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Sobre La arquitectura del fantasma, de Héctor Libertella.
Héctor Libertella murió el 7 de octubre del año pasado, siete días después, según reza el colofón del libro, de que su autobiografía saliera de imprenta. Este tomito brillante y lunático, que condensa en una galería de miniaturas lúcidas las tres décadas más contemporáneas de la literatura y la cultura argentinas contemporáneas, es quizás uno de los más pertinentes y bellos de su obra. Rara avis total, Libertella –como muchos vanguardistas– empezó siendo un prodigio de precocidad excéntrica: nacido en Bahía Blanca en 1944, entró a la escuela sabiendo leer y escribir, entre los 12 y 13 años había escrito, ilustrado y encuadernado ya dos novelas completas –precursoras del teatro proletario de cámara de Osvaldo Lamborghini–, ingresó a la universidad a los 16, dio quince materias sólo en el primer año y a los 24, ungido beatnik por una confabulación de pelo largo, calvicie incipiente y barba entre tupida y rala, ganó el medio millón de pesos que prometía el premio Paidós (jurado: Leopoldo Marechal, David Viñas, Bernardo Verbitsky) con El camino de los hiperbóreos, una novela sembrada de amigos, bohemia psicodélica, interjecciones e inserts gráficos humorísticos, uno de los cuales –el panfleto publicitario titulado “La panartistada”–, so pretexto de “vender” una exposición artística total que una la “ciencia futurista”, la “publicidad industrial” y “el arte del siglo XX”, prescribe el chic definitivo del artista de moda y lo exhibe sobre el cuerpo mismo del autor, que mira a cámara con aire bobo y look Príncipe Valiente.
El precoz –incluso un precoz extraordinariamente virtuoso como Libertella, que a los 4, 12 o 24 años ya era capaz de escribirlo todo– es un freak, un monstruo extraño, a la vez inquietante y enternecedor, frágil e indestructible, que queda marcado para siempre por el contratiempo del que nace. Las imágenes de sí que Libertella hace circular en su Autobiografía abrevan todas en esa disritmia temporal que es la precocidad: el bebé viejo, el nonato, el muerto en vida. Son todas figuras que viven como en estéreo, simultáneamente en dos tiempos, presentes y ausentes a la vez, o que irrumpen y desgarran la dimensión temporal que habitan con un golpe súbito, gratuito –intempestivo–, una especie de acting artístico que nace completo y divide el tiempo en dos, obligando al oficial, el tiempo biológico, a coexistir con un doble más o menos extravagante, inconmensurable, que siempre parece empeñado en cortarse solo. El precoz siempre está “en otra”, mezcla insoportable de distraído y de traidor. Aunque Libertella la reconozca como la gran posición artística de Macedonio Fernández (la “extraterritorialidad como hábitat” de la que habla en Las sagradas escrituras), esa vocación de ausencia es lo que lo fascina de Jack Kerouac cuando, de viaje con “un grupo extraterrestre”, recala en Lowell, Massachusetts, donde acaban de sepultar al autor de En el camino, y se hospeda en la casa de la familia Kerouac y le toca dormir “en la mismísima cama del muerto” y soñar con él, y más tarde acodarse a la barra del bar que frecuentaba y recordarlo tal como lo criticaban sus viejos socios de parranda: “Un hombre que sólo quería escribir. Es decir, un traidor de la vida, alguien que participaba con ellos de la borrachera pero después corría a su casa para enfriarlo todo”.
Esa especie de histeria del presente –el precoz hace sus cositas fuera del tiempo, pero el tiempo contra el que se recortan es el público que las admira boquiabierto– da uno de los sentidos posibles a la palabra “fantasma” del título. Libertella reivindica como figura de artista ese “diseño del ausente” que estaba en el programa Kerouac y del que derivan los demás autorretratos de La arquitectura del fantasma: el “vacante en la vida”, el “actor que duerme en escena” (una cita del secreto actor cordobés Jorge Bonino, que cuando los empresarios no le pagaban,“dormía en escena y tenía sueños que actuaba en público”), el “extraterrestre”, el “bufón” o incluso el Quijote, ese “caballero andante” en el que Libertella se reconoce, o reconoce más bien sus huesos,“los huesos deteriorados de mi noche anterior”, cuando vagabundea por el microcentro porteño, epicentro de la modernidad cultural de fines de los años sesenta y principios de los setenta.
