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Precursor del arte de la apropiación, la intervención y el desvío, Borges inventó en los treinta una variante creativa y feliz de la traducción que no descarta una incursión en la adaptación cinematográfica. Fue el verdadero comienzo de sus ficciones. No faltaron émulos tardíos y herederos impensables de su infamia. Aquí, la prueba del delito: Gangs de Nueva York, de Herbert Asbury.
Al Borges artista conceptual no le hubiese sorprendido que un fragmento de su “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” traducido al inglés prologue la nueva edición de la crónica de Herbert Asbury que inspiró su relato, The Gangs of New York, reeditada para acompañar la reciente versión cinematográfica de Martin Scorsese, y muy pronto traducida al español por primera vez en una edición que, de haber sido fiel al nuevo original, habría incluido el mismo fragmento de Borges en su primera versión intacta. La confusión espacial y temporal de originales y copias, precursores y epígonos, escritores y traductores, literatura y cine que arranca en 1933 y no termina, resume bien la “cadena de inagotables repeticiones, versiones, perversiones” con que él mismo definió, duchampianamente, el futuro del arte y la literatura.
La breve historia del protogángster brutal del bajo fondo neoyorquino integra la serie de “biografías infames” que Borges compuso falseando textos ajenos y reunió en 1935 en Historia universal de la infamia. Aunque también incluyó allí su primer cuento, “Hombre de la esquina rosada”, lo consideró más tarde una especie de excentricidad –teatral, afectada y falsa– y fijó sus “verdaderos comienzos” en esos ejercicios ambiguos al borde del plagio, escritos para la Revista Multicolor de los Sábados del diario Crítica. La apoteosis de su arte de la apropiación, “Pierre Menard, autor del Quijote”, se consumaría en 1939, pero el artista conceptual se afirmaba ya en la asimilación de legitimidad y falsificación de esos primeros relatos apócrifos: el cuento que es realmente cuento se descarta como punto de partida legítimo, mientras que la falsificación se legitima como verdadera innovación, comienzo genuino.
Borges detecta una idea en las Vidas imaginarias de Marcel Schwob –un concepto, comentará mucho después, que era superior al libro mismo– y ensaya algunos procedimientos formales que se convertirán en el kit conceptual básico de su poética antirrealista:“las enumeraciones dispares, la brusca solución de continuidad, la reducción de la vida entera de un hombre a dos o tres escenas”. El campo de saqueo es virtualmente infinito y despierta incluso la voracidad multimediática. Sin distinciones de medios, de hecho, Borges incluye entre sus modelos al director austríaco Joseph von Sternberg junto con Stevenson y Chesterton y, alentado por la realidad alucinatoria de sus películas, inventa una nada referencial hecha de textos leídos y relatos vistos, cuyo barroquismo visual delata su deliberada vacuidad: “La palabra infamia aturde en el título”, confiesa en el prólogo de Historia universal, “pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar”. La superficie de imágenes no es otra cosa que el cine y no sorprende que Borges elija al primer Von Sternberg como precursor de su experimento narrativo. Si la visión y revisión de sus primeras películas le produce “justo goce intelectual”, es porque como en otros ejercicios suyos de traducción y apropiación, su relación con el cine, en lo esencial, es de naturaleza conceptual. Del cine extrae ideas estéticas que alimentan desde entonces toda su narrativa.
La primera, precisamente, hace a la traducibilidad entre literatura y cine. Borges descarta de plano la versión más clásica y recurrida del diálogo –la adaptación cinematográfica– e imagina formas más sutiles. Insiste en la inanidad de la comparación entre “versiones” cinematográficas y “originales” literarios (intuye ya que en el arte no hay copias ni originales), y por lo tanto deduce que también en la pantalla la fidelidad en la traducción de un lenguaje a otro es imposible o innecesaria. La distinción entre artes espaciales y artes temporales de Gotthold Lessing invalida cualquier intento incluso feliz de traducir la literatura en imágenes (“las artes del retórico y del fotógrafo”, anota al pasar, “son ¡oh, clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables”) y concluye que el diálogo más redituable del cine con la literatura consiste en un ejercicio más lúcido –más intelectual–, precursor de la menardiana técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas: “Corresponde rendir tributo a Hollywood en un aspecto esencial, a través del western pudo vindicar el género épico cuando la literatura lo había ya abandonado”. El cine, quiere decir, puede recuperar la tradición de un modo desviado porque traduce una obra literaria a otro tiempo y otro espacio, con otra lengua y otra sintaxis. La galería visual, anacrónica y distópica de héroes infames acriollados en Historia universal es el primer resultado práctico de ese desvío calculado.
