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Sobre el texto y sus voces o el arte de las citas.
En las últimas semanas llegaron a mi biblioteca dos libros que vengo leyendo de a ratos. El primero es La biblioteca de noche, de Alberto Manguel; el segundo, Cultural Amnesia, del crítico australiano Clive James. Los dos son libros de opinión, historia, anécdotas, crítica literaria, autobiografía y varias cosas más, acopios de otros libros, colecciones que adhieren a la idea de que uno habla de literatura porque la literatura habla de y por uno. Este respeto por la letra se refleja en su diseño y en su encuadernación robusta pero atractiva. Como objetos, crean una directa impresión de contundencia. La contundencia aumenta cuando uno los abre. Manguel y James parecen haber leído todo y asimilado las relaciones de todo lo que leyeron. La voracidad enciclopédica, sin embargo, no perturba la urbanidad del tono: como en cualquier banquete, el secreto está en servir los platos fuertes de manera ordenada.
Aunque no pretendo imitar el anecdotismo autobiográfico de Manguel, que al hablar de bibliotecas sumerias puede hacer una digresión sobre los 30.000 volúmenes de su biblioteca personal, ni mucho menos remedar el desenfreno medio fanfarrón de James, que en nutridos excursi nos cuenta que aprendió francés leyendo lentamente a Proust al mismo tiempo que aprendía italiano a fuerza de Benedetto Croce, debo confesar que tengo cierta debilidad por este género de libros, de los que hay muchos en mis estantes. Indudablemente, el conjunto es una red de vasos comunicantes que irriga la biblioteca. La cuestión de a qué género pertenecen es más difícil de dirimir. “Crítica” se queda corto, pero “teoría” es poco apropiado. Estos libros están hechos de respuestas puntuales a textos puntuales; cualquier teoría prefabricada les es adversa. Lo cierto es que las opiniones de los críticos adquieren una curiosa unidad al ser reunidas entre dos tapas. En este punto conviene recordar la frase de Piglia según la que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía”, un aforismo perspicaz, al que le sobra exactamente un adjetivo. Que la crítica como autobiografía tiene poco de moderna lo prueba The Anatomy of Melancholy de Burton (1621), un libro monstruoso y deslumbrante, entretejido de citas y comentarios literario-filosóficos. De no ser suficiente prueba, están por ejemplo los ensayos de Montaigne.
Pero el tropezón cronológico de Piglia es lo de menos. En lo fundamental, tiene razón. Si algo aúna colecciones como Itaca e oltre de Claudio Magris, I quarantanove gradini de Roberto Calasso, The Broken Estate de James Wood, La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, Causeries du lundi de Sainte-Beuve, The Common Reader de Virginia Woolf y Formas breves de Ricardo Piglia, es el protagonismo más o menos subterráneo de sus autores. En todos estos libros acerca de otros libros, aparece una inconfundible personalidad central. No es ninguna novedad que el ensayo propone un “yo” fuerte, pero cabe preguntarse de qué manera ese yo se manifiesta. Una es sin dudas a través del estilo. (Entre las razones por las que no me tienta releer, de la lista anterior, La deshumanización del arte, figura el cotorreo de Ortega.) Pero la más sugestiva, aquella de la que nos ocuparemos de aquí en adelante, es la que se manifiesta a través del orden del texto: lo que solía llamarse la dispositio, una palabra que, en la retórica latina, indicaba no sólo la presentación, sino la elección de materiales y el tono en que se los presentaba. La cita obligada es la de Henry James: en un escritor de carácter vemos “la hebra en la que se enhebran las perlas, el tesoro enterrado, la figura en el tapiz”. El orden de un texto responde a un orden más profundo.
En la película High Fidelity (2000), una adaptación del libro homónimo de Nick Hornby, hay una escena en la que John Cusack y un empleado suyo, los dos fanáticos de la música popular, están frente a la colección de discos del primero. El empleado le pregunta con qué criterio los ordena. Cusack responde: “Autobiográfico”. Ante la admiración demudada del otro, Cusack explica que para saber dónde está un disco tiene que acordarse de cuándo lo compró o con quién estaba entonces. El orden de la colección refleja el de la vida. Del mismo modo, como escribe o quizás cita Manguel, “toda biblioteca es autobiográfica”. No importa cómo se la ordene, conserva una marca. La marca es aun más nítida en la biblioteca que uno lleva en la cabeza, esa miscelánea de recuerdos condensados, deformados, “a medio borrar” (la frase es uno de estos recuerdos) donde hay argumentos, versos, frases, descripciones o, citando a Valéry, “modos de decir” (obviamente, este es otro). En algunos casos, como notó el simbolista ruso Andrei Bely, citado por Clive James, puede que apenas recordemos la esencia de un escritor: “un conglomerado de citas”. Porque el orden general responde a accidentes en la vida del lector. Con todo, no es arbitrario; cuanto más se extiende, más sólidas son sus leyes de asociación y rechazo. Y aunque estas leyes, como las del derecho británico, nunca se inscriben en una constitución, siempre sientan precedentes. Es improbable, por ejemplo, que Ian McEwan hable bien del realismo mágico en el futuro, porque en el pasado repitió varias veces –citando la frase memorable de Robert Frost sobre el verso libre– que escribir en ese género le parecía “como jugar al tenis sin red”.
