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El síndrome de la rana

MÁQUINABLANDA

 

El mundo se ha convertido en un sitio extraño donde los mares se calientan y requieren de una ducha excesiva que provoca tsunamis y huracanes. La segunda naturaleza creada por el hombre no va mejor: las ciudades crecen más allá de todo orden. Los problemas urbanos y ecológicos han perdido su referente local: las nieves de Suiza, país de relojeros, se derriten por humos industriales que llegan de lejos.

La globalización ha representado ante todo un reparto más equitativo de los desastres y las marcas comerciales. En cualquier rincón puedes comprar la misma hamburguesa e intoxicarte con virus, hormonas, polvos raros o colorantes químicos que viajan mucho para llegar a tu organismo.

El vendaval que llamamos “progreso” se ha topado con numerosas voces críticas que suelen ser superadas por la tendencia a adaptarnos al deterioro o a juzgar que la dependencia de nuevos aparatos mejora nuestra vida.

Hace unos años coincidí en Calgary con un naturalista canadiense de ascendencia japonesa, el profesor Suzuki. Lo conocí en el estrado de un teatro donde un grupo de autores íbamos a leer cuentos después de que él ofreciera su negra y documentada visión de la biosfera. De acuerdo con los requerimientos de su gremio, Suzuki llevaba un cinturón orbitado de enseres para la intemperie: navajas, linterna, cantimplora, cinta métrica y otros adminículos que mi ignorancia urbana impide clasificar. La velada de literatura y ecología (combinación muy canadiense) ocurrió ante un público ávido de oír a Suzuki. Con la energía de quien ha subido peñascos para clasificar esquivos minerales, el naturalista se refirió a la indiferencia con que se reciben las malas noticias de la Tierra. Sus datos hubieran sido tremendos y olvidables de no ser porque los trabó en una fábula ejemplar, al modo rústico de Esopo.

Suzuki contó que las ranas (no sé si todas o algunas especialmente acomodaticias) pueden distinguir el agua fría de la caliente; sin embargo, si nadan en una olla donde la temperatura sube poco a poco, son incapaces de advertir cambio alguno. Su organismo no detecta el peligro progresivo, y se adapta al desastre que se avecina. En su mente de rana, los cambios paulatinos siempre son ideales. De pronto, ve burbujas por todas partes, última seña de la realidad donde se ha convertido en una rana hervida.

La alegoría de Suzuki era evidente: el hombre se adapta demasiado a las catástrofes que surgen poco a poco. Los cuentos que se leyeron después confirmaron, por vía emocional y psicológica, la misma teoría. El individuo interpreta las reacciones de la gente que cree conocer, hasta que, demasiado tarde, descubre que algo hierve en derredor.

 

El profeta virtual. Un rasgo común de los futuristas es que se mueven poco. Julio Verne imaginaba expediciones que le hubiera parecido horrendo hacer y Ray Bradbury renovó la literatura interplanetaria sin perder su fobia a los aviones. A esta categoría pertenece Paul Virilio, quien acepta con resignación el mote de “filósofo de la velocidad”, pero prefiere que se recuerden sus estudios de arquitectura por la sencilla razón de que la ciudad antecede a la filosofía y la mayor parte de sus reflexiones se concentran en los ruidosos dilemas de la urbe.

A diferencia de Suzuki, que va con sus herramientas a todas partes, Virilio prefiere que sea su imagen la que se desplace. Hace dos semanas, los asistentes al Encuentro sobre Pensamiento Urbano en Buenos Aires pudimos oír la videoconferencia que impartió desde su casa en Nantes. El analista global es sedentario.

Si Suzuki habla con la urgencia de quien apaga una fogata, Virilio pertenece al género de los pesimistas extremos que no pierden el entusiasmo al enumerar catástrofes, sonríen ante sus oscuros vaticinios y aporrean la mesa con la energía de quienes saben que, desde los remotos orígenes de la especie, las ideas se comunican mejor con un golpe de tambor. La verdad, resulta reconfortante que las peores noticias vengan de alguien apasionado por comunicarlas. ¿Otra variante del síndrome de la rana? En favor del método expositivo de Virilio hay que señalar que logra lo mismo que las fábulas: comunica el horror sin perder la esperanza. Al respecto, conviene recordar el lema de los hermanos Grimm para hablar de ogros y hechizos: “Entonces, cuando desear todavía era útil”.

¿Aún podemos desear algo en el planeta que hierve como el perol de la rana? Resumo la videoconferencia de Virilio en un apretado decálogo:

  1. La velocidad biológica no se ha ajustado a la velocidad tecnológica. Se puede democratizar la velocidad relativa (motos, coches), pero no la velocidad absoluta, que opera sobre el individuo como una violencia no sancionada.
  2. La tecnociencia es al conocimiento lo que el dopaje al organismo: se concentra en el rendimiento, no en los efectos secundarios.
  3. No hay capacidad de respuesta ante un accidente integral, capaz de articular al planeta (un crack en la bolsa, una fisura en una central nuclear). La única sincronía global: la democracia de las emociones.
  4. La ciudad surge con un objetivo de defensa (la muralla es su símbolo). La última muralla es la demografía (la demasiada gente, el “sobrante” como defensa).
  5. Las armas nucleares son armas de comunicación de la destrucción. Después de Al Qaeda, los teléfonos celulares son armas de destrucción masiva.
  6. Cada tecnología inventa su accidente.
  7. El ascetismo tecnológico ayuda a entender la tecnología. Los aparatos dejan de ser inteligibles cuando su uso es necesario.
  8. La ciudad no existe “en vivo”. Todo momento de la ciudad está hecho de pasado y de futuro.
  9. La prevención automática en los artefactos, ajena a los designios del usuario, industrializa los accidentes (mucho cuidado con las innovaciones de Renault).
  10. La globalización representa la finitud, la clausura de lo conocido: Claustrópolis, el ghetto de todos.

Cada uno de estos puntos podría inspirar una fábula de la rana. Hay poco margen para la ilusión en el presente –el Golfo de México sube de temperatura en lo que se lee este artículo–, y sin embargo Virilio se despidió con una proyección al futuro del lema de los hermanos Grimm, pensada por Apollinaire: “violenta es la esperanza”. Hay que aprender a hervir por dentro para no hacerlo por fuera.

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