Pero la verdadera iluminación de Borges en la sala oscura hace al carácter superficial de la narración cinematográfica, aliado estratégico en su batalla cada vez más despiadada contra el arte de lo trascendente y lo profundo. Asimilando la naturaleza física del medio –la imagen grabada en el celuloide– a su naturaleza ontológica, el cine se le revela como una superficie plana en la que figura y palabra giran sobre sí mismas y se deslizan por una emulsión externa, capaz de transparentar el funcionamiento igualmente superficial de la representación y el lenguaje. La falsa profundidad de la imagen –su realismo–, lejos de enriquecer el mundo representado con una nueva dimensión espacial, sólo reafirma su irrealidad, y se resiste por lo tanto a todas las formas retóricas que aluden a un fondo doble: la metáfora, la alegoría, el símbolo. Superficial, espectral, fraudulento, insensato: el cine que Borges elige no deja ver la realidad transferida técnicamente a la reproducción –argumento realista– sino que vuelve visible la “vasta irrealidad”, el simulacro, el caos de apariencias del lenguaje y la representación –argumento nominalista–. La superficialidad discursiva –la misma que hace posible la enumeración de la enciclopedia china y despierta la risa de Michel Foucault– es el punto de partida de sus verdaderos comienzos narrativos.
En 1933 Borges se anticipa a Martin Scorsese en más de medio siglo con sorprendente economía: lleva The Gangs of New York al cine por primera vez, sin salir de la literatura. En “El proveedor de iniquidades Monk Eastman” acomete la traducción de casi un siglo de violencia urbana norteamericana, reduciendo el recuento profuso en incidentes y personajes de la crónica de Asbury de 1928 (una historia que tiene a su juicio “la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras, y mucho de ineptitud gigantesca”) a una apretada enumeración caótica de bandas irlandesas, líderes memorables, hábitos delictivos, viñetas del paisaje urbano, motines, prostitutas célebres, batallas, y la corona con un close-up a su héroe más famoso. Como una declaración de principios, las cuatrocientas páginas del original se condensan, por obra de la continuidad discontinua del montaje, en un solo párrafo. Borges destaca a un personaje, Monk Eastman, y narra cinematográficamente su biografía infame. Si se compara su versión con las veinte páginas que Asbury le dedica al “Príncipe de los gángsters” en el capítulo decimotercero de la crónica, los procedimientos de selección, condensación y montaje saltan a la vista. Los detallados fragmentos descriptivos que Asbury empeña en la caracterización física y psicológica de Eastman se comprimen en una página en la versión borgiana. El texto de Asbury y el de Borges guardan muchas similitudes, pero el segundo es infinitamente más rico.
