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Estado de la memoria

MÁQUINABLANDA

 

El film El secreto de sus ojos consagró en 2010 otro “éxito de la memoria” y obtuvo el segundo Oscar nacional, lo que volvió a confirmar la eficacia de la narrativa sobre la dictadura. En términos resultadistas, sería la noticia cultural relevante de estos años. Entonces, hablar de El secreto de sus ojos será hablar de esta época y sus consensos, ya que una película –en parte– puede ser el resultado de una negociación política. Un acuerdo de plata con el Estado. Los dos Oscar argentinos son puntuaciones que premian el título con que debe llamarse, lamentablemente, la cultura oficial de este país: memoria. La hegemonía cultural de los vencidos es la cultura oficial de la democracia.

El kirchnerismo, entendido como temperamento temerario incluso sobre las propias certezas, es la continuidad del peronismo por medios progresistas. Ese saldo define como territorio de acción la cultura. Una característica que marca su particularidad como estación peronista es que el kirchnerismo es el Estado de la memoria, a través de la usurpación de ese ámbito. Una primera reacción ante ese Superestado esponja podría ser: “¡Aprovechemos!, ¡aprovechemos para ser livianos!”. Aprovechemos para flotar. Cada veinte años, cada treinta, hacemos un pacto y entregamos la mochila al Estado. Un Estado que resuelve las cuitas con él mismo. Leviatán de la memoria. Cuerpo hecho de desfiguraciones. La dejamos ahí. La convertimos en dinero, edición, materia prima, cobre que vuelve al corazón de la montaña de la que bajó. Bien. Entremos en detalles.

 

La educación sentimental. El secreto del éxito de Juan José Campanella fue construir la materialidad sentimental de la crisis como tragedia, pero con final feliz. Crisis, caída y renacimiento productivo. Empezó a filmar la crisis cuando la “recuperación” económica aún no alumbraba y, sin embargo, la anticipó. Campanella describió los sentimientos que siempre están sometidos a la economía y que precipitan la continuidad: la economía tiene que seguir porque la vida sigue. Habla de la vida barrial, la de los olvidados de la economía moderna. Vender un club social o no venderlo, planta como dilema de una época. Y la respuesta la da el corazón porque, “si es por ellos”, el liberalismo y la modernidad entierran el cinema paradiso. El hijo de la novia o Luna de Avellaneda conforman las dos piezas de ese mosaico costumbrista en el que el mundo conservador de la sagrada familia se vuelve zona de resistencia y promesa.

Pero El secreto de sus ojos, la “joya” de Campanella, es la película que puede definir una verdad conclusiva sobre su propia obra: tanto costumbrismo engendra monstruos. Campanella, así, se mete en el terreno “sagrado” de la memoria y sale herido e hiriendo. Una memoria concentrada en la tragedia específica de hechos ocurridos entre 1976 y 1983, y que con los años fue incorporando fragmentos más amplios a su línea de tiempo.

Ahora bien, El secreto de sus ojos narra más allá del orden de la buena memoria. Cuenta una ficción bastante más desconcertante en el cumplimiento de los requisitos de una película para centros culturales o talleres de doctrina del genocidio. Es, en tal caso, una película sobre la enfermedad de la memoria. Tanta memoria enferma, nos dice. Toda memoria construye cautivos. No hace seres más libres.

 

Ficha técnica. La víctima: joven, maestra, bella e inocente. El victimario: un hombre de la derecha peronista. Un psicópata y macho futbolero que iba a ser atrapado ahí, en su “debilidad”, en el “club de sus amores”. Si el club social era el espacio público a defender en la tradición campanellista, en El secreto… el club deportivo es la cita envenenada del macho asesino. Esta vez los sentimientos son “la trampa”. ¿Dónde podemos agarrar al patotero, macho y peronista? En la cancha. Razona Francella. Estado: un Matadero. Los hombres de la derecha peronista a los que el Proceso, luego, ordena en su descontrol.

El héroe: un héroe laico. Un oficial de justicia en medio del Estado fascista. Ese es nuestro Batman. El otro, su mano derecha, nuestro Robin, es un alcohólico que muere por él, “preso de su enfermedad” y que conoce el bajo fondo de Tribunales. Obvio: siempre está siendo abandonado por su mujer. Así, estos héroes son débiles hombres de ley en medio de la ley del más fuerte. Son civiles y solitarios que ofrecen las últimas garantías en un Estado a punto de romperlas todas. El fantasma de 1983 vagando por los túneles de 1975.

La familia de la víctima está representada exclusivamente por el marido de la chica violada, que se apega a la muerta y ronda a la espera de justicia. Cree tanto en ella que la hace propia.

