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Prosa de Estado y estados de la prosa

LITERATURA

Durante el último año, con la complacencia insana de la prensa cultural, diversos narradores argentinos se lanzaron crudos ataques mutuos. El centro de la polémica, no muy claro, habría sido la colaboración de ciertas estéticas con la corrupción de la literatura y la supuesta vocación puramente literaria y libertaria de otras. Proponemos dejar de lado este enfoque fastidioso e iniciar, al viejo modo, exámenes estilísticos más pormenorizados.

 

Llamo prosa de Estado al compuesto que cuenta las versiones prevalecientes de la realidad de un país, incluidos los sueños, las fantasías y la memoria. La prosa de Estado instituye un Supraestado que excede a todo aparato estatal. En la Argentina, sus ingredientes básicos son los anacolutos del teatro político, las agudezas publicitarias, el show informativo y sus sermones, la mitología emotiva de series y telenovelas, la pedagogía cultural, psicológica y espiritual de los suplementos de prensa, las jergas progresistas, juveniles y canallas parasitadas por los comunicadores, todo con incrustaciones de traducciones españolas y doblajes centroamericanos. La prosa de Estado plasma los valores de la mente pequeñoburguesa –avance, posesión, distinción y a la vez pertenencia–, tan seductores que absorben a los desposeídos y conquistan a los oligarcas que antaño los despreciaban. Es enloquecedora: mantiene vivo el deseo de mercancía y fomenta la persecución de metas contradictorias. Y, en contra de su proverbial filisteísmo, hoy ya no recela de la literatura; al contrario: se refuerza, ecumeniza y eleva patrocinando una literatura que expresa, y hasta expresa bien, cosas que los demás discursos de la prosa de Estado no saben articular. Los escritores hablan de la angustia y el mal y la ambivalencia; proveen sabiduría y ética; también señalan saludablemente las llagas de los hablantes. La prosa de Estado se reviste incluso de una poesía de Estado, como en el gusto de los políticos por la lírica combativa. Porque así como el Estado democrático-religioso necesita oposiciones complementarias, la prosa de Estado sólo puede implantarse si se reconoce débil e incompleta. Para fortalecerse mantiene a la literatura en invernadero, exquisita flor-ortiga, pero dentro de su parlamento total.

 

La integración de la literatura nos plantea dilemas graves. ¿Creemos que es posible librarse de los valores y las estafas de la prosa de Estado dentro de su tutela omnívora? ¿Es posible reformar ese lenguaje para contar otras cosas, o la única libertad depende de un ataque frontal, demoledor? Y si hay que demoler, ¿se podría destruirla de veras sin terminar con nosotros mismos? He aquí uno de esos dilemas que comprometen toda una vida. Porque ¿hay una prosa, otra, realmente soberana? ¿Y en qué puede consistir su soberanía? El “nosotros” a que aludo vendría a ser: los que estamos hartos del engaño y pensamos que las ficciones literarias que la prosa de Estado asimila, aun las que denuncian sus lacras, son indispensables para mantener las condiciones que hacen a nuestro hartazgo; y que el mero hecho de que nos hartemos es síntoma de nuestro poco valor. Querríamos, como Debord, participar no del espectáculo del fin sino del fin del mundo del espectáculo. Pero Debord sabía que este deseo entrañaba la necesaria abolición del arte, y nosotros… nosotros nos preguntamos: ¿Henry James, Virginia Woolf, Borges también son virus a eliminar? No estamos seguros, por más que los usen y los disfruten los filisteos. Bien: desde hace un tiempo esta incertidumbre aflora en dilatorias polémicas (entre Martínez y Tabarovsky, entre Kohan y él no revela quién) sobre la colaboración de cierta narrativa con el enemigo, o sobre la inadaptación vocacional de otra narrativa, lo que es tirar afuera la pelota del partido que verdaderamente estamos jugando. En mi opinión, tendríamos que volver un poco a la retórica. Leer y escribir son artes del desmentido, de la diferenciación (aunque aspiren a lo indiferenciado), y frutos de impulsos de individuación para los que importan los estilos.

