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Mi vínculo principal con la literatura proviene de que soy editor profesional, es decir que más o menos vivo de eso y con eso. De ahí que tenga una relación de primera mano con originales que los escritores me envían para que evalúe su publicación, aunque la verdad es que bien poco puedo hacer por ellos, más allá de leerlos. A tal punto se convirtió esto en una actividad central para mí, que en 2010 nos juntamos con tres jóvenes escritoras especializadas en periodismo cultural (Gabriela Cabezón Cámara, Luciana Rabinovich y Fernanda Nicolini) para leer clásicos argentinos contemporáneos –escritores canónicos de la industria editorial– y terminamos leyendo inéditos que me llegaban o que conservaba de mi pasada experiencia en la editorial Interzona. A veces incluso pedíamos material a gente que sabíamos que estaba trabajando en algún libro o que acababa de terminarlo. La idea que de la literatura argentina tienen unas periodistas muy informadas y profesionales es bastante diferente a la que tiene un editor, me enteré, y eso formó parte del intercambio. Yo ofrecía un material de difícil acceso para quien se concentra laboralmente en lo público o publicado, y obtenía de ellas una mirada actualizada sobre ese corpus, una mirada con rumbo de nota de tapa, de reseña o reportaje, de acuerdo con sus respectivas formaciones e intereses. La cuestión es que nos pasamos nuestros buenos seis meses entre anillados y documentos de Word (a veces leíamos directamente en pantalla). Llegamos a algunas conclusiones. La más evidente fue que no había diferencias de calidad sustanciales entre lo que la industria editorial considera literatura publicable, y publica, y lo que no se publica o lo que espera ser publicado algún día. ¿Por qué se publican algunos libros y no otros? En un país en el que aparece un promedio de treinta libros por día, según datos de la Cámara Argentina del Libro, esta pregunta debe tener alguna importancia. Claro, en los originales que leíamos había matices, pequeños errores, aspectos que merecían cierta discusión, incluso cuestiones de fondo de las que dependía que un buen libro pudiera ser excelente; por otra parte, nuestra industria editorial casi no se permite esos lujos: o un original viene bien editado, sin demasiado para cambiar –a lo sumo alguna coma o un uso verbal vago–, o se edita tal como está, o no se edita.
Por la misma época, con Mariano Blatt, mi socio, estábamos organizando una antología de relatos de tema amoroso para Mondadori. Un colega se enteró y me envió un relato de un amigo suyo con el que estaba haciendo un trabajo de edición y corrección. Lo adjuntó en un email y yo, inmediatamente, sin abrir el archivo, se lo reenvié a Mariano. El autor me lo había mandado años atrás en una versión anterior, pero por sus características –un cuento largo– no había logrado encontrarle un marco pese a que me había gustado. Ahora tenía la oportunidad de incluirlo en la antología y, a la vez, de discutirlo en las “reuniones de inéditos” con mis compañeras, a las que les fotocopié la versión anterior.
