dijéramos: algo toma en mí y a través mío su camino. Y también: de eso, yo no soy más que un testigo muchas veces atónito.
Consideremos a continuación las amontonadas ciudades contemporáneas, a las que se refieren entre otros Slöterdijk o Paul Virilio, o en este mismo número Junkspace. El texto de Rem Koolhaas ilustra, mediante magmática y angustiosa verbalización, una condición que se ha vuelto propia de las urbes: más allá del crecimiento previsible o previsto, lo que exhiben las ciudades es la más heteróclita de las acumulaciones. De edificios, de estilos, de criterios urbanísticos, de maquinarias, de personas, de funciones, de objetos que andan sueltos. Y aunque Koolhaas insiste en aproximar las funciones urbanas a las corporales, de hecho se limita a describir una ciudad que malvive su penoso destino en condiciones que, estudiadas a fondo, harían inviable la continuidad de cualquier espécimen humano. Y es que, si entendemos lo que grafica Koolhaas, la identidad aproximada de una villa acaba siendo la de un trastero. Una interminable sucesión de elementos aparecidos aquí y allá por motivos a menudo poco convincentes y que parecen burlarse de cualquier idea de planificación.
La dupla que estudiamos muestra una segunda cara: ciudad y mente no constituyen archivos informáticos a los que se podrían agregar o quitar cosas ad libitum, o en cuyos interiores los estrictos usuarios establecerían criterios taxonómicos fiables y uniformes. La proliferación descrita se yuxtapone, se adosa, se consolida, se queda. Permanece. Miremos la ciudad. Sin duda es el terreno de lo sólido. Sin embargo, si quiere durar, lo sólido urbano tiene (además) que endurecerse. Todo lo que contiene una ciudad ha sido levantado para mantenerse. Koolhaas acierta diciendo que la ciudad coagula. Y si ha sufrido procesos de acrisolamiento, en ella cualquier estado previo modelable queda al final olvidado: ahora lo que asoma es una superficial y completa continuidad, la de lo heterogéneo dispuesto en línea, como una fachada, brindando lógica visible a lo que, al extenderse hasta un seudoinfinito, predica una unidad sin fallas, la de un manto inconsútil. A la mente le ocurre otro tanto. En línea con el budismo originario, para el pensamiento chino del ch’an y su continuación en el zen japonés, la mente es eso, esa cosa, algo existente pero que no se logra definir, algo que uno cree abarcar pero que sólo percibe en y por las superficiales contaminaciones (klesa) que el juego de la mente va imantando. Salvo inculcación (en el sentido de Pierre Bourdieu: educación o entrenamiento, libres o coercitivos), la mente no archiva. Simplemente absorbe y acumula. Cuando es incapaz de clasificar, de discriminar (sofocada por cualquier discurso apabullante), se limita a considerar real alguna de las impresiones o recuerdos que se le quedan adheridos. La conciencia es por eso un depósito (alajavijnana) que almacena (alaja) toda clase de virtualidades kármicas. En la ciudad, lo ilusorio era la sensación de continuidad de lo discontinuo (describirla así me parece un acierto de Koolhaas). En la mente, lo ilusorio es llegar a considerar dato real lo que no son más que impresiones residuales de la actividad mental.
Finalmente, ciudad y mente comparten serias dificultades para acotar los riesgos inherentes a las mencionadas proliferación y consolidación. El continuo acarreo de materias mentales es una cinta larga, como la que sin fin conecta las minas de cobre con descargaderos en los que el mineral es procesado. La cultura psi nos lo advierte desde hace más de un siglo: tanto trasiego es peligroso. En sentido corriente, llamamos maníaco a quien no logra descansar, a quien no puede parar el trajín de la mente. En Japón se reconoce la existencia del karoshi, síndrome de excitación mental que acaba reventando a las personas, muchas de ellas jóvenes. Koolhaas, por su parte, es capaz de narrar lo que tenemos delante y no conseguimos mirar: las ciudades crecen a velocidad de hidra con mil trillones de cabezas, monstruos maldororianos que se intoxican con lo que ellos mismos generan (basura) y no saben cómo eliminar.
Porque son proliferantes y tenaces, porque están abrumadoramente abarrotadas, ciudad y mente configuran el escenario de constantes destrucciones. Caben pocas dudas de que cierta destrucción cotidiana resulta inevitable. Es que a veces pareciera producirse cierto “exceso de existencia”. Sucede cuando no hay espacio vacante, cuando no hay tiempo disponible. La mente, víctima de una actividad hipertrofiada, se mira en el espejo y se lamenta: necesita eliminar contenidos, si es posible olvidarlos, o mejor trascenderlos, traspasarlos. El espacio urbano edificado, dispuesto y explayado (eso que llamamos la ciudad) pretende calmar y hasta colmar las necesidades de cientos de millones de usuarios anhelantes. Pero al precio de generar tanto desecho (desperdicios) que, para muchos, una forma decente de ser hoy urbanitas es huir al extrarradio, merodeando por el centro sólo cuando hace falta lo indispensable (servicios y trabajo).
