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John Ashbery desciende de Wallace Stevens en la línea de la gran poesía norteamericana que iniciaron Whitman y Dickinson. Stevens dio por sentado que “vivimos en la imaginación”. Ashbery supone que, si la realidad es incoherente o incognoscible, toda forma es fatalmente inauténtica. De ahí su flujo poético caracterizado no por la forma ni lo amorfo, sino por una expectativa formal siempre frustrada, por visiones de lo real que se transforman y desaparecen sin dejar “nada salvo una amarga impresión de ausencia”. Según este artículo, la intrigante poesía de Ashbery es un viraje sin precedentes respecto no sólo del mito romántico de la autenticidad, sino incluso de la posmoderna y ya vaga “muerte del autor”.
I.
“Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
más grande que la cabeza, adelantada hacia el espectador
y replegándose suavemente, como para proteger
lo que anuncia.”
(“As Parmigianino did it, the right hand
Bigger than the head, thrust at the viewer
And swerving easily away, as though to protect
What it advertises.”)
La influencia de Wallace Stevens sobre John Ashbery es muy conocida; el propio Ashbery se encarga de publicitarla y Harold Bloom, entre otros, la analiza en La angustia de las influencias. Se trataría de una influencia de tono, de impronta, de carácter, incluso de intereses. En relación con Stevens, Bloom llega a definir a Ashbery como “su noble discípulo desesperado”. Es cierto: la lectura que Ashbery realiza de Stevens –la influencia de éste– se materializa en ese registro: el de la desesperación. No es sólo que ambos poetas –el poeta vigoroso y el otro, el contemporáneo, el que manifiesta “el gran cansancio de llegar tarde”– compartan la búsqueda por “unir lo extraño con lo bello”, sino que hay algo, la desesperación, que el segundo agrega al primero. Pero ¿ante qué? ¿Qué es lo que desespera a Ashbery?
Prefiero responder esa pregunta con otra. Una pregunta que remite al fragmento de “Autorretrato” que estoy comentando (y es el comienzo del poema): ¿qué es lo que el poema necesita proteger? ¿Qué es lo que anuncia? Anuncia que el poema necesita protección. Pero, nuevamente, ¿de qué? ¿Qué lo amenaza? En La figura del joven como poeta viril, Stevens da un principio de respuesta: “Definimos a la poesía como la versión no oficial del ser”. Esa frase apunta al núcleo duro de la lectura que Ashbery realiza de Stevens. No es sólo una cuestión de tono o de impronta –verdaderos asuntos menores– sino que lo que Ashbery toma de Stevens es esa convicción: si el poema debe protegerse de algo, es de la autenticidad. La autenticidad es el gran enemigo de la poesía. La autenticidad del yo lírico, pero también del tema, de la anécdota, incluso de la forma. La mano del Parmigianino, más grande que la cabeza, tendida hacia el espectador, se adelanta y se repliega para proteger lo que anuncia. Es un repliegue suave, agrega Ashbery, como para que quede claro que en ese movimiento no hay violencia alguna, ninguna iluminación, emoción o sacudida. Sólo una convicción profunda: la mano protege y a la vez anuncia que la autenticidad no pasará, que allí se detendrá. El poema impone un límite.
La operación que realiza el “Autorretrato” en su rechazo de la autenticidad es un acto radical, un quiebre, una torsión frente a la propia tradición que acecha al poema. Implica el “Autorretrato” entendido como autocrítica; pero no como pedido de disculpas, balance de una vida, ajuste de cuentas biográfico, sino al contrario, como “crítica de lo auto”, crítica del yo, de la subjetividad moderna. Si el retrato (y el “Autorretrato”) en la pintura afirma históricamente el ascenso de la burguesía, la aparición del sujeto autocentrado, de la figura del humanismo moderno, Ashbery da un giro profundo y sutil: sostiene el “Autorretrato” como género, pero lo traslada a un espejo convexo; lo deforma, lo descentra, le quita la tranquila dimensión épica de la burguesidad. El “Autorretrato” como género inepto, bizarro, deforme.
