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Con excepción de un nutrido círculo de lectores fanáticos, al autor de La entreplanta (sólo conocido entre nosotros por su más escandalosa Vox) los norteamericanos no parecen entenderlo demasiado. Su familiaridad con otro clásico menor, Georges Perec, podría explicar, en parte, la marginalidad, allí, aquí y en todas partes, de su extraordinaria saga de minucias cotidianas.
En la novela Glory,Vladimir Nabokov imagina un libro de relatos hecho de curiosas observaciones mínimas. “Los textos”, apunta el narrador, “en realidad no eran relatos: no, más bien se parecían a tratados. El primero se llamaba ‘Sacacorchos’ y contenía mil cosas interesantes sobre sacacorchos, su historia, belleza y virtudes. Otro era sobre loros, un tercero sobre naipes, un cuarto sobre máquinas infernales, un quinto sobre reflejos en el agua”. Este volumen idiosincrásico nunca fue escrito, o al menos no por Nabokov, pero la obra de Nicholson Baker, con sus apóstrofes acerca de cordones, escaleras mecánicas, cartones de leche, marginalia de todo tipo, se le acerca bastante en tono y en tenor. La proximidad no es casual. Admirador de Nabokov, Baker dice haber releído Glory, por ejemplo, mientras redactaba su primera novela, la híperdescriptiva La entreplanta (“quería que […] fuera un verdadero infarto de tapones narrativos”). Lo más interesante, sin embargo, no es este contacto primario, sino cómo el exacerbado detallismo le confiere prácticamente una filosofía a toda su obra. Uno recuerda que Nabokov, poco después de la cita anterior, habla de la “codicia del escritor […] ese estado de constante ansiedad que lo obliga a fijar esta o aquella minucia”. Examinar la de Baker parece en efecto pertinente; sus textos trasuntan una mente ansiosa, nostálgica, felinamente alerta y líricamente objetivista.
Con notables excepciones, los escritores son codiciosos en términos verbales. Quién no aspira, se pregunta el crítico James Wood, a tocar al menos una vez cada palabra del diccionario. Quién no aspira, algo que ya es más profundo, a decir la última palabra sobre A o B. Así, de manera no muy distinta de los científicos, los escritores definen áreas de investigación, normalmente llamadas temáticas, a las que vuelven una y otra vez en sus experimentos mentales o ficciones. A medida que crece el peso del canon, por otra parte, cada escritor abarca menos del todo, aunque puede abarcarlo todo de una porción minúscula de la realidad. ¿Cuál era el terreno disponible para alguien como Baker, que llegaba influido hasta la angustia por la curiosidad panóptica de su precursor John Updike? Resulta difícil creer que el problema haya sido inconsciente. Lo cierto es que Baker optó por escribir en contra de la tradición épica que lo precedía, amplificando al máximo las observaciones sensualistas de Updike, hasta llegar a los rincones menos visitados por la prosa de ficción. La entreplanta, por ejemplo, se concentra en la hora del almuerzo de su protagonista, explorando las tangentes por las que puede irse en ese lapso una mente hiperestésica. Temperatura ambiente, su segunda novela, comienza con la premisa estática de un padre dándole la mamadera a su hijo, sin intentar nada parecido a la acción.
