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Aleksandar Hemon y el asombro

LITERATURA

 

A la larga lista de escritores que adoptaron otra lengua como propia –Conrad, Nabokov, Beckett o Wilcock, para nombrar a unos pocos– se ha agregado no hace mucho el bosnio Aleksandar Hemon (1964). Como a su alter ego en la ficción, Jozef Pronek, el sitio de su ciudad natal, Sarajevo, lo sorprendió en los Estados Unidos, donde reside desde entonces. Lidiando con el idioma adoptivo, extrañándolo con asombro de exiliado y conciencia de autodidacta, se sumó a la ya numerosa familia de extranjeros que escriben en lengua inglesa.

 

Los efectos de escribir en una segunda lengua son varios y diversos. Se habla de la mirada fresca del extranjero y de su oído impermeable a las melazas del hábito. Se habla de sus estrategias en contra o, según el caso, indirectamente a favor, de la lengua materna. Se habla de fidelidades mixtas, centros, periferias y tangencialidades de todo tipo. Lo que resulta más difícil definir es el problema que encuentra un escritor no nativo en la práctica. Virginia Woolf lo roza en el ensayo “On Not Knowing French”: “Un extranjero que tenga lo que se llama un perfecto dominio del inglés”, dice, “podrá escribir un inglés gramatical, incluso musical; escribirá […] un inglés a menudo más elaborado que el nativo, pero nunca un inglés tan inconsciente como para que sintamos en él el pasado de la palabra, sus asociaciones y relaciones”. La palabra clave del pasaje, “inconsciente”, resuena en negativo en una opinión del poeta Craig Raine sobre Nabokov, quien le parece menos “amo y señor” de la lengua inglesa que su “valet, siempre atento a la textura del material, retocando aquí, arreglando allá, sin dejar nada al azar, dedicado a cada detalle. Consciente”. Hay quien dice que abandonar la propia lengua, como exiliarse, es una experiencia liberadora, pero nadie le escapa al cliché de la “cárcel del lenguaje”.

Pocos casos son tan representativos como el de Aleksandar Hemon, contemporáneo nuestro y exponente de la larga tradición del siglo XX de escritores trasplantados de país y de idioma por razones políticas. Indefectiblemente, uno empieza por lo anecdótico, porque sólo la anécdota transmite las contingencias de sus comienzos literarios. Natural de Sarajevo, Hemon llegó a los Estados Unidos en 1992, con una beca del gobierno norteamericano, hablando un inglés de estudiante; hasta entonces se había desempeñado como periodista en la prensa bosnia. La guerra de los Balcanes lo dejó varado en Chicago, desde donde siguió el sitio de Sarajevo, como muchos, por CNN. Esta memoria aparece recreada en un cuento autobiográfico, “Blind Jozef Pronek and Dead Souls”, cuyo personaje recuerda unas charlas telefónicas perturbadoras y surrealistas con sus padres: “su padre le decía que no era recomendable volver a Sarajevo, mientras que su madre le contaba que hoy había menos tiroteos que ayer, y que lo extrañaban”. El cuento está escrito en inglés en tercera persona. Todo se dice con un distanciamiento clínico aunque, como bien sabían los formalistas rusos, la distancia es el mejor modo de concentrar la atención.

Terminada la guerra, un editor que seguía en Sarajevo le pidió a Hemon que colaborara con su revista desde los Estados Unidos, pero a éste le resultó imposible escribir en bosnio: “Yo me había ido. Bosnia se había ido. Mi bosnio era el bosnio de antes de la guerra”. De ahí en más, empezó a escribir un diario en inglés y, mientras hacía todo tipo de trabajos, se dio cinco años para producir un cuento publicable en su nueva lengua. Hemon la dominó, cuenta, a fuerza de diccionario, buscando palabras mientras leía y anotándolas en fichas memorizables. Quizás haya algo de mitología personal en esta versión, sobre todo porque la figura tutelar era nada menos que Nabokov, otro amante de las fichas, con quien a veces se lo compara (Hemon, cauta y elogiablemente, señala que la comparación es exagerada). El método deja sorprendidísimos a los críticos de habla inglesa.

