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El concepto de riesgo, que hoy nubla la vida urbana, tiene larga historia en mundos como el de las finanzas, el juego, las tecnologías o las aseguradoras. Estas notas intentan discernir qué significa su abundante uso actual en el discurso literario y qué podría ser el peligro para un escritor, si es algo.
◖ El primero de los Cantos de Maldoror desborda de sacrilegios refulgentes. Cuando la bestia se pone a escribir el segundo, afuera estalla una tormenta y por la ventana entreabierta entra un rayo que le deja una cicatriz sulfurosa. Maldoror se pregunta si no será una advertencia de lo alto para que recapacite sobre los riesgos que corre dejando fluir la baba de su “boca cuadrada” y, aunque se jacta de no temerles, reconoce: “A juzgar sucintamente por la herida de mi frente, los agentes de la policía celeste cumplen su penoso deber con celo”. Parece que esta meditación desplazara el miedo que debía sentir Lautrémont. No miedo al infierno teológico, sino al reto de una vida sin Dios, o al infierno de la vida con un Dios homologado a la decencia, y sobre todo a la soledad y la condena. Forzar un resquicio habitable entre esos peligros demandaba coraje e inspiración, y no era improbable que el ocupante sucumbiese bajo los escombros de edificaciones vecinas. Lautrémont se metió ahí a los veinte años, cantó de un tirón para siempre y levantó campamento, es decir se murió.
◖ Lautrémont puede haber sido de los primeros escritores que habló de riesgo. Hoy el concepto prospera como nunca en versión simplificada. Y no sólo en las pasarelas de la novela internacional: se arriesgan autores semiocultos y de culto, se arriesgan jóvenes ceñudos, los críticos aprecian los riesgos que un escritor corrió al pasar de tal estilo a tal otro, y cuesta no tomar esta equívoca vanagloria como un síntoma de estreñimiento. Ejemplos hay a raudales. Uno muy reciente venía en La Nación del 29 de febrero pasado. En un artículo sobre Jorge Volpi, que hace unos años ganó el premio Seix Barral de novela, se informa de que el programa estético del notorio grupo mexicano llamado “del crack” (por la droga) “proclama la necesidad de respetar al lector y de asumir aventuras y riesgos literarios como los que asumieron los principales autores de la literatura del boom latinoamericano”. Algo en la síntesis de respeto al lector y asunción de aventuras y riesgos huele mal, como una desmedida concentración de virtud que quiere fingir malicia. Cierto que también el contestatario que ensalza el riesgo en contra del acomodo se adjudica su dosis de virtud. O sea que analicemos. Cuando en literatura se habla de correr riesgos parece aludirse a un acto noble, al menos estéticamente valioso. El riesgo añade valor. Asumir un riesgo reviste al escritor de valentía, de audacia experimental, de una apostura de adalid solitario. El riesgo es como la escena semiporno que ameniza las películas bobas; la pimienta del lector posmoderno. Nunca se define cuál es en cada caso. Será que hay riesgos muy diversos, y hasta algunos que no existen.
◖ No es lo mismo el riesgo que el peligro. Un riesgo se corre por decisión o distracción. Los peligros en realidad no se corren; se evitan, se conjuran, se enfrentan, se arrostran, se desafían, se vencen o se padecen en sus efectos. El peligro es un otro, aunque esté dentro de uno. El peligro acecha. Arriesgarse es ponerse en peligro. No existe la expresión “apeligrarse”. Y sólo se corre un riesgo pensando en un resultado, incluso cuando un mal resultado no importa. Claro que el resultado debe importarle al que se encarga de exhibir cuánto se arriesgó.
