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La insurrección de los niños perdidos

IDEAS

 

Tiqqun, el Comité Invisible y el comunismo como práctica del vivir juntos y de la transformación de lo sensible.

 

En enero de 2001, un año que desde Nueva York hasta Buenos Aires se volvería tan significativo para el espectáculo global, decenas de organizaciones no gubernamentales que preferían que se las nombrara como “movimientos sociales” lanzaban en Porto Alegre, al sur de Brasil, un eslógan voluntarista: “Otro mundo es posible”.

El objetivo declarado de aquel encuentro, denominado Foro Social Mundial (FSM), era poner en cuestión las políticas neoliberales que habían dominado la década de los noventa y encontrarles alternativas. El FSM se proponía como contracara del Foro Económico Mundial que desde 1987 se realiza anualmente en Davos; así, le reconocía a este último entidad y potestad y aceptaba la globalización transnacional como hecho inevitable, salvo en su desprecio depredador por la vida y la cultura humanas.

Los primeros documentos del FSM evitaban cuidadosamente las aguas de la radicalidad política; se declaraban no en contra del capital, sino “de la hegemonía del capital”, en la creencia de que era posible reconducir o terminar con su voluntad de dominio y explotación infinita de todo lo disponible mediante la mera enunciación de principios humanistas, la promoción de regulaciones, la asistencia a marchas y “contracumbres” y la petición firme de cambio a las fuerzas de control efectivo del mundo, sin declararles la guerra total.

Sin embargo, los medios, con su astucia para las etiquetas rápidas, caracterizaron a los participantes de la reunión de Porto Alegre como la nueva cara de la izquierda global, elevándolos a la categoría de principio antagonista activo del ordo mundi y su normalidad indiscutible, posición a la que de hecho ellos aspiraban con fervor. La conveniencia y rapidez de esta instalación ya decía mucho acerca de la condición inerte de aquellos adversarios y de su escasa peligrosidad real.

Ese mismo año de 2001, pocos meses después del encuentro de Porto Alegre, se publicaba en París el segundo y último número de Tiqqun, una revista de filosofía que se definía desde la portada como el “Órgano de relación en el seno del Partido Imaginario”, pero también como una “Zona de Opacidad Ofensiva”, declaraciones que, aunque poéticas, pretendían ir más allá de la metáfora.

Ninguno de los artículos de Tiqqun –un término hebreo que deriva de las tradiciones cabalística y mesiánica del judaísmo– estaba firmado, pero la revista daba a conocer a los integrantes de su comité de redacción, entre los cuales se destacaban algunos nombres: Joël Gayraud y Julien Coupat, editor y discípulo de Giorgio Agamben respectivamente, y la artista y filósofa Fulvia Carnevale, entre otros.

Tiqqun no era, por otra parte, sólo una revista, sino una constelación de textos sin atribuir, que justificaba este anonimato con una certidumbre: a saber, que “no hay ninguna sospecha de que quienes firman con sus nombres feroces críticas al sistema establecido puedan poner en práctica la más mínima de sus firmes resoluciones”. Hay allí un programa: producir una crítica letal y alcanzar esa condición que a menudo ha sido tan elusiva para la izquierda en el pasado, la del acuerdo entre las ideas y la acción, entre la teoría y la actividad revolucionaria.

Es exactamente lo opuesto al activismo visible de Porto Alegre, y en particular al de grupos como ATTAC (Asociación por la Tasación de las Transacciones Financieras y por la Ayuda a los Ciudadanos), impulsores de un “control democrático” de los mercados financieros. Desde el círculo de Tiqqun, se acusa a ATTAC de pretender gerenciar el desastre, proporcionando a las fuerzas del capital coartadas morales que les permitirán perpetuar las actuales condiciones de dominación, “vendiendo como mercancía la lucha misma contra la mercancía”.

Tiqqun deja de aparecer en 2001, habiendo constituido sin embargo un territorio reconocible y singular en el cual, por motivos políticos, se practica un deliberado barthesianismo literal que intenta obstaculizar a la vez la hermenéutica y la policía, y que engendra otros dos textos de notable potencia: Appel (Llamado, 2005) y L’insurrection qui vient (La insurrección que viene, 2007).