Los excesos mentales abstractos obstruyen nuestra mente. El exceso de artificio ciudadano, concreto, arruina la naturaleza corporal. Todo eso es lo que vuelve la destrucción inminente, insoslayable. Si enfrentamos la cuestión corporal, la supervivencia orgánica depende de metódicas y rítmicas destrucciones, en forma de cambios celulares y de todo tipo de excreciones. Si tratamos la ciudad, su continuidad funcional es, más y más, resultado de una cadena destructora que libera espacio, instrumental, ideas y hasta poblaciones indeseadas. La secuencia, a menudo perversa, es la siguiente: empezamos eliminando la basura acumulada en nuestra puerta, más tarde los espacios vacíos o mal aprovechados, todo aquello que sobra y, si no andamos con cuidado, expulsamos a la población subvalorada (en general más pobre, menos blanca, poco modosa, ineducada), como ocurre en Nueva Orleáns con la anunciada remodelación tras el paso de Katrina.
Llegados a este punto, aceptemos la paradoja, inevitable: la ciudad parece representar lo opuesto de lo que estoy planteando. De suyo, consiste en el proyecto mismo de construir algo y en el resultado exacto de su ejecución. Constituye el proceso constructivo por antonomasia. Construir es fabricar, levantar de nueva planta una obra de arquitectura o ingeniería. O bien remodelar algo antiguo, que preferimos preservar. Toda construcción implica una sucesión de actuaciones, en las que predominan las materias sólidas: cemento o pavimento, vidrio y acero, árboles, pantallas y carteles de hojalata o de plástico, neumáticos y nuevos materiales para el auto. Por eso la ciudad epitomiza los atributos del estado sólido: fuerte cohesión, amplia visibilidad y la omnipresente tridimensionalidad que la caracteriza. Por eso, también, la urbe ocupa tanto espacio.
Hay otra cosa todavía: como sabemos, algo sólido puede ser, alternada o simultáneamente, duro o blando. Pero hete aquí que la sólida ciudad espaciosa se ha vuelto dominio hegemónico de lo duro. Está llena de construcciones en lucha denodada por sobrevivir y continuar sin alteraciones: edificios antisísmicos, superficies pulidas contra choques y rayones, vidrieras irrompibles, cerraduras inviolables, calles de hormigón resistente, techumbres impermeables, rígidas cuadrículas, estanqueidad por todas partes. Una ciudad pone en obra todos sus recursos para defenderse contra la desfiguración (duro es, justamente, lo que no pierde la figura): evita, mientras puede, muescas en las fachadas, graffiti en las paredes, grietas en los techos, pozos en las calles, opacamiento de las superficies, y el temido desfallecimiento de las estructuras. Imágenes secas, minerales, dejan claro lo que toda ciudad reclama para sobrevivir: la inmovilidad de su principio y fundamento. En eso representa lo per-fecto, lo ya hecho, lo que, puesto en cierto estado, se obstina en seguir del mismo modo.
Vemos de una ciudad lo que ella consigue relatar: su propia historia hasta el momento de llegar al ápice de su edificación. Paralelamente, desde el presente en que la observamos, la ciudad inicia un descenso pausado hacia su destrucción. Nunca se edifica todo al mismo tiempo. Tampoco las ciudades se desfondan por súbito agotamiento. En un proceso incesante, lo que se construye y lo que se destruye se entrelazan de forma compleja. Cuando predomina la solidez dura, como según afirmo ocurre en las ciudades, su destrucción implica que algo se rompe. Edificios demolidos para levantar otros en Ground Zero. Bosques talados en Australia para que en Japón vivan en casas de madera. Distritos enteros arrasados por huracanes o tsunamis. Base desmantelada en Filipinas para montar un parque de atracciones. Cultivos cubiertos de cemento, asegurando rentabilidad de parking.