◖ Uno se arriesga (como en el siete y medio, en la Bolsa, en la compra de un stock abundante) para obtener un rédito inusual, dar un salto de calidad, abrir un camino que de otro modo estaría cerrado. Es la cara del riesgo como apuesta y en literatura la ganancia sería, bien una consideración más alta, bien que los adeptos al escritor aceptasen de él una obra más avanzada: un progreso conjunto, un plus político. La concepción es maquiavélica; demanda fortuna y virtud, comprendidas en la acepción maquiavélica de virtud las dotes estratégicas, la astucia, el valor, la crueldad, la firmeza en la defensa de un Estado. El que no arriesga no gana. “Asumir riesgos” es una expresión predilecta de la jerga financiera. Al escritor que la usa lo llamaré maquiavélico. Pero hay riesgos, aun de muerte, que se corren porque seguir sin correrlos sería morir peor y más despacio, porque arriesgarse es la única posibilidad de vivir sin sufrimiento o sin repugnancia. También hay quien se arriesga para seguir jugando, y sólo le interesa jugar si fuerza reglas nuevas. O porque al ver un peligro grave le deja de importar lo que está haciendo si no lo enfrenta. Y después está el riesgo que se corre para entrar no se sabe dónde, para conocer no se sabe qué, con la sensación de que no es el resultado sino el riesgo lo que acercará a ese conocimiento, o a ese lugar, aunque nunca del todo. Es casi como si el escritor se preguntara de qué es capaz y al mismo tiempo forjara sin un saber previo su capacidad de investigación; como si sólo le valiese la experiencia del cambio. Por insatisfacción con el mundo, por odio, por anhelo de una felicidad diferente de la que promete un pobre repertorio de méritos y posesiones, por rebeldía contra el proyecto ajeno e irrealizable que es todo sujeto desde el momento en que nace: algunos de los sentimientos que mueven a la gente a escribir. Sólo entendiéndolo así el riesgo sería inherente a la literatura. Es un sentido que no excluye la recompensa. Pero la mayor satisfacción radica en el proceso mismo. Una empresa que absorbe en el escritor la idea de un lector y la del mundo que los incluye, y apunta a suplantar al escritor por su mundo.
◖ Un pasaje del Rig Veda cuenta esto: cuando aún había poca realidad material fuera de la Mente originaria, Siva llevó a los primeros dioses al borde del agua para que contemplaran cómo del ardor inacallable de esa Mente surgían el Caballo, la Tortuga, la Ninfa, el Médico, la Vaca de los Sueños. El resto debía correr por cuenta de ellos, que también venían de la Mente. “Forjen los emblemas”, les dijo.“La existencia los seguirá.” Hoy a los emblemas los llamamos ficciones. Desde entonces la existencia humana se volvió espesa, agobiante, y el escritor ha tratado de eludirla mediante la imaginación, por lo que a menudo el humano de razón (un existente que sigue los emblemas) lo acusa de enajenar inútilmente la realidad. A modo de descargo, algunos escritores negocian el grado de enajenación de su obra. Otros tienen respuestas radicales. En una novela de William Burroughs hay uno que vive en un coche abandonado y tiene un solo proyecto: vaciarse en escritura. Como si quisiese volver a la levedad de la Mente originaria, una vez evacuadas todas las ficciones con las que intentó eludir la pesadez de la vida humana. Para un escritor así el único peligro es no poder escribir. Lo llamaremos maximalista. (Los términos maquiavélico y maximalista son sólo descriptivos. La mayoría de los escritores tenemos algo de las dos cosas.)
◖ Escribo esto en Argentina 2004. Una fiebre de seguridad exaspera a la población que se identifica con sus posesiones. El analista de sistemas despotrica contra el desocupado que quema neumáticos en el puente. Los peatones nocturnos cambian mucho de vereda. Cuando la tasa de peligro aumenta, a pocos se les ocurre que el asalto bruto o la herida injusta son el azar de la sociedad que somos, que de todos modos siempre estamos en lo abierto, que de un momento a otro hay un abismo, que nunca sabemos; nunca. Tal vez no se juegue nada importante cuando un escritor se arriesga. O sea que estas notas son contingentes. Es posible que lo que dicen sea corregido, refutado, quede en entredicho, caduque.