Dije que Ashbery da un giro respecto de la tradición que lo acecha. ¿De qué movimiento se trata? ¿Qué lo acecha? Ashbery pone en cuestión el legado del romanticismo anglosajón y del estructuralismo francés, las dos estéticas que merodean su poesía. Una mención rápida a “Un poema no escrito” (“Dichtung und Wahrheit. An unwritten poem”), de Auden –poema tardío de 1960–, permitirá entender su relación con el romanticismo. Se trata de un largo poema en prosa, dividido en fragmentos, cuyo comienzo dice: “Mientras espero tu llegada mañana, me encuentro pensando Te amo: entonces viene el pensamiento: Me gustaría escribir un poema que expresara exactamente lo que quiero decir cuando pienso estas palabras” (“Expecting your arrival tomorrow, I find myself thinking: I love You: then comes the thought: I should like to write a poem which would express exactly what I mean when I think these words”). Luego el texto continúa con una serie de reflexiones sobre la actividad poética, la pintura, el pensamiento; hasta su desenlace: “Entonces este poema quedará sin escribir” (“So this poem will remain unwritten”). Para Auden ya es imposible escribir poemas de amor, es imposible escribir “Yo te amo” y que esas palabras aún tengan valor. Sin embargo, lo que está desgastado para él es el lenguaje cotidiano, la doxa, el mundo; no la poesía como forma de entender el mundo. Es decir: en Auden aún hay un dejo de nostalgia por la autenticidad. Ashbery va más lejos y esa nostalgia se transforma en novedad: el romanticismo puesto en crisis desde adentro.
Alberto Girri no parece entender ese giro, y en la breve introducción que realiza a su traducción de algunos poemas tempranos de Ashbery (entre ellos, el paradigmático “Manual de instrucciones”) describe su poética como un “programa más petulante que preciso”. Sin embargo, en su descalificación señala algunos de los aspectos más interesantes de la poesía de Ashbery y de su crítica interna al romanticismo: “Lo distintivo de Ashbery reside en un movimiento pausado, calmo, que no se altera o quiebra ni aun cuando la exaltación se hace muy intensa”. O dicho de otro modo: la mano replegada suavemente para proteger lo que anuncia. Y lo que anuncia es la crisis del romanticismo; la crisis de la noción de un yo fuerte que puede poner en relación las palabras con el mundo (primer romanticismo), o de un yo que siente nostalgia por la ruptura de las palabras con el mundo (romanticismo tardío); anuncia la llegada –lista para ser protegida– del momento en que el mundo estalla y con él, el lenguaje, y finalmente el yo. Después de “Autorretrato” el romanticismo o su defensa, así sin más, sin esa crítica interna, se vuelven algo hueco, kitsch, sin interés literario o cultural.
Resta la relación con el estructuralismo, o con el posestructuralismo. Hay una frase en el comienzo de Rizoma, de Deleuze y Guattari, que Ashbery parece haber tomado al pie de la letra: “No llegar al extremo en que ya no se dice yo, sino al extremo en que decir yo ya no tiene importancia alguna”. Por supuesto no se trata de esa frase literalmente (Rizoma se publicó en 1976, un año después que el “Autorretrato”), pero sí de la problemática, común a Blanchot y Foucault, a Barthes y a Lacan, a Levi-Strauss y al primer Derrida, conocida como “la muerte del sujeto”, “la muerte del hombre” o “la muerte del autor”. La teoría francesa es archiconocida y no vale la pena que la sintetice aquí. Sólo interesa entender que la muerte del sujeto es pensada no como un asesinato, mucho menos como un suicidio, sino bajo el modo de la disolución: el sujeto se disuelve en el lenguaje. Desde ese momento, “no importa quién habla” no significa que nadie hable. Habla el lenguaje. Como escribe Blanchot: “El escritor pertenece a un lenguaje que nadie habla, que no se dirige a nadie, que no tiene centro, que no revela nada”. Esta frase resume buena parte del programa de Ashbery, en especial la idea de no revelación. El poema no revela nada, ninguna gran cuestión esencial se juega entre sus líneas, ningún sentido se oculta listo para ser descubierto en una sesión de hermenéutica. “Autorretrato” no incluye mito alguno.