A raíz de una serie de artículos en defensa del papel en las bibliotecas, Baker ha empezado a recibir el mote de archivista, una descripción figurada si se aplica a su ficción, pero no necesariamente inexacta. Gran parte de su energía parece dedicada, en efecto, a fijar –en el sentido nabokoviano de “capturar”– hábitos mentales, marcas, rutinas, procesos, lo más obvio y lo menos observado del Zeitgeist. G. K. Chesterton, pensando en aquello de que “Dios está en el detalle”, exaltaba las fascinantes minucias de nuestra experiencia. Baker, por su parte, procede de manera escéptica, pero demuestra una dedicación casi religiosa. Su prosa abunda en excursus, listas, notas, símiles extendidos, una filigrana similar a la de un tratado de teología, con la obvia salvedad de que no versa sobre los atributos de la divinidad, sino sobre áreas cómicamente específicas de lo cotidiano. En el ámbito de las letras norteamericanas, esto no sólo resulta original, sino además bastante provocativo. Si Estados Unidos es un país que promueve la idea de la Gran Novela panorámiconacional, la microscopía de La entreplanta o Temperatura ambiente obra un fresco cambio de foco. Pero Baker es también original en un sentido amplio. Sería un error, por ejemplo, pensar que no ha hecho más que importar al inglés las investigaciones reflexivas de Robbe-Grillet y los nouveaux romanciers. De hecho, Baker escribe en contra del túmido experimentalismo de alguien como Robbe-Grillet. En busca de un paralelo revelador, aunque quizás no una línea de influencia, uno debe mirar más bien la obra de Georges Perec.
Como Perec, Baker es un clásico menor –con lo que quiero decir, un escritor de rarezas, o, si se prefiere, un gran escritor al servicio de formas menores–. Que ambos llamen a sus escritos novelas es lo de menos; estas son tan personales que apenas participan de la forma de manera tangencial. En última instancia, se trata de una cuestión de universalidad. Baker comparte con Perec, además, la adhesión a un atípico realismo materialista. Ambos son conscientes del grano de la voz, la especificidad propia del lenguaje, pero también depositan una enorme confianza en su capacidad cognitiva. Si esta afirmación suena desatinada para el caso de Perec, que practicaba ejercicios lúdicos como escribir una novela entera sin la letra “e”, La disparition (El secuestro), u otra en la que las escenas se suceden sobre la base de un algoritmo aplicado geométricamente al corte transversal de un edificio (La vida, instrucciones de uso), no hay que olvidar que esta es sólo una faceta de su obra, ni que sus textos autobiográficos y sus múltiples fragmentos ensayísticos ponen en escena la voluntad de fijar la realidad externa de la manera más exacta posible. Una definición de Espèces d’Espaces ayuda: “Escribir: tratar meticulosamente de retener algo, hacer que algo sobreviva; arrebatarle unos pocos fragmentos al vacío que crece, dejar en alguna parte un surco, una huella, una marca o unos pocos signos”. Otro texto de Perec explicita aun más estas intenciones, e ilumina por contacto las de Baker. “Approches de Quoi?”, aparecido en L’Infra-ordinaire, introduce asimismo dos nociones útiles: lo infraordinario en oposición a lo extraordinario y lo endótico en oposición a lo exótico.
El texto empieza por atacar el lenguaje tremendista de la prensa, que no difiere mucho, parece implicar, del lenguaje del mal arte; la prosa de Perec, con sus paralelismos, enumeraciones y cadencias, es un brillante contraejemplo: “Lo que nos habla, me parece, es siempre el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario: cinco columnas en primera plana, grandes titulares […] Detrás de un acontecimiento debe haber un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida no hubiera de revelarse sino mediante lo espectacular […] Lo que realmente pasa, lo que vivimos, el resto, todo el resto, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y lo que se repite cada día, lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello?”
Baker nota el mismo déficit de atención en una nota al pie de La entreplanta; significativamente, la prensa es de nuevo el blanco, pero Baker se toma también el trabajo de oponerle su propio fanático detallismo. La misma retórica de la frase escenifica la oposición existente entre un hábito adormecido y las sorpresas ocultas de lo infraordinario: “La gente mira las noticias todas las noches como robots y piensa que está aprendiendo cosas sobre su vida, sin jamás prestarles atención a las novedades mucho más inmediatas que llegan sin aviso, en la cremallera perforada de la parte de arriba de la caja de helado, en cupones encuadernados en revistas y en el borde del talón de la factura donde dice ‘Por favor conserve esta parte’, en planchas de estampillas de correo y en las planchas de estampillas de las revistas, en toallas de papel, en los rollos de bolsas para vegetales del supermercado, en las tiras de etiquetas que cuelgan de los biblioratos”.