◖ Hay riesgos inventados por el afán de seguridad, como hay miedos creados por la esperanza. De hecho, sólo se arriesga el que topa con un peligro y decide enfrentársele. Osip Mandelstam se arriesgaba cuando escribió un poema contra Stalin (“Vivimos insensibles al cielo que pisamos…”) y se lo leyó a once conocidos, alguno de los cuales lo denunció; y volvió a arriesgarse cuando, desterrado, acosado por la checa, el hambre, la locura y la amenaza de muerte, “asumió” el reto humillante de componer una oda a Stalin, quizá para salvarle la vida a su mujer, pero no pudo con su genio y la compuso demasiado bien. Rodolfo Walsh se arriesgaba cuando naturalmente, aunque no sin tribulaciones, dejó la novela “literaria” que habría querido escribir, primero por el programa implausible de una literatura para los oprimidos, después por el programa revolucionario de una literatura hecha con las voces de otros, por fin por el imperativo excluyente de luchar contra la opresión, y le mandó a la Junta de Videla una carta como una granada.
◖ El gran peligro está al comienzo, cuando sólo hay deseo e incertidumbre. Peligro basal de vivir como un mero puré de neurosis, empantanado en el regazo de la Madre o el mandato catastrófico del Padre, y peligro por delante de que el plan de hacerse otro no se cumpla. Para escribir se necesitan dotes, pero nadie sabe si tiene dotes mientras no haya escrito una obra. La solución suele consistir en pasar al acto en seguida, sin pensar (dice Hegel) en comienzo, medio ni fin. Después ya está. El primer peligro era no saber escribir; no “haber nacido para eso”. Una vez que el escritor se arriesgó, el primer libro terminado y la posibilidad de hacer más prueban que ha sorteado cuando menos la parálisis. Es entonces cuando aparecen peligros nuevos. No ser publicado. No haber hecho literatura. No ser entendido por la crítica. Perder afectos. No obtener el reconocimiento de los pares. No tener suficientes lectores. Perder los lectores que se tenían. No saberse ganar el tiempo para seguir escribiendo. Despilfarrar la vida en un sacrificio inútil. Esto último se resuelve, claro: la sombra de la inutilidad, que nunca deja de pesar sobre la literatura, es precisamente lo que le da fuerza: la proyecta hacia las utilidades de un mundo diferente. Por eso muchos escritores maximalistas temen sobre todo que los demás les deformen la obra, que el mundo la deshaga, se la arrebate, y algunos hasta se niegan a publicar o coquetean con el silencio. Y también por eso tanto escritor maquiavélico termina dando al mundo algo que los lectores no puedan arruinar, que acepten dejar inmodificado. El problema es que entonces esa obra está como ya escrita por los que la han pedido así y asá. Razón por la cual (observa Blanchot) las obras escritas para ser leídas en realidad no las lee nadie. En este ridículo brete el escritor maquiavélico puede aburrirse y tirar una cana al aire: se arriesga. Pero encima están el crítico y su juicio. No el periodista elemental. ¡El estudioso dispéptico, que debería entender el experimento, sugiere en su jerga que mi novela es una vulgaridad con pretensiones! ¿Para qué entonces la audacia de cambiar de rumbo? ¿Habré hecho el ridículo? ¿Ante quién? Y peor: ¿No habré sido veraz? Y mucho peor: ¿No habré mentido lo suficiente? ¿Ignoraré algo del mecanismo de la literatura? ¿Qué cosa? ¿La ironía? ¿Qué hay que hacer para que a uno no lo aniquile la grandeza de los maestros?