En realidad Ashbery percibe que pasar de un yo demiúrgico romántico a la disolución total del yo en el lenguaje estructuralista implicaría simplemente el cambio de un significante amo por otro. Es evidente que acabo de hacer un uso libre y descontextualizado de Lacan, así que arriesgando aún más en esa línea, la pregunta que me plantea “Autorretrato” es la siguiente: ¿existe la posibilidad de un poema que no responda a ningún amo? En su célebre Seminario XVII (El reverso del psicoanálisis), Lacan define el discurso del amo como el único discurso que excluye la condición del fantasma. Pues bien: es justamente como fantasma que se presenta “Autorretrato”. Claro está, no como fantasma lacaniano (eso ya sería demasiado), sino como fantasma en un sentido material. ¿Qué es un fantasma? Una cosa que no está ni viva ni muerta, ni presente ni ausente, pero que se manifiesta, deambula, es visible. Ésa es la posición del yo en “Autorretrato”. Un yo por momentos romántico, por momentos estructuralista, un yo que está y no está. La plena presencia y la disolución en el lenguaje, al mismo tiempo.
Porque, como sucede con un fantasma, el principal problema que plantea la traducción de “Autorretrato” (y de cualquier otro poema de Ashbery) reside en saber quién habla, dónde está el yo. ¿Es un yo que se dirige a tú? ¿Es un nosotros inclusivo? ¿Es un yo que le habla a un nosotros? ¿A un ellos? ¿Cómo traducir ese it que aparece por todo el poema? ¿Es un pronombre neutro? ¿Es un nominativo? ¿Y sobre quién recae la acción? “Autorretrato” marca el momento en que una lengua (el inglés de Norteamérica) vacila y, como en un dominó, vacilan sus traducciones (no hay español que soporte el poema, porque no hay tampoco inglés que lo contenga).Vacila la lengua porque el yo vacila. Ni muerto ni vivo, más bien desesperado, el yo del poema sospecha de su autenticidad, mientras espera que la mano –tendida hacia el espectador– proteja lo que anuncia. Aunque el anuncio nunca llega, y la protección es en vano.
II.
“Y así como no hay palabras para la superficie, es decir,
no hay palabras para decir lo que es realmente, que no es
superficial sino un núcleo visible, así no hay
salida para el problema de pathos contra experiencia.
Ahí seguirás, intranquilo, sereno en
tu gesto que no es abrazo ni aviso
pero que encierra algo de ambos en pura
afirmación que no afirma nada.”
(“And just as there are no words for the surface, that is,
No words to say what is really is, that it is not
Superficial but a visible core, then there is
No way out of the problem of pathos vs experience.
You will stay on, restive, serene in
Your gesture which is neither embrace nor warning
But which holds something of both in pure
Affirmation that doesn’t affirm anything.”)
