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Desde las cataratas del Niágara hasta los relojes rusos, pasando por Burke, la tradición de lo sublime y los libros infantiles de la editorial Hoepli, el autor realiza un inventario de su colección de obsesiones. Pero su pequeña locura privada desemboca en un acto público de acumulación de saberes literarios. En ese pasaje de la intimidad sin represión a la dosis de reserva que lo protege como una trinchera, se juega el destino serial del coleccionista.
I.
Y el terrible Niágara resplandece
Y sólo yo, que en esta hora
Parado frente a un abismo que estremece
Como si fuese un genio o un inmortal
Detenido por la seducción tenebrosa:
Porque es preciso dar tiempo al pensamiento
Liberarse del mundo y del estampido
De este infinito desmoronamiento.
Conozco lectores desatentos que confundirían los versos citados de Sousândrade con otros escritos para la misma época (estamos en 1873) por Baudelaire. Poco importa el estudio cronológico de estos vanos enfrentamientos vanos: más vale el medio y no el fin. O como diría Maquiavelo: abramos los paraguas.
Las cataratas del Niágara no existen. Eso ya lo supo Rupert Brooke, que las visitó en 1913. Algo hizo de las cataratas el sitio de visita insustituible para los viajeros del siglo XIX. Más allá de su degeneración súbita como símbolo del crecimiento norteamericano, el Niágara, las cataratas, aparecen desde entonces incluidas en cualquier Grand Tour memorable. Y naturalmente pasan a ser el lugar insustituible también para todo aquel que quiera y tenga alguna forma medianamente original de ganar dinero.Visitar las cataratas se transformó en uno de los primeros rituales de la vida democrática americana del siglo xix. ¿Por qué? Why?
Elizabeth McKinsey da cuenta del inicio de la moda de la luna de miel en el Niágara en un para mí muy tardío 1930: ¿adónde iban de visita los recién casados antes de la Guerra Civil? Existían las aguas termales de Saratoga Springs. Probablemente las parejas no se encontraban a gusto dándose baños calientes y mirándose las caras unos a otros. El lugar es bello, grandes montañas, siluetas de árboles, amaneceres rojos, vinos californianos, no menos rojos. Y por la noche luz de luna y estrellas fugaces cayendo en el horizonte. Después de la guerra querían otra cosa. Niagara Falls apareció a esos ojos, después de la visita de Luis Bonaparte en 1830 (dicen), como el sitio ideal para sellar compromisos o festejarlos. Ahí están los resultados. No cesa.
Pero no es eso lo que me importa. Para empezar quisiera tratar de elaborar una teoría que indicara o diera cuenta del por qué fascinante, del desde cuándo inasible, y, sobre todo, del con qué fin, que, ya sé, no tendrá explicación alguna.
En la tradición hebrea, Palestina es vista como el lugar sagrado por antonomasia. Niágara, el prodigio, probablemente representara para sus descriptores una Palestina líquida: Melville aseguraba que si el Niágara no fuera más que una catarata de arena nadie correría a verla. Permítanme decir que no estoy tan seguro de eso. Quién sabe qué espejismos podrían verse en una catarata de arena, qué monstruos se verían reflejados a la luz del sol, qué navegaciones atroces podríamos llevar a cabo en el arenoso mar de las Sirtes de Norteamérica. Lo que no existe siempre es mejor que lo que sí.
Los visitantes del Niágara a veces se refieren a sí mismos como pilgrims, peregrinos. En “Mi visita al Niágara”, Nathaniel Hawthorne se aproxima lentamente a ellas, circunspecto, observando dónde pisa cada pie y registrando en su memoria el efecto de cada paso, el cuadro que presenta cada aproximación. El Niágara, como las ciudades griegas, está planteado como un espacio arquitectónico perfecto, de forma tal que el viajero, llegue de donde llegue, del lado americano dispuesto a verlas de costado o del lado canadiense, no menos dispuesto a verlas de frente en todo su radiante esplendor, se encuentre primero con lo que tiene que cautivarlo y, un poco más tarde, con lo que en cualquier otra ocasión hubiera podido dejarlo indiferente. Es cierto que los paseos y las excursiones a la Cueva de los Vientos son maravillosos, pero lo que importa aquí, en relación con el Niágara, es la primera impresión, el golpe primero, el encuentro primigenio. De esos encuentros la literatura está llena. Un visitante se aproxima lentamente; sabe lo que va a encontrar: es por eso, además, que los primeros visitantes del Niágara llevan consigo el libro de Edmund Burke Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (1757), libro que podría considerarse la primera guía turística del Niágara. Muchos visitantes van en busca de eso: la experiencia religiosa, vivificante, la cercanía de Dios o del Diablo, o de ambos a la vez. Burke, creo, fue el que dio origen a esa expectativa religiosa. Como paradigma de las emociones que un evento natural como las cataratas del Niágara debe provocar en un visitante distraído pero al mismo tiempo hambriento de experiencias, el libro de Burke servía a la perfección. Cuando Burke analiza la experiencia de lo sublime parece estar refiriéndose a las cataratas del Niágara, cosa que, sabemos mucho tiempo después, efectivamente hacía.
