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Aunque el artesano trabaje en función de un propósito, destreza y dedicación lo llevan no sólo a resolver problemas sino a crearlos para experimentar mejor.
La palabra “artesano” evoca de inmediato una imagen. Asomado a la ventana de una carpintería, uno observa a un hombre mayor rodeado de sus aprendices y herramientas. Dentro reina el orden: partes de sillas delicadamente agrupadas y sujetadas con abrazaderas, el aroma de las virutas de madera en todo el recinto, el carpintero inclinado sobre su banco de trabajo haciendo una fina incisión de marquetería. Muy cerca, una fábrica de muebles amenaza su negocio.
También podría vislumbrarse al artesano en un laboratorio vecino. Allí, una joven técnica frunce el ceño ante una mesa en la que yacen boca arriba seis conejos muertos, las panzas abiertas a lo largo. Frunce el ceño porque algo ha salido mal con la inyección que les puso; está tratando de entender si se equivocó durante el procedimiento o si en el procedimiento hay algo equivocado.
Podría oírse a un tercer artesano en la sala de conciertos de la ciudad. Allí, una orquesta ensaya con un director invitado; el director trabaja obsesivamente con la sección de cuerdas, volviendo una y otra vez sobre un pasaje para que los músicos ataquen las cuerdas con los arcos exactamente a la misma velocidad. Los músicos están cansados, pero entusiasmados también, porque el sonido que producen empieza a ser coherente. El representante de la orquesta está preocupado: si el director invitado sigue así, el ensayo se extenderá después de hora, lo cual significará costos extras para la administración. A esto el director es ajeno.
El carpintero, la técnica de laboratorio y el director son artesanos porque se dedican a hacer bien su trabajo con el solo objeto de que esté bien hecho. Las suyas son actividades prácticas, pero la labor no es meramente un medio para otro fin. El carpintero podría vender más muebles si trabajara más rápido; la técnica saldría del paso derivando el problema a su jefe; el director invitado tendría más probabilidades de que volviesen a contratarlo si mirara el reloj. Desde luego, es posible arreglárselas en la vida sin dedicación, pero el artesano ejemplifica esa especial condición humana que es estar comprometido.
En el mercado laboral de nuestro tiempo el trabajo bien hecho no garantiza la buena fortuna. Lo mismo que en la política, estafadores e incompetentes triunfan en el trabajo sin grandes problemas. La mayoría de los hombres y las mujeres de hoy invierten la mayor parte de sus horas de vigilia en llegar al lugar donde se desempeñan, trabajar y socializar con gente que conocen allí. El deseo de hacer bien un trabajo es una de las maneras de valorar esas horas. Según varios estudios realizados en Gran Bretaña y los Estados Unidos, la capacidad y el compromiso –el ethos del artesano– parecen ser la fuente más sólida de amor propio en el adulto.
Toda destreza se funda en una habilidad llevada a un alto grado. De acuerdo con una medida usual, hacen falta unas diez mil horas de práctica para producir carpinteros o músicos magistrales. A medida que crece, la habilidad se va adaptando mejor a los problemas –como le pasa a la técnica de laboratorio preocupada por el procedimiento–; a los que tienen un nivel de habilidad rudimentario, en cambio, ya poner las cosas en marcha se les hace difícil. En sus puntos más altos la técnica deja de ser una actividad mecánica; una vez que se lo hace bien, lo que se está haciendo se puede sentir con plenitud y pensar en profundidad.
Hace dos siglos, Immanuel Kant observó de pasada: “La mano es la ventana que da a la mente”. La ciencia moderna ha buscado hacer realidad esa observación. De todas nuestras extremidades, las manos son las que llevan a cabo los movimientos más variados, que además se pueden controlar a voluntad. La ciencia ha buscado demostrar cómo esos movimientos, con las distintas maneras de asir que tiene la mano y el sentido del tacto, afectan el modo en que pensamos.
Los chicos, por ejemplo, cuando aprenden a tocar un instrumento de cuerda, no saben al principio en qué lugar del diapasón deben poner los dedos para producir una nota precisa. El método Suzuki, llamado así en homenaje al maestro de música japonés Suzuki Shinichi, resuelve al instante ese problema pegando en el diapasón delgadas cintas de plástico. El pequeño violinista coloca un dedo sobre una cinta para tocar la respectiva nota perfectamente afinada. Desde el comienzo este método pone el énfasis en la belleza del tono –lo que Suzuki llamó “tonalización”– sin concentrarse en las complejidades que esa belleza demanda. El movimiento de la mano está determinado por el destino preestablecido para la yema del dedo.
Es un método tan amigable que inspira una confianza inmediata. Para la cuarta lección, un chico puede dominar una melodía infantil como el “Arroz con leche”. Y el método Suzuki genera una confianza social: una orquesta entera de chicos de siete años puede acometer “Arroz con leche” porque cada mano sabe con exactitud qué hacer. Sin embargo, esas felices certezas se resquebrajan no bien se quitan las cintas de plástico.
Hábitos de esta clase, de naturaleza mecánica, fallan por un motivo físico. La práctica del método Suzuki estira las manos pequeñas lateralmente a la altura de los nudillos, pero no sensibiliza la yema del dedo que presiona la cuerda. Como la yema no conoce el diapasón, no bien se retiran las cintas aparecen notas desafinadas. Una analogía adulta de las cintas adhesivas pueden ser las funciones de “revisión gramatical” de los procesadores de texto, que no permiten a los “aprietabotones” entender por qué una construcción gramatical es mejor que otra. En la técnica, como en el amor, la confianza inocente es débil.