Mezcla de utopista y desubicado recalcitrante, el fantasma es alguien que está y no está, que viene del más allá (no tiene historia), que más que existir aparece o vuelve o insiste, a la vez oportuno e incómodo pero sobre todo cómico. Si La arquitectura del fantasma es el gran libro hilarante que la literatura argentina contemporánea nos debía es por la fruición retrospectiva, la nitidez, la crudeza lírica con que Libertella se evoca a sí mismo –prodigio, precoz, nerd hermético, patógrafo, etc.– atravesando contextos indiferentes, refractarios, hostiles o simplemente idiotas –el servicio militar, el mundo de la publicidad, la industria editorial– con la misma elegante genialidad tarambana con que Tati alborotaba el hotel de verano de Las vacaciones del señor Hulot o la feria internacional de tecnología y servicios de Playtime. Es el costado cómic, como de Míster Magoo, de la autobiografía de Libertella, que induce a leer las ensoñaciones fugaces de las que está compuesta como los episodios o tomos de una aventura única declinada al amparo de un nombre propio: Libertella novelista púber, Libertella conscripto, Libertella entre las lesbianas radicales, Libertella melómano, Libertella en México, Libertella becario, Libertella maratonista…
¿Qué puede hacer el fantasma puesto a contar su propia vida? Cualquier cosa menos ofrecer explicaciones. O no, “cualquier cosa” no: pocos libros menos cualquiercosistas que La arquitectura del fantasma, cuyos principios –tan radicales como invisibles– hacen que nos sintamos fatuos y banales, como lectores de otro siglo, y sin embargo –es la gran generosidad de Libertella– entusiastas y demasiado inteligentes. Como el amnésico o el traumatizado, lo que hace el fantasma es volcarse preguntas en cascada: ¿Qué hago acá? ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Qué hago ahora en Nueva York? Preguntas de fantasma, sin duda, y las únicas que vale la pena hacerse en una autobiografía. Pero mientras el género las trata a menudo como operaciones retóricas, meros detonadores de una respuesta que el autobiógrafo guarda bajo la manga antes de escribir la primera página, Libertella, fiel al credo vanguardista, las toma al pie de la letra, se identifica con la perplejidad que irradian y la hace resonar, crecer, expandirse, hasta que la incógnita, quizá, termine convirtiéndose en esa “laguna mental” a cuyas orillas, alucina el autobiógrafo, un bebé muy viejo toma vacaciones y bebe un chablis frío. Esa bella compulsión olvidadiza es el corazón de la autobiografía de Libertella. Las cosas brillan como nuevas; faltan los nexos, las relaciones causales; hace agua la transición. Una cierta sinrazón se apodera de la reminiscencia y la hace balbucear. “De pronto me encontré…” “No recuerdo por qué clase de combinatoria…” “Por no sé qué rara operación fonética…”Y hasta dónde será literal el fantasma que, puesto a interrogarse sobre el gran enigma de su identidad, de su “Ser Alguien” –la precocidad, la infancia rápida, la capacidad de quemar etapas–, la “explicación” que adopta no es psicoanalítica (no, nadie perseguía al niño Libertella) sino etimológica (es decir: poética):“Curriculum”, dice Libertella,“quiere decir ‘carrera de carros en el Circo Romano’”.
Si hay algo que gobierna las retrospecciones de La arquitectura del fantasma no es el deseo de dar unidad a una vida (Libertella presenta la suya como una constelación, un álbum de visiones), ni la búsqueda de un sentido (aquí no hay Rosebuds; sólo chistes, patafísica de país periférico, aplausos de una sola mano, escalofríos del lenguaje). Al contrario, es la paradoja, el tic aporético, la voluntad travieso-maníaca de sorprender las cosas a contrapié y hacerlas funcionar al revés. Libertella es un patógrafo, un escritor radical que reivindica el hermetismo como tradición (Hermes Trismegisto, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, Lezama Lima) y como comunidad de cómplices (Severo Sarduy, Tamara Kamenszain, Osvaldo Lamborghini, Josefina Ludmer). Pero lo que evoca en este libro no es sólo la seguridad solitaria o autocomplaciente del cenáculo de pares –el “ghetto”, como él mismo lo llama– sino las chispas que despide el roce explosivo, a la vez disparatado y moral, de esa política hermética con un mundo (la industria editorial, la publicidad, el mercado) que ya empieza a hacer de la transparencia su grito de guerra y su lógica abrumadora. Libertella es un escritor experimental, de avanzada, que saquea todo lo que le ofrece la actualidad más urgente (llámese oulipo, droga, arte conceptual, psicoanálisis lacaniano, semiótica o budismo) para archivar en el pasado más inconsolable (no para atacar ni despreciar: Libertella, ave rara, es un vanguardista no belicoso) a su gran enemigo de época: la Mímesis. Pero este moderno fanático, que va más lejos y rápido que todos, es también el más arcaico y lento, el que vuelve a la escritura rupestre, a la tribu y al don no como a paraísos perdidos –Libertella es ciento por ciento antinostálgico– sino como a reservas de potencia, energías anacrónicas que sólo tienen sentido aquí y ahora, en el colmo de su ser anacrónicas, cuando se friccionan y parodian el mundo de masas, intercambios y homogeneidad que ya no parece tener lugar para ellos.