 

La prosa de Estado siempre es escrita. Desde hace varios siglos la letra se imprime en la carne a tal punto que hasta los conscientes de ese silicio hemos adoptado la metáfora inversa del texto como cuerpo. Pero hay reacciones. Desde comienzos de la modernidad, la estrategia dominante de crear un espacio limpio, y en él un texto que afirme un sistema exterior y sea eficaz, viene compensada por movimientos que realzan la enunciación, los acentos particulares o íntimos, decididos a penetrar en los misterios del mundo y en las conductas que los enunciados aplanan: son los casos de Shakespeare o de Quevedo. La consecuencia de estas irrupciones, parejas al progreso tecnológico y exacerbadas en el romanticismo, es que las escrituras individuales distinguen, pero por eso mismo jerarquizan y terminan contribuyendo al empuje gestionador de la tecnocracia progresista; paradoja esta que explica la cíclica tentación de los escritores de derribarlo todo o dejar de escribir. Por encima de la individualidad que parece fomentar, la prosa de Estado (hoy, febrero de 2006) es acumulativa, conquistadora, aglutinante, neutralizante e implanta no sólo la ley sino la burla de la ley y las formas del placer y la espiritualidad. A las diez de la noche, mientras en un canal muestran torturas a prisioneros, en otro Tinelli se burla de un zapateador enano y en otro el ofuscado nóbel comunista José Saramago ensalza una novela que premió a sueldo del diario Clarín, verdugo cotidiano de la lengua. Párrafos de la novela completan el mundo. Este coloide, el escritor lo sabe, cuaja en una lengua siempre realimentada que se imprime en las redes neurales y las satura. La prosa de Estado es un dispositivo de control más eficaz que las policías. Con todo no es tan nueva. La máquina estampadora de sentencias en lomos humanos, la de “La colonia penitenciaria”, data de hace un siglo.

 

Pero la máquina del cuento de Kafka, una verdadera berretada, se avería en mitad de la faena porque la carne del reo ofrece sus resistencias, y la invención de esa alegoría es una de las grandes réplicas de la literatura al control por la palabra. Hay muchas otras: esquivez desdeñosa, “silencio, exilio y astucia”, dispersión del sentido, terrorismo logomoral, desorden de la percepción, literatura menor, quiebra de las líneas de asociación, asesinato de la gramática: de todas se han alimentado los escritores del siglo XX para expandir la conciencia. Como sea, sin embargo, en el fondo del ataque al lenguaje siempre late el rencor contra su fuente, la vida, y por lo tanto con la pulsión de muerte, con el nihilismo letal de Sade. En este umbral la mayoría nos detenemos. Adoptamos programas menos suicidas: por ejemplo, abdicar de todo poder que no sea el de llegar a una verdad; una verdad del caso. Ahora bien: para hacer verdad con un lenguaje que permanentemente la falsea, el escritor tiene que falsear ese lenguaje (dice Barthes); si puede, pulverizarlo. Sólo que, otra vez, comprende que no lo conseguirá sin pulverizarse él también. Es un loop muy dramático de la conciencia literaria, que también puede ser muy gracioso. Entran ganas de estallar, de volverse esquirlas, ¡BUM!, y de que en los vacíos intermedios rija al fin la posibilidad infinita. Si la prosa de Estado es una demencia lógica, garantizada por su hueste literaria adjunta, para que renazca la literatura hay que reventarla y reventar. Pero destruir es una tarea triste, y además no se termina fácilmente con uno mismo, entre otras razones porque en cada uno hay vástagos de alguna tradición y retoños de porvenir. Sí: en los efímeros agregados que somos alientan las generaciones. Y si se mira hacia atrás, entre la apabullante Historia de desastres, gramaticalmente incólume, se ve la llama delicada de aquello por lo que vale la pena “subsistir en el ser”. Una cadena de fuerzas de oposición, inconformismo, desintegración, engarzadas a otras fuerzas que han celebrado, preservado, querido. La forman Jarry y Whitman, Huidobro y Martí, y algunos poseídos por todas las fuerzas, como Lispector o Celan.

