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Secuelas de una visita al Museo del Holocausto de Buenos Aires.
Una de las niñas tiene los ojos cerrados y las otras tres están mirando a la cámara. Es una de las pocas fotos que se conocen de los experimentos que Josef Mengele hacía en Auschwitz. Muestra a dos pares de gemelas rumanas, totalmente desnudas, cuya extrema delgadez es prueba de lo interesados que estaban los médicos nazis en llevar al límite la capacidad de resistencia de sus cobayos humanos. Si no fueron asesinadas antes (se sabe que las autopsias eran parte central en las investigaciones de Mengele), uno de los resultados que arrojó ese experimento tuvo que ser la cantidad de días que una niña de ocho o nueve años tarda en morirse de hambre.
La primera vez que vi esta foto fue a fines de 2007, en un afiche de una campaña publicitaria del Museo del Holocausto de Buenos Aires. Enmarcada y colgada en una pared, la foto tenía un aspecto añejo con sus bordes marrones y la marca aún visible de un doblez que alguien había enmendado. Debajo, en un cartelito, se leía: “Museo del Holocausto. Un museo, nada de arte”. Aunque el detalle más curioso era sin duda la firma que rubricaba la foto (Josef Mengele, 1942), que simulaba ser un autógrafo.
Al cabo de dos años volví a toparme con la imagen en Internet, pero esta vez el estremecimiento fue mucho más grande. La visión de esas piernas esqueléticas, de la grotesca desnutrición que literalmente había pegado la piel a sus huesos, exponía a las niñas como tristes marionetas que apenas podían mantenerse en pie, mientras que la versión de la foto que yo había visto en aquel afiche las mostraba tan sólo de la cintura hacia arriba. ¿Qué justificaba esa manipulación?, me pregunté entonces. ¿Por qué se les recortaban las piernas si eran lo que mostraba con mayor claridad la desmesura de su sufrimiento? Y los bordes avejentados, el falso autógrafo de Mengele, el marco, el paspartú, ¿no le daban al cuadro una cierta impronta kitsch, convirtiéndolo en un remedo de la imagen de archivo? ¿No era esa una forma equívoca de estetizar la foto, quitándole gran parte de su valor documental?
La curiosidad por saber cómo se resolvía la tensión entre el precepto que rechaza toda expresión artística de la Shoá por considerarla inapropiada o inmoral (siguiendo el célebre dictum de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz) y el gesto de usar en una campaña publicitaria imágenes intervenidas del horror nazi, fue uno de los motivos por los que visité el museo.
El edificio de estilo seudoflorentino ubicado en la calle Montevideo, en donde alguna vez funcionó una dependencia de Segba –la desaparecida empresa de electricidad–, tiene una senda adoquinada que desemboca en la sala principal y a la que los cambios de alrededor le han dado un aura bastante siniestra. La muestra permanente sigue un orden cronológico y hay paneles con fotos e información escrita, objetos, documentos, recortes periodísticos: un pasaporte del Reich con la “J” sellada que identificaba a los judíos; una propaganda antisemita en la que se ve a un judío crucificando a una joven aria; la tapa del diario La Nación con la noticia de la invasión a Polonia en septiembre de 1939; dos perchas que pertenecían a la tienda de un comerciante judío de Berlín, expuestas en una vitrina con la palabra “Jude” y la estrella de David pintadas con cal en alusión a la Noche de los Cristales Rotos.
No sé bien por qué, pero el objeto que más me conmovió fue un pañuelo bordado con los datos de Marek Lautersztein, un bebé polaco de un año y medio, oriundo de Varsovia, al que su madre –valiéndose de una bolsita de tela con un cordel para colgar del cuello– había identificado así temiendo que se extraviara en la vorágine de las deportaciones. ¿Y qué decir de ese uniforme a rayas cuyo número (107.822) era también el de un brazo tatuado? ¿Qué decir de esos zapatitos polvorientos, resecos; esos zapatitos que les faltaban a los niños que en Treblinka esperaban desnudos durante horas, a mitad del invierno, su turno para entrar en las cámaras de gas, y a los que tantas veces se les helaban las plantas de los pies y se les pegaban al suelo? ¿Qué decir de ese peine de hueso rescatado de un mundo de cabezas rapadas y de esos tenedores que tan poco habrán tenido para pinchar en sus miserables cacharros? Y ese ladrillo de uno de los hornos crematorios de Birkenau, que algún loco neonazi, acaso inspirado por el robo del cartel de Auschwitz, podría querer usar para romper la vitrina de la Noche de los Cristales Rotos, ¿qué horrores esconderá en sus ennegrecidos huecos?