Libertella –aprendamos de una vez– es el que no llora. Muchas de las fuerzas que hoy imponen sin límite su lógica monóglota (mercado, publicidad, industria del entretenimiento, etc.) aparecen ya en los pasos de comedia setentistas con que el fantasma da cuenta de sus raids por el mundo Campari (en la campaña que concibe Libertella, fiel al “diseño del ausente”, el producto “es casi invisible” y tiende “al desvanecimiento”), el mundo Toro (donde se da el lujo de citar a Borges) o el mundo Marlboro (donde sugiere un juego de palabras –low tar y Lothar, el asistente del mago Mandrake– y fracasa con jovial estrépito). Ya la industria del libro prepara el delirio de su producción en masa actual en el monstruo pionero de la editorial de la unam, que Libertella coordina durante dos años y que tiene la misión –“delirio de grandeza azteca”– de sacar 700 primeras ediciones por año, proporcionar 220 colecciones para 63 facultades e institutos (¡casi tres libros por día!) y lidiar con medio centenar de proveedores externos.Ya el desopilante marketing del escritor despunta en el pequeño circo mediático –debidamente détourné por el fantasma– que el premio Paidós arma alrededor del premiado en 1968, gran momento pop en el que Libertella, a los 24, se gana una caricatura de Hermenegildo Sábat, seis o siete páginas en Gente y miles de Libertellas de cartón tamaño natural concebidos para promover en librerías la venta de El camino de los hiperbóreos. Libertella, que pone a punto su autobiografía en estos tiempos, cuando las toneladas de cartón promocional recaen en Marcos Aguinis, es el que no llora. Nadie ha pensado ni escrito tanto sobre “el mercado” como él; nadie lo alucinó como lo alucina en las páginas de La arquitectura del fantasma.Y ese es el otro sentido en que podemos entender la palabra “fantasma”: la escena imaginaria, la ficción en que Libertella da vuelta el mercado. ¿Cómo? Por el exceso y por la singularidad. El goce que Libertella experimenta cuando cuantifica la psicosis productiva de la unam es el mismo que lo estremece cuando alucina para su literatura un público de “lectores puros”, vírgenes de libros y de sentido, que pueden ser niños (los amigos de infancia de Libertella, que tocaron sus primeras novelas “con temor y desconfianza” y las leyeron como “objetos gráficos, ópticos”) pero son insuperables, perfectos, cuando encarnan en monos (“un mercado potencial de 1.200 millones de lectores, que son los 1.200 millones de monos de la selva del Amazonas colgados de la rama con mis libros en la mano”). Libros, clones de cartón, lectores-monos, concursos literarios: todo en la autobiografía de Libertella es arrastrado por el delirio de cantidad –como si el mercado, inyectado con una sobredosis de mercado, enloqueciera, según un procedimiento que César Aira conoce muy bien–, pero el delirio de cantidad sólo implosiona y se estetiza en ese instante crucial, mandarín, en el que el fantasma lo obliga a elegir, sacrificarse, reducirse a uno, un solo ejemplar, único, rarísimo, insustituible, que de golpe empuja lo industrial hacia el arcaísmo del cuerpo a cuerpo, la manualidad, todo un delirio de artesanía.“De las mil anécdotas diarias que se produjeron en ese período [sus dos años como coordinador de la editorial de la UNAM], a duras penas conservo una”, escribe Libertella: la historia de un libro en cuya tapa –el retrato de una dama española de época– descubren una mancha, deciden que hay que eliminarla y ponen a dos empleados día y noche a borrarla de la tapa de tres mil ejemplares. El libreto del fantasma excesivo prevé 1.200 millones de monos idólatras; el libreto del fantasma singular uno solo, un lector del futuro (“un lector sintético, un hombre pinchándose las venas con una lapicera Parker”), ese “interlocutor ideal” que Libertella alucina con sus secuaces de ghetto en los setenta, robot o golem que destella, arrítmico, en medio del “público” y que, encargándoles la obra que ellos ya hacen,“mercadiza” la vanguardia o “vanguardiza” el mercado. Una vanguardia por encargo de uno. ¿No es el sueño del artista cansado, cansado de ser siempre el que desea y deseoso, por una vez, de dejarse desear?
Imágenes [en la edición impresa]. Gabriel Orozco, detalles de Balones acelerados (2005), 250 pelotas de fútbol tajeadas.
Lecturas. La arquitectura del fantasma fue publicado por Santiago Arcos en octubre de 2006. Un mes antes, en Beatriz Viterbo había salido la novela breve Diario de la Rabia. Libertella dejó otra preparada con el título de El lugar que no está ahí.
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