Perec, por su parte, propone “interrogar lo habitual”. El problema, advierte, es que a lo habitual uno está habituado. “No lo interrogamos, no nos interroga, no parece ser un problema, lo vivimos sin pensarlo, como si no movilizara preguntas ni respuestas, como si no contuviera información alguna. Ya no se trata de acondicionamiento, sino de anestesia.” Dada su obsesión por la anatomía de las palabras, me parece bastante plausible que Perec esté usando esta última (anesthesie), no en el sentido llano de falta o privación de la sensibilidad, sino con su valor etimológico de ausencia de sensación o percepción “estética” (esthesis). Teniendo en cuenta, además, la cláusula en itálicas que la precede, la implicación parece clara: una mirada inatenta a lo ínfimo adolece no sólo de poca sensibilidad, sino de una pobreza informativa consustancial con una pobreza estética. “Tal vez se trate”, concluye Perec, “de fundar nuestra propia antropología: una que hable de nosotros, que venga a buscar en nosotros mismos lo que por tanto tiempo hemos saqueado en otros. Ya no lo exótico, sino lo endótico”. ¿Pero entonces, es el estudio de lo endótico un estudio psicológico? De hecho, todo lo contrario: “Se trata […] de interrogar el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros horarios, nuestros ritmos. Interrogar lo que parece haber dejado de sorprendernos. Vivimos, desde luego, respiramos, desde luego; caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos en una mesa a comer, nos acostamos en una cama a dormir. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué?”
Usando el vocabulario perequiano, podemos sin duda describir los libros de Baker como interrogaciones de lo habitual o análisis de lo endótico. Su novela más reciente, A Box of Matches (Una caja de fósforos), es un buen ejemplo. La “trama” es más o menos la siguiente: Emmett, el narrador, un hombre de unos cuarenta años, decide que cada mañana va a levantarse antes del amanecer, encender el hogar, realizar simples tareas manuales (lavar los platos, preparar café) y sentarse frente al fuego a tipiar sus pensamientos en su laptop; su intención es ver las cosas desde otra óptica, abrir la mente al encanto de lo banal. Lo primero que uno nota, por supuesto, es que la trama no tiene la menor centralidad. Lo segundo, que de todas maneras la narración es absorbente. ¿Cómo lo logra Baker? Para empezar, importan las figuras, las recurrencias, los ritornellos verbales. Pero astutamente, además, el drama no se sitúa en el narrador, ni en los personajes, ni mucho menos en lo social, sino en las pequeñas observaciones circunstanciales. De oración en oración, la prosa avanza en un delicado diálogo interno, atraída por la fuerza de gravedad, o más bien de levedad, de lo infraordinario. Así, en un pasaje característico, encontramos a Emmett lavando un plato cubierto de queso y diciendo: “Y entonces empecé a frotar, pasando rápido por sobre las partes tersas y después dándole a las islas que se resistían. Pronto los atolones cocidos, ablandados durante la noche, empezaron a ceder: acosé al último de ellos desde los lados por un momento, sonriendo con la sonrisa tensa del frotador alegre, y desapareció –no, quedaba todavía un manchita con la que lidiar, y después, oh dulce vida, pude hacer girar mi esponja por sobre toda la superficie del plato a la velocidad arremolinada del agua, sin fricción, como un ciclista de velódromo dando la vuelta olímpica”. Dividiendo bien las cláusulas, se obtiene una minicomedia en cinco actos, con introducción, nudo y desenlace.