 

Venganza civil. El secreto… cuenta una historia que despolitiza a la víctima y quizás, a través de ese detalle, transgrede las acciones que en el colectivo de familiares de las víctimas de la violencia del Estado fueron prohibidas. Es decir, no hubo justicia por mano propia en ausencia de justicia. No hubo casos de venganza. Y Campanella hace una historia que tiene centro ahí: en la ausencia de justicia y en la posibilidad de “hacerla cumplir”. O sea: es la historia de una amenaza latente que persiste en la ley. La amenaza que crea la ley.

También la historia se lateraliza ofreciendo un tópico muy de los años ochenta como es la “sexualidad de la represión”: los violados de la década del setenta aparecen siempre hermosos, jóvenes, franciscanos, proletarizados si no obreros, estudiantes, en definitiva, una tentación para los parias de la represión, para esa plebe del orden cuyo dibujo impreciso persiste en los tonos de clase: cualquiera imagina el desquite social, el largo hhmmmm de sus deseos frustrados cuando se ofrece una víctima. Puro Matadero.

Pero el desenlace del film basado en un crimen que no puede estar cedido al estatus de los crímenes de lesa humanidad –porque esa violación, por más aberrante que sea, no es estrictamente un delito de lesa humanidad– tiene en la identidad política del victimario la oportunidad de ensayar la historia de un “familiar de la víctima” que elige producir por mano propia una justicia imposible. No es un hombre que “mata”, sino que edifica una cárcel y cumple “dignamente” la forma judicial por mano propia. Un justiciero piadoso que hace justicia en el más civil de los sentidos. Cumple fríamente lo que la justicia le prometió. El secreto de sus ojos entonces dice: si no hay justicia, hay venganza. Pero engaña, porque brinda una venganza que reproduce la forma de la justicia. La venganza asume la dimensión fría y meticulosa de la burocracia que falta. No hay “ojo por ojo”. El hombre cumple lo que la justicia no, y sin pasión, como un burócrata de su propio dolor.

 

El orden del proceso. El secreto de sus ojos compone un escenario previo a la dictadura, de contradicciones judiciales de un Estado que aún cuenta con algunos (pocos) voluntarios del estado de derecho, mientras se cablea y se llena de patotas y empieza a cerrar el círculo del sistema represivo. O sea, incluso en el imaginario procesista, esos herejes reclutados entre policías, servicios, sindicatos y demás arrabales del Estado podían ser marginados (por sus “vicios” e indisciplina) y sustituidos idealmente por la familia castrense (igual de corrupta pero más sofisticada) y centralizada.

Porque si bien El secreto de sus ojos es un film acerca de la inocencia absoluta de la víctima (no hay un film de una víctima tan “inocente”), a la vez porta algunas novedades en su confusión: es un relato que también pide el orden del Proceso. Porque ese Proceso también tenía un discurso acerca del orden de la represión. No se puede violar o matar “a cualquiera”. La dictadura llegó también para ordenar la represión, para invisibilizarla más, contra una forma populista de la represión, con sus excesos de venganza, con su atomización y todo el esoterismo lopezrreguista.

Una suerte de barbarie estatal que el Proceso civiliza. La hace más invisible. Contundente. Liberal. Insisto: ese era el ideal del propio Proceso. Incumplido.

 

Cine de la transición. Teoría del demonio: por método lombrosiano se deduce quién es quién. En algún momento del film es posible pensar que quien violó a la víctima fue el propio esposo, interpretado por Pablo Rago. Pero eso convertía la historia en un simple policial y arruinaba las expectativas infantiles de todo espectador: que el malo sea todo lo malo que se pueda. Que el malo sea la representación absoluta del mal.

Quiero decir, El secreto de sus ojos no abandona la estructura con la que se cuenta y se va a contar la dictadura: es La noche de los lápices, es La historia oficial, es todavía un relato sobre el Estado y su laberinto del terror, que persigue su esperanza final en el hilo civilizatorio que no se pierde nunca, porque siempre habrá hebras de un estado de derecho que permanece en pequeñas infracciones, en personas dispuestas a decir la verdad, en alcohólicos que en su “perdición” aún reconocen la dimensión de la ética perdida. Es un film que cierra el ciclo del cine de la transición con una imagen final: el cautiverio del que recuerda.

 

Pacto entre buenos. Los organismos de derechos humanos constituyeron esos años una suerte de Estado paralelo. Un lugar de acopio de verdad, donde se acumularon pruebas a la espera de la Ley y que produjo sus propias invenciones: “plan sistemático de sustitución de la identidad”, por ejemplo. Un corpus que finalmente la justicia aceptó.