Asbury, por ejemplo, escribe:
Por su apariencia y su conducta, Eastman era un verdadero gángster de película. Llegó a la vida con una cabeza alargada como una bala, y durante su turbulenta carrera se granjeó una nariz rota y un par de orejas de coliflor que no contribuían a su gracia física. Tenía unos mofletes venosos y un cuello corto de toro, plagado de cicatrices ganadas en las batallas, que le cubrían también las mejillas. Parecía siempre a la espera de un corte de pelo, y acentuaba su inusual y feroz talante con una galerita varias tallas menor a su medida, que coronaba precariamente su melena cerdosa y lacia. Solía pavonearse por su reino desaliñado o gandulear por los habituales lugares de cita de la calle Chrystie sin camisa, cuello o saco. Tenía predilección por los gatos y las palomas; los animales parecen ejercer una particular fascinación entre los gángsters: muchos de ellos, de hecho, después de haberse reformado por decisión propia o por presión de la policía, abrieron tiendas de pájaros y animales y prosperaron comerciándolos. Se dice que Monk Eastman alcanzó a tener más de cien gatos y quinientas palomas, y aunque estaban a la venta en su tienda de animales de la calle Broome, sólo en contadas ocasiones accedía a separarse de alguno de ellos. A veces viajaba al exterior, en misiones pacíficas, con un gato debajo de cada brazo y otros cuantos que lo seguían en cola. Había amaestrado una gran paloma azul que lo acompañaba durante sus caminatas, posada en su hombro. […] Es probable que su verdadero nombre fuera Edward Ostermann. Había nacido en 1987 en el distrito de Williamsburg en Brooklyn, hijo de un respetable judío, dueño de un restaurante. Su padre lo inició en el comercio antes de los veinte años; le abrió una tienda de pájaros y animales en la calle Penn, cerca del establecimiento familiar, pero el muchacho estaba inquieto e insatisfecho con los dividendos del trabajo honesto. Pronto abandonó la tienda y se fue a Nueva York, donde adoptó el nombre de Edward Eastman y descendió muy pronto a su nivel social natural.
Borges, en cambio, escribe:
Esas fintas graduales (penosas como un juego de caretas que no se sabe bien cuál es cuál) omiten su nombre verdadero –si es que nos atrevemos a pensar que hay tal cosa en el mundo. Lo cierto es que en el Registro Civil de Williamsburg, Brooklyn, el nombre es Edward Ostermann, americanizado en Eastman después. Cosa extraña, ese malevo tormentoso era hebreo. Era hijo de un patrón de restaurant de los que anuncian Kosher, donde varones de rabínicas barbas pueden asimilar sin peligro la carne desangrada y tres veces limpia de terneras degolladas con rectitud. A los diecinueve años, hacia 1892, abrió con el auxilio de su padre una pajarería. Curiosear el vivir de los animales, contemplar sus pequeñas decisiones y su inescrutable inocencia, fue una pasión que lo acompañó hasta el final. En ulteriores épocas de esplendor, cuando rehusaba con desdén los cigarros de hoja de los pecosos sachems de Tammany o visitaba los mejores prostíbulos en un coche automóvil precoz, que parecía el hijo natural de una góndola, abrió un segundo y falso comercio, que hospedaba cien gatos finos y más de cuatrocientas palomas –que no estaban en venta para cualquiera. Los quería individualmente y solía recorrer a pie su distrito con un gato feliz en el brazo, y otros que lo seguían con ambición.
Era un hombre ruinoso y monumental. El pescuezo era corto, como de toro, el pecho inexpugnable, los brazos peleadores y largos, la nariz rota, la cara aunque historiada de cicatrices menos importante que el cuerpo, las piernas chuecas como de jinete o de marinero. Podía prescindir de camisa como también de saco, pero no de una galerita rabona sobre la ciclópea cabeza. Los hombres cuidan su memoria. Físicamente, el pistolero convencional de los films es un remedo suyo, no del epiceno y fofo Capone. De Wolheim dicen que lo emplearon en Hollywood porque sus rasgos aludían directamente a los del deplorado Monk Eastman… Éste salía a recorrer su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, igual que un toro con un benteveo en el lomo.
La comparación de los pasajes es ilustrativa. La versión de Borges no difiere demasiado de la de Asbury en contenido, y sorprende más bien por su fidelidad a los detalles precisos de la fuente original. Es cierto que recompone los datos de la crónica con una sintaxis y un arsenal retórico propios –más sugerentes, más coloridos, más ambiguos–, agrega detalles tomados de otros pasajes, cuela discretas digresiones seudofilosóficas sobre el nombre y la memoria y desliza alguna referencia mítica (la cabeza “ciclópea”), pero la materia narrativa con la que se presenta al personaje es, a primera vista, la misma.