 

La pelea de los narradores con la prosa de Estado es por la propiedad de la lengua y la verdad de las historias. Para Pound, la mayoría de la buena prosa literaria nace de un instinto de negación; es el análisis detallado y convincente de algo detestable que se pretende eliminar. La poesía, en cambio, asevera valores positivos, o un deseo, y es más perdurable. Si esto es cierto, y la buena prosa literaria ha sido asimilada por la prosa de Estado, un modo de desbaratarla sería incorporar a los relatos la carga aseverativa de la gran poesía, empezando por la palabra plena y afirmativa. Sin embargo, lo que hoy gana adherentes en nuestro medio literario es una “mala escritura” (es decir, impropia), por oposición a las Bellas Letras o la mera prosa funcional “de mercado”. En su última versión, esta idea alegre y fecunda proviene de Aira; óptima razón para estudiarla. Habría dos razones para romper con la buena escritura. Una sería el odio a la burguesía mundial que la ensalza y usufructúa; un plan de revuelta, en algunos valientes de aniquilación, en los astutos de derrocamiento y reemplazo. La razón contraria sería un deseo de liberarse del trabajo de la Belleza, y en general de lo trabajoso, y de escribir como vía de calma, acaso de saber: como ejercicio contra el resentimiento.

 

En la Argentina de hoy diferentes narrativas deliberadamente mal escritas, antiartísticas, se agrupan en una infraliteratura que enarbola un linaje local y universal: Arlt, Céline, Nicanor Parra, Copi, Zelarayán. La infraliteratura parte de la convicción de que una sintaxis brusca y lisiada puede ser sincera, y una frase bien construida un mero disfraz; también (así en Tabarovsky) de que disciplina argumental y sentido son trampas capitales. Pero, aunque por su carácter destructivo debería ser impasible y altiva, a menudo se encuentra en un brete. Por un lado quiere hablar en nombre propio, escapar de la uniformidad y la chatura; por otro, contra la belleza normativa, representa los usos vulgares que colectivos relegados o sectarios hacen de la lengua: travestis, como en Alejandro López; mundo atorrante y bailantero, como en Washington Cucurto; chabonería barrial de rock y fútbol, como en Fabián Casas. En la realidad, es el estereotipo lo que proporciona a esos grupos la fluidez que no alcanzan en la lengua oficial. En la infraliteratura, el habla, los modos de interlocución, son armas primordiales contra la prosa de Estado. Pero el escritor que adopta estereotipos pierde individualidad. Si quisiera hablar en su nombre inalienable, reivindicarse autónomo, también debería destruir ese lenguaje de intercambio. Tendría que forjarse un lenguaje privado, definitivamente no comunicativo (es a lo que tiende el idioma pansudaca de Cucurto). Pero he aquí que, si se anima al extremo, la infraliteratura choca con el reto de la literatura absoluta, la Obra embarazada de su teoría ad hoc: Finnegan’s Wake o, exagerando menos, Gran Sertón de Guimaraes Rosa. Dados los materiales con que se ha aviado, la infraliteratura argentina reciente no está a la altura del reto; y se resguarda de sus déficits reclamando una herencia de pobreza, de bajeza, de exclusión, de urgencias, y denigrando la literatura elegante. No obstante, no se ataca una literatura sin atacar simultáneamente toda literatura posible. Y, en la medida en que tiene ancestros, cada escritor separado de la institución literaria se enfrenta con otra que él mismo está empezando a instituir. Crea y enseña la guerra a La Literatura, una entidad que sólo existe en sus ciclos de alianzas, hundimientos y resurrecciones. Más allá de esto, la escritura plebeya y procaz de novelas como Keres coger Guan tu fak (López) o Las aventuras del Sr. Maíz (Cucurto) dan la incómoda sensación de compartir involuntariamente el asco por la palabra adecuada, y hasta el desconocimiento de las normas que se infringen, en que se deleitan el periodismo caradura, las telenovelas y las tertulias radiofónicas. Por eso creo que la virtud de la nueva infraliteratura es reformular la pregunta de cuánto queremos destruir y cuánto conservar. Las aventuras del Sr. Maíz, memoria de cómo un repositor cabeza negra es coronado semental sudaca y se crea como poeta negativo, alegre y soez, modera su violencia engarzándola en la lírica del salón bailable: “Así es como todo gira, como todo tiene su lado oscuro con un poquito de luz por donde tenemos que entrar todos al mundo; gracias al dólar-dolor dulce del neoliberalismo tuvimos entre nosotros a estas héruas de extraña coloración caoba; a estas subdesarrolladas princesas de chocolatada Nesquik usando enloquecidas sus piernas, sus chuchas y sus hablas de lenguas coloradas”. En cambio Keres coger…, una trama negra montada con chateos entre travestis, recortes de prensa e informes policiales, es representación consecuente de lengua molida. Pero si la aniquilación de la ortografía también merma la capacidad de diferenciar y sugerir, y si hay emociones complejas que sólo pueden sentirse con subordinadas, ¿estamos dispuestos a destruir también la sintaxis, la morfología? No olvidemos que en el parlamento global de la prosa de Estado relucen la cursilería, la agresión, la guarangada y el error, y hasta palabras tiernas como “tolerancia” y “contención” se lanzan como gargajos. De modo que: ¿no será la infraliteratura un descarrío, un deseo de no escribir que en su frustración se ensaña con la literatura? Porque el escritor no puede dejar de escribir; en cuanto termina un libro siente que “lo esencial no se ha dejado decir”, y necesita seguir lidiando con una lengua que vive como una constricción.