En el prólogo a Como un proyecto del que nadie habla, Roberto Echavarren da una pista de lectura. Escribe: “El poema exhibe una crisis del conocimiento acerca de nosotros mismos y de la posibilidad de comunicación”. Y más adelante agrega: “El ocasional yo lírico se ríe de su incapacidad de cálculo y de su desmemoria. Pero esta falta de memoria hace posible el escribir, obliga a errar y equivocarse, a conjeturar apremiados por una urgencia, una expectativa”. Nuevamente se hace presente el tópico de la desesperación: no hay salida para el problema de pathos contra experiencia, lo que lleva a una afirmación que no afirma nada. ¿La no resolución del conflicto coloca el poema en una encerrona? ¿Se trataría, en cambio, de una dialéctica sin síntesis? En Lo que nos mira, lo que nos ve, Georges Didi-Huberman señala acerca de Walter Benjamin algo que es útil para intentar una respuesta: “La gran lección de Benjamin, gracias a su noción de imagen dialéctica, ha sido prevenirnos de que la dimensión propia de una obra de arte moderna no se relaciona con su novedad absoluta (como si pudiéramos olvidarlo todo), ni con su pretensión de retorno a las fuentes (como si pudiéramos reproducirlo todo). Cuando una obra logra reconocer el elemento mítico y conmemorativo del que procede para superarlo, cuando logra reconocer el elemento presente del que participa para superarlo, entonces se convierte en una ‘imagen auténtica’ en el sentido de Benjamin”. La definición es impecable. Pero no toca ni de cerca a “Autorretrato”. Ocurre que en Ashbery la dimensión mítica no aparece ni siquiera como cita. Lo que hay es un merodear en torno al vacío, la ausencia, la pérdida y la desesperación. Y esa melancolía no debe confundirse con un llamado a alguna dimensión mítica (del estilo: “el tiempo en que el poeta dotaba al mundo de sentido”), ni siquiera en clave paródica (del estilo: “el mito del mito”), tal como aparece en poetas de la generación siguiente como Bob Perelman o Michael Palmer. En un poema de At Passages llamado “Autobiografía”, Palmer escribe: “Un filósofo pasa hambre en una pensión, mientras afuera llueve. / Piensa que el yo no es más que otro signo.” (“A philosopher is starving in a rooming house, while it rains outside. / He regards the self as just another sign.”) Pese a su influencia sobre Palmer, Ashbery jamás podría escribir algo así, en él la cita nunca toma el efecto paródico, nunca reenvía al mito extraviado.
Si el problema de pathos contra experiencia no tiene salida, es porque en “Autorretrato” ambos términos concurren al mismo tiempo. No se trata de una dialéctica sin síntesis, sino del efecto paradoja. La paradoja reside en la afirmación de los dos sentidos a la vez. La ocurrencia de todo al mismo tiempo desafía la idea de que hay algo adelante y otra cosa atrás, algo que encubre y otra cosa por develar. “Autorretrato” manifiesta la simultaneidad del decir y lo dicho, de la enunciación y el enunciado, del yo y la disolución del yo. Muchas veces se ha hablado de la dificultad de encontrar el sentido en los poemas de Ashbery, casi como si fuera un heredero díscolo de la tradición del nonsense. Sin embargo, “Autorretrato” da sentido; sólo que el sentido que da es el de un no saber paradójico. Ese no saber –no se sabe quién habla, no se sabe a quién se le habla, no se sabe por qué se habla– es el modo epistemológico que adquiere la crítica a la autenticidad. El orden del saber pertenece al campo semántico de la autenticidad. El conocimiento siempre pasa como auténtico. En Sobre la certeza, Wittgenstein afirma: “La verdad de algunas proposiciones empíricas pertenece a nuestro sistema de referencia”. Pero, ¿qué ocurre cuando no se sabe dentro de qué sistema de referencia estamos? Más adelante Wittgenstein señala: “Cuando empezamos a creer en algo, lo que creemos no es una única proposición sino todo un sistema de proposiciones”. Pero ¿qué ocurre cuando el sistema de proposiciones está en duda? Finalmente Wittgenstein agrega: “El niño aprende a creer en el adulto. La duda viene después de la creencia”. ¿Después de qué creencia viene “Autorretrato”? De la creencia en el no saber literario como crítica radical a la noción de autenticidad poética.
Ese no saber conduce la lengua a un estado de vacilación. Acontecimientos opuestos ocurren al mismo tiempo; el pathos y la experiencia suceden simultáneamente; no hay palabras para decir lo que es realmente, pero a la vez es un núcleo visible. Si el poema describe un término, no da cuenta del otro. Si da cuenta del segundo, abandona el primero. ¿Alcanza el lenguaje para abarcarlo todo? Es allí donde la lengua vacila (primero en inglés, luego como en un dominó, etc., etc., etc.) y ese vacilar conduce a la afirmación que no afirma nada.
