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Alejandro Rubio y el mal en la literatura argentina.
Sombra terrible de Rubio…
Las invectivas firmadas por escritores argentinos durante los dos últimos siglos son muchas. Si aceptamos por un momento la existencia de un canon, basta con mencionar dos nombres para ilustrar la importancia de esa práctica entre nosotros: Sarmiento, Borges. Pero lo cierto es que no son excepcionales en este aspecto. La diatriba, esa textura que se orienta “en contra de”, habita –y hasta modela– escritos de Alberdi, Walsh, Viñas, Martínez Estrada… Nuestras letras han recorrido con tanto esfuerzo, con tanto goce la retórica de la invectiva que incluso podríamos sostener que es uno de los pilares de nuestra literatura.
Vale la pena detenerse por un momento en los términos a los que nos referimos. Retórica, por empezar, señala un campo organizado en función de dos polos. En el primero, en su extremo inalcanzable, la retórica es la actividad pura del sofista. Su objetivo no es tocar lo real, sino utilizar las palabras y las figuras que ellas componen en pos de algo diferente a decir la verdad, aunque no sea estrictamente contrario a ello. Gracias a su poder, los discursos persuaden, embellecen y enseñan una moral; bajo su influjo, juegan y experimentan. Como disciplina, según expone Barthes en La antigua retórica, su punto de partida está en Aristóteles, y desde siempre se ha señalado a Cicerón como uno de sus máximos exponentes. En este polo, la retórica es el arte del polemista. Pero también es el arte del poeta (y es por eso, nunca está de más recordarlo, que Platón expulsa a los poetas de su República).
En el otro polo, la retórica es una de las bases de nuestra concepción del mundo. En La razón populista, por ejemplo, Laclau defiende la función ontológica de la sinécdoque. También Rancière ofrece una explicación útil (distinta, pero no necesariamente opuesta) en La palabra muda, al analizar la obra de Flaubert: “la figura misma ha dejado de ser la invención del arte, una técnica del lenguaje al servicio de los fines de la persuasión retórica o del placer poético. […] El modo figurado del lenguaje es la expresión de una percepción espontánea de las cosas”. Ya sea en posiciones cercanas a la de Laclau o a la que Rancière encuentra en Flaubert, hay una segunda perspectiva, según la cual la retórica configura nuestra relación con la verdad. En su versión radical, el producto es el discurso encarnado, religioso como el bíblico o secular como el arte. Poesía y Filosofía, Narración e Historia, no hay entonces disciplina que sea inmune a su dominio.
Dentro del campo que organizan estos dos polos ocurre la invectiva. Y es también en torno a ellos donde encuentra su función. En relación con el segundo, el que figura una retórica constitutiva de la verdad, la invectiva se interesa sólo por una parte especial de lo real: su punctum es el mal (y su camarada menor, el error). Ponerlo en palabras, hacerlo perceptible a los otros es su máxima aspiración. Del otro lado, en cambio, la atracción del primero de los polos pone en juego un objetivo diferente. La invectiva puede ser entonces una actividad ética o moral, satírica o irónica, pasional o razonada, pero su objetivo no es mostrar la existencia del mal y el error, sino atacar los fragmentos de mundo en que se encuentran. Y –¿quién lo duda?– uno de sus combustibles es el goce del embate.
Para evitar una posición ingenua, es imprescindible descartar en este punto cualquier idea de exclusividad: todo texto modelado por la diatriba intenta recorrer la distancia que va de uno a otro de los polos. Toda invectiva intenta asociar la verdad (retórica) del mal y la potencia (retórica) de las figuras del discurso. Por eso, en principio, cualquiera de sus irrupciones alterna frases verdaderas (o cuya intención es un “efecto de verdad”) y ataques figurados. Pero esos discursos alternados no son los casos que verdaderamente interesan. La cuestión ciertamente problemática es que los mejores retóricos de la invectiva suelen poner ambos polos en tensión en una misma frase. Una anécdota puede ilustrarlo. Un par de décadas atrás (los datos exactos no resultan hoy fáciles de encontrar), una discusión sobre la utilización de fondos estatales para subvencionar a artistas enfrentó en Estados Unidos a dos legisladores. Previsiblemente, uno de ellos abogaba por la libertad de los artistas elegidos en el uso del dinero dispuesto. El otro exigía que se informara con precisión cómo este sería utilizado: “Arte puede ser un chancho con un tutú rosa bailando en un jardín, pero no quiero saberlo”, fue una de sus réplicas. Es relativamente fácil encontrar argumentos contra esta posición: el hecho de que nadie puede juzgar de manera fehaciente qué será una buena obra, ni la distancia entre la idea inicial y la experiencia de producción que tuerce la obra hacia… Pero aunque nos sirvieran para triunfar en la disputa y liberar a los artistas de la mirada censora, ninguno de esos argumentos invalidaría la potencia sarcástica de la frase. Más aún: también su “verdad” se mantendría intacta. Y es que quien la pronunciaba no pretendía saber (ni mucho menos determinar) qué es arte, sino manifestar una verdad (la existencia del mal arte) y atacarlo con el objetivo de oponerse a que el Estado lo financiara. Esa simultaneidad de los polos es lo que le da a la retórica de la invectiva su más valiosa cualidad. Es, también, lo que nos impulsa a elegir a los polemistas de nuestro bando (y nos permite reconocer, tal vez, momentos de inspiración en el adversario).