La exposición de objetos únicos en el Museo del Holocausto de Buenos Aires (un uniforme a rayas, un ladrillo, un par de zapatos de niño, etc.) no revela tanto la pobreza que tal vez podría achacársele a la colección como el carácter metonímico de toda representación de la enormidad del genocidio nazi. Incluso en los museos que cuentan con sus propias montañas de cabello, anteojos o zapatos (y que en el fondo no son más que pequeñas enormidades, por contradictorio que parezca), muchas veces es un detalle lo que desata la indignación o el espanto.
A mí eso me ocurrió observando este uniforme gris y desteñido, cuando me percaté de que encima del primer botón tenía una oxidada traba de metal que sólo podía servir para cerrar medio centímetro más el cuello. ¿Un ínfimo gesto de compasión hacia quienes perdían el botón y no conseguían hilo y aguja para reemplazarlo? ¿Un colmo de ridiculez, de sarcasmo, de cinismo? Imaginemos a un hombre vestido con este uniforme un día de invierno con 22 grados bajo cero: ¿cuánto más abrigo le habría significado cerrarse el cuello hasta arriba? Contando la cantidad de gente que murió de pulmonía o congelada en los campos de exterminio, la respuesta es más que obvia. Si hasta en los laboratorios nazis se moría de esa manera: uno de los experimentos consistía en sumergir a seres humanos en agua helada y ver cuánto tardaban en morirse de frío, para deducir así una forma de rescatar con vida a los pilotos que caían al mar en medio del combate.
Nada se explica en el museo, sin embargo, de los siniestros experimentos médicos. Sí está la foto de las gemelas rumanas en su versión sin cortes, pero no hay ninguna especificación de los experimentos con el tifus y la malaria, de las punciones hepáticas realizadas sin anestesia o de las inyecciones de pus que se les suministraban a personas sanas, de las pruebas para determinar los efectos de la desnutrición, los cambios en la presión atmosférica y la hipotermia, ni de las muertes provocadas por estudiantes de medicina que aprendían allí sus primeros rudimentos como cirujanos.
En Lo que queda de Auschwitz, Giorgio Agamben se refiere a esos individuos que en la jerga de los campos eran llamados “musulmanes” y a los que la sed y el hambre de días iban convirtiendo en cadáveres ambulantes (“muertos vivos”, “hombres momia”, los llama Primo Levi), para plantear lo necesario que es a esta altura saber complementar el paradigma del exterminio con otro que exponga las variadas y tanto o más atroces formas de matar y morir que había fuera de las cámaras de gas y de las ejecuciones masivas. Una sugerencia que –bien que Agamben no lo aclare– cuestiona lo que dice Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, cuando sostiene que lo que escandalizó a los aliados y lo que da a las imágenes de los campos de concentración alemanes su horror específico –los esqueletos humanos– no era en absoluto típico: “el exterminio era llevado a cabo sistemáticamente por el gas, no por el hambre. La condición de los campos era un resultado de los acontecimientos de la guerra durante sus últimos meses”.
Pero yo no puedo dejar de pensar en lo terrible que debe ser morirse de frío. Y lo pienso delante de este traje a rayas, del mismo modo en que frente a estas cucharas y tenedores oxidados me imagino las circunstancias en las que alguien deja caer al suelo sin querer el cacharro a medio llenar con una sopa inmunda y de pronto empieza a convertirse en musulmán sin darse cuenta. Es esa muerte lenta, artesanal, el derrumbe total y progresivo lo que me perturba: la paradoja de que las condiciones de vida de un sujeto sean, a la vez, sus condiciones de muerte.
