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El zen y la sangre como vida.
El dualista se hace mala sangre. Entre la materialidad de nuestro cuerpo (soma que, por lo visto, nos resulta inquietante) y el torrente de la mente (noûs, que a menudo consideramos una entidad indómita) tendemos velos opacos cuando preferimos relacionarnos con nuestra sangre mediante mera representación. Resulta ilusorio reducir un fenómeno observable a simple imagen, o a concepto abstracto: implica renunciar a reconocerlo en su totalidad. La representación únicamente mental de una realidad tan física como la del cuerpo divorcia a la persona de lo que está viviendo: transforma su cuerpo en punto (ficticio) de observación desde la atalaya de un yo aislado, escindido de su mundo exterior, en el que acaba incluyendo, ¡ay!, su biología, un objeto más en su visor estrecho. Mentes evadidas de cuerpos vividos como envases: caso frecuente hoy día. Creemos ser modernos. Aunque el llamado conocimiento vulgar se atiene todavía a paradigmas platónico-cartesianos. La experiencia que una mente dualista tiene de la sangre abre horizontes nuevos a la fantasía literaria o al razonamiento filosófico. Mas no es seguro que consiga tocar la fibra de la existencia: a menudo le falta la palpitación del cuerpo físico, la vibración de la materia. En cambio, cuando uno considera la realidad desde el cuerpo-mente aparecen modos distintos de ser humanos: la persona se concibe como unidad (entrevero coordinado de biología, raciocinio, emotividad y discurso) y se hace apta para producir, desde una estricta corporalidad, discursos que dan cuenta de lo que vive-observa.
Distinguir planos de conocimiento (una experiencia especulativa frente a otra dotada de la acuidad del registro cuerpo-mente) importa en el caso de la sangre, plasmático líquido rojo asociado a funciones que conservan la vida: respiración, digestión, secreción, contacto con el medio exterior. Dicha distinción revela la capacidad mayor o menor que poseemos para aprehender lo que en último término nos caracteriza: somos cuerpos pensantes, vida pensada desde un cuerpo en acción. Porque existe bastante distancia entre la sangre imaginada (visualizada y relatada, por otros, en el momento de su efusión; simula ser versión verídica de la sangre, pero se reduce a sangre editada) y la sangre vivida (una que se resguarda y a la vez resguarda; una que circula invisible dentro nuestro; una que tanto protege la vida como expresa la opción de derrocharla). Una es sangre construida, objeto que se mira. Otra es sangre renacida, huella de un sujeto que, mediante metódica autoobservación, acomete la conquista de sí mismo.
La vista de la sangre. El espesor del velo que interponemos entre nosotros y la sangre varía según la frecuencia e intensidad con que consideremos que el ámbito de la persona se reduce a la actividad de una mente escrutando su cuerpo. Representación designa, entonces, tanto la alquimia de transformar materia en imagen, como el proceso de actuar la relación fantasmal que, a partir de allí, establecemos con esa imagen. ¿Por qué se produce tamaña escisión? Porque la vista de la sangre nos aterra. Si aceptamos relacionarnos con ella es sólo a condición de mediatizarla con recursos, racionales o estéticos, que nos descarrían de una experiencia completa, transformando la sangre en puro tema. Cuando así ocurre, nos abocamos a tan viscoso asunto con recursos si se quiere atractivos (de eficacia social demoledora, como nuestros temores) aunque engañosos, ya que buscan eximirnos de una consideración psicofísica frontal de lo crucial en nuestra vida, que es la sangre.
¿Qué problema plantea mirar sangre humana? La explícita efusión de su materia produce mezclas de fascinación y temor que nos abruman: cuerpos esparcidos sobre camillas, vómito tuberculoso, ciclo menstrual, hemorroides, heridas varicosas, extracciones, desechos hospitalarios. En suma, y de modo no fácilmente discernible, dos realidades conviven en nosotros, solapadas: pérdida de control sobre nuestra biología (vinculamos una fuerte hemorragia con el abandono de la vida) aunque, a la vez, drenaje que purifica la existencia (la noción de sacrificio es central en las religiones). Alivio, como después de toda gestación; pero también sensación de descontrol. De tan incierta frontera habla la sangre que gotea o que mana de un cuerpo. Desde tiempo inmemorial, ver sangre produce atracción y repulsa. Por lo que al dulce líquido caldoso lo envolvemos en celofanes de imaginación. Intentamos mirar la sangre de modo de no verla, prodigio que hace posible nuestro lugar en el mundo de cada día, la pantalla.