◖ Así que arriesgarse, en el modo maquiavélico, sería poner en juego una posesión, el escritor que uno era, para convertirse en otro que puede perder público, una editorial conveniente, regalías, mimos, o bien la estima del autor de una tesis. Dentro del mismo modo hay que considerar la relación entre estilo e identidad: eso que lleva a algunos escritores a una espléndida monotonía (y no pocas veces al idilio con el crítico que la glosa) y a otros a alardear de que un cambio de forma ha puesto en peligro su persona. Pero lo que la literatura sabe, si sabe algo, es que somos pura fluidez sin lugar. Por eso escribir, que es una continua síntesis de lugares provisorios, una creación de superficies psíquicas de acontecer, de cuerpos extraños que conjuran precariamente la catástrofe para metamorfosearse en seguida y apuntan siempre a lo por venir, es un arte del peligro; y así hasta la muerte o el silencio. El gran peligro sería entonces que se cortara el contacto con la fuente; pero al mismo tiempo el maximalista sabe que escribir no se termina nunca. La plusvalía de la literatura maximalista es la paciencia.
◖ Hace dos años una sombra al volante de un Renault 12 empezó a estacionarse seguido frente a mi casa. Estaba un buen rato cada dos o tres noches, a las diez, a las once, a veces cuando volvíamos a las dos de la mañana, y si seguíamos de largo arrancaba como previendo que íbamos a denunciarlo. Una noche que volvía a pie con mi hija di marcha atrás y le avisé a un policía. Me dijo que me mantuviera detrás de la esquina. Al rato habían llegado dos patrulleros, con gran aparato para lo que resultó un treintañero abombado. Cuando me llamaron estaba boca abajo en el pavimento. Me mostraron una cajita con algo de marihuana y cuatro porros. Les sugerí que lo dejaran levantarse pero me dijeron que no me metiera. Cuando el muchacho por fin me miró, con unos ojos ilegibles, le pregunté si no le parecía una locura parar siempre frente a la misma casa. No dijo una palabra. Había montado ahí su quiosquito de dealer: una vereda tranquila y una casa con luces y libros, gente de paz, todo bien; seguro que hasta se fumaban sus porros. Que me calmaran diciéndome que esa misma noche iba a salir libre no me pateó menos el hígado. Y encima, como había pispeado la dirección del muchacho en el acta, se me pasó por la cabeza ir una tarde a explicarle no sé qué. Nada más que entonces vi un peligro real, y la rapacidad de la conciencia. ¿Qué iba a hacer? En estos dos años seguí escribiendo. No conozco el bloqueo. La evasión es mi módica psicopatía; pero ya no puedo engañarme con que sólo me da miedo el tedio. A veces temo por mi familia, por mí, y el único riesgo que veo en escribir lo que se me ocurre es coagularme en un personaje que aclare del todo sus turbiedades, exhaustivo, terminal, aun si literariamente “se lo permite todo”; metido en sí hasta lo hondo. Un día me dije: Ahora empiezo a entender qué es un arte de superficies; no exactamente la fricción con lo que aparece, sino la apertura de un lugar que admita todo incidente, que se deje deformar por el momento imprevisto, que acepte romperse para tomar una dirección nueva, y que esté advertido sobre lo difícil que es esta vía, qué poco estamos hechos para seguirla; un impulso voluntario de omisión de mí y de los valores que llevo adheridos… Bla, bla. Mi elocuencia mental me dio pánico.