 

Por eso algunos eligen una vía igualmente parcial pero menos enconada e ilusoria; y desde luego más ardua: la llamaré hiperliteratura. Como escribir simplemente “bien” les parece envenenarse, los narradores hiperliterarios exacerban la escritura mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran asonancias y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya alumbrando, pero sin perder nunca las concordancias ni resignar la entereza de la sintaxis, hasta volverla sobrenatural a fuerza de escrita. Contra la demencia lógica de la prosa de Estado, la hiperliteratura enloquece a la narración de sí misma. Hay hipernarradores para todos los gustos: Proust, Faulkner, Lezama Lima, Sebald. En la Argentina hiperescribir fue la insubordinación estética de Saer; ahora es la de Pauls y, se diría, la de Chejfec. He aquí una frase de Pauls: “Recién en el taxi, cuando el juego de la luz en las copas de los plátanos, el ancho de la avenida y la elegancia discreta y funcional de los edificios –con la vieja óptica que dominaba toda una ochava– ya lo devolvían a esa provincia de su vida que sus archivos llamaban ‘Hospital Alemán’ y que, inmóvil, atravesaba sin embargo épocas distintas, todas enlazadas alrededor de la tristeza y la muerte, Rímini se dio cuenta de que no se había cambiado de ropa” (El pasado). En la frase hiperliteraria hay una socarrona ilusión de vida póstuma; en su larga distancia, un robo de tiempo para poner algo más a resguardo del fin de la literatura, y ningún temor a enfrentarse con el tiempo. Parece que apuntara a un arte por venir de la performance literaria.

Mientras, entre estos dos estados extremos, en la corte de la prosa de Estado, a menudo honradamente e incluso sin medrar, se ofrece la paraliteratura. No hay por qué enfrentarse ni señalar con el dedo, teniendo cada cual tantas dudas. Pero: la paraliteratura es arquitectónica; dispone espacios para mensajes inquietantes o la moral de las causas que la sociedad del cumplimiento cree imprescindible tener en cuenta; su crédito es el buen gusto desasosegado. En el imperio de la economía acumulativa, cumple su destino de reducirlo todo a contenido. Sin reparar en que escribir es morir un poco.