Puesto en cuestión el sujeto, el poema expresa sin embargo una subjetividad liberada. ¿Liberada de qué? Del sujeto, justamente. ¿Es “Autorretrato” el gran poema de la subjetividad después de la época del sujeto? ¿De una subjetividad sin sujeto?
El último poema de los Poemas de Samuel Wood, de Louis-René des Forêts, formula como ninguno esa pregunta: “Una sombra quizás, sólo una sombra inventada / Y elegida para la causa / Roto todo lazo con su rostro. / Si escuchar una voz venida de otra parte / Inaccesible al tiempo y al desgaste / Se revela tan ilusorio como un sueño / Hay sin embargo en ella algo que perdura / Aún después que se perdió el sentido / A lo lejos su timbre vibra todavía como una tormenta / Que no se sabe si llega o se va” (“Une ombre peut-être, rien qu’une ombre inventée / Et nommée pour les besoins de la cause / Tout lien rompu avec sa propie figure. / Si faire entendre une voix venue d’aillieurs / Inaccesible au temps et à l’usure / Se révèle non moins ilusoire qu’un reve / Il y a pourtant en elle quelque chose qui dure / Même après que s’en est perdu le sens / Son timbre vibre encore au loin comme un orage / Dont on ne sait s’il se rapproche ou s’en va”). No sabemos si la tormenta llega o se va, pero sabemos que el sentido, aun perdido, vibra todavía. Desde estéticas diferentes, ambos poetas apuntan a la misma pregunta: si en el medio de un bosque, donde no hay ningún humano, nadie para ver u oír, un árbol se cae, ¿hace o no hace ruido? ¿Puede existir el ruido sin testigo? ¿Existe sentido sin sujeto? Hace ruido, pese a nosotros, más allá de nosotros, respondería des Forêts. Hace ruido, pero no sabemos cuál, respondería Ashbery.
III.
“Esto ocurre
siempre, como en el juego en que
una frase susurrada que da la vuelta a la habitación
acaba en algo completamente distinto.
Es el principio lo que hace las obras de arte tan diferentes
de lo que pretendió el artista.”
(“This always
Happens, as in the game where
A whispered phase passed around the room
Ends up as something completely different.
Is it the principle that makes works of art so unlike
What the artist intended.”)
Tomando el camino más corto, podría decirse que aquí Ashbery sigue a su admirado Cage, que es como seguir a Duchamp y por lo tanto, a Raymond Roussel. La idea duchampiana de que son los espectadores los que hacen la obra serviría de testimonio, de prueba de esa tendencia (el juego del teléfono descompuesto sería la otra prueba). Pero no. El camino más corto sólo sirve para caminar menos y para explicar a Duchamp, pero no a Ashbery. En La conciencia del ojo, Richard Sennett analiza poemas como “Letanía” y “Cómo sabemos” y llega a la conclusión de que el desafío que se propone Ashbery consiste en “la idea de diseñar un contexto”. En ese punto se toca con Duchamp. Pero mientras que lo que hace Duchamp es reconstruir el contexto y por lo tanto delimitarlo, Ashbery se propone otro modo de intervención: para él diseñar el contexto implica alargarlo, extenderlo, expandirlo. Mientras que el contexto duchampiano remite a un sitio específico, es decir que de una u otra manera funciona bajo el modo del anclaje, el contexto en Ashbery escapa a toda marca territorial, a cualquier modo de fijación. En última instancia –pero sólo en última instancia– Duchamp es todavía deudor de la tradición de la escultura. Barnett Newman decía que “una escultura es aquello con lo que te tropiezas cuando retrocedes para mirar un cuadro” y ya sabemos hasta qué punto las obras de Duchamp hicieron tropezar, para siempre, a la historia del arte.