De oraciones así, incidentalmente, a uno le sorprende la agilidad metafórica, esa capacidad de unir de un salto categorial los órdenes más diversos (geografía, alimentos; ciclismo, limpieza doméstica). La prosa de Baker abunda en estos trapecismos comparativos. En Temperatura ambiente, por ejemplo, un tubo de pomada tiene “la cola enroscada hacia arriba como un escorpión”, mientras que las alas de unos pájaros recuerdan “las orejas de un cachorro pequeño mientras corre a toda velocidad”. Con más elocuencia todavía, en La entreplanta se compara la memoria olfativa, que “ha sido exaltada por ciertos escritores como algo más real y puro y sagradamente significativo que la memoria intelectiva”, con “las burbujas de metano en los pantanos que la gente de provincia confundió alguna vez con ovnis”. Esto es tan genial que en primera instancia uno quiere asentir. Y sin embargo, también demuestra que no siempre Baker da en el blanco. Una oración tan descaradamente proustiana, aunque pretende cargarse a Proust (quizás en broma, de ahí “ciertos escritores”), recuerda más que nada su presencia tutelar; por otra parte, la comparación se ve más o menos invalidada por el hecho de que, en un sentido neurológico, la memoria es proustiana, cosa que no se le puede haber escapado a Baker. En definitiva, el virtuosismo verbal se vuelve un handicap.
Pero sea como fuere Baker no quiere que se lo lea sólo como un escritor de buenas metáforas o buenas oraciones. Lo fundamental estriba en su rol de observador. “Uno de los principales objetivos de la novela […]”, escribe en U & I, “es capturar pedazos de vida mental lo más verdaderamente posible, mientras estos se desenvuelven, dándoles la entrada a todas las fuerzas aledañas de la circunstancia […] en la medida en que brindan un imagen más precisa.” En Baker, el resultado es una clasificación meticulosa pero asistemática de las superficies contemporáneas: el tipo de clasificación, se intuye, que ocurre en la conciencia y, por extensión, en el relato interno que llamamos autobiografía. De hecho, si Baker es un escritor autobiográfico, no es porque ponga por escrito sus traumas ni trace las líneas de una novela familiar, sino porque las percepciones que informan su obra son indisociables de una sensibilidad individual. Es en este sentido que puede afirmar, en una entrevista, que “La entreplanta soy yo en un 87%”. Llegamos entonces a la escritura autobiográfica como un coleccionismo de minucias: los ecos de Perec se oyen nuevamente. Lo cotidiano, lo ordinario, el ruido de fondo, conservan una información testimonial.“Con el tiempo”, reflexiona el narrador de La entreplanta, que acaba de discurrir sobre un detalle en apariencia banal, “cuando se hayan muerto todos los que usaban una marca en particular de champú, de manera que este se borre de la memoria, ya no se lo entenderá adecuadamente, ni se lo podrá situar en la periferia sensible de la vida”. La periferia sensible de la vida. Parece una formulación perfecta para describir el terreno que exploran los libros de Baker.
Imágenes [en la edición impresa]. On Kawara, “SEPT.23, 1975”, de la serie Today (1966- ). Estudio de Kawara en Nueva York, 1966.
Lecturas. Las citas de Nabokov provienen de Glory (Londres, Penguin Books, 1990). El texto de Perec, “Approches de Quoi?”, aparece en L’Infra-ordinaire (París, Seuil, 1989); otras citas fueron tomadas de Espèces d’Espaces (París, Galiée, 1974). En el presente artículo comento sobre todo las novelas La entreplanta (Madrid, Alfaguara, 1992), Temperatura ambiente (id.) y A Box of Matches (Londres, Chatto & Windus, 2003); pero también tuve en cuenta el resto de la ficción. El ensayo U&I (Granta,1991) me sigue pareciendo no sólo imprescindible para entender a Baker, sino muy probablemente el testimonio directo más divertido que se haya escrito sobre la angustia de las influencias. Consulté además el volumen de ensayos The Size of Thoughts (Nueva York, Vintage, 1996) y el libro de Baker sobre políticas bibliotecarias, Double Fold (Londres, Vintage, 2001). Las cursivas de las citas son mías. En español se publicaron también Vox (Alfaguara, 1992) y La fermata (Alfaguara, 1995) y el año próximo aparecerá la traducción de A Box of Matches. Es de esperar que Alfaguara España distribuya esta y las anteriores novelas de Baker (inhallables en librerías) en la Argentina.
Martín Schifino (Buenos Aires, 1972, egresado de Letras de la UBA) vive en Londres desde 1999. Colabora para diversos medios culturales, entre ellos Radar y The Times Literary Supplement.
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