 

Pero no vayamos a creernos que la infraliteratura, por derrochadora que se conciba y pasajera, es tan desprendida. RT, un narrador internacional constructivo, se afinca en el legado de Henry James, o de Borges, o de Cervantes y hasta de Svevo. ZF, un narrador destructivo, se ampara en Genet o en Calvert Casey o en Fernando Vallejo. Parece que para cada uno de los dos la tradición que él declara es La Literatura. De modo que, o una estética es la literatura y la otra no, o la literatura es bárbaramente heterogénea. Por supuesto, la disyuntiva es engañosa. Literatura no es enarbolar la estética de Cervantes o la de Tolstoi, ni la de Dostoievsky o la de Silvina Ocampo, sino decidir una acción hoy como hizo alguno de ellos, o varios combinados, con los medios expresivos, las tradiciones y el horizonte de conocimiento de su época. Dado el potencial estratégico de la escritura de Estado, bien podemos hablar de tácticas literarias. Los relatos tienen contenido, claro, pero también pertenecen al arte del golpe: son rodeos que, a partir de un hecho o una cita, se hacen para modificar un equilibrio recibido tomándolo por sorpresa; pero nada modifican si algo en el proceso no sorprende al narrador también. El relato, dice De Certeau, “se caracteriza más por un modo de ejercerse que por la cosa que indica. Sugiere otro sentido que el que parece estar diciendo. Produce efectos, no objetos… Algo en todo relato escapa al orden de lo que es suficiente o necesario saber y, en sus características, concierne al estilo de la táctica”. La diferencia más relevante entre las literaturas de Estado y las otras está en el discurso: de algunos temas es imposible hablar con cierto lenguaje; y viceversa, ciertos temas se pueden decir de diversas y consabidas formas bellas, pero si logramos decirlos de otra forma los transformaremos en otros temas. Es una diferencia de concepción, no de cálculo mercantil. Ningún escritor está del todo libre de ganas de poseer la exterioridad de la cual se aísla para escribir; aun la absorción de un solo lector es un ejercicio de poder. La infraliteratura no debería desdeñar preguntarse cuánto poder del que indefectiblemente obtendrá atacando la buena escritura se propone gestionar, y cómo, visto que no contempla morir en el ataque. Deduzco que Cucurto o Tabarovsky no contemplan morir en el ataque porque, siguiendo otra fértil noción de Aira, aplican buena parte de su poética a la creación de una figura de escritor. El antiestatismo de López es de otra índole: el poder de su escritura vendría de la alianza con desahuciados inquietantes y anómalos, de enarbolar un habla menesterosa, pero para implantarse requiere del lector el esfuerzo de recomponer un autor ausente en lo que el relato reparte por completo entre voces y textos de otros.

 

En todo esto ronda la cuestión del fin de la literatura. Por un lado, es evidente que en grandes dominios de la prosa de Estado ya está acorralada, y que sus defensores más reverenciados son muy dudosos. Y si el peligro es real, nadie querría que la propaganda estética de la mala escritura precipitase una desgracia, ¿no? No. Claro que no. “Escribir mal” no es una maniobra de arrasamiento sino la imitación de un gesto repetido en la literatura moderna. El escritor infraliterario se inspira en determinadas ideas y gestos pasados; y, como sabe que no existe escritor sin padres, suponemos que también le importa procrear. No obstante hay que discriminar inspiraciones. La mala escritura de Aira, inspirada en fuentes tan diversas como Arlt, Rimbaud y Roussel, pero templada en Chateaubriand, anega preceptos elementales de la novela –progresión, clímax, equilibrio, crecimiento de los personajes, coherencia de la voz, desenlace–, en una continuidad irrefrenable (corregir un libro escribiendo otro), el cambalache genérico o el reemplazo del argumento por una teoría insostenible; por lo demás, Aira adjetiva superlativamente, tiene una prosodia como una brisa y coordina con una levedad impecable. Otros elementos –como la exuberancia léxica, la polisemia y una prosodia indefectible– podrían hablar de la bondad profunda de la prosa renga, interjectiva y mugrienta de Zelarayán. Hablamos entonces de autores que escriben mal una literatura agotada para escribir bien la posibilidad de un augurio. Poco de lo mejor que las malas escrituras actuales conservan de esta tendencia es la perversión de una lengua obsesiva, patrimonial, agórica, parlamentaria. Menos interesante es que la perversión pase, por escasez de recursos o indolencia, a avalarse en el referente, por ejemplo en taxonomías sexuales que engalanan la tele o se ofrecen en internet, o en el elogio de la vida amoral, a modo de distinción retributiva del pelagatos. Con los muy diversos modos que han desarrollado los hiperescritores (Becerra, Kohan, Gamerro, Caravario, Serra, Consiglio) para sacar a la literatura de sus casillas el peligro es otro: puede suceder -lo sé bien- que la sobreabundancia, en vez de expandir paulatinamente la visión, de ser vehículo para buscar con cada añadido un nuevo enfoque, dilate una vaguedad de la visión o disfrace una inseguridad, algo que un escritor de vocación no tiene por qué disfrazar.