Incluso para quienes la consideran creativa (como planteó en su día Schumpeter respecto del crecimiento económico y tecnológico), la destrucción no es una empresa que nuestras endurecidas ciudades se vean capaces de llevar adelante. Recordaba antes la acumulación de material sobrante, sean objetos o personas. En efecto: el meollo del asunto es la basura, vocablo con al menos dos sentidos. Uno es el que dije: desechos voluminosos que se amontonan cada vez más en cualquier lado y nadie sabe cómo hacer desaparecer. Otro es el que evoca Koolhaas con lucidez: “el espacio-chatarra”, o sea los residuos anteriores pero ahora esparcidos en contextos más amplios, los de proyectos colectivos con los que nos identificamos: el progreso, la modernización. La basura más nociva, me permito agregar, es la que se acaba endureciendo. Cuanto más se despliega el desarrollo y se expande la tecnología, cuanto más se incrementan producciones y consumos, más chatarra queda depositada en la superficie urbana. Chatarra, concepto bifronte. Designa los desechos, residuos o basuras, aquello que descartamos y acabamos encontrando sucio, inmundo, despreciable. También señala el absurdo (chatarra es junk, lo que en slang es sandez, macanas, o sea nonsense) de lo que, luego de producido, utilizado e inutilizado, nos vemos en la imposibilidad de eliminar. El drama de la ciudad es la chatarra, dura como duro es el origen de este sustantivo vascuence: escoria de metales, residuos descartados, auténtica morralla. Mientras la ciudad no aprenda a desprenderse de lo duro que le sobra, la destrucción vendrá impuesta desde fuera, en forma de accidentes de trenes, masacres terroristas o cataclismos cada vez más previsibles y anunciados. Paul Virilio nos lo recuerda con insistencia: su obra trata en cierta forma sobre la destrucción de la solidez encallecida, encanallada.
La mente es otra cosa. Tiene posibilidades que la ciudad no puede ni soñar. Porque la mente puede ser (o, más bien, podría en principio llegar a ser) un territorio blando. Lo blando señala algo que cede, algo que suaviza o que laxa. Sugiere imágenes de cierto movimiento, aunque éste sea pausado, continuo y maleable. La circulación de la sangre, por ejemplo, los flujos y reflujos del cuerpo en cumplimiento de funciones vitales. Lo blando se emparienta con lo líquido y lo gaseoso, estados a los que quisiera dirigirse y con los que, según Gaston Bachelard, acaso fantasea. En todos los sentidos, indica lo que sigue en curso y no sabe cómo acabará (aunque persiste, esperando acrecer su natural). Termina señalando lo im-perfecto: algo iniciado e inconcluso. Es lo que está en proceso, en una doble dirección: en movimiento, en situación de cambio.
Por todo lo anterior, el ámbito de lo blando y desde luego el de la mente contienen el germen de su destrucción. Pero ésta ya no es motivo de temor. Resulta, al contrario, una situación que se espera a fin de acrecentar una fluida circulación del tránsito. La destrucción de lo duro urbano atentaba contra la continuidad. Por contra, la destrucción de lo mental blando busca, estimula, propende a una solución de continuidad, fase larga o etapa prolongada de composición variable, que en parte habrá de cristalizar y en parte seguirá cómplice del estado líquido. La destrucción es el escape purificador de la mente constructiva, al menos cuando ésta lucha por convertirse en materia capaz de ser reblandecida.
Porque en la mente coexisten, reconozcamos, lo duro y lo blando. La mente del Oeste ha desarrollado pensamientos sólidos, hoy en fase crítica de endurecimiento. Peter Slöterdijk sostiene que lo duro alcanza insuperable culminación en la metafísica. Sus manifestaciones (en forma de religión, teoría crítica habermasiana, cientificismo, psicoanálisis u otras) las toma por prisons we choose to live inside (cárceles en donde decidimos vivir), apoyándose en un texto de Doris Lessing. Cualquier forma de metafísica, estima el alemán, es un síndrome maligno cultivado por “la necesidad de justificar los barrotes mentales detrás de los cuales muchas personas han decidido vivir”. Si, a pesar de todo, la mente pugna por sacarse de encima el peso muerto del pensamiento encallecido, su destrucción se anuncia dolorosa. Cargar con una mente endurecida supone un agarrotamiento generalizado. Por eso, la ascesis necesaria para ablandarla y rescatarla de la parálisis tiene que ser prolongada.
Pero no basta desprenderse de lo que tanto lastra. Algunas cosas hay que deshacerlas premeditadamente, desbaratarlas, asolarlas. Si no lo conseguimos, conviene al menos apartarnos de ellas. De forma sugestiva, parálisis era aquello contra lo cual Joyce alzó su proyecto de escritor. No poder anularla in situ forzó su condición de irlandés errante. Hemos de apartarnos, venía diciendo, de la comodidad del paradigma según lo pinta Thomas Kuhn, marco mental en que “vivimos, nos movemos y existimos”. Del hábito de la herencia social, del karma individual. Y de los grilletes electrónicos (otra vez Slöterdijk) de la manipulación mediática, contra la que ya no valen las medias tintas del consumo bajo o una actitud simplemente moderada. Hay que habitar en los extremos, recomienda Slöterdijk. Tolerancia cero contra el pensamiento endurecido, eso es lo que hace falta. Aunque al precio, me temo, de un suplemento de ascetismo: abandonar las evidencias de la tribu, descartar lo que se estima necesario, nadar a contracorriente, subvertir la corrección política, quedarse en la banquina de los negocios académicos, solitario y perplejo. ¿Estamos preparados para tanto?