◖ Una manera de conjurar la condena virtual de inutilidad que pesa sobre la literatura es ser un escritor que actúa, o bien escribir para incitar a la acción; a menudo las dos cosas se reúnen. Pero la gente de acción pura, la de la Causa, desconfía de la pureza militante del escritor: intuye que siempre va a haber en él una zona vuelta sobre sí, comprometida con la inquietud de la literatura, un deseo demasiado personal. Por eso a veces, para terminar con las dudas y la escisión, y también para omitirse como individuo, el escritor maximalista se entrega enteramente a la revolución, que como momento de rebeldía e intensidad supremas es la fábula hecha vida; y le ofrece su vida. Aunque sea un coletazo supremo de la literatura, el paso no tiene nada que ver con el riesgo literario; es una elección entre la libertad y la nada. Walsh escribió la carta a la Junta con el mismo deseo de verdad con que había escrito un relato como “Fotos”, pero para él ese acto era ajeno a la literatura, nada byroniano; reemplazaba la memoria por el presente y la estética moral de la palabra justa por la moral del hecho. Diferente es el acto de Mandelstam, que había porfiado por el absoluto poético, convencido de que el poema era un bien común y una astilla de intemporalidad hecha con la materia del día, mientras la revolución que le tocaba vivir se cerraba en el terror, ese dominio del ideal cumplido donde el más sospechoso es el que guarda un secreto, un pensamiento íntimo, y la duración del Estado excluye el derecho a la existencia independiente. “La única verdad veraz es la sinceridad del guerrero”: porque era un poema suyo, la ambigua oda a Stalin que le costó a Mandelstam la vida lo preservó para siempre de toda humillación. Ya había aceptado el peligro al escribir el poema contra Stalin. Como Rilke, creía que el final y la muerte eran elementos dominantes de la estructura de la vida. Nada de determinismo. Una libre manifestación de la voluntad. “No podía callarme”, dijo, y prefirió llevarse a la muerte, no a manos de las abyectas asociaciones de escritores, sino de la forma más extendida en la Unión Soviética de los treinta: “en tropel y en manada”. Pero había escrito: En el cristal de la eternidad quedará la huella de mi aliento.
◖ Cierto que hay otro peligro no menos mortal. Es intrínseco a la literatura que la vida del escritor dependa de que el lector no deserte de su obra. Esto enseñó la historia de Sherezada, aunque también enseñó que si algo salva la vida del escritor es su astucia para la dilación. Desde entonces, estrategia de supervivencia, continuidad de la voz y movilidad del lugar de emisión se aprietan en un nudo que no logramos desatar.
◖ El fracaso, que el maquiavélico pondera tanto cuando se pone melancólico, no es el incidente de recepción que deja al escritor maltrecho por las repercusiones de un producto que decepcionó. Es el destino permanente de una actividad que no encuentra reposo en ninguna transformación, y que sólo vive de transformaciones. Puede suponerse que, si la cirrosis no lo hubiera matado tan pronto, Pessoa habría seguido segregando heterónimos hasta morirse de viejo. Y no porque unos poemas fuesen menos buenos que otros se habría lamentado de que la experiencia no tenía sentido. El recurrente fracaso de aceptación de la literatura maximalista (la única que se repone del fracaso) proviene de su resistencia a dejarse sumir en un significado. Todo gran libro sabe algo sobre alguna cuestión que no sólo no sabía el autor, sino que sólo sabe ese libro; y aunque el libro lo transmita, un grado de ese saber es imposible arrancárselo. Es una resistencia política; reproduce la de la comunidad a dejarse hipostasiar en una “comunión” esencial y a aceptar por completo el disparate de una comunicación generalizada; a la vez que toca los límites del mundo dado, rechaza los recortes y repartos, y se funda en lo particular y exclusivo. Desata alternativas en el acá y el ahora.
◖ Si uno piensa que entre el paisaje del espectáculo neurotecnológico y la mente individual no hay distancia, que “el mundo es un conjunto de síntomas cuya enfermedad se confunde con el hombre” (Deleuze), la literatura, nacida de la incomodidad, ofrece un poco de salud cuya pérdida sería en verdad un fracaso. Alentar esa salud exige un ánimo de defensa y un ánimo más intenso de imprevisión. Fabular es inventar lo que falta, delirar, como se repite tanto, sólo a condición de que el delirio sea la búsqueda constante de otra cosa –una criatura diferente, un espacio por venir–, no la fábrica personal de un sistema de dominio. Si la literatura inventa lo que nos falta, lo hace (hoy lo enseñan hasta en los colegios) sacudiendo en cada caso su idioma. Esto, después de todo, es un peligro: cuando se lleva la lengua a un estado ajeno que cuestiona el lenguaje entero, el paisaje que aparece tiene una cualidad acalorada, alucinatoria. Claro que así el escritor mismo se expone a disolverse; por eso su única alternativa es seguir escribiendo o callarse. Pero el beneficio son las que se llaman visiones de la literatura. Escenarios que sólo aparecen en el tránsito y, como vida hecha palabras, cambian el pensamiento para todos.