Peronista bufón, empleado estatal psicótico, poeta por ambición y prosista por defecto, Alejandro Rubio ha construido un personaje que es el punto de mira de una fabulosa capacidad invectiva. Junto con Gambarotta, Durand, Cucurto y Casas, por nombrar sólo algunos, fue primero conocido como uno de los poetas notables de la década del noventa, pero muchos de nosotros llegamos a sus versos más tarde, después de leer sus furibundas reseñas en Los Inrockuptibles, algún ensayo intencionalmente incendiario en La garchofa esmeralda o sus agitadas participaciones en discusiones de la blogósfera (bajo el seudónimo de Maiakovski). No se trata aquí de volver a la categoría de autor, sino de partir del hecho de que no hay diatriba que no se apoye en un territorio definido –y qué importa si es verificable o imaginario–. Así como Fernando Vallejo exagera su ecologismo libertario para pedir por la desaparición de los hombres y Michel Houellebecq alimenta el mito del misántropo desahuciado que habla verdades porque no existe ya salvación oportuna, Rubio ha concebido su plataforma y escribe. Es la voz de un empleado estatal, así que no necesita del favor de lectores y críticos para subsistir. Es la voz de un confeso peronista, así que puede prescindir de las delicadezas del arte autónomo. Es la voz de un poeta realista que aspira a “la mimesis total”, así que está a salvo de la metáfora inutilizada por “siglos de laxitud”. Es, finalmente, la voz de quien se ha traicionado a sí mismo, al pasar de la exigencia de la poesía a “un medio subalterno, la prosa narrativa”, así que está suficientemente preparado para poner en riesgo buena parte de las ilusiones sobre sí mismo (y sobre los otros).
Dar cuenta de su temible capacidad invectiva sin ofrecer una muestra del campo de sus disputas sería desatinado. Ha escrito en una reseña sobre los poemas del primer Gelman: “Nada perdura, después de tantos años, de tanta buena voluntad; ha quedado solamente una pila de poemas innecesarios”. Y sobre Pound, en su “Autobiografía podrida”: “ese embeleso de aldeano ante los frescos, las capillas, los castillos, las catedrales, meros ropajes ideológicos del pillaje y la crueldad”. Y sobre Soriano y Casas, en un breve ensayo titulado “El éxito”: “fueron y son prósperos traficantes de melancolías, como si quisieran hacerse perdonar su solvencia económica, agresividad sexual, estabilidad psicológica, prestigio incomparable y público incontable”. Y más intempestivamente, en una discusión en un blog: “los stalinos sostuvieron cincuenta años el bloque socialista y los troskos no pueden ganar un conflicto universitario”. Y también: “¿O vos sos de esos radicales que piensan que porque la uba es pública, gratuita e irrestricta les da acceso a las clases menos pudientes? No, da apenas la posibilidad abstracta, formal, burguesa, de ese acceso. En resumen: sería mucho más honesto para los pibes de veinte años que subsidian la universidad al pagar el IVA por sus birritas que la universidad fuera arancelada”. Y finalmente, sobre un grupo que acaso lo incluye, en el poema “El homenaje a los caídos”: “ese regocijo ante el escándalo de la derecha / que nos hace sentir peligrosos cuando temblamos / ante el posible aumento del cable”.
Como otros antes que él, Rubio defiende su retórica desembozada en alguna entrevista como la de un “tipo ético”. Pero los que no lo conocemos no podemos dar fe de esa cualidad. Lejos de ese sustento, lo leemos porque su discurso es obscenamente directo, porque está animado por un ansia de realidad que a muchos nos resulta deseable y esquiva por partes iguales, porque nos sentimos cercanos a varios de sus puntos de partida (“Leónidas Lamborghini es el mejor poeta argentino”, “conozco bien a los antiperonistas, conozco su clasismo y su racismo”), porque sus frases tienen ritmo y no carecen de humor… Y porque es, de algún modo, parte destacada del mal que denuncia. Porque es el mal mismo. Porque es malo.