Aquí no acaban las zozobras. Es posible que no alcance con esa apuesta bien fuerte. Slöterdijk trabaja en remozar el concepto heideggeriano de desasimiento (Gelassenheit) y lucha por actualizarlo, insistiendo en buscar un punto en el cual “la quietud sea posible en el movimiento”. Sin embargo, al no plantearse frontalmente la eliminación de cualquier dualismo, acepta seguir viviendo en una zona intermedia que al cabo es difícil precisar. Incluso si estamos orientados por un vector potente hacia un plus de humanidad, seguimos siendo lo que somos, vivimos aquí y ahora, nadando en un mar de ambigüedades, las ajenas, las propias. Prima facie es imposible no sentirse de acuerdo con Slöterdijk: después de haber quemado los tratados y de habernos abanicado con los convencionalismos circulantes, queda en nosotros el lastre del recuerdo. Pero aquí radica el problema que el pensamiento no puede resolver con recursos puramente especulativos: pensar sin sedimentos en forma de recuerdo. El recuerdo indiscriminado es, según creo firmemente, la auténtica basura del alma. Hasta ahora no hemos encontrado un pensamiento asimilable a la escritura practicada por aquel personaje de Copi en El uruguayo que invita a eliminar lo que su mano diligente acaba de escribir. En carta extensa al maestro lejano, un estudiante con mucho atrevimiento asigna al profesor la función de borrar lo que éste va leyendo: “Prométame que hasta ahora lo ha tachado todo”. Nosotros, por ahora, no sabemos borrar lo que hemos visto. No queremos olvidar lo pensado. No podemos prescindir de lo que creemos conocer o hemos sabido.
¿O tal vez sí podemos? La ascética del zen practica el desasimiento de las cosas como una destrucción creativa. Reflexionando sobre la “sutra del loto” budista, Dôgen equipara la iluminación con el vacío, entendiéndolo, de manera concreta, como “una destrucción sin residuos”. Porque, en el fondo, y en la forma, no se trata de demoler nada, ni desbaratar, arrasar, despedazar, abatir o romper nada. Se crearía aún más basura contaminante. La liquidación sin residuos remite a “la destrucción de todos los caminos del discurso”, explica Dôgen. El carácter real de los fenómenos (shoho jisso) es previo a las excursiones de la mente y ajeno a los dualismos que ella fabrica como peldaños para su reflexión. A menudo la mente se extravía: si pretende agotar hechos con palabras, se queda sin destino. Lo real (en otras palabras, la iluminación) “es no-surgido y no-cesado, ni manchado ni purificado, ni existente ni no-existente, ni asido ni rechazado, siempre apaciguado, perfectamente puro, similar al espacio, indefinible mas pensable…”. El zen destruye a base de encajar y aceptar las cosas como son, aunque éstas “superen el dominio de todas las mentes”.
¿Cómo volver posible algo que se asemeja a una charada?: “haciéndose uno con las condiciones materiales” que nos son propias, comenta Sekkei Harada, maestro soto zen de nuestros días. “La mente cotidiana es el camino”, insisten a coro los dos hombres. Donde el yoga planteaba una estrategia de “concentración en un solo objeto” (Patanjali, Yogasutra 2), el zen prefiere difuminarse, transformarse en el flujo mental que nos recorre, hacerse uno con él, ya que esa es la concreta condición material de nuestra vida. En mi opinión, es eso lo que vuelve al zen especialmente apto para lidiar con la basura de la mente. Conviene destruirla, como invitan los sabios, sin por eso destruirse uno mismo: ablandándola, por supuesto, pero hasta que se volatilice, se consuma, drene, se extinga (todo eso significa samadhi) en un mar indefinido, abierto, en un vuelo en el que todo se aniquila para que, dentro de uno, todo crezca y se engrandezca.
Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja V: Agua: Inundaciones: Vistas aéreas.
Lecturas. Las reflexiones de Peter Slöterdijk, en El sol y la muerte (Madrid, Siruela, 2004, conversaciones con Hans-Jürgen-Heinrich) y en Écumes. Sphères III (París, Maren Sell Éditeurs, 2005, traducción de Olivier Mannoni). Un telón de fondo sobre lo duro y lo blando: Gaston Bachelard, La terre et les rêveries de la volonté (París, Librairie José Corti, 1947). Sobre las posturas de Dôgen: The True Drama Eye. Zen Master Dôgen’s Three Hundred Kôans (Boston, Shambhala Publications, 2005, traducción de Kazuaki Tanahashi).
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