El film es una lectura de los años de competencia “paraestatal”. También en El secreto… hay un homenaje a la figura de Julio César Strassera. Y a través de esa figura desgarbada, endeble, melancólica, la forma en que ese pasado debe ordenarse: como trama en favor de una ley que supo ser la fuerza más débil de todas, el lugar sensible desde el que se juntó violencia para restablecerse. Campanella, el costumbrista, nos cuenta que los Derechos Humanos son constitutivos de la violencia del Estado del orden democrático. Y el contrato social se sellaría entre los buenos, entre fiscales y víctimas. Entre los que se vengaron después de que se les incumplió su promesa de justicia y los que quisieron “y no pudieron”.

¿Qué dice el carcelero al final? Yo le creí. Yo le creí a la ley y a la justicia. La esperé. Y cuando supe que no venía, la cumplí.

 

Alfonsinismo y kirchnerismo o lo universal y lo particular. ¿Está la cultura kirchnerista expresada en El secreto de sus ojos? ¿Una cultura que agregó al humanismo alfonsinista un plus de venganza, una dimensión menos universal, la intimidad con la víctima, la sangre en el ojo de la justicia? Si el Nunca más es la reivindicación de la víctima por lo universal que tiene, el nuevo relato estatal reivindica lo particular, la identidad política, el “proyecto” de los muertos. Pero en El secreto de sus ojos la víctima no es ni siquiera un “perejil” de la militancia: es un objeto de deseo. Así, funciona como un retroceso incluso sobre el relato alfonsinista. Es menos político que las víctimas del sadismo militar montado en el “show del horror” de los años ochenta. No es siquiera una quinceañera corriendo por el parque Pereyra Iraola con su boleto estudiantil. Es el cuerpo de una mujer absolutamente “inocente”. Culpable de belleza.

 

La clave campanellista esta vez invertida: “todo tiempo pasado fue peor”. Y sin embargo, esa escena final del descubrimiento del cautiverio del asesino se parece a un ensueño, a una perturbación mental, a una alucinación, como si los alambres que atraviesa el antiguo oficial de justicia (Ricardo Darín) para llegar al casco de la estancia del cautiverio fueran el alambrado de la memoria, pero más aún, el alambrado también de la políticas de la memoria, de la literatura ordenadora entre buenos y malos, hasta llegar a esa zona donde la víctima intercambió su lugar con el victimario. Un matadero laico donde no se goza con el dolor del otro, pero donde se asegura que ese otro no se va de ahí nunca más, como prometieron la justicia y la cultura civilizada tras el horror. Y en tales circunstancias, la promesa oscura de la Memoria: hacer del pasado presente continuo.

Quizás el momento clave de la película es un empalme de montaje. Aquel en el cual, después de descubrir que el viudo tiene preso al asesino en una cárcel propia, el protagonista (Darín) se levanta al otro día y va a declararle su amor a ella (Soledad Villamil). La escena de amor largamente demorada se concreta sobre el secreto de la venganza. Darín y, con él, la justicia (toda la película transcurre en el ámbito judicial) se hacen los distraídos sobre la tortura a la que está siendo sometido el violador y asesino. La historia, finalmente, acepta ese cautiverio.

Así, El secreto… es como una historia de la propia mugre del orden democrático, de su fondo roñoso, de eso que no se podría dragar bajo aguas oscuras. Y Campanella finalmente es hobbesiano: todos somos el demonio. ¿No hay buenos, concluye? ¿Y por eso hay Estado? La justicia no solo repara, sino que evita convertirnos a todos en victimarios.

Campanella hizo un film sobre la humanización definitiva de los familiares de las víctimas. Esa “sangre azul” que custodia la cultura democrática con la teología de los desaparecidos. Es una historia que clausura la “sagrada dignidad” de los familiares de las víctimas. Y dice: más memoria es más descenso. Campanella nos dice: que el Estado lo haga en vez del ciudadano. A su modo, el que violó a la chica que lo obsesionó toda su vida y el marido que cumple lo que la justicia no, son el argumento más sólido de los órdenes que siguieron a la fecha del relato: 1975. Uno explica la “necesidad” de Videla. El otro, la de Alfonsín y Kirchner.

Campanella es un hombre de Estado.

 

Martín Rodríguez (1978) es poeta y periodista. Entre otros libros de poesía publicó Agua negra (Buenos Aires, Siesta, 1998), Maternidad Sardá (Bahía Blanca, Vox, 2005) y Paniagua (Buenos Aires, Gog y Magog, 2005). Muchos de sus constantes artículos políticos se pueden leer en el blog Revolución Tinta Limón.

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