Hasta ahora, Hemon ha publicado dos libros, que pendulan genéricamente entre la novela y los cuentos. El primero, el más asombroso, es la colección La cuestión de Bruno, cuyos relatos están conectados, como si fueran capítulos de un todo mayor, por recurrencias temáticas, referencias autobiográficas y personajes menores. Su segundo libro es la novela El hombre de ninguna parte, en la que Hemon retoma al personaje de Jozef Pronek y compone un retrato siempre parcial a través de varios narradores; ahora es la novela la que se lee como una colección de relatos. Los dos libros son además atípicos en sus temáticas y en sus técnicas. Hemon le rehúye al costumbrismo de la literatura norteamericana. Sobre todo en la ficción breve, le sorprende la concentración de sosos dilemas acerca de la clase media, expresados en lo que Michael Chabon llamó, más o menos en chiste, “la historia epifánica sin argumento” en la línea de Cheever y Carver. Los de Hemon, en cambio, reimportan al inglés grandes temas de la ficción centroeuropea: la identidad, las atrocidades políticas, el desarraigo, la ansiedad metafísica. Y de paso traen las influencias de esa literatura. Hemon cita a gente como Bruno Schultz, Gombrowicz, Gogol. Esto marca su diferencia al instante, aunque además está la lengua.

El problema al que se refería Woolf aparece personificado. Al leer a Hemon es imposible no sentir el esfuerzo localizado de sus elecciones verbales. Es incluso como si pensara sus oraciones palabra por palabra. Para hacer más complicadas las cosas, sus libros tienden a la plétora de aliteraciones, la acumulación neologística y las colocaciones oblicuas, una fabulosa fluvialidad expresiva que sedimenta en un estilo de una densa lentitud, a medio camino entre lo barroco y lo barroso. La oración anterior, por supuesto, es una parodia; Hemon mantiene ese tono durante cientos de páginas. Rara vez sus imágenes son tan ostentosamente malas, pero hasta en las buenas sentimos un peso excesivo. Por ejemplo, en el cuento/memoria “Imitación de la vida”, se dice: “Muchas veces veía a un viejo que, con unas sandalias destrozadas y un sombrero de paja, pasaba atropelladamente por la calle, agitando los brazos, moviendo espasmódicamente los hombros, como si estallara en un imparable ataque de hipo: torcía la cabeza de un lado para otro y daba un paso adelante y otro atrás”. (“Often, I would see and old man, wearing an ageing pair of sandals and a straw hat, walking higgledypiggledy across the street, throwing his arms around, shoulders leaping, as if he were exploding in a series of unstoppable hiccups, twitching his head back, and forth, making one step forward, and then one step back.”) (el resaltado es mío). La imagen, llena de humor y patetismo, logra su efecto más a pesar que a causa de la profusión de adjetivos y adverbios con que se la presenta.

Hemon se opone con plena conciencia, como extranjero, a la “desafortunada tendencia actual al minimalismo al estilo de Hemingway”. “No creo en eso”, ha dicho. “Creo en la manera de Nabokov. Uno acumula los adjetivos hasta que el objeto se forma por completo”. Pero el adjetivo es una de sus zonas semánticas más problemáticas. En la primera página de El hombre de ninguna parte se lee: “Bajé las escaleras, llevando un montón de ropa sucia, procurando no tropezar con el gato inquisitivo”. (“I went down the stairs, carrying a mound of dirty laundry, careful not to trip over the inquisitive cat”) ¿Inquisitivo? Recordamos lo que Ford Madox Ford dijo alguna vez sobre la prosa de Conrad: “huele a diccionario de sinónimos”. En el caso del gato, a Hemon debe haberle parecido que el adjetivo “curioso” era demasiado común (curiosity killed the cat) y lo reemplazó por uno más difícil. Pero esto implica una doble pérdida. No sólo se entorpece la espontaneidad de una frase hecha inocua, sino que se pone en primer plano la banalidad de fondo que se intenta evitar. O consideremos este ejemplo, del cuento “Islas”, donde el narrador en primera persona nota en un momento que “la superficie del lago ascendía al paso de alguna ola inadvertida”. Ahora, si la ola es “inadvertida”, ¿por qué señalarla con un adjetivo? De hecho, deja entonces de serlo. La presencia del adjetivo acaba expresando lo contrario de su significado. A Hemon le sale el tiro por la culata, o, en hemoniano, le brota el proyectil por la posterioridad del arma. Hay muchas otras instancias de desconcierto verbal. Las abejas no “vuelan” sino que “levitan”, las valijas no están “abiertas” sino “boquiabiertas”, un chico no dice que “tiene sed” sino que “declara su sed”, etc. Y además están las personificaciones solecísticas: partículas de polvo “anónimo”, una pelota de fútbol “sin alma” (a soulless football), un paraguas “con los huesos rotos” (a broken-boned umbrella). Ninguna de estas elecciones constituye una mala metáfora, pero el efecto acumulativo que producen es tan original como anómalo. ¿Hasta qué punto Hemon mide estos desvíos con la vara adecuada? Un equilibrio mucho más sutil entre lo idiomático y lo metafórico se da, sin duda, en Hemingway.

