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En septiembre de 2004 se publicó en el Reino Unido el Oxford Dictionary of National Biography, sustituto del Dictionary of National Biography fundado por el intelectual victoriano Leslie Stephen y completado poco después de la muerte de la reina Victoria. Como su predecesor, el ODNB es de proporciones vastas: escrito por unos diez mil colaboradores en sesenta volúmenes, contiene cincuenta mil y pico de artículos que cubren las vidas más ilustres y las más oscuras de la historia británica. Naturalmente, el diccionario desborda los límites de una obra de referencia. Stefan Collini, en el London Review of Books, lo caracterizó como “una ocasión de orgullo comunitario, una vitrina para la erudición moderna y un ejemplo de arrogancia editorial”. Pero aunque su monumentalidad parezca inexpugnable, no por eso se esfuma una pregunta clave: ¿es el ODNB tan valioso como promete? Dado que no existe individuo capaz de evaluar semejante monstruo, la respuesta debe involucrar un debate público.
Tal debate prendió en los últimos tres meses en la sección cartas al editor del Times Literary Supplement, después de que la revista publicara dos notas largas sobre la historia del ODNB. Inmediatamente, se señalaron errores fácticos e interpretaciones poco católicas. Hubo discusiones sobre el tratamiento de Shakespeare, Florence Nightingale, Jane Austen, Patrick O’Brien y un amplio número de figuras menores. Las voces de académicos y eruditos disidentes matizaron los encomiásticos juicios periodísticos. Ahora se sabe que queda mucho trabajo por hacer en la edición on-line y que los vivas eran, aunque no inmerecidos, en gran medida prematuros. El gran beneficiario fue el público. (Mientras escribo estas líneas, los méritos y deméritos del ODNB se siguen discutiendo.)
El caso da que pensar cuando uno se detiene sobre los usos de la humilde carta de lector, un género que en la Argentina tiene un papel notoriamente secundario. Las cartas aparecen en nuestras revistas y en el cuerpo principal de los diarios, pero no en los suplementos culturales, donde harían más falta. Ni Radar ni el cultural de La Nación les dan espacio; la excepción es ñ. ¿Es la ausencia un síntoma? ¿Un síndrome? En los últimos años, mientras tanto, se han multiplicado los foros de discusión en Internet, un limbo para almas en pena locuaces; pero el hastío que producen es de proporciones bíblicas. En esencia, los foros no fomentan sino un caos (etimológicamente: “bostezo”) de confesiones. El pasado 13 de enero, por ejemplo, Clarín preguntaba: “¿Lee usted novelistas argentinos?”. La pregunta puede servir a los fines de un censo, pero incita a lo que Leslie Stephen llamaba “la verborragia demencial del escritor promedio”. Cuando todo el mundo habla al mismo tiempo lo único que se oye es ruido.
Uno espera más de una discusión abierta. La práctica de escribir una carta al editor da frutos precisamente porque apela a un espacio de orden y moderación. Los debates que sostiene deben ser tan puntuales como pertinentes. Aunque la actualidad literaria sea un concepto dudoso, por no decir ficticio, la carta de lector encuentra su razón de ser en un problema del presente; como la reseña de la que es subsidiaria, cumple o intenta cumplir una función pública, a veces hasta política. De ahí que no vaya dirigida sino de manera nominal al editor de la publicación. Antes se dirige al lector. Adrian Tahourdin, el encargado de editar las cartas al TLS, supone que “dan la idea de una conversación intelectual en marcha y les brindan a nuestros lectores la posibilidad de participar del discurso de la revista. Pueden ser informativas o útilmente correctivas”. La noción de diálogo es central, aunque por supuesto hay quien soliloquiza. De hecho, porque presupone un diálogo, la carta puede impulsar un debate.
Se procede, desde luego, en contra de algo o alguien, generalmente una reseña o una problemática mayor. A grandes rasgos, la carta tiene al menos uno de dos objetivos: corregir un error fáctico o cuestionar problemas de interpretación. Aunque las rectificaciones del primer tipo muchas veces no pasen de ofrendas al altar de la pedantería, señalar un error en apariencia banal es al mismo tiempo una forma de descalificar a un contrincante: la banalidad se adhiere a quien la promueve. Pero el lector pone los límites, porque la pedantería se castiga con la risa o el ridículo. ¿No hay cierta comedia involuntaria, por ejemplo, en la rigidez de alguien que se preocupa por clarificar, en una carta reciente, que Florence Nightingale nació en la Villa Columbaia y no en la Villa Columbia?
De todas maneras, las cosas se ponen interesantes cuando el problema es menos la verdad fáctica que la asignación de sentido. El año pasado, en una reseña durísima sobre la correspondencia de Isaiah Berlin, Clive James casi acusó al gran historiador de la cultura de no haberle prestado suficiente atención, al menos por escrito, al holocausto y el nazismo. James, un ensayista de porte considerable, que no duda en cuestionar las ideas recibidas, se proponía revaluar negativamente la fama de quien alguna vez había sido considerado el hombre “más informado de su época”. Pero por necesario que fuera el ajuste de foco, el postulado central quizás pecara de tendencioso. Durante las semanas siguientes a la reseña, las cartas al editor llovieron como la lava sobre Pompeya. ¿Con qué derecho James, con la calma bibliotecaria de la retrospección, le pedía cuentas a Berlin? James pudo defender sus argumentos en una carta.
Es lícito preguntarse quién tenía razón, si el crítico o los berlinistas que lo acusaban de insensibilidad. Pero como no se cansa de recordar George Steiner, toda interpretación es infalseable; la mayor firmeza de una u otra dependerá de nuestros presupuestos. Lo innegable es que un ámbito intelectual que fomenta el pluralismo es muy superior a uno que lo oblitera. Clive James resume muy bien los méritos del debate en el prólogo a Even As We Speak: “El papel del hombre de letras independiente […] es reconocer que es parte de una discusión continua, un intercambio interminable de opiniones en el que no puede, ni debe, imponerse. Si pudiera imponerse y la discusión terminara, se habría convertido en su propio enemigo: el dogmático cuya sola respuesta a la oposición es la aniquilación”. Esto no quiere decir que, en casos particulares, no sea deseable que cierta visión se imponga: si hay algo que James no representa es el anarquismo intelectual o el valetodismo moral. Sí quiere decir que el valor del debate y del sistema que lo alberga estriba en su horizontalidad; no importa, al menos en teoría, el rango del que habla, sino la fuerza de su argumento. El modelo es obviamente democrático parlamentario.
Las cartas de lector encarnan un soporte ideal para la discusión democrática de la erudición. En la práctica, sellan un pacto de mutua vigilancia entre escritores, críticos y lectores. Así como el discurso de la crítica mantiene en foco el del arte, el discurso de las cartas mantiene en vilo, o a veces a raya, el de la erudición; según Tahourdin, “ayuda a que los críticos permanezcan alerta”. Porque la autocomplacencia es la expresión de una derrota: cuanto más laxa y monológica es la crítica, menos ayuda a informar, en ambos sentidos del verbo. Cualquier polémica, en cambio, siempre les pide más a sus participantes. Uno recuerda por último un aforismo de José Luis Romero: “No creo que la erudición sea algo defendible si sirve para evitar que un ciudadano siga siéndolo”. Como cualquier disciplina interpretativa, la crítica no puede darse el lujo del aislamiento. Humildes o perentorias, las cartas de lectores nos recuerdan esta exigencia.
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