Sangre en la pantalla. Si bien la sangre ratifica de modo insuperable la condición humana, de la que tenemos a mano tomamos máxima distancia, como si fuera algo numinoso. Queremos hacer de nuestra vida la historia del ojo que no se atreve a mirar. En nuestra cultura abundan recursos destinados a alejar de nosotros algo que, visualizado sin paliativos, nos expondría a espectáculos horribles. Por un lado, implicitamos la sangre mediante procedimientos rituales: la acercamos como objeto de discurso, incluyéndola en un contexto ceremonial, como los que estudia la antropología, o trazando con ella el hilo visual de un relato televisivo. Por otro lado, buscamos silenciarla, anulándola como eventual terreno de experiencia: intentamos excluirla del esfuerzo práctico por llegar a la raíz de la existencia.
Consideramos que una dinámica social llega a ser normal cuando consigue transformar en imagen (y/o dramatización incruenta) toda posible violencia, empezando por aquella que la propia sangre evoca. A fuerza de maquillaje, en ciertos campos se logra su transitoria desaparición. Nada menos sanguíneo, por ejemplo, que el uso filmado de los cuerpos: spots de perfumes, autos, cerveza, seguros o sprays domésticos, escritos sobre anatomías vestidas o despojadas. Exhiben motricidad, dinamismo, pero para mejor escotomizar lo que las hace posibles.
Sabemos de antemano que el afán de anular la violencia por completo trasunta negación, vana fantasía o autoengaño. Para seguir siendo creíbles, los medios se abocan a producir el reverso de un mecanismo que, en el fon do, mantienen idéntico: en pantalla menudean los baños de sangre. El trofeo suele llevárselo el relato de la cruenta violencia citadina, repartida entre crónicas delictivas y películas o series policiales. El relato fílmico de luchas de lobos contra lobos recrea la imagen de la sangre, abundante hasta el hartazgo, ficcional hasta la parodia y tan irreal que consigue escamotear lo que parecía imposible de esconder: el predominio fáctico de la violencia, física y simbólica, que inunda el acontecer cotidiano. La sangre filmada constituye un ingrediente clave en el proceso de desrealización motorizado por la televisión: hiperabundante, barata, al alcance de todas las mentes y edades. Constituye una consecuencia nada desdeñable de la trasmutación de la actualidad observable de nuestra vida en atractivo (aunque completo e irresponsable) espectáculo. Miramos lo que ocurre a seres imaginarios, para luego apartar la vista de lo que pasa en/con nosotros.
Somos espectadores, cautivos y a la vez complacientes, de un engaño que nos hace avalar y tragar (en francés, en ambos casos: avaler) lo que, escrutado sin rodeos, tendría muy mal gusto. Los medios nos vuelven abstinentes dráculas, oximorónicos mirones del banquete virtual de la pantalla. A fin de volver digerible la sangre, las series televisivas hacen que la tomemos como asunto de investigación médica (Doctor House), pseudocientífica (CSI Miami) o policial (Criminal Minds), manteniendo, eso sí, cuidadosa distancia entre el sillón y la pantalla. Cuando la sangre abunda, refulgente, la convierten en parodia del mal, presentado con tanta enormidad que acaba resultando inverosímil, irrelevante. Ahí están las películas de karate violento, o esos autoirónicos gangsters de Tarantino, certificando con guiños ambiguos la irrealidad de la crónica que narran.
Sangre vivida. Hacerse presente a la propia existencia, en carne y alma. Es la vía que Maurice Merleau-Ponty sugiere para vivir el cuerpo. Recurramos a lógicas distintas, reunidas por la confluencia que se produce cuando dos vocablos extranjeros se funden, al traducirlos, en sólo uno de la nueva lengua. Nuestra palabra “sangre” reúne connotaciones provenientes de términos latinos bien diferenciados. Cruor designa sangre que se escapa, marcando su derrame el final de una existencia. Sanguis nombra, en cambio, sangre preservada para mantener y desarrollar vida. Ante la bifurcación de los sentidos, el archivo cultural japonés abre opciones que permiten comprender otros modos posibles de vivir la sangre.
La sangre derramada es vector de una estética japonesa perenne, la samurái, aggiornada por el novelista Yukio Mishima, quien traspasó el telón de la representación e hizo de su fantasía una cruenta realidad, mediante harakiri o suicidio ritual. Es de los pocos nipones modernos que intentaron rasgar el velo de maya con su propio cuerpo, atravesando la pantalla de la representación. Colegas suyos cometieron suicidio: Osamu Dazai, Shusaku Endo, Yasunari Kawabata; pero sólo Mishima hizo de su muerte un trance digno de la conjunción cuerpo-mente.