Esta legalidad interna y única de la mente del lector y por extensión del crítico o escritor hace muy difícil sostener que somos simplemente “hablados por el lenguaje” o cualquier otro de los mantras textualistas que tan de moda estuvieron hace unos años. Al comparar, evaluar y en última instancia elegir, se afirma una personalidad, un núcleo individual que, como la gravedad la luz, curva las demás voces. El fenómeno puede ilustrarse con una anécdota. Hace unos meses, la radio France Culture entrevistó a Alberto Manguel, quien en un momento dijo que tenía la impresión de hablar sólo mediante citas. El entrevistador le pidió un ejemplo. Nada lerdo pero medio perezoso, Manguel respondió que lo que acababa de decir citaba a George Steiner, que a su vez se refería a Walter Benjamin. A primera vista, la afirmación parecería demostrar la extensión indefinida, “des-autorizada” del Texto. Pero examinada de cerca prueba lo contrario. Para empezar, la cita es cita a medias. Steiner escribió: “Walter Benjamin soñaba con publicar un libro compuesto por entero de citas. A mí me falta la originalidad necesaria” (Grammars of Creation). O sea que, aun sin escatimar citas, Steiner no parecería compartir la intención de Manguel. Benjamin, de hecho, tampoco: su libro era una utopía, no un manual de conducta. Manguel sí comparte con Benjamin “el gesto de esconderse detrás de un cúmulo de materiales a comentar” (Calasso), pero no el fundamento teológico del gesto (tampoco se esconde tanto). La cita de Manguel es, para finalizar, inexacta con respecto a Manguel mismo, cuyos libros están escritos en un estilo innegablemente personal, con una voz reconocible. En el único sentido en que puede afirmar lo anterior es en el metafórico.
Con esto no pretendo desmerecer a Manguel, que al fin y al cabo tuvo una ocurrencia decorosa en una entrevista radial, sino sugerir que hay algunas metáforas más aptas que otras para hablar de las relaciones que se entablan entre distintas voces. La metáfora del texto a la deriva, como una especie de buque fantasma, no es convincente. De hecho, es una metáfora pobre, no sólo por gastada, sino porque desatiende los detalles clave del asunto. Si en los detalles están Dios o el Diablo, cabe discutirlo, pero no conviene perderlos de vista. ¿Quién cita? ¿Qué provoca una cita? ¿Por qué cita lo que cita el que cita? Una metáfora que ilumina estas relaciones en mayor detalle es, creo, la de las afinidades electivas. Al hablar de afinidades electivas se piensa instantáneamente en Goethe, pero no hay que olvidar que Goethe partía de la química. En el segundo capítulo de Las afinidades electivas, se lee: “Decimos de las sustancias que se conectan e interactúan al encontrarse. Si se pone un trozo de piedra caliza en ácido sulfúrico diluido, este último se combina con el calcio para formar yeso; el ácido gaseoso, por otra parte, escapa. Ha ocurrido una separación y una nueva combinación, y uno puede usar el término ‘afinidad electiva’, porque en efecto parecería que una relación se prefirió a otra y que hubo una elección”. ¿No pasa algo similar cuando un crítico, un lector, elige un texto? Cada texto, en la biblioteca mental, es un catalizador de todos los demás. Cuando un crítico lo mezcla, aparecen combinaciones y separaciones que no ocurrirían de otro modo.
Algo similar… Pasa… Aparecen… Todo esto, puede decirse, como dice, en Roger’s Version, un personaje de John Updike ante cierta teoría cosmológica, “¡es… es pura metáfora!”. Cierto. Banalmente, “il n’y a pas de hors texte”. La crítica siempre es metafórica, en cuanto crea similitudes, afirma que algo es de tal manera o de tal otra; en otras palabras, no es una teoría científica que orienta sus predicciones hacia lo real (la teoría literaria tampoco, pero eso es otro tema). De ahí que, como le gusta repetir a Steiner, uno pueda decir “cualquier cosa” sobre un texto. Pero no hay por qué quedarse en este nivel de sofística flagelante. “Hay cientos de voces en este libro”, escribe James en el prólogo de Cultural Amnesia, “y cientos más que, aunque no se citen directamente, forman parte de cómo habla su autor”. Por una vez, James es modesto y agrega: “En ese sentido, el mejor sentido, no existe la voz individual: existe sólo la responsabilidad individual. El escritor representa a toda la gente expresiva a la que alguna vez prestó atención”. La afirmación es penetrante. Al final de la despersonalización del texto, están los simios de T.H. Huxley, aporreando al infinito una máquina de escribir, hasta que por casualidad aparece De la grammatologie. Algo así es un absurdo. La responsabilidad, en cambio, es real. Y es esta responsabilidad individual lo que uno espera de un crítico que al citar practica un arte.
Imágenes [en la edición impresa]. Gabriel Orozco, Untitled (1995), collage, grafito y tinta sobre boletos de avión, p. 13 (cortesía Kurimanzutto, México); Atomista (1996), gouache y tinta sobre Xerox, p. 14 (cortesía Marian Goodman Gallery, Nueva York).
Lecturas. La biblioteca de noche, de Alberto Manguel, fue editado por Alianza (Madrid, 2006) y Cultural Amnesia, de Clive James, por Picador (Nueva York, 2007).
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