Si sus autores no se dejan ver del todo, es posible de cualquier modo reconocer las huellas de un estilo, incendiario y austero a la vez, clásico pero implacable, que remite a una tradición: la de la ultra-gauche y el prolífico árbol genealógico post-situacionista, que incluye publicaciones como L’encyclopedie des nuisances de Jaime Semprún y Christian Sebastiani (con la que llegó a colaborar Debord) o el Observatoire de téléologie / Bibliothèque des émeutes, y a grupos de activismo radical y acción directa como Os Cangaceiros (Francia, años ochenta y noventa), King Mob (Gran Bretaña, años setenta y ochenta), el Movimiento 2 de Junio de Fritz Teufel (Alemania, años setenta y ochenta) y los autonomistas italianos. Las influencias de estos textos también son detectables: la Internacional Situacionista, Guy Debord, Giorgio Agamben, Gilles Deleuze, Michel Foucault. Y entre líneas, podríamos agregar a William Burroughs, Hakim Bey, David Cooper.

La insurrección que viene, publicado por la editorial La Fabrique, no tiene vínculos explícitos con Tiqqun salvo por una voz que se ha vuelto inconfundible y aparece atribuida a un Comité Invisible. Recurre pues a otra práctica muy cara a los situacionistas: la creación de colectivos imaginarios (el Instituto Escandinavo de Vandalismo Comparado, la Bauhaus Imaginista, etc.), variante poética de lo que cierta prensa conservadora suele denominar “grupúsculos de ultraizquierda”.

La crítica social que se ejerce en estos textos es la que Debord recomendaba en una carta de 1985 a Jaime Semprún: “la crítica con un hacha”, pareja al alarde “de haber desenmascarado a nuestros enemigos y, mediante esto, ponerlos efectivamente en peligro. El silogismo es simple: nadie dice lo que nosotros decimos. Así, es necesario que haya un interés vital en ocultar semejante evidencia. Por lo tanto, hemos tenido éxito al enunciar esa evidencia para su desgracia”.

Se trata de lo evidente como arma política y chispa insurreccional; de explotar la certeza de que el rey está desnudo y de que, en ciertas condiciones históricas, con sólo señalar lo que está a la vista de todos pero se ha invisibilizado podría desencadenarse la rebelión, que sería alimentada por la conciencia de la injusticia. “El privilegio de las circunstancias radicales”, leemos en Appel, “es que la precisión lleva en buena lógica a la revolución. Basta con hablar de lo que tenemos ante nuestros ojos y no eludir las consecuencias”. No se trata pues de buscar una “causa” para rebelarse, sino de difundir que hay sobradas condiciones para la rebelión. Pero aquí lo evidente no es sólo razón política: ha pasado por el filtro Deleuze, y se constata que “no es en principio un asunto de lógica o razonamiento. Se adhiere a lo sensible, a los mundos. Hay un evidente para cada mundo”. El corolario de esta observación es que no se puede hacer política –ni, por lo tanto, la revolución– dentro de la comunidad formal abstracta que promueven la democracia liberal y las reglas impuestas por el Estado; sólo es posible hacerla en el mundo sensible. Para esta crítica, el capitalismo (que también llama “imperio” y “civilización”) libra su batalla central en el terreno de lo sensible, en el formateo de la sensibilidad, y es allí donde debe enfrentárselo, entendiendo que “la realidad no es capitalista”.

En lugar de la devaluada etiqueta de neoliberalismo, los Tiqqun prefieren hablar de “liberalismo existencial”, cuya naturalización califican como el hecho central de las últimas décadas: la promoción de un individualismo extremo que tiene sus correlatos en lo político, lo económico y, por supuesto, lo social y obtura toda acción colectiva. La clausura opera además permitiendo y tolerando todo pensamiento y toda expresión en el plano del individuo y sus “libertades civiles”, en tanto y en cuanto se admita de antemano que tales ideas no tendrán efecto alguno sobre la estructura social, la vida en común y el poder del Estado.

Si la radicalidad debordiana veía aún cierta posibilidad de liberación en la creación de situaciones, hoy esto ya no es posible porque la disposición general que se ha establecido en el mundo asegura que no haya más situaciones: la metrópolis, el lenguaje, los afectos y el tiempo han sido fijados de manera permanente en el modo de ese desierto, dice la voz que habla en Appel, y llama a nuestro especial momento “guerra civil mundial”.

Frente a esta guerra declarada y total, oponerse meramente es inútil: “No disputamos nada, no demandamos nada. Nos constituimos como fuerza, como una fuerza material, como una fuerza material autónoma dentro de la guerra civil mundial”.

En lugar de indignarse o denunciar (“Indignez-vous!”: es bueno hacer notar con qué entusiasmo y persistencia la prensa local e internacional llama “indignados” a quienes protestan en la Puerta del Sol de Madrid o en el Zucotti Park en Nueva York, palabra que es sinónimo de su inocuidad), es necesario organizarse y emprender una secesión doble: del capitalismo y de la propia izquierda que persiste en la mera oposición.