◖ ¿Y la felicidad? Con franqueza, muy pocos escritores creen realmente que la arcilla de la literatura sea el fracaso; pero sólo algunos muy generosos pueden celebrar una experiencia disolvente. Un buen ejemplo es Michaux. Michaux siempre está yendo o viniendo. Según dónde lo interceptemos, viene de viajar por Ecuador, del abatimiento extremo, de experimentar con estados anormales para entender la normalidad, o va hacia un nuevo inconformismo, “solicitado sin tregua por el gran espacio del futuro”. Michaux dice: esta vida en donde caemos, que perpetuamos con los hábitos del ojo y las compulsiones de la lengua, es pobre, asfixiante, coactiva, intolerable. No vamos a lograr nada cambiando sólo las condiciones; hay que sacudirla hasta que muestre su falsa solidez; pero la tarea es de cada uno, porque la primera ficción de solidez es la persona, y es la tarea del arte si no quiere ser una servidumbre más. Lo extraordinario de Michaux es que se salió con la suya: del odio por los límites y los cerrojos llegó a la percepción del infinito, del humor maligno al saludo de una aurora inmensa: “Igualación / al fin hallada / al fin alcanzada / que ya nada interceptará. / Allí navegamos. / Júbilo infinito por la desaparición de las disparidades…”. La ganancia de Michaux es incuantificable. Una excepción a la medida de la falta de miedo.
◖ Gestores de nuestra propia ilusión: miremos a Macedonio. Miremos a Marechal, a Cortázar, a Néstor Sánchez, a Alejandra Pizarnik, al Conti de Sudeste, miremos hoy a Groppa, a Aira (otro día cambiaré la selección). La literatura argentina es un venero de escritores maximalistas. El maximalismo es su corriente central, una excentricidad invertida. Visto que no ha cosechado pocos lectores, podemos deducir que el único riesgo de la independencia es elegir la propia muerte. En una literatura de casos raros como la argentina, escribir es el oficio menos inseguro del mundo. Pero el admirador de Michaux o Lamborghini que se inicia en el neoecumenismo literario mundial debe saber que próximamente, por desgracia, ciertos beneficios sólo van a obtenerse a cambio de una progresiva intraducibilidad. Como si la literatura tendiera hacia su absoluto, que es cerrarse en la localidad de cada libro o despedazar todas las lenguas. Hace unos meses Leónidas Lamborghini publicó Mirad hacia Domsaar. Un viejo ex lujurioso y tal vez poderoso llamado Pigj agoniza sobre una camilla rodante en una llanura calcinada donde nada crece, y donde ni siquiera hay barro para que la “esquina del Herrero” sea fiel al tango. Lo acompañan dos mujeres y alguno más, y el poema narra la trabajosa partida de la camilla, sobre sus prácticas rueditas, a veces derecho, a veces en zigzag, rumbo a no se sabe dónde: como nuestro país, como el progreso. Entierro de la lírica pampeana y rezago sarcástico de la retórica central de la lengua, oficio beckettiano de tinieblas y sainete sacramental peronista, mamarracho, vodevil procaz y oratorio de altura, relato en verso, también drama grave sobre la muerte para narrador y comparsa triste. Este poema superlativo no debe haber significado para Lamborghini ningún riesgo que no hubiera asumido desde sus comienzos, cuando necesitó hacerse una voz. Una poética puede ser producto de especulación formal; pero toda voz deriva de la Voz, que es la pregunta por la existencia y el vacío al cual todas las voces tienden. Pero la Voz es también la maravilla de que el lenguaje exista, y aunque nos someta, inacallable, al mismo tiempo nos reinventa y así desmiente la prevalencia de la Nada, ese argumento de pusilánimes. Depuesta la necesidad de certezas, el riesgo se difumina y sólo hay el beneficio del poema, especie de dolor que alivia. Imposible prever qué alcance tendrá. Lamborghini no debe haber pensado en la difusión extranjera, y traducir ese texto sería un asunto bien peliagudo. Fiel a su ímpetu absolutista, recalcitrante en el mundo de la circulación reductora, la literatura se adhiere a la localidad y la enriquece; vuelve a empezar desde la diáspora de las lenguas, deroga el mundo donde vivimos separados por aquello que supuestamente nos comunica. Si tiene un futuro, será gracias a un abultado depósito de intraducibles.