Pero significativamente la crítica de habla inglesa ha visto en Hemon “un maestro de la observación y de la economía”, “un estilista virtuoso” cuyas “oraciones están repletas de ingenio y energía”. Más cerca del blanco, se ha dicho que “las artimañas lingüísticas de Hemon son el medio perfecto para hacer que lo cotidiano se vea extraño” o, mejor aún, que su escritura “vibra con una desequilibrada extrañeza”. En otras palabras, es la anomalía estilística que señalábamos más arriba lo que le da un valor agregado a su prosa. El estilo concentra una visión. Andrei Makine, un escritor ruso de expresión francesa, habla de su francés adoptivo como de una lengua del asombro (langue d’ étonnement). Hemon va más lejos. Parece asombrado no sólo del inglés, aunque esta reacción es enorme, sino además de todo lo que él puede hacer en inglés. Así ha dicho que en esa lengua cuenta con “la sensibilidad de un niño y la mente de un adulto”. En realidad, la conciencia lingüística de Hemon es lo contrario de la naturalidad infantil; sería más exacto decir “la mente de un niño y la sensibilidad verbal de un adulto”. Pero en cualquier caso la atención que le presta al mundo es insólita. ¿Cuántos escritores, al entrar en una habitación detrás de sus personajes, notan que huele a “lápices recién afilados, plasticola, perfume, café quemado y tiza”? ¿Cuántos ven que unas “trenzas largas y sedosas” revolotean “como pájaros llevados con correa”?

Este asombro se extiende a la narración, que muchas veces es una suma de detalles estáticos, como si el cuadro apareciera de golpe en la conciencia del narrador. Por mucho que la prosa se anquilose, hay que tener en cuenta que el efecto es buscado cuando en El hombre de ninguna parte leemos sobre Pronek: “Debo mencionar la primera expedición independiente que Jozef hizo caminando por su cuenta, mediante la cual logró evadirse de la atención de su madre, entrar en el ascensor y a continuación gatear hasta el Hotel Bristol, armado tan sólo con un chupete. Allí se encontró con un autocar lleno de jugadores de pingpong chinos, que competían en el Campeona to Mundial de Tenis de Mesa. Uno de ellos hacía malabarismos con pelotas de ping-pong, lo que dejó cautivo a Jozef e impidió su posterior avance hasta la llegada de su angustiada madre”. O varios años más tarde en la vida del personaje: “El brazo de Pronek estaba sobre los hombros de ella, como un pescado muerto. El sol se ponía con esa chillona efusión naranja que a menudo aparece en las postales y aún hace asomar lágrimas en los ojos de Pronek. Al final de la segunda semana, cuando la marcha de Pronek ya asomaba en el horizonte, Pronek le chupó la oreja, la mano sobre el ombligo de ella, paralizada en medio de esa tierra de nadie entre dos fantásticas posibilidades. En ese momento le propuso pasar el resto de su vida juntos. Suzana tenía que preguntárselo a su padre, un coronel del ejército con un pecho terriblemente peludo”.