Yo era el encargado de redactar una minuta de lo que se discutía en esos encuentros y de enviarla por email. Tengo el resumen de aquella reunión y copio un extracto: “La discusión fue interesante porque como en los buenos cuentos hubo uno que hizo trampa: yo. En realidad leyeron una versión del texto que data, más o menos, del año 2006, cuando el autor me lo hizo llegar con intenciones de que le buscara un lugar entre las editoriales pequeñas o algo así. En aquel momento, leí el cuento y más o menos tengo la misma opinión que sostuve hoy y que compartimos. Es un texto muy bien escrito, con una trama que involucra un triángulo amoroso entre el narrador, una adolescente de zona norte y un capataz de estancia; enmarcada la historia en alguna zona del norte del litoral argentino, también funciona como historia de iniciación. La trama está bien llevada y la descripción del paisaje le da un clima que Nicolini relacionó con algunos cuentos de Sara Gallardo. El tema es que al cuento lo olvidé y quedó en un cajón hasta que este año, cuando estaba armando una antología de tema amoroso, Santiago Llach se enteró y me dijo que existía un relato largo, ‘La baguala’, de Lucas Videla, con el que venía trabajando desde hacía un tiempo. Recordé el cuento, le dije que me mandara un Word e hizo eso. Armamos el libro y lo mandamos a Sudamericana. Después volví a leer el texto en su versión definitiva: había sido sometido a un editing feroz. Hay más presencia de personajes secundarios, un trabajo con el lenguaje más elaborado, una escena de sexo explícito entre Flor y Manuel y un ‘The End’ de una página en el que se cuenta el destino de cada uno de los personajes: Flor se casó con un millonario y vive en México, el narrador es abogado y tiene dos hijos, Manuel sigue en la estancia, el abuelo murió. Por supuesto que en el editing Flor pasa de ser una adolescente con algo de Lolita a una concheta de zona norte: ‘Flor me pareció más linda que nunca. Iba, como es ella, con sus alpargatas casi fucsias, sus bombachas y su remerita blanca’. Este tipo de toques a lo largo de todo el texto lo convierten en un cuento más mainstream, más apto para competir en el mercado de las short stories y, en un sentido, más eficiente y más a gusto del lector medio, que compra y lee muchos libros pero que no sabe de literatura. Llamo acá ‘saber de literatura’ a conocer las discusiones que dan lugar a los textos, las tensiones que se instalan, etc. Mi colega, que no es el mal y, al contrario, es un amigo, está trabajando seriamente en esa dirección y no es el único. El tema es si vale la pena ese trabajo en un mercado que vende mil quinientos ejemplares en dos años, y eso cuando un libro anda bien. Se entiende este tipo de operaciones en otros países, donde un anticipo significa medio año de salario y por una lectura te pagan quinientos euros… En fin, cosas que discutimos hoy a la mañana. Adjunto el Word con la versión definitiva de ‘La baguala’ para que puedan comparar. Si no, ya leerán el cuento cuando salga la antología”.
(La antología fue publicada a principios de 2011 por Mondadori, en la colección Reservoir Books, con el título El amor y otros cuentos. El cuento de Lucas Videla es el último).
Hay acá una discusión pendiente sobre lo que se puede considerar mainstream; en realidad, la palabra no alcanza para dar cuenta de los matices de cierto tipo de literatura que, creo, se empieza a imponer o ya se impuso. Entre lo que un escritor considera un libro terminado y un libro terminado hay una serie de procesos, en el mejor de los casos, y está bien que sea así. Un buen editor puede corregir el rumbo de un texto y abrirle un mercado, pero la pregunta sigue siendo válida. ¿Hay un mercado? ¿Qué leemos? ¿Qué editamos? ¿Qué publicamos? ¿Qué significa la etiqueta “literatura argentina” para cada lector? Cosas muy distintas, asumo.
Parte de lo que se considera “literatura argentina”, o lo que se publica como tal, se dirime entre editores tercerizados que trabajan para grandes editoriales, escritores en carrera que redactan informes de lectura para esas mismas editoriales, editoriales pequeñas y mínimas, talleristas que acompañan la producción de textos y, muy de vez en cuando, escritores consagrados que generosamente leen manuscritos, recomiendan correcciones y, en algún caso, su publicación a escala industrial. En ese nivel conviven archivos de Word, fotocopias, ediciones artesanales apenas distinguibles de las fotocopias y ediciones de editoriales pequeñas, alguno de cuyos autores, que vienen circulando desde hace un rato, pasarán en un momento a otro nivel.
Fogwill fue conocido y reconocido, además de por su obra literaria, por la energía que dedicaba a mover originales entre editoriales en las que tenía cierto peso y por ejercer un control absoluto sobre lo que él concebía como su obra: un contrato de cesión de derechos con Fogwill podía incluir hasta la cantidad de caracteres que cargaría por página el libro impreso, y en todos sus libros publicados en vida él se encargó personalmente de todos los paratextos. Por cuestiones de amistad y de profesión, ahora estoy leyendo parte del material que Fogwill dejó inédito. Hay libros que dejó listos para editar y pueden entenderse como parte de lo que él consideraba su obra. Pero también nos encontramos con un grupo de novelas que preparó para su edición en la década del ochenta, cuando despuntaba el orden democrático. Y aquí estamos en el otro extremo del mundo de los originales. Porque un caso típico de la especie inédito, altamente desarrollado y teorizado, es la obra de un escritor muerto, sometida a reglas, normas, prólogos de especialistas, notas al pie; zanahoria del negocio editorial, del mundo de la “novedad” periodística, y alimento para seguidores y detractores, todo lo cual queda fijado entre las coordenadas que rigen el morbo y el pudor.