Desde su best-seller inicial de 1948, Confesiones de una máscara, Mishima introdujo en su obra el leit motiv de la sangre. Esta constituía, para él, índice fehaciente de “seguir vivo”, a pesar de tenerse por “un ser inviable” (se veía enjuto y chaparrito; lo avergonzaba su bisexualidad). Dudando hasta el final entre vivir y conocer, en 1970 Mishima tomó su decisión: regueros de sangre brotaron de su abdomen para cerciorarlo de que era, al fin y al cabo, un ser viviente. Le llevó veintidós años completar una experiencia que, como a menudo anticipara, compendió su modo de buscar una obra maestra.
El zazen, meditación sentada del zen japonés, señala otro camino, bien distinto. Es cierto que también considera al cuerpo parte indispensable del ejercicio de conocer. Pero, en marcado contraste, hace del comprender una opción orientada a la vida, concibiendo la circunstancia cotidiana como materia prima plausible de su pensar. ¿Cómo fluye la sangre en el curso del zazen?
Durante la meditación, la atención incursiona por las tuberías de la mente. ¿Se trata de una operación lóbrega, aceitosa? Se trata por contra de un paseo liviano y juvenil. Nadie quita momentos de pasmo, escalofrío o vértigo. Pero el zazen crea una cámara obscura donde el atento fotógrafo revela las tomas de su angustia. Y cuando la angustia desvela su sentido, brota un gozo inesperado que la mente, ¡esa estrecha!, cree extravagante, extemporáneo. No es extraño: vivir plenamente en la materialidad del propio cuerpo suele parecerle fuera de tiempo y de lugar a la razón razonante. Su drama es ese.
Me sirvo del prefacio de Georges Bataille a su Historia del ojo, texto de 1928, reescrito y madurado en décadas siguientes, aunque oriento sus palabras en otra dirección. Bataille exclama: “Dios, qué triste es la sangre del cuerpo en el fondo del sonido”. Dice algo muy cier to: cuando hasta el menor ruido se acalla, quedamos confrontados al sonido. Ahora bien: ¿cuál es ese sonido propio cuando hacemos en nosotros (como busca el zazen) un silencio profundo? No es otro que el flujo rítmico de la sangre o, si se quiere, el pulso de la vida, el latir del corazón. Entonces, ¿por qué tan suave vibración Bataille la considera triste y, como agrega, merecedora de descarga? Llegamos al nudo de la cuestión: Bataille concibe la liberación como excreción de sustancia propia tinta en sangre. Relaciona la descarga efusiva con el tránsito que intenta desde una experiencia interior, puramente mental, hasta un cuerpo convocado al derroche de sus facultades. Bataille vive la corporalidad como acreditación de su vida: recorre ese tramo con Mishima. Sin embargo, llegado a la encrucijada del dolor toma, como el extranjero de Albert Camus, una senda distinta a la esperada: no se sacrifica.
Tal vez ello ocurra porque, aclara el zen, el sonido primordial de la sangre es una pauta musical necesaria para enfocar la vida: Nietzsche decía que “sin música, la vida sería un error”. O porque el latido de la sangre es gozoso, un vagido que anuncia al recién nacido. O porque es salutífero, ofreciendo abundante, gratuito y continuo recomienzo de la vida a cada pulsación. La sangre, así, constituye para el zen el camino. Un camino paradójico, como el de la vida. Plenamente invisible, la sangre se vuelve aguda conciencia del tenaz empeño por existir. Tan presente a nuestros actos que acabamos considerándola lo más preciado nuestro, a saber: alegría de volver a la vida con cada latido; ritmo de nuestros actos cotidianos; sabiduría de no desperdiciar ni una gota, ajena o propia; desprendimiento por saber que, al fin y al cabo, lo vivo nunca podemos poseerlo. La sangre sólo trasunta realidad cuando circula. Y nosotros en ella.
Imagen [en la edición impresa]. Anish Kapoor, Shooting into the Corner (2008-2009), detalle.
Lecturas. Desde Sed de amor (1950) hasta la tetralogía El mar de la fertilidad (terminada justo antes de su autoinmolación), la sangre latiente interviene en todas las historias narradas por Mishima. Donald Keene no lo percibe en su A History of Japanese Literature (Nueva York, Columbia University Press, 1998, volumen 4), aunque sí John Nathan (Mishima: Biografía, Barcelona, Seix Barral, 1985 [1974]). La cita de Georges Bataille proviene del prefacio de El pequeño (Pre-Textos, 1997 [1943]), llamado “W-C. Prefacio a la Historia del Ojo”. Sobre lo que ocurre cuando miramos a oscuras ver, de roland Barthes, La cámara lúcida (Barcelona, Paidós, 1999 [1982]). La reflexión sobre la cámara remite a una anterior, que aborda los mismos tópicos (en revista Otra Parte, N° 11, otoño de 2007).
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