El segundo ejemplo recuerda a Humbert Humbert en su encuentro frustrado con Annabel: “Con el menor pretexto (era nuestra última oportunidad, y no nos importaba nada) nos escapamos del café hacia la playa, y encontramos un área desolada de arena, y ahí, a la sombra violácea de unas rocas rojas que formaban como una cueva, tuvimos una breve sesión de caricias ávidas, observadas por un par de anteojos que alguien había perdido. Yo estaba de rodillas, a punto de poseer a mi amor, cuando dos bañistas barbudos, el viejo del mar y su hermano, salieron del mar alentándonos con gritos obscenos, y cuatro meses más tarde Annabel murió de tifus en Corfu”. El coletazo final de la frase es uno de esos toques geniales que superan a Hemon, pero los bañistas barbudos equivalen al pecho de la figura paterna, el lamido en la oreja a las caricias, la sombra violácea a la luz de postal. Las dos escenas juegan con el sentimentalismo kitsch de los personajes, pero éstos no son conscientes del kitsch, como tampoco parecen ser conscientes de los detalles que lo acompañan. Y como los detalles son completamente incidentales para ellos, exactos en su superfluidad, se hacen inolvidables para nosotros. Hemon toma de Nabokov la focalización de lo que parece efímero y la explota con maestría. A veces un detalle exterior concentra un enorme patetismo. Un día de 1992 en Sarajevo, la madre de Pronek, después de la explosión de una bomba en un negocio, “caminó entre la pulpa sangrienta, los miembros despedazados sobre los mostradores, la gente aturdida que se resbalaba sobre la materia gris. Casi pisó un corazón, pero no, era de un tomate –qué extraño, pensó, un tomate. No veía un tomate desde hacía más de dos años”.

Uno constata que los libros de Hemon tratan continuamente del asombro y sus modalidades afines: la sorpresa, el susto, el extrañamiento. Jozef Pronek, el “hombre de ninguna parte”, que recuerda a Pnin, se pasea anonadado por los Estados Unidos, enfrentándose con un panorama de superficies tan inciertas como la lengua en la que le hablan, hasta que su mirada se convierte en una antropología personal. Notamos además que muchos personajes de Hemon, impulsados por el asombro, reflexionan sobre sus propias historias. En “Charlas agradables”, otro cuento bastante autobiográfico, el narrador habla de “las vidas a medias de quienes no pueden olvidar quiénes fueron y tienen miedo de que se les hable en una lengua extranjera, a la larga incapaces de pronunciar algo significativo”. Por supuesto, si la historia de Pronek es la de quien sufre con esta carga, la de Hemon es la de quien al final prevalece; quizás sea la misma historia, en momentos distintos. Pero para ambos lograr ese acto significativo implica una concientización fundamental. No son los únicos. Cuando a Nabokov le preguntaron cuál era la desventaja de escribir en inglés, respondió que le faltaba un vocabulario íntimo, inmediato, “casero”. Una lengua inconsciente.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Hiroshi Sugimoto, Reina Victoria, p. 68; Diana, Princesa de Gales, p. 69.

Lecturas. El artículo de Virginia Woolf se publicó en The New Republic en 1929 y está recopilado en The Complete Essays, cuya reedición se anuncia para 2005. Las afirmaciones de Hemon aparecen en una entrevista con The Guardian de 2000. Sus dos libros, La cuestión de Bruno (2001) y El hombre de ninguna parte (2004), fueron publicados en español por Anagrama. Andrei Makine habla de la lengua del asombro en El testamento francés (Tusquets, 1996). De Nabokov cito Lolita (Anagrama, 2001) y Opiniones contundentes (Taurus, 1999). Craig Raine analiza el estilo de Nabokov en el epílogo a Lolita de la edición de Penguin.

Martín Schifino (Buenos Aires, 1972) es licenciado en Letras de la UBA y vive en Londres desde 1999. Colabora para diversos medios culturales, entre ellos el suplemento Radar de Página/12 y The Times Literary Supplement.

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