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Optimismo de la imaginación

IDEAS

 

La planificación democrática urbana como utopía contra el colapso planetario.

 

La investigación académica ha afrontado tardíamente la posibilidad de una sinergia entre el punto máximo de crecimiento poblacional, el colapso agrícola, el abrupto cambio climático, el pico del petróleo y, en algunas regiones, también el del agua, y el cúmulo de consecuencias negativas del descuido urbano. Apenas sorprende el tono hollywoodense que adquieren los estudios llevados a cabo por el gobierno alemán, el Pentágono y la CIA acerca de los efectos que en las próximas décadas podría tener para la seguridad nacional de los Estados Unidos una crisis mundial determinada por múltiples factores. Como observó el Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008 de las Naciones Unidas, “no es fácil encontrar analogías históricas para explicar la urgencia que reviste el problema del cambio climático”. Mientras que la paleoclimatología puede ayudar a los científicos a anticipar la física no lineal de una Tierra cada vez más cálida, no existe en la historia un precedente o un punto de observación desde el cual entender qué sucederá en la década de 2050, cuando una población de entre nueve mil y once mil millones de personas, el máximo para la especie, luche por adaptarse al caos climático y el agotamiento de las fuentes de energía fósil. Casi cualquier posibilidad puede proyectarse en la extraña pantalla del futuro de nuestros nietos: desde el colapso de la civilización hasta una nueva época de oro de la energía de fusión nuclear.

Sin embargo, podemos estar seguros de que las ciudades seguirán siendo el punto de impacto de esa convergencia de factores. Aunque en el pasaje a una nueva época geológica han jugado un papel fundamental la deforestación y el monocultivo para la exportación, la fuerza motriz ha sido el aumento casi exponencial de las huellas de carbono provocadas por las regiones urbanas del Hemisferio Norte. Se estima que sólo la calefacción y la refrigeración del medio ambiente construido urbano son responsables del 35-45% de las emisiones actuales de carbono, mientras que las industrias y el transporte urbano contribuyen con otro 35-40%. En cierto modo, la vida urbana está destruyendo rápidamente el nicho ecológico –la estabilidad climática del Holoceno– que hizo posible su evolución hacia formas complejas.

Pero allí se presenta una paradoja sorprendente. Lo que hace que las áreas urbanas sean tan insostenibles desde la perspectiva ambiental son precisamente aquellos rasgos que, incluso en las mayores megaciudades, son más antiurbanos o suburbanos. El primero de ellos es la enorme expansión horizontal, que combina la degradación de servicios naturales esenciales –acuíferos, cuencas, huertas, bosques, ecosistemas costeros– con los altos costos de proveer infraestructura para la expansión descontrolada. El resultado son huellas ambientales groseramente sobredimensionadas, con un aumento concomitante del tránsito y la contaminación del aire y, muy a menudo, el vertido de residuos en los ríos. Allí donde especuladores y desarrolladores dictan las formas urbanas, salteando los controles democráticos sobre la planificación y los recursos, los resultados sociales predecibles son una extrema segregación espacial, según el ingreso o la etnicidad, y ambientes inseguros para niños, ancianos y personas con necesidades especiales; el desarrollo de las zonas urbanas deprimidas se concibe como un aburguesamiento llevado adelante mediante el desalojo, lo que en el proceso destruye la cultura urbana de la clase trabajadora. A esto se pueden sumar los rasgos sociopolíticos de la megalópolis en condiciones de globalización capitalista: el crecimiento de barrios precarios periféricos y del empleo informal, la privatización del espacio público, la guerra de baja intensidad entre la policía y los delincuentes de subsistencia y el atrincheramiento de los ricos en centros históricos esterilizados o suburbios amurallados.

Por el contrario, aquellas cualidades que son más “clásicamente” urbanas, incluso en la escala de las ciudades y los pueblos pequeños, se combinan para generar un círculo más virtuoso. Donde existen límites bien definidos entre la ciudad y el área rural, el crecimiento urbano puede preservar el espacio abierto y los sistemas naturales básicos y, a la vez, crear economías ambientales de escala en las áreas del transporte y la construcción residencial. El acceso al centro de las ciudades desde la periferia se pone al alcance de todos y es posible regular el tránsito con mayor eficacia. Los residuos ya no se arrojan a los ríos porque se reciclan más fácilmente. En las visiones urbanas clásicas, el lujo público reemplaza el consumo privatizado a través de la socialización del deseo y la identidad dentro del espacio urbano colectivo. En toda la ciudad grandes espacios de vivienda pública o sin fines de lucro reproducen la heterogeneidad étnica y de ingreso a escalas fractales. Se diseñan servicios públicos igualitarios y paisajes urbanos teniendo en cuenta a los niños, los ancianos y las personas con necesidades especiales. Los controles democráticos ofrecen herramientas poderosas para una tributación y una planificación progresivas, con altos niveles de movilización política y participación cívica, la preeminencia de la memoria cívica sobre los íconos de la propiedad y la integración espacial del trabajo, la recreación y la vida hogareña.