En Ashbery las cosas son de otro modo. La lingüista Sofía Fisher tiene una teoría por demás interesante, totalmente pertinente para interpretar este momento del poema. Parte del presupuesto de que el lenguaje se organiza a partir de “dominios nocionales”, una especie de campos semánticos de sentido. Esos dominios tienen una frontera y más allá de esa frontera, se entra en el campo de otro dominio (se cambia de tema). Pero en el interior de cada dominio, el lenguaje realiza dos tipos de operaciones: de clausura y de reformulación. Las de clausura son las operaciones por las cuales un dominio se cierra, concluye (son las operaciones que avisan que se está por cambiar de tema). El otro tipo de operación, la reformulación, es el que realmente importa para leer “Autorretrato”. Una operación de reformulación supone la posibilidad de un “re-decir, un decir de nuevo”. El ejemplo habitual es el caso de expresiones como “es decir”, “en otras palabras”, “dicho de otro modo”. En principio, las frases que están antes y después de esas expresiones “significan” lo mismo. Lo que viene después de “es decir” aclara o profundiza lo dicho antes. Pero, al mismo tiempo, la reformulación provoca una redistribución de la materia lingüística, un desplazamiento en la extensión del dominio nocional, es decir, un corrimiento de sentido. Así funciona “Autorretrato”: como una suma infinita de operaciones de reformulación, en la que el sentido está siempre desplazándose, extendiéndose, alejándose.
¿Dónde se sitúa la frontera del dominio nocional de “Autorretrato”? ¿Cuál es finalmente su tema? Alguna vez le preguntaron a un escritor qué libro que no fuese suyo le hubiera gustado escribir. Contestó: “Todos”. Pues bien, la misma respuesta da el poema. ¿Cuál es su tema? Todos. Esto no significa que todos los temas den lo mismo, que todo valga igual, que un sentido pese igual que otro. Todo lo contrario. Si Ashbery va más allá del eje Duchamp-Cage, es porque la obra no se realiza nunca, ni siquiera en esa escena mítica del espectador reponiendo el sentido. Si las operaciones de reformulación son infinitas es porque ya nadie –ni el lector– puede detener, anclar, capturar la marcha del lenguaje. Todo el poema pivotea sobre una única herramienta: la digresión. De un tema a otro, de un yo flotante a un tú pasivo, pasando por el it objetual, “Autorretrato” puede leerse como una larga digresión sobre la digresión; sobre la digresión en tanto crítica: la digresión como modo de evitar la tentación de autenticidad. En las últimas líneas de “Aqueología”, uno de los poemas póstumos incluido en Gracias, Niebla (“Thank You, Fog”), escribe Auden: “Los poetas nos han trasmitido sus mitos, / pero ¿cómo los interpretaban ellos? / Ésa sí que es una incógnita” (“Poets have learned us their myths, / but just how did they take them? / That’s a stumper”). “Autorretrato” en un espejo convexo expresa la incógnita de la incógnita: la frase susurrada que da la vuelta a la habitación. El yo en suspenso, el lenguaje como digresión, el poema como otra forma de la desesperación.
Imágenes [en la edición impresa]. Francesco Mazzola, El Parmigianino, Autorretrato en espejo convexo, 1524.
Lecturas. Las citas en español de “Autorretrato en espejo convexo” pertenecen a la traducción de Javier Marías (Madrid, Visor, 1990). Otras referencias son: John Ashbery, Como un proyecto del que nadie habla / Like a Project of Which No One Tells (México, El Tucán de Virginia, 1993, prólogo, selección y traducción Roberto Echavarren); Wallace Stevens, El ángel necesario. Ensayos sobre la realidad y la imaginación (Madrid, Visor, 1994, traducción de A. J. Desmonts); W. A. Auden, “Dichtung und Wahrheit (an unwritten poem)”, en Collected Poems (Londres, 1996); Michael Palmer, At Passages, A new directions book (Nueva York, 1995).
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