◖ Conocer hace ser, decían los antiguos hindúes. Tal vez, como sugiere nuestra vida diaria, uno se convierta en aquello que piensa. Es un fenómeno enigmático, y sin embargo no se nos escapa que el conocimiento transforma. Razón por la cual pensar es peligroso. Si el que piensa en el horror se vuelve horror, deberá tener un pensamiento lo bastante amplio para que el horror se deposite junto a otras cosas sin ahogarlas. Lo mismo con la alegría, si uno no quiere ser un alegre idiota. La mejor manera de formular el problema hoy, en medio del vocerío sobre la seguridad, sería: uno se vuelve aquello de lo cual está intoxicado. Al escritor, estas cuestiones se le aparecen escribiendo, que en general es su manera de pensar. El escritor se transforma en lo que escribe, cualquiera sea el tipo de conocimiento que da la literatura. Si escribe pensando en el resultado, se vuelve resultado cuando su literatura no es lo suficientemente amplia para que el resultado se coloque junto a otras consideraciones sin ahogarlas. El que camina por delante de sí siempre termina por encontrarse a sí mismo. Pero si alguien se atreve a escribir bajo el impulso de omitirse, tal vez un día se omita, a favor de que su espacio lo ocupen las huellas del mundo –un rasguño, una mirada, un timbrazo, una página ajena– en lo que escribió. Este movimiento parece de veras atrevido, e influye como ningún otro en el lector de los escritores que lo emprendieron. Paradójicamente, empieza con la constitución de una persona, o una voz, que recompone las relaciones de espacio y tiempo, se lanza a devanarlas en líneas y conjura un peligro de origen. Una voz, dice Néstor Sánchez, “que antes no teníamos y que tendería a arrebatarnos de la marejada de lo evidente”. Sólo que allí aparece otro peligro, y es que el miedo reconduzca las líneas por un solo cauce, en la inflexible dirección de lo que ya conocemos. Es el peligro que más gusto nos da vencer; porque se sabe que la emancipación llega por las tangentes, y la literatura también. De donde el único fracaso sería no haber contribuido a alentar la llamita de la literatura.
Imágenes [en la edición impresa]. Diego Bianchi, Serie Tubos, 2003, fotografías.
Lecturas. Las expresiones “arte del peligro” y “superficie psíquica de acontecer” están tomadas de Sylvie Le Poulichet, El arte de vivir en peligro (Buenos Aires, Nueva Visión, 1998). La idea del impulso de omisión es de Néstor Sánchez, “En relación con la novela como proceso o ciclo de vida”, publicado en la revista La ballena blanca, 1998. Sobre los escritores y la revolución, véase Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka (México, Fondo de Cultura Económica, 1991). También se alude a Jean-Luc Nancy, El sentido del mundo (Buenos Aires, La Marca, 2003), y a Gilles Deleuze, Critique et clinique (París, Minuit, 1993).
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