Por eso en la música el oído y las yemas de los dedos tienen que trabajar en el sondeo conjuntamente. El músico debe apretar la cuerda de distintas maneras, escuchar la variedad de efectos y luego buscar la forma de repetir y reproducir el tono que desea. Responder las preguntas “¿qué hice exactamente?”, “¿cómo puedo volver a hacerlo?” puede ser un esfuerzo angustiante. Tocando de esa manera ya no se utiliza la yema de los dedos como simple servidora; al contrario, nos remontamos de la sensación al procedimiento. El principio en acción es el razonamiento retrospectivo, desde la consecuencia hacia la causa.
Enseñando a tocar a niños pequeños, he observado el esfuerzo que requiere poner en práctica ese principio relacionado con la habilidad. Imaginen a un chico luchando por sonar afinado sin el recurso a las cintas de Suzuki. Parece que ha obtenido una nota perfecta, pero cuando vuelve a tocar en la misma posición lo que oye no le suena bien. El oído responde enviando una señal: es necesario ajustar los dedos lateralmente. Por ensayo y error aprende a acercarlos y apretarlos más, pero no hay todavía una solución a la vista. El niño puede haber colocado la mano sobre el diapasón en ángulo recto. Quizás ahora deba probar inclinando la palma hacia un lado, subiéndola en dirección a las clavijas; esto ayuda. Pero la nueva posición desacomoda la solución que creía haber encontrado al problema lateral, y así de seguido. Cada nuevo problema para tocar afinado lo hace repensar las soluciones a las que llegó previamente.
El aprendizaje por tacto es una de las formas en que se desarrolla la habilidad musical, y el principio de razonamiento retrospectivo, de los efectos a las causas, subyace a toda buena destreza. Tal vez el método parezca idiosincrático, subjetivo, pero el músico debe alcanzar un estándar objetivo: tocar de manera afinada. Como intérprete, a menudo percibo el error en las yemas de los dedos, pero es un error que he aprendido a reconocer. En los debates sobre educación, a veces se reduce ese reconocimiento al clisé de “aprender de los propios errores”. Pero la técnica musical prueba que la cuestión no es tan sencilla. Para llegar a tocar con precisión es necesario que uno esté dispuesto a cometer errores, a patinar en las notas. Ese es el compromiso con la sinceridad que el joven músico asume al quitar las cintas de Suzuki.
Una búsqueda musical de este carácter conduce a uno de los rasgos distintivos de la destreza: el ideal de “adecuación al propósito”. Se supone que el buen artesano descarta cualquier procedimiento que no sirva a un fin predeterminado, tanto en relación con las herramientas como con la técnica. El ideal de adecuación al propósito ha dominado el pensamiento de la era industrial. En el siglo XVIII, la Enciclopedia de Diderot celebraba las virtudes de una utópica fábrica de papel en L´Anglée donde no había desorden ni desperdicio de material. Del mismo modo, hoy los programadores sueñan con sistemas que no presenten “callejones sin salida”. Pero el ideal de adecuación al propósito puede ir en contra de la experimentación en el desarrollo de una herramienta o una habilidad; lo correcto sería considerarlo como un logro, un resultado. Para alcanzarlo, el artesano en acción debe habitar en el desperdicio, recorrer hasta el final los callejones sin salida. En la tecnología como en el arte, el artesano sagaz hace algo más que encontrar problemas: crea problemas para conocerlos. Mejorar la propia técnica nunca es un proceso rutinario o mecánico.
Es fácil pensar que se precisa ser un genio para acceder a una gran destreza, o al menos que lo dominante en un artesano es un talento excepcional. Pero yo no creo que sea así. Mientras que no cualquiera puede llegar a ser un músico magistral, me parece posible aumentar la habilidad en cualquier trabajo artesanal; entre los pocos dotados y la masa incompetente no existe una frontera clara. La razón es que la habilidad está en germen en todos nosotros y podemos desarrollarla apoyándonos en talentos humanos básicos.
La destreza se fundamenta en tres aptitudes: la de localizar, la de cuestionar y la de desplegar. La primera consiste en dar carácter concreto a una cuestión; la segunda, en reflexionar sobre sus cualidades; la tercera, en expandir su sentido. El carpintero encuentra la veta particular de una pieza específica de madera buscando los detalles; gira la madera una y otra vez sopesando de qué modo el dibujo que observa en la superficie podría reflejar la estructura escondida; decide que hará aparecer la veta si usa un disolvente para metales en vez de un barniz estándar para madera. Para que esas competencias se desplieguen, el cerebro tiene que procesar simultáneamente información visual, auditiva, táctil y lingüístico-simbólica.
El amor propio del artesano no es una ganancia que se obtenga fácilmente. Desarrollar la habilidad requiere buenas dosis de experimentación y cuestionamiento; rara vez la práctica mecánica permite que la gente mejore sus habilidades. Muchas veces imaginamos el buen trabajo en sí mismo como un éxito construido, con economía y eficiencia, sobre el éxito. Desarrollar la habilidad es un proceso más arduo y errático.
Sin embargo, llegar a ser un buen artesano está al alcance de la mayoría de las personas. La mayoría tiene la capacidad de mejorar e involucrarse más en lo que hace; las aptitudes para localizar, cuestionar y desplegar problemas que al fin resulten en un trabajo bien hecho. Aun si la sociedad no recompensa como debería a los que realizan el esfuerzo, quizás ellos mismos alcancen al cabo una estima personal que es gratificación suficiente.
Traducción de Silvina Cucchi y Maximiliano Papandrea
Este artículo, presentación del nuevo libro de Richard Sennett El artesano (Barcelona, Anagrama, 2009), apareció en The Guardian el 2 de febrero de 2008 y se reproduce aquí con autorización del autor.
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