 

Hablamos de narradores de mente anárquica; de escribir como insumisión al civismo místico, a la presunta novedad de la noticia y a una prosa de Estado que, en su suficiencia abarcadora, encandila la mirada y la inhabilita para contemplar siquiera una hoja. Por eso agitar la lengua, como ha sido siempre, es despejar el ojo. En la prosa de Estado todo tiene ya su lugar, manda la lógica del tercero excluido y todo significa. La prosa de Estado trama apretadamente la cita poética con la sentencia y la guarangada, pero reprime el matiz. El matiz, dice Barthes, es insignificante; sólo expresa la posible autonomía de un lenguaje, una particularidad sin atributos. El matiz, por ejemplo el matiz sentimental, necesita estilo, esto es, decisión sobre la diversidad, la complejidad, la relación y el orden de los elementos de la frase. Cuanto más matizada la frase, más la prosa de Estado la censura. Claro que el matiz estremece la fijeza del mundo pero también sacude al que matiza. Matizar es desflecarse. He aquí un buen punto de partida para esclarecer qué sería buena y mala escritura. Por empezar, no aceptaremos la perfidia de que lo complejo es complicado. Hubo un momento de la narrativa argentina, entre los sesenta y los setenta, de prosa clara y matizada, ágil sin apresuramiento, confiada y asertiva pero prudente, oportuna para la sinuosidad; descendía de las ricas síntesis que habían hecho los norteamericanos. Yo diría que esa línea se ha perdido, salvo en la versión pulsátil, cinemática y aforística de Piglia; despunta en los narradores de género, como De Santis, que dan a su material un poder de efecto que no podría darle ni siquiera el cine. Era la prosa de Walsh, de Briante, de Gallardo, del Conti de Sudeste. La ambigüedad que la hiperliteratura confía a los vericuetos de la frase, este estilo la delegaba en la trama y en la concentración. En sus momentos óptimos, realizaba el ideal estilístico de Jean Rhys, la de Ancho mar de los sargazos: aguas tranquilas levemente rizadas por una turbiedad de fondo (exactamente lo contrario que la prosa de Estado). Y, aunque individuada, era inasimilable a lo personal (algo que la prosa de Estado tampoco soporta bien). Por cierto, con frecuencia nos emperramos en importar para la prosa la potencia de verdad de la poesía apostando todo al metro y los tropos. En realidad, lo que al narrador más conviene de la poesía es la relación íntima con los momentos, su peso variado, sus ritmos. Como si no se pudiera contar nada de veras sin “diferenciar la música sucesiva de los días” (Proust). Pero diferenciar es un arte de la distancia, y la prosa de Estado nos embriaga de familiaridad, de promiscuidad: de todos con la lengua y de cada cual consigo mismo. De modo que el narrador antiestatista indaga en lo siniestro de toda familiaridad a ver si consigue divorciarse de sí, para que en donde era una ilusión ocurran por fin el mundo y él mismo. Es ese empeño lo que hace necesario un estilo y puede habilitarnos para contar, no ya historias originales, sino incluso una historia que valga la pena.