Pero vayamos por partes: una cosa es el Niágara como efecto de masa, como sitio visitado, descrito y dibujado por un montón de facinerosos, y otra es el Niágara visitado, descrito y dibujado con palabras por los genios. Los primeros no me interesan (por ahora). Prestemos atención a los segundos.Volvamos.
Louis Hennepin describe a su manera las cataratas por primera vez: fascinado, se equivoca. En 1704 este monje benedictino oficiaba de testigo ocular (probablemente era el único que sabía escribir) de un aventurero francés llamado La Salle. Su tarea (la de Hennepin) no podía ser más compleja: dar cuenta de todo; todo lo que aparecía ante sus ojos.Allí vemos al propio Hennepin, de espaldas en el grabado, contemplador primero, fundador del género, brazos en alto, agradeciendo a Dios –¿a quién si no?– el poder contemplar semejante maravilla viva. Pero su descripción es nada. Presa del desconcierto, calcula la altura con la vara de la emoción: “Al pie de este terrible salto se ve la ribera del Niágara, que no tiene más de un cuarto de largo, pero que es muy profunda en algunas partes. Por encima del gran salto ella es incluso tan rápida que arrastra violentamente a todos los animales salvajes que quieran cruzarla para ir a pastorear en las tierras que se encuentran más allá, sin que puedan poner resistencia a la fuerza de su corriente. Así, se precipitan desde más de seiscientos pies”. Multiplíquese 600 x 0,3048. ¡182,88 metros! Una verdadera animalada teniendo en cuenta que las cataratas apenas alcanzan los 100 metros de altura. Eso se llama entusiasmo. Pero volvamos a Burke.
La retórica de Burke pasa incluso a las guías de viaje. El terror es el mismo. El ornitólogo Alexander Wilson, por ejemplo, describe el camino hecho con sus secuaces y cómo, llegado a un punto, se vieron obligados a introducirse en el “caos”. Es la palabra que no se cansa de usar Burke cuando se refiere al impacto de lo sublime. Lo mismo hace Timothy Dwight, el poeta. Allí está él, “confrontando su poder con el de Dios”. J.W. Orr: Dios habla a través de las cataratas. Caroline Gilman: ídem.
Las prescripciones establecidas por Burke para la experiencia emocional en relación con lo sublime deben tomarse entonces con la fuerza de un decálogo para los visitantes del Niágara, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. He ahí el cliché de 1830: pomposidad de Burke para todos, experiencia de lo sublime percibida de antemano: mandamiento hebraico.
II. Coleccionar es una pasión que más que dar tranquilidad atormenta. En ese punto se parece mucho a ese estado fanático, entre hipnótico y místico, que se llama “enamoramiento”. Una vez que ha alcanzado un cierto grado de compromiso con aquello que acapara, el coleccionista no ve otra cosa que “aquello”, no espera otra cosa que toparse con “aquello” y tiñe “aquello” de propiedades y perfecciones que ningún otro logra ver. El coleccionista, así como el enamorado, “cristaliza”, es decir, recubre de diamantes la rama seca de un abeto que jamás ha florecido, la bijouterie más barata, el tosco y a la vez hermoso cuadrante de un reloj ruso (lo feo puede ser bello, lo lindo jamás, decía Van Gogh). Es por eso que los grandes amantes de la historia (y aquí no debería pensarse en los que han gastado el tiempo de su vida corriendo de cama en cama, cosa que, bien o mal, ha hecho cualquier imbécil en algún momento de su vida, sino en los que han amado contra su voluntad y aun sin saberlo) han sido a la vez grandes coleccionistas. El mismo amor se confunde en el vicio del coleccionista; la historia de la sexualidad está llena de esos ejemplos. Al igual que el coleccionista, el enamorado tamiza la realidad con esa lamelle que es el objeto preferido de su interés, y lo ve y lo reconoce en todos lados, sin parar, todo el tiempo. El estupor y la lucidez se alternan, el descubrimiento y la confusión también, la pasión y la acción. La colección, si algo exige, es entusiasmo y obstinación, pero también una cierta dosis de reserva: al que se entrega a ese trabajo se lo ve atrincherado, protegido, y sin embargo está arriesgando continuamente todo lo que sabe y todo lo que tiene, corriendo el peligro de desordenar todo lo que ha acumulado, de que todo aquello que se ha desvivido en acumular de un momento a otro pierda sentido, se disuelva en la nada, pase a ser simple mercancía descartable, sin ningún posible sentido que le dé uniformidad, valor, peso. Así conviven el fondo y la figura, el deseo de hallar algo nuevo y, al mismo tiempo, una cierta satisfacción disfrazada de fastidio cuando lo nuevo no aparece. La colección lo expone a esforzar notablemente su mirada, ese mal al que se llama tener la vista cansada, expresión con la que se intenta retratar disfrazada una tristeza enigmática e inevitable: la de pensar que algo, cualquier cosa, pueda en cualquier momento apartarlo de su obsesión para siempre, aquello que en otro campo se ha dado en llamar “afanisis”, es decir, el miedo a ser privado para siempre del deseo. Ahora bien: esa desconsolada melancolía del estudioso (al igual que la del enamorado) sabe mucho de la esterilidad, pero también de la estupidez. Entonces la etimología del término latino studium se vuelve transparente. Su origen se remonta a la raíz st que indica el choque, el shock. Estudiar y estar permanentemente asombrado son, en ese sentido, parientes: aquel que estudia se encuentra en las mismas condiciones que aquel que ha recibido un golpe y permanece estupefacto frente al que lo ha golpeado, pero al mismo tiempo totalmente impotente para golpearlo a su vez o alejarse corriendo de él. Por lo tanto el estudioso es al mismo tiempo un estúpido, es decir, un enamorado.