Una de las novelas que dejó Fogwill está en una carpeta, tipeada prolijamente, con una leyenda que la fecha en 1983 y dice que hay una versión posterior, corregida; de hecho, alrededor del 70% de las 191 páginas aparecen tachadas en diagonal con un marcador negro y la primera lleva escrita, también en diagonal, la palabra “borrador”. “Nuestro modo de vida”, se titula, y narra eficazmente los días de un matrimonio de clase media porteño que vive en lo que hoy llamaríamos un country o tal vez un barrio cerrado. El mismo Fogwill y muchos otros han hablado del carácter profético de sus textos. Tal vez para confirmarlo en parte, hacia el final de la novela se dice que ese año (1983) se ponían de moda los jeeps de tracción delantera y trasera con techo corredizo, algo así como las cuatro por cuatro. La novela tiene un prólogo del autor en el que se refiere a la publicación de La luz argentina, del por entonces joven César Aira; de hecho, Fogwill dice que se propuso plagiarla, pero planteándose seguir unas líneas que a su juicio Aira había desarrollado insuficientemente. Aunque, concluye, tal vez no haya conseguido sus objetivos y “Quizás una próxima novela de Aira nos lo revele”. La novela conserva rastros del Fogwill sociólogo, algo que con el tiempo él fue matizando en favor del Fogwill poeta. Pero es una buena novela y habría sido una excelente novela en el año en que está fechada. Agudo y despiadado para el retrato de personajes y costumbres, y en pleno uso de su gran capacidad narrativa, Fogwill consuma en ese libro un fresco de cierta clase media argentina de principios de los ochenta. ¿Por qué permaneció casi treinta años inédito? No podemos hablar con él; habría que preguntárselo a los que fueron sus editores potenciales por aquella época. En todo caso, la novela estuvo perdida y ahora, recuperada, viene a preguntarnos de nuevo dónde termina la obra de un autor. O, yendo un poco más lejos, hasta dónde llega la literatura argentina.
Soy contemporáneo de este primer borrador tachado de “Nuestro modo de vida” de Fogwill; es parte de la literatura argentina en la que pienso. Pero ahora, algunas de las preguntas que aquí me hice me han llevado a convertir los documentos de Word en mobi, aptos para leer en mi Kindle. Entre esos documentos están algunos de los inéditos de Fogwill.
También soy entrerriano y, lo mismo que de Fogwill, soy contemporáneo de las obras de escritores paranaenses y santafecinos más jóvenes, cuyos originales y ediciones me siguen llegando a Buenos Aires; los imagino muy parecidos a los primeros de Saer o Uhart, y pienso que estos proyectos colectivos tienen mucho de la potencia de revistas como El Lagrimal Trifurca, que se urdió en esa zona del litoral. Bitar, Bejarano, Callero, Podestá, entre muchos otros, envían sus novelas y poemas; esperan ser evaluados y difundidos, pero se equivocan: al leerlos hago poco más que corregir mi mapa e incluirlos en mi canon personal, privado. Todos ellos conviven en mi Kindle; sigo sus blogs; de vez en cuando me hago de alguno de sus libros. A la espera de que progresen en sus proyectos autorales y editoriales, apuesto por un “Kindle para todos”, para seguir leyendo una literatura tan compleja y entretenida y llena de tensiones como aquella de la que me he ocupado los últimos veinte años, y para cruzarme con otros que hacen lo mismo, es decir, leen lo que yo no leo. Juego a dos puntas: a la viva literatura de algunos escritores muertos y a la frescura y potencia de la literatura que me llega por correo y por correo electrónico. Soy muy optimista.
Una versión de este texto fue leída en el VII Encuentro Argentino de Literatura organizado por la Universidad del Litoral, Santa Fe, julio de 2011.
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