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Los diarios no dejan duda alguna: el que de ahora en más vaya a los Estados Unidos con una visa, al entrar en el país será fichado y tendrá que dejar sus huellas digitales. Personalmente, no tengo la menor intención de someterme a tales procedimientos, razón por la cual he anulado de inmediato el curso que debía dar en marzo en la Universidad de Nueva York.
Quisiera explicar aquí las razones del rechazo, es decir, por qué, pese al afecto que desde hace muchos años me une a mis colegas norteamericanos y sus alumnos, considero que esta decisión es tan necesaria como indeclinable y espero que sea compartida por otros intelectuales y profesores europeos. No es una reacción meramente epidérmica frente a un procedimiento que desde hace mucho tiempo se impone a delincuentes y acusados políticos. Si sólo se tratara de eso, sin duda podríamos aceptar moralmente, por solidaridad, compartir las condiciones humillantes a las que hoy se ven sometidos tantos seres humanos.
Lo esencial no es eso. El problema desborda los límites de la sensibilidad personal y simplemente concierne a la condición jurídico-política (tal vez sea más sencillo decir biopolítica) de los ciudadanos en los Estados pretendidamente democráticos en los que vivimos.
Desde hace unos años se intenta convencernos de que aceptemos como dimensiones humanas y normales de nuestra existencia prácticas de control que siempre se habían considerado excepcionales y auténticamente inhumanas. Nadie ignora, por lo tanto, que el control que el Estado ejerce sobre los individuos mediante el uso de dispositivos electrónicos, como las tarjetas de crédito o los teléfonos celulares, ha llegado a extremos hasta no hace mucho inimaginables.
Con todo, no sería posible cruzar ciertos umbrales en el control y la manipulación de cuerpos sin entrar en una nueva era biopolítica, sin avanzar un paso más en lo que Michel Foucault caracterizó como paulatina animalización del hombre llevada a cabo por medio de las técnicas más sofisticadas.
El fichaje electrónico de las huellas digitales y de la retina, el tatuaje subcutáneo y otras prácticas de la misma especie son elementos que contribuyen a definir ese umbral. No deben impresionarnos las razones de seguridad que se invocan para justificarlas: la cuestión no es ésa. La historia nos enseña cómo las prácticas en principio reservadas a los extranjeros terminan pronto por aplicarse al conjunto de los ciudadanos.
Lo que aquí está en juego es nada menos que la nueva relación biopolítica “normal” entre los ciudadanos y el Estado. Ajena ya a la participación libre y activa en la vida pública, esa relación concierne a la inscripción y el fichaje del aspecto más privado e incomunicable de la subjetividad: la vida biológica del cuerpo.
A los dispositivos mediáticos que controlan y manipulan la palabra pública corresponden, pues, los dispositivos tecnológicos que inscriben e identifican la vida desnuda: entre los extremos de una palabra sin cuerpo y un cuerpo sin palabra, el espacio de lo que en otro tiempo llamábamos política se vuelve cada vez más exiguo y reducido.
De esta manera, al aplicarle técnicas y dispositivos inventados para las clases peligrosas, los Estados, que deberían constituir el lugar mismo de la vida política, han hecho del ciudadano, o más bien del ser humano como tal, el sospechoso por excelencia, al punto de haber transformado en clase peligrosa a la humanidad misma.
Hace unos años escribí que el paradigma de Occidente ya no era la ciudad sino el campo de concentración y que habíamos pasado de Atenas a Auschwitz. Evidentemente se trataba de una tesis filosófica y no de un relato histórico, porque no hay que confundir fenómenos que es mejor diferenciar.
Querría sugerir que indudablemente el tatuaje apareció en Auschwitz como la manera más normal y económica de regular la inscripción y el registro de deportados en los campos de concentración. El tatuaje biopolítico que los Estados Unidos nos imponen ahora para entrar en su territorio bien podría ser el precursor de lo que más tarde se nos pedirá que aceptemos como registro normal del buen ciudadano en los mecanismos y engranajes del Estado. Por eso que hay que oponerse.
Publicado en Le Monde del 13-01-2004
Traducción: Marcelo Cohen
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