Pero Borges ha aprendido en el cine de Hollywood que admira y desmenuza en sus ensayos, que en toda trama sagaz rige un orden diverso, lúcido y atávico –“la primitiva claridad de la magia”–, y que toda mención o episodio tienen proyección ulterior en el relato. Inspirándose en Von Sternberg, enriquece la presentación de Monk Eastman con una serie de pormenores que prefiguran irónicamente su destino y organiza otros de modo tal que resulten “premonitorios del asunto central” y que, mediante una cuidada “teleología de palabras”, repercutan en el final. Mientras que Asbury apenas señala el origen judío de Eastman, por ejemplo, Borges se detiene en el dato y subraya la contradicción de proyección ulterior: ese muchacho criado en un restaurante piadoso donde se comen “terneras degolladas con rectitud” será uno de los gángsters más salvajes de Nueva York. Del mismo modo, su atención casi infantil a la vida animal contrasta con su displicencia brutal por la vida humana, y su hábito de pasearse con una paloma de plumaje azul en el hombro, un gato “feliz” bajo el brazo y otros que lo seguían “con ambición” prepara la escena cinematográfica del final: Eastman aparece muerto de cinco balazos en una calle de Nueva York y un gato “desconocedor feliz de la muerte” lo ronda “con cierta perplejidad”. Asbury también refiere estos hechos, pero sin esas “vívidas variaciones”, que dotan a la trama de concatenaciones mágicas, un resto de grandeza épica y una inquietante ambigüedad moral. Todo el relato, en realidad, selecciona, connota, denota, reorganiza, monta las circunstancias y los argumentos plagiados de la crónica, hasta convertirla en un texto más sutil, más irónico, más asombroso, más rico.
Pero hay todavía una variación conceptual más solapada que prepara la hazaña menardiana. Monk Eastman es un “malevo tormentoso” que recorre su imperio forajido con una paloma de plumaje azul en el hombro, “igual que un toro con un benteveo en el lomo”. Borges desplaza los hechos del bajo fondo neoyorquino a otro tiempo, otro espacio y otra lengua, y en esa traducción idiosincrásica los acriolla. En Nueva York de pronto hay benteveos, conventillos, arrabales, pindongas, entreveros, bailecitos y, sobre todo, malevos. Si el imaginario del cine de Hollywood reúne a las dos Américas (“cuya incomunicación”, dice Borges en un aparte suprimido de “El otro Whitman”, “el cinematógrafo, con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades, propende a levantar”) y tanto Asbury como Borges reconocen en Eastman el modelo original del gángster de las películas, Borges, acriollando la lengua y la sintaxis, lo emparenta directamente con el submundo argentino. El relato comienza con un breve fragmento subtitulado “Los de esta América”, una escena mínima –limpísima– de baile y malevaje local, y pasa después al bajo fondo neoyorquino del siglo anterior con un subtítulo, “Los de la otra”, que da por sentada la simetría fraguada. Borges define así, por extensión, su exquisito arte de la traducción, perfeccionado con la técnica del anacronismo deliberado y las atribuciones erróneas. Sin alardes nacionalistas, obtiene un insospechado rédito político: la condena del escritor marginal a repetir con retraso lo que ya han escrito los escritores centrales queda, como por arte de magia, abolida. Toda la literatura es sincrónica y central; no hay originales superiores a las copias. The Gangs of New York de Asbury, si vamos al caso, se abre hoy, literalmente, con un duelo de compadritos.