 

La ciudad como su propia solución. Una división tan marcada entre rasgos “buenos” y “malos” de la vida urbana nos recuerda los famosos intentos del siglo XX por definir un urbanismo o un antiurbanismo canónicos: Lewis Mumford y Jane Jacobs, Frank Lloyd Wright y Walt Disney, Le Corbusier y el manifiesto del CIAM, el “Nuevo Urbanismo” de Andrés Duany y Peter Calthorpe, etc. Pero nadie necesita que los teóricos del urbanismo tengan opiniones reveladoras sobre las virtudes y los defectos de los ambientes construidos y los tipos de interacción social que estos propician o desalientan. Sin embargo, lo que a menudo pasa inadvertido en esos inventarios morales es la constante afinidad entre justicia social y ambiental, entre el ethos comunitario y un urbanismo más verde. La atracción entre ellos es magnética, incluso inevitable. La conservación de los espacios verdes urbanos y paisajes marítimos, por ejemplo, sirve simultáneamente para preservar elementos naturales básicos del metabolismo urbano y proveer esparcimiento y recursos culturales para las clases populares. Reducir la grilla suburbana mediante una mejor planificación y más transporte público permite devolver los canales de tráfico a las calles de barrio y reducir a la vez las emisiones de gases de efecto invernadero.

Hay innumerables ejemplos y todos apuntan a un único principio unificador: que, mucho más que algún particular diseño o tecnología favorable al ambiente, la piedra angular de una ciudad de bajo carbono es la prioridad dada a la bonanza pública por sobre la riqueza privada. Como todos sabemos, harían falta varios planetas adicionales para permitir que toda la humanidad viviera en una casa de suburbios con jardín y dos automóviles, y a veces se evoca esta limitación evidente para justificar la imposibilidad de reconciliar recursos finitos con estándares de vida en ascenso. La mayoría de las ciudades contemporáneas, en países ricos y pobres, reprimen las potenciales eficiencias ambientales inherentes a la densidad del asentamiento humano. El genio ecológico de la ciudad sigue siendo un inmenso poder en gran medida oculto. Pero no existe una escasez planetaria de “capacidad de carga” si queremos hacer que el espacio público democrático, antes que el consumo modular y privado, sea el motor de la igualdad sostenible. La prosperidad pública –representada por grandes parques urbanos, museos gratuitos, bibliotecas y oportunidades infinitas para la interacción humana– es una vía alternativa a un alto estándar de vida basado en una sociabilidad cuidadosa del planeta. Aunque los teóricos académicos de la ciudad rara vez lo perciben, los campus universitarios suelen ser pequeños paraísos cuasi-socialistas que rodean espacios públicos fecundos para el aprendizaje, la investigación, el desarrollo artístico y la reproducción humana.

Socialistas y anarquistas fueron los pioneros en la crítica ecológico-utópica de la ciudad moderna, que comenzó cuando el socialismo corporativo –influido por las ideas biorregionalistas de Kropotkin y más tarde Geddes– soñaba con ciudades-jardín para los trabajadores ingleses convertidos nuevamente en artesanos, y finalizó con el bombardeo del edificio Karl Marx-Hof, el gran experimento de vida comunitaria de la Viena roja, durante la guerra civil austríaca de 1934. En el medio está la invención del kibbutz por socialistas rusos y polacos, los proyectos de vivienda social modernista de la Bauhaus y el extraordinario debate sobre urbanismo desarrollado en la Unión Soviética durante la década del veinte. Esta imaginación urbana radical fue víctima de las tragedias de los años treinta y cuarenta. Por un lado, el estalinismo viró hacia un monumentalismo en la arquitectura y el arte, inhumano en escala y textura, que se diferenció poco de las hipérboles wagnerianas de Albert Speer en el Tercer Reich. Por el otro, la socialdemocracia de posguerra abandonó el urbanismo alternativo en beneficio de una política keynesiana de vivienda masiva que puso el acento en las economías de escala de proyectos de muchas plantas, construidos en complejos suburbanos baratos, y de ese modo arrancó de raíz las identidades tradicionales urbanas de la clase trabajadora.