Por fortuna para muchos visitantes, nada hay en el Museo del Holocausto de Buenos Aires que incite a apartar la mirada de golpe: el horror es apenas didáctico. Y la pregonada nadería del arte convive con un sentido del decoro que reduce al mínimo la exhibición de atrocidades. Esas reticencias que todavía existen a exponer el genocidio en sus mínimos detalles en parte se deben a una lógica de la curaduría que piensa que la impersonalidad, la cosificación y la degradación de la muerte perpetrada por los nazis encuentra su antítesis en los rostros, los nombres y el testimonio de sus víctimas. Así se busca negarle al nazismo la falta de sentido y la deshumanización que su maquinaria de exterminio le imprimió a la muerte de millones de personas, negándole incluso la potestad metafísica que se arrogó y que fue la utopía de ser la propia Muerte.
En la escena final de Moloch, el notable filme de Alexander Sokurov sobre Hitler, el protagonista le dice al personaje de Martin Bormann: “Pronto la plaga no será nada. Nosotros conquistaremos la muerte”. En esa frase, que a Eva Braun le parece imposible y que Hitler elude comentar sin más, se resume el álgebra del genocidio. Dejando a un lado el carácter mesiánico que el propio Hitler se atribuía y que constituyó en Alemania la base del culto al Führer, el fondo de su megalomanía no sería tanto el deseo de conquistar el mundo (“Dictator of the world!”, grita Chaplin en su parodia del líder) como el intento de construir una máquina de matar tan absoluta que pudiera compararse con la Muerte misma. ¿O acaso la singularidad del nazismo no fue precisamente “tratar de definir quién debía habitar el mundo y quién no”, como bien dijo Saúl Friedlander? De ahí que las políticas de la memoria en torno al Holocausto y la Shoá –términos que en sí mismos reivindican una idea de sacrificio– pretendan desarticular esa metafísica de la muerte, restituyendo a los judíos el justo derecho a darle al genocidio un significado propio.
Pero las montañas de cadáveres no fueron dejadas por los nazis deliberadamente. Eran tantas las evidencias del horror que ocultarlas en su totalidad hubiera sido como querer tapar el sol con las manos. Con todo, Treblinka, Sobibor, Belsec y Chelmno –los campos que en Polonia estaban dedicados exclusivamente al exterminio, a diferencia de Auschwitz, que era además campo de concentración y de trabajo forzado– fueron desmantelados bastante tiempo antes del final de la guerra; así los huesos que no se destruían en los hornos crematorios eran reducidos a polvo en molinos y diseminados en los bosques cercanos; así las fosas comunes eran tapadas con árboles y el cabello de mujer iba a rellenar colchones.
Por eso no sería equivocado decir que mucho de lo que vimos se suponía que no debíamos verlo. Aunque, ¿vimos lo suficiente? No deja de llamar la atención que recién en 1985 saliera a la luz Memory of the Camps, un documental hecho con filmaciones realizadas por los soldados aliados durante la liberación de los campos en 1945, que estuvo archivado en el Museo de Guerra británico durante cuatro décadas. Allí, entre las muchas atrocidades registradas por la cámara, los miles de cadáveres desnudos amontonados en una fosa común en el campo de Bergen-Belsen y el ir y venir de los ex guardianes que cargan en los hombros y arrojan en esa enorme tumba más y más cuerpos esqueléticos constituyen una de las visiones más horripilantes que existen.
Es comprensible, entonces, que un sentido de la indignación y del escándalo guíe el rechazo a mostrar esas imágenes, sin contar lo mucho que pueden afectar la sensibilidad de los espectadores. Pero ¿quién desmiente que allí hay un testimonio fidedigno y literal del horror de los campos de exterminio nazi? Claude Lanzmann, que en las nueve horas y media de su film Shoah no incluye una sola imagen de archivo de los campos, dijo en una entrevista de 1994: “Si hubiera encontrado imágenes auténticas de las cámaras de gas, no solo no las habría empleado, sino que las habría destruido”. ¿Qué justifica una postura como esta? ¿La negativa a alimentar el morbo de un supuesto espectador morboso? ¿La explotación del horror? ¿El debido respeto a unos muertos que eran seres humanos individuales, más allá de que los nazis los llamaban Figuren (figuras, muñecos)? ¿El temor a que el horror produzca fascinación en quien lo mira? ¿Quién dijo que cuanto más directamente vemos un hecho espantoso menos capaces somos de comprenderlo? ¿No es negacionismo al revés la idea de ocultar o destruir pruebas, por muy horrorosas que sean? ¿Hay que seguir privilegiando lo autobiográfico y lo testimonial y acomodarnos en la butaca dispuestos a pasar los trece largos años que a cualquier persona le insumiría ver las cincuenta y un mil entrevistas del archivo de Spielberg?