“Todos los grandes escritores argentinos son Napoleones con una escupidera en la cabeza o por cabeza”, escribe en “La literatura argentina es el mal”. “Ensayito literato y compadrón, porque así los escribía Borges”, el texto es una invectiva dedicada a la “mezcla de guerreros y coprófilos” que compone el panteón nacional de las letras. Sarmiento, Borges, Arlt, Cortázar, Bioy Casares, Osvaldo Lamborghini, Piglia y Saer son entonces objeto de un análisis que es parejamente argumentativo y provocador, e intenta hacer presente una cierta verdad (del mal) al tiempo que se aboca a desplegar la imagen del Napoleón con escupidera: “Arlt es la piedra de toque para entender nuestro tema. Un tipo que escribía mal, con errores de ortografía, de gramática, de composición, es nuestro mayor novelista”.
“Pasando al nivel siguiente: la ideología de la literatura argentina está mal porque toda obra literaria argentina, en primer lugar, es polémica”. ¿Hace falta dejar constancia de que es en gran parte esa misma orientación lo que alienta a muchos de nosotros a buscar lo último que escribió Rubio? En una de sus líneas más recordadas, Piglia pone en boca de uno de los personajes de Respiración artificial una pregunta que ha estimulado diversas reflexiones sobre el campo intelectual argentino: “¿Quién de nosotros escribirá El Facundo?”. Por supuesto, no es difícil encontrar en más de un libro un espectro de respuesta. Podemos pensar, por ejemplo, que La operación Masotta de Carlos Correas es su versión académica, y Masotta, nuestro Quiroga intelectual. Pero leer a Rubio en su “Autobiografía podrida” bien puede hacernos ver torcido el verdadero interés de la pregunta. Y la respuesta, parafraseando a Flaubert, no se haría esperar: “Facundo soy yo”.
Volviendo al comienzo de estos párrafos, no hay duda de que la literatura argentina abunda en la invectiva. Sin embargo, en el despliegue de su retórica, nuestras letras han promovido en general algo diferente a lo que se proponían en cada caso. Así, el Facundo, más que un personaje a atacar y una doctrina a desarrollar, nos ha legado la convicción en la importancia de encontrar un adversario y proyectar un eje de disputas. Así también, a través de los distintos momentos en que polemiza sobre la tradición argentina, Borges nos ha legado menos su confianza en que todas las tradiciones del mundo pueden ser nuestras que la sospecha de que una de nuestras mayores potencias radica en la capacidad de intervenir las tradiciones de otros. Y así, todos los argumentos de Rubio en relación con el hecho de que “la literatura argentina, sólo cabe concluir, es mala” nos hacen notar una y otra vez su propia puesta en abismo, nos hacen volver a la extraña sensación de saber cuánto nos alimenta poner el mal en palabras, cuánto deseamos una retórica que sea capaz de hacerlo, empezando por señalarse a sí misma, para dejarnos libres las manos y llenos los bolsillos de piedras.
No hace falta esforzarse demasiado para hallar hoy el ejercicio de la retórica de la invectiva en nuestra producción escrita. Diarios, revistas y libros, blogs y redes sociales dan repetidas muestras de su presente activo. Pero esa abundancia no borra las diferencias. De hecho, permite observar que algunos puños blanden mejores filos, ejecutan algo diferente, hacen de ello un estilo.
Lecturas. Alejandro Rubio ha publicado Personajes hablándole a la pared (1994), Música mala (1997), Metal pesado (1999), Prosas cortas (2003), Novela elegíaca en cuatro tomos: tomo uno (2004), Rosario (2005), Foucault (2006), Falsos pareados (2008), Sobrantes (2009), Harry Samuel Horrible (2009), Diario (2009), La garchofa esmeralda (2010) y Wachiturros (2011). “El homenaje a los caídos” pertenece a Novela elegíaca en cuatro tomos: tomo uno; “Autobiografía podrida” y “La literatura argentina es el mal” pueden leerse en La garchofa esmeralda; “El éxito”, en Wachiturros. Los textos mencionados en relación con la retórica son: Roland Barthes, Investigaciones retóricas I. La antigua retórica (Barcelona, Ediciones Buenos Aires, 1992); Ernesto Laclau, La razón populista (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011); Jacques Rancière, La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009).
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