Setenta años más tarde, la cadena de repeticiones, versiones y perversiones que Borges previó en los treinta no se agota. Martin Scorsese vuelve a la crónica de Asbury con Gangs of New York (Pandillas de Nueva York), la película, y se beneficia en parte de la reescritura borgiana. Su versión, curiosamente fiel, tiene “la confusión y la crueldad de las cosmogonías bárbaras”, pero también algo de la ambición desmedida –la “ineptitud gigantesca”– que Borges señaló insidiosamente en Asbury. Aunque el montaje vertiginoso, la artificialidad de los escenarios montados en Cinecittà y el saqueo de los directores épicos –Griffith,Von Sternberg, Fuller, Kurosawa, Leone, Eastwood– recuerdan a Borges, la deliberación política de Scorsese se inspira más bien en otro de sus precursores –Luchino Visconti– y conduce a una arqueología lúgubre de la barbarie norteamericana fundada en el presente, en las antípodas del ejercicio “irresponsable” de las biografías infames. Es cierto que la textura caótica y el leve anacronismo le dan al conjunto una realidad alucinatoria (dice Scorsese que imaginó la película como un “western ambientado en Marte”), pero un gigantismo parejo al de Asbury sofoca la historia y el relato, con toda su ambición genuina, hacia el final zozobra.
De ahí que la traducción cinematográfica más fiel de la prehistoria del submundo neoyorquino, del relato de Borges y, por añadidura, de la galería completa de infames de Historia universal, no sea obra del consecuente Scorsese –uno de los pocos autores originales que sobreviven en Hollywood–, sino de uno de sus discípulos más díscolos, un videoadicto confeso y un falsificador compulsivo que probablemente no ha leído a Asbury ni a Borges: Quentin Tarantino. Su saga colorida de venganza épica ofrecida por entregas, Kill Bill: Vol. 1 y Vol. 2, es sin duda la mejor versión contemporánea del experimento borgiano, saludablemente distante del facilismo de la adaptación o el remake. La espejeante galería multirracial de malos malísimos, el plagio calculado de una videoteca infinita, el despliegue barroco de retórica visual y, sobre todo, la superficie bruñida de una “nadería esencial”, traducen el ejercicio conceptual de Borges a otro tiempo, otro espacio y otro lenguaje, remozando el listado de fuentes con spaghetti westerns, clásicos orientales de artes marciales, yakuza y anime de gángsters, sofisticando el brillo estilístico y retórico con tecnología de última generación y extremando hasta el delirio la vacuidad deliberada. Detrás de los ríos de sangre, los combates multitudinarios, los duelos cuerpo a cuerpo, los tumultos rutilantes de Kill Bill, es evidente, no hay absolutamente nada. Abundan, sí, los encuadres y personajes calcados de una enciclopedia universal que incluye a John Ford o Brian de Palma, al maestro de artes marciales Kinji Fukasaku o la serie televisiva Kung Fu. Ese extremismo formalista nacido de la pura pasión cinéfila acerca el sampling tarantinesco a la falsificación visionaria de Historia universal, aun en su variante más original. Al autor de “La Viuda Ching, pirata” y a su precursor Von Sternberg, doble oculto de Marlene, no les habría disgustado que en la traducción “creativa y feliz” de Tarantino el prototípico héroe infame de Hollywood sea ahora, en el siglo XXI, una mujer.
Imágenes [en la edición impresa]. Fotografías de Monk Eastman y Louie the Lump, de la edición original de The Gangs of New York, p. 16-17. Andy Warhol, Most Wanted Men N° 2, 7, 6, p. 18-20.
Lecturas. Las citas de Borges pertenecen a Obras completas (Buenos Aires, Emecé, 1974), “Wells, previsor” (Sur, Año VI, N° 26, noviembre de 1936), Carlos A. Burone, “Conversación con Borges” (Sur, N° 334-335, enero-diciembre de 1974) y a la Autobiografía, escrita con la colaboración de Norman Thomas di Giovanni (Buenos Aires, El Ateneo, 1999). La cita omitida en “El otro Whitman” aparece en el libro de Edgardo Cozarinsky de 1974, ampliado en la reedición de Emecé, Borges y el cinematógrafo (Barcelona, 2002), ineludible en cualquier consideración sobre Borges y el cine. The Gangs of New York se publicó originalmente en 1928, se reeditó en 2001 (Nueva York, Thunder’s Mouth Press) y se tradujo al español en 2003, con el título de Gangs de Nueva York (Madrid, Edhasa). La traducción del fragmento de la obra de Asbury es mía.
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