En su libro En busca del futuro perdido, Andreas Huyssen escribe: “Los criterios para representar el Holocausto no pueden consistir en la corrección, el decoro o el temor reverencial, como si se tratara de ser correcto en vista de un objeto de culto. El temor reverencial y el silencio respetuoso acaso sean necesarios cuando uno se enfrenta al sufrimiento del sobreviviente individual, pero están fuera de lugar como estrategia discursiva frente al acontecimiento histórico, aun cuando ese suceso guarde en su núcleo algo de indecible e irrepresentable”.
¿Por qué entonces la visita a un Museo del Holocausto no puede ser también una experiencia horrenda? ¿Qué asidero tiene la noción de trauma en el caso de personas que no han pasado ni de lejos por la experiencia de los sobrevivientes de los campos? ¿Se abren nuevas perspectivas por el hecho de que en pocos años ya no quedará vivo ninguno de ellos? ¿Será allí posible trascender el tan manido problema de “los límites de la representación” para hacer frente al desafío de la “representación de los límites”?
Como escribió David Rousset al salir de Buchenwald: “Los hombres normales no saben que todo es posible”; sentencia que me acompañaba cuando me detuve a observar las dos fotos de cadáveres que hay expuestas en el museo (¿no es el olor a podrido y a carne quemada lo más irrepresentable siempre?). Si bien no esperaba que en la parte del panel en donde se trazan paralelismos con la historia argentina hubiera alguna comparación con el genocidio perpetrado durante la última dictadura, sí pensé que en nuestro genocidio los cadáveres brillan por su ausencia. Por eso el horror tuvo que expresarse fundamentalmente por la vía del testimonio: porque hasta el día de hoy –mas allá de las fosas comunes que fueron encontradas– no ha aparecido ningún registro fílmico o fotográfico de una cremación, una sesión de torturas o un vuelo de la muerte.
Lo que sí me sorprendió fue advertir que el museo no informa sobre la probada complicidad entre el gobierno peronista, la Iglesia católica argentina, el Vaticano y el régimen nazi en el operativo que se montó en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial para que criminales de guerra y genocidas del Tercer Reich se refugiaran en Argentina. Una omisión que no niega la irrefutable existencia del plan de escape nazi (hay fotocopias color del pasaporte falso de Adolf Eichmann y una foto de la casa que habitaba en San Fernando, además de un listado con los casos de Mengele, Priebke y otros nazis que obtuvieron su salvoconducto), aunque sí pasa por alto el papel que tanto Perón como la cúpula eclesiástica tuvieron en el infame operativo que luego de décadas de silenciamiento comenzó a ser revelado gracias a libros como La auténtica Odessa de Uki Goñi, o a documentales como Oro nazi en Argentina, de Rolo Pereyra.
Nada peor entonces que el tabú, el no querer ver, el pudor tranquilizador, la parcialidad, la indolencia. Si la “seriedad” de un museo supone congelar la memoria en imágenes y discursos ritualistas; si la memoria es sinónimo de divulgación y no el intento desesperado de que un pasado que no cesa de doler pueda seguir doliendo a lo largo de los años de la misma o de peor manera, se corre el riesgo del monumentalismo. “Nada hay tan invisible en el mundo como los monumentos”, escribió Robert Musil. Una frase que si algo nos advierte es que, cuando el recuerdo individual de los muertos del genocidio nazi se pierda entre las generaciones futuras, sólo quedará la imprescriptible obligación de entender qué fue toda aquella muerte.
Imágenes [en la edición impresa]. Gemelas rumanas víctimas de uno de los experimentos de Josef Mengele, Auschwitz, 1942; Entre medio, Centro Cultural Parque de España, Rosario.
Lecturas. Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz (Valencia, Pre-Textos, 2000). Saúl Friedlander (comp.), En torno a los límites de la representación. El nazismo y la solución final (Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2008). Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización (México, Fondo de Cultura Económica, 2002). Alejandro Baer, Holocausto: recuerdo y representación (Buenos Aires, Losada, 2006).
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