Pero las conversaciones en torno a la “ciudad socialista” de fines del siglo XIX y principios del XX proporcionan puntos de partida valiosos para reflexionar sobre la crisis actual. Piénsese en los constructivistas, por ejemplo. El Lissitzky, Melnikov, Leonidov, Golosov, los hermanos Vesnin y otros brillantes arquitectos socialistas –constreñidos como estaban por la pobreza urbana en los inicios de la Unión Soviética y por la drástica escasez de inversión pública– propusieron aliviar la vida en departamentos atestados a través del diseño de clubes para trabajadores, teatros populares y complejos deportivos magníficos. Daban absoluta prioridad a la emancipación de las mujeres proletarias mediante la organización de cocinas comunitarias, guarderías diurnas, baños públicos y cooperativas de toda clase. Aunque concebían los clubes para trabajadores y los centros sociales –conectados a enormes fábricas fordistas y, con el tiempo, a edificios de muchas plantas– como los “condensadores sociales” de una nueva civilización proletaria, también estaban elaborando una estrategia práctica para impulsar una mejora en el estándar de vida de los trabajadores urbanos pobres en circunstancias por otra parte austeras.

En el contexto de la emergencia medioambiental planetaria, ese proyecto de los constructivistas podría traducirse en la siguiente proposición: que los aspectos igualitarios de la vida en la ciudad proveen de manera constante los mejores sustentos sociológicos y físicos para preservar los recursos y mitigar las emisiones de carbono. De hecho, hay pocas esperanzas de disminuir las emisiones de gas de efecto invernadero o de adaptar los hábitats humanos al Antropoceno a menos que el movimiento para controlar el calentamiento global converja con la lucha por mejorar los estándares de vida y abolir la pobreza mundial. Y en la vida real, más allá de las previsiones simplistas del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, eso significa participar en la lucha por el control democrático del espacio urbano, los flujos de capitales, las fuentes de recursos y los medios de producción de gran escala.

En la actualidad, la crisis interna de las políticas medioambientales reside precisamente en la falta de ideas audaces para encarar los desafíos de la pobreza, la energía, la biodiversidad y el cambio climático en el marco de una visión integral del progreso humano. Por supuesto, en el nivel micro ha habido enormes avances en el desarrollo de tecnologías alternativas y de viviendas con bajo consumo de energía, pero los proyectos piloto en comunidades y países ricos no van a salvar el mundo. Sin dudas, los que viven en la abundancia pueden elegir hoy entre una gran cantidad de diseños ecológicamente sustentables, pero ¿cuál es el objetivo final? ¿Permitir que famosos bienintencionados se jacten de sus estilos de vida “carbono cero” o suministrar energía solar, sanitarios, clínicas pediátricas y transporte público a las comunidades urbanas de bajos recursos?

 

Más allá de la zona verde. Afrontar el desafío de un diseño urbano sustentable para todo el planeta, y no sólo para unos pocos países o grupos sociales privilegiados, requiere que se le dé un amplio espacio a la imaginación, como ocurrió con las ciencias y las artes que prosperaron en los días de Vkhutemas y la Bauhaus. Presupone una voluntad radical de mirar más allá del horizonte del capitalismo neoliberal y pensar en una revolución global que reinserte el esfuerzo de las clases trabajadoras informales, así como a los pobres rurales, en la reconstrucción sustentable de sus entornos construidos y sus medios de subsistencia. Por supuesto, este escenario no tiene nada de realista, pero las opciones son, bien embarcarse en un viaje esperanzador, confiando en que la colaboración entre arquitectos, ingenieros, ecologistas y activistas pueda jugar un papel pequeño pero fundamental en hacer más posible ese “altermundo”, bien rendirse a un futuro en que arquitectos y urbanistas sean solo imaginativos diseñadores de vidas de elite alternativas. Puede que las “zonas verdes” del planeta ofrezcan oportunidades faraónicas para la monumentalización de las visiones individuales, pero los problemas morales de la arquitectura y la planificación sólo se resolverán en los edificios de viviendas y la expansión descontrolada de las “zonas rojas”.