Si se trata de cumplir un “foquismo de la deserción social”, es preciso repensar el comunismo como una práctica antes que como un sistema político y económico. Una práctica que consiste básicamente en experimentar con cómo vivir juntos (otra vez Barthes), en la experiencia del compartir y en una cierta “disciplina de la atención”, ya que no se trata de unificar el mundo, sino de instituir lo sensible y sus mundo plurales.

Hay un video anónimo de 2001 perteneciente a la “esfera Tiqqun” que se titula Y la guerra recién ha comenzado. Sobre las imágenes de las torres humeantes del World Trade Center, se va desplegando un voice over que vale la pena transcribir: “Está esa vieja y seguramente un poco gélida noción bolchevique, la de construir el Partido. Creo que nuestra guerra actual es por la construcción del Partido, o más bien, por dar a esta ficción despoblada un contenido nuevo. Hablamos, nos lamemos unos a otros, hacemos una película, una fiesta, una revuelta, nos encontramos con un amigo, compartimos una comida, una cama, amamos. En otras palabras, construimos el Partido. Las ficciones son cosas serias. Necesitamos la ficción para creer en la realidad en la que estamos viviendo. El Partido es la ficción principal, aquella que nos recapitula la guerra de nuestro tiempo”.

En 2005, y con la rebelión de los banlieues parisinos en el horizonte, Julien Coupat y un grupo de amigos establecieron una comuna en Tarnac, en el departamento de Corrèze, cuya capital, Tulle, tenía como alcalde al actual presidente de Francia, el socialista François Hollande. La establecieron para vivir el comunismo y difundir la anarquía, para no tener que trabajar y ocupar el tiempo en saquear, cultivar, fabricar, formar y formarse, según se propone en La insurrección que viene, donde se nombra como posibles paradigmas para la vida en común a los Black Panthers (con sus comedores, su prensa propia y sus espacios para entrenamiento político-militar) y a la Bauhaus (con su experimentación política y su rigor material).

En el mismo período Nicolás Sarkozy, quien entonces era ministro del Interior de Jacques Chirac, forjaba su fama de “duro”, descargando todo el peso del Estado contra los jóvenes de los suburbios empobrecidos de París que durante un mes se dedicaron a incendiar –con pasión, sin consignas ni programas– autos y edificios públicos. Un episodio que el Comité Invisible comenta diciendo: “hace falta estar ciego para no ver lo que hay de puramente político en esta resuelta negación de la política”. El “lenguaje de la violencia”, como suele decirse. Y es cierto: la violencia es un lenguaje, que expresa el malestar general de una manera general.

El 11 de noviembre de 2008, con Sarkozy convertido en presidente, fuerzas especiales de la Gendarmería francesa asaltaron la comuna de Tarnac y detuvieron a Coupat, su novia Yildune Lévy y el resto de sus amigos, acusándolos de constituir una célula terrorista y de haber paralizado la red ferroviaria arrojando hierros al tendido eléctrico de los trenes. Los cargos nunca pudieron probarse, pero Coupat permaneció detenido en la prisión de La Santé hasta mayo de 2009.

Aquellos enfants perdus, los incendiarios de 2005, la encarnación del lumpenproletariado contemporáneo, empleando las viejas tácticas del sabotaje y el vandalismo, que en Francia han sido históricamente los medios de toda una tradición de lucha proletaria, proporcionaron el modelo de acción directa que propone el Comité Invisible: “No líderes, no reivindicaciones… sino palabras, gestos, complicidades”. Violencia defensiva, practicada con “la alegría de no ser nadie”.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Tomás Saraceno, Museo aero solar, http://museoaerosolar.wordpress.com. Globo solar hecho con bolsas plásticas descartadas, al que se le agregan nuevas secciones en cada nueva ciudad que visita. El museo incorpora así nuevas técnicas, formas y diseños y aumenta su tamaño cada vez que remonta vuelo. Ha viajado ya por más de once ciudades, desde Sharjah (Emiratos Árabes) y Medellín (Colombia) a Ein Hawd (primera población árabe reconocida en Israel) y Arnsberg (Alemania).

Lecturas. Tiqqun, Organe conscient du Parti Imaginaire Exercices de Métaphysique Critique (París, autoedición, 1999). Tiqqun, Organe de liaison au sein du Parti Imaginaire Zone d’Opacité Offensive (París, Les Belles-Lettres, 2001). Comité Invisible, L’insurrection qui vient (París, La Fabrique, 2007; hay edición en inglés, The Coming Insurrection, Semiotext[e], Los Ángeles, distribuido por The MIT Press). En la web: www.bloom0101.org, sitio dedicado a los textos de Tiqqun, traducidos a varios idiomas.

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