III. No conozco pasión más inútil que la del coleccionista. Dudo incluso que se trate de una verdadera pasión, o al menos traduzco de otro modo aquello que los demás traducen por pasión. Un coleccionista no se vanagloria jamás de su obsesión, más bien la sufre, se siente un enfermo. En ese condominio de carne que es su cuerpo el coleccionista sufre su punto cardinal siempre dirigido al mismo sitio, su veleta monotemática. Quisiera poder pensar en otra cosa, tener otras aspiraciones, ser una persona normal, leer los diarios y después ser capaz de deshacerse de ellos. Y lo mismo para los libros. O los zapatos. O las cajas de fósforos. El fenómeno de la acumulación lo desespera, y al mismo tiempo se encuentra involucrado en ella como en el ojo de una tormenta: hay silencio, las cosas giran a su alrededor. Él ve pasar todo: casas, hombres, mujeres, niños, vacas. Nada le interesa. O nada le interesa en la misma medida que le interesa encontrar una descripción nueva de campanas. Todo lo que pensemos es coleccionable, y mal que nos pese hay que rendirse ante lo evidente: alguien, en este momento, es feliz porque ha encontrado algo por lo que nosotros no daríamos ni aquello que más nos sobra, el tiempo. Nada. Y ese hombre o esa mujer es feliz sólo por eso.
Alguien espera que le traigan a su cuarto de hotel su nueva adquisición, un libro infantil editado por Hoepli en la Milán de 1902. Se alista para el recibimiento como si se tratara de una visita femenina oportuna. Y es un libro. Un libro ajado y maltrecho, pero que deseó durante mucho tiempo. Lo encontró ayer en una librería de viejo del Largo Argentino. Está solo y espera. Bebe un trago. Se ducha. Se afeita. Espera. Comprender a un coleccionista es una tarea comparable a la de comprender a una nube. Uno puede observarlo, verlo ir y venir con la mirada, tantear con método, sopesar con cuidado, oler con fruición. Es una máquina, un resorte. El peso de su obsesión se lo lleva, lo hace moverse, lo hace girar. Le depara alegrías inmensas, pero también preocupaciones inmensas. Temprano el coleccionista comprende que él no posee nada, que son las cosas las que lo poseen a él. Son cosas que pasan. Su loca persecución de relojes rusos fabricados con anterioridad a la caída del Muro de Berlín lo ha llevado a sitios insólitos, le ha hecho conocer gente rara. En cierto sentido es un hombre de mundo. Todos los recuerdos que posee, todo lo que puede recordar, está ligado a una pesquisa. Porque nada sucede por accidente, aunque el encuentro con una pieza preciada pueda ser accidental. Todos los caminos conducen a su Norte. Su veleta espiritual gira buscando las pistas del aire, el fuego y el agua. Nada lo detiene. Se dice a sí mismo que debe controlar ciertos impulsos, pero no puede. Atravesaría las filas enemigas si supiera a ciencia cierta que del otro lado hay algo que vale la pena ser visto. Podría robar, matar (la historia del coleccionismo está llena de esos casos).
El coleccionista es un fenómeno. Ya sabemos algo. Un caso raro. Un monstruo. En su mente trata de remontar el comienzo de su enfermedad, pero no lo encuentra. Nació con él, y los recuerdos no llegan tan lejos.
Imágenes [en la edición impresa]. On Kawara, Location (1975).
Guillermo Piro (1960) ha publicado los libros de poemas La golosina caníbal, Las nubes y Estudio de Manos (Bajo la Luna Nueva, 2000), la novela Versiones del Niágara y la miscelánea Correspondencia (La Bohemia, 2003). Tiene en preparación un libro de relatos breves: Guillermo Hotel.
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