Desde esa perspectiva, sólo el regreso a un pensamiento explícitamente utópico puede esclarecer las condiciones mínimas necesarias para preservar la solidaridad humana ante las crisis mundiales convergentes. Creo entender a qué se referían los arquitectos marxistas Tafuri y Dal Co cuando nos advertían contra “una regresión a lo utópico”; pero para que nuestras ideas estén a la altura del reto que plantea el Antropoceno, debemos ser capaces de concebir configuraciones alternativas de agentes, prácticas y relaciones sociales, y esto exige, a su vez, que suspendamos los supuestos político-económicos que nos atan al presente. Pero el utopismo no necesariamente es milenarismo; tampoco está confinado a la tribuna improvisada o el púlpito. Uno de los avances más alentadores en ese ámbito intelectual emergente donde investigadores y activistas debaten los impactos del calentamiento global en el desarrollo ha sido una nueva voluntad de defender lo Necesario más que lo meramente Factible. Un creciente coro de expertos advierte que, o luchamos por soluciones “imposibles” a las crisis cada vez más complejas de la pobreza urbana, o nos haremos cómplices de una selección de facto de la especie humana.

Por eso creo que un editorial reciente de Nature da motivos para alegrarse. Al explicar que “los desafíos de la urbanización desenfrenada exigen enfoques integrados y multidisciplinarios y una nueva forma de pensar”, los editores instan a los países ricos a financiar un revolucionario nivel cero de emisiones de carbono en las ciudades del mundo en desarrollo.

“Puede parecer utópico –escriben– estimular estas innovaciones en megalópolis emergentes y de países en desarrollo, muchos de cuyos habitantes apenas pueden costearse un techo. Pero esos países ya han demostrado que tienen un don para saltar etapas tecnológicas, por ejemplo, al arreglárselas sin infraestructura de línea terrestre para adoptar la telefonía celular. Y muchos países de los más pobres tienen una rica tradición en adaptar la construcción a prácticas, medioambientes y climas locales, un enfoque localista del diseño integrado que en Occidente prácticamente se ha perdido. Ahora tienen la oportunidad de combinar esos enfoques tradicionales con tecnologías modernas”.

De manera similar, el Informe de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Humano 2007/2008 advierte que “el futuro de la solidaridad humana” depende de un enorme programa de asistencia que ayude a los países en desarrollo a adaptarse a los shocks climáticos. El Informe pide que se derriben los “obstáculos que impiden el desembolso rápido en las tecnologías con bajas emisiones de carbono necesarias para evitar el cambio climático peligroso […] no podemos abandonar a los pobres del mundo a su propia suerte mientras los países desarrollados resguardan a sus ciudadanos tras poderosas fortalezas de protección contra el clima”. “Expresándolo de modo terminante –continúa–, los pobres del mundo y las futuras generaciones no pueden permitirse la complacencia y las evasivas que todavía caracterizan las negociaciones internacionales sobre cambio climático”. La negativa a actuar con resolución en beneficio de la humanidad toda sería “un descalabro moral de dimensiones sin parangón en la historia de la humanidad”. Si esto parece un llamado sentimental a las barricadas, un eco de las aulas, calles y estudios de hace cuarenta años, que así sea; porque, considerando las pruebas que tenemos a mano, adoptar una mirada “realista” de las posibilidades futuras de la humanidad nos convertirá, como mirar la cabeza de Medusa, simplemente en piedra.

 

Traducción de Maximiliano Papandrea y Silvina Cucchi

  

Imágenes [en la edición impresa]. Fabio Kacero, Lenf (1998/2008), dibujo, impresión sobre papel, medidas variables.

Lecturas. El editorial de Nature citado es “Turning Blight into Bloom”, incluido en el vol. 455 (11 de septiembre de 2008).

Mike Davis (Fontana, California, 1946) es especialista en estudios urbanos, historiador y activista político. Es profesor de Escritura Creativa en la Universidad de California Riverside y editor de la New Left Review. Entre otros libros, ha publicado Ciudad de cuarzo. Arqueología del futuro en Los Ángeles (Madrid, Lengua de Trapo, 2002), El monstruo llama a nuestra puerta. La amenaza global de la gripe aviar (Barcelona, El Viejo Topo, 2006), Planeta de ciudades miseria (Madrid, Foca, 2008) y El coche de Buda. Breve historia del coche bomba (Barcelona, El Viejo Topo, 2009). El texto que se publica aquí es la segunda parte de “¿Quién construirá el Arca?”, un díptico sobre el futuro del planeta frente a los efectos del calentamiento global que apareció originalmente en New Left Review N° 61 (enero-febrero de 2010), disponible en www.countercurrents.org.

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