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Al menos una vez por año los suplementos culturales de los diarios publican algún artículo –generalmente de tapa– dedicado a la figura de un escritor olvidado. Se trata de una ley de género: así como en los parques hay monumentos al soldado desconocido, en los diarios hay homenajes al escritor olvidado. Por supuesto que los nombres varían año a año; la lista es infinita, tan larga como el propio olvido. Especie de brigada de rescate, la buena intención del periodismo rescatista es tal, que a veces se repiten los nombres con sólo unos años de diferencia. Hay escritores que fueron rescatados dos o tres veces en la misma década; especies de cabezaduras refractarios al esfuerzo editorial, testarudos en mantenerse en el olvido. Ingratos.
Las razones que llevan a un diario a encarar semejante logística son diversas, pero hay dos que acontecen con mayor frecuencia. Una, cuando un editor o editora descubre un autor ignoto (para él o ella) y decide ponerlo en circulación. Ocurre que, en la mayoría de los casos, los lectores ya conocían a ese autor y, por lo tanto, el operativo tiende a fracasar, muchas veces en forma de papelón (recuerdo el caso, hace varios años, de un periodista y escritor –hoy devenido hombre de negocios– que en la contratapa de un diario contaba que estaba leyendo a un autor poco leído, injustamente olvidado y rarísimo: ¡Proust!). La segunda, que termina en el mismo resultado, se produce cuando el editor o la editora, en el esplendor del narcisismo, supone que él o ella es (casi) el único que conoce al escritor olvidado, y decide rescatarlo para que el resto de los mortales se enteren de su existencia; existencia archiconocida, por ejemplo, por cualquier buen lector que recorra librerías de viejo, es decir, por casi todos los buenos lectores.
Esta lamentable confusión lleva a que me formule la siguiente pregunta: ¿qué es un autor olvidado? ¿Cuál es la injusticia que se perpetra con el olvido? ¿Por qué recordar connota rescatar y olvidar connota hundir? Estas preguntas rondan un libro publicado hace catorce años, llamado La operación Masotta. Cuando la muerte también fracasa, de Carlos Correas. El libro, publicado por la editorial Catálogos, nunca se reeditó y todos los años se encuentra saldado en un stand colectivo de la Feria del Libro (vale aclarar que “también” está escrito con bastardilla en el original, lo que nos informa de cierta necesidad obsesiva del autor).
Carlos Correas, muerto no hace mucho, tiene uno de los peores currículums que se puedan tener: admirador de Sartre, profesor universitario sin relevancia, polemista por amor a la polémica (como si eso fuera un mérito), colaborador en revistas de “ensayo negro” (¡ay, qué miedo!); salvo el libro mencionado, sus otros libros no tienen el menor interés (quizás, con viento a favor, los relatos de Los reportajes de Félix Chaneton se dejan todavía leer, sin contar que en los cincuenta produjo un simpático escandalete por publicar un cuento gay). Sólo le faltó ser peronista para vivir en el error pleno (en realidad lo fue, pero por poco tiempo). Pero con La operación Masotta logró no sólo revertir el curso de los acontecimientos, sino llegar a ese punto al que todo escritor desea llegar y sólo unos pocos consiguen: escribir un libro único.
Dos años antes, con Borges a contraluz, Estela Canto (otra gran escritora “olvidada”) había inaugurado, para la literatura argentina reciente, un género nuevo: la biografía en contra. Eso que en cualquier otro país es moneda corriente, aquí, tierra de pacatería y de bronces (luego robados de las plazas), representaba una real transgresión (encima con Borges…). Con el mismo estilo sibilino y malicioso, pero cargado de erudición y escepticismo, Correas iba todavía más allá. La operación Masotta contiene, como los buenos productos para el hogar, dos en uno: biografía de Masotta y a la vez autobiografía personal; ambas en contra. En contra de uno mismo y del otro; en contra de los amigos en común (Sebreli, Viñas, la década del 50, la del 60), en contra de las convenciones, de los géneros establecidos, de la sexualidad estándar, hasta desembocar en un nuevo género: el género singular, el género que se aplica a un solo libro; el suyo.
La operación Masotta no es un libro olvidado ni recordado. Sucede algo más interesante: no se sabe qué hacer con él. Es como un cactus: da sombra, pero nadie se le puede acercar.
Recordemos el año de la publicación, 1991. En pleno menemismo, es la época en que comienzan a aparecer libros académicos sobre los sesenta y setenta, memorias insulsas sobre “nuestros años sesenta” (los de ellos), tesinas llenas de Bourdieu, coloquios en universidades norteamericanas. Luego el mercado mostraría la voluntad (en tres tomos) de hacerse cargo del tema. Más tarde Kirchner y su mujer dirán que se reivindican de esa tradición. En fin… (no más preguntas, señor juez). Pero el libro de Correas no integra esa genealogía. No sólo porque arranca en los cincuenta (hecho que parece menor, pero que en realidad es bien relevante para la historia intelectual reciente), sino, sobre todo, porque es una extraordinaria crónica del intelectual argentino como aventurero, como bandolero. Una impecable descripción de esas décadas, hoy mitificadas, como las de la puesta en escena de la ética picaresca en donde no hay rastros de heroísmo ni de ninguna otra clase de épica. Bajo el mandato de la melancolía porteña, el intelectual argentino aparece como el gran impostor de la historia, un tahúr que olvida sus trucos.
La operación Masotta no es un libro olvidado. De hecho buena parte del campo intelectual argentino lo ha leído. Sólo que no se dieron cuenta.
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