 

El efecto de lo familiar siniestro aparece hoy en una escritura de paso ligero y como indiferente a la combustión, resuelta a usar trucos del cine y las series, contaminada de vulgaridad (por mor de precisiones) pero calibrada en el gran museo del relato directo y la elocuencia más granada del idioma, y por tanto con un insoslayado resto simbólico: la de Daniel Guebel en Matilde o El perseguido, la de Sergio Bizzio en Rabia –y antes de ellos la del Fogwill categórico y fulminante de Vivir afuera o “La liberación de unas mujeres”–. La novela de Bizzio cuenta el romance entre un albañil y una mucama en el marco de una casa de alta burguesía, y es una fábula que erige a un proletario humillado en vengador, luego proscrito, luego casi fantasma y al cabo en ángel. Odio social, ascesis y redención: la rabia del título es literalmente la enfermedad, pero también la del narrador contra la prosa de Estado y la del héroe contra la distinción de los imbéciles que la prosa de Estado modela. Sólo que el odio no obnubila a Bizzio como para colaborar con el fin de la literatura ni ceder a los imbéciles, como si estuvieran obsoletas las preciosas armas (tiempo, elipsis, transiciones, alternancia de diálogo dramático de base oral y narración en indirecto libre) que la literatura se forjó para restablecer los matices; armas que hoy nada restablecerían sin incorporar, recicladas, los groseras armas del enemigo. La prosa de Bizzio absorbe con tanta voracidad como la de Estado (en la novela hay una biblioteca burguesa, Reader’s Digest, charla de porteros y letras de Cristian Castro), pero lo vierte todo en negativo, como extraña entre sus bienes. No en vano Rabia trata de un intruso en un hogar ajeno y de filiaciones y procreaciones dudosas. Vean un pasaje cualquiera: “… el señor Blinder era abogado, hipertenso, obsesivo e infeliz; la señora Blinder había montado en algún momento de su vida una galería de arte, era una alcohólica ‘social’…, usaba muchas cremas, adoraba los colores pastel y, probablemente, mantenía una relación amorosa secreta, a juzgar por alguna que otra prenda de diseño demasiado chillón relegada en el fondo del placard”. Rabia es una de esas novelas intempestivas que hoy se escriben en los resquicios del colapso literario; templadas en la tradición pero manchadas de clisés.

 

En este tipo de escritura se perfila una suerte de clasicismo de emergencia. Décadas después de los experimentos terminales, el narrador atraviesa el boquete que abrieron los demoledores, pertrechado con los lenguajes que ellos llegaron a dominar y transformaron, cargado con escombros y con residuos útiles, y del estrecho corredor en donde se encuentra hace una casa, y la cuida, y se empeña en ampliarla. No capitula. No se acomoda. No se atrinchera. Pero no desdeña procrear, porque sabe que escribir, tarde o temprano, es preguntarse en qué ha consistido, consiste y podría consistir en el futuro la esencia de la literatura. No hay que desdeñar que un clasicismo enturbiado, desenvuelto, no sujeto a nociones, sea una posibilidad. Y si es transitoria, mejor. Como la hiperliteratura (y probablemente la infra) abre una vía paulatina para iniciar por fin el éxodo a campo raso. Porque el escritor ya no se oculta que afuera, en el desahucio, espera una intemperie inmune a los virus de la prosa de Estado, incomprensible a sus categorías, donde elaborar un arte de la palabra del cual sólo sabe que quizá deba tener otro nombre. Un arte del todo extranjero, bárbaro, que sólo guarde de los clásicos de antes el poder de irradiar –otra vez Pound– “una irreprimible frescura”. Tómese como un deseo.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Mabe Bethônico, El coleccionista. Destrucción: Caja I: Sobrevivientes: Inclinaciones.

Lecturas. La cita de Michel de Certeau está tomada de The Practice of Everyday Life (Berkeley, University of California Press, 1988); las de Ezra Pound, de El ABC de la lectura (Buenos Aires, De la Flor, 1984). Sobre el matiz, ver Roland Barthes, La preparación de la novela (Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 2005). Las frases sobre la anarquía aluden a Paul Valéry, Principios de an-arquía pura y aplicada (Barcelona, Tusquets, 1987). Las novelas de Washington Cucurto, Alejandro López y Sergio Bizzio fueron publicadas en 2005 por Interzona.

 

1 Mar, 2006
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