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La exposición itinerante Bodies, The Exhibition llegó al Shopping Abasto el 15 de agosto y permanecerá en Buenos Aires hasta el 30 de octubre. La muestra presenta cadáveres humanos (16 cuerpos completos y más de 200 órganos) preservados gracias a un sofisticado tratamiento con polímero que permite exhibir órganos y tejidos internos.
La primera muestra de estas características, Body Worlds, fue montada por el anatomista alemán Günther von Hagens en Mannheim en 1995, con inmediato éxito de público y consiguiente polémica mundial. La nacionalidad de Von Hagens no podía dejar de suscitar siniestras analogías con los experimentos “científicos” y “estéticos” llevados a cabo con cuerpos humanos vivos y muertos durante el nazismo. Lo cierto es que más allá de –o gracias a– posibles objeciones, la exposición es un éxito internacional y ha sido vista por más de diez millones de personas, lo que motivó –conflictos judiciales de por medio– la aparición de otras similares, como la que ahora llega a la Argentina tras recorrer ocho países.
Roy Glover, profesor de Anatomía en la Universidad de Michigan, quien otorga aval médico a la muestra, presenta argumentos simples y contundentes a la hora de contestar posibles objeciones: Glover respeta la opinión de quienes prefieren no ir porque les resulta desagradable que cadáveres humanos sean mostrados de esta manera; pero –sostiene– muchos otros consideran que se trata de una experiencia estimulante y enriquecedora, y encuentran bello y artístico el cuerpo humano así “revelado”. En definitiva, concluye Glover, lo que aquí se ve no es muy diferente de lo que ocurre en las facultades de medicina, en las que los estudiantes aprenden y practican con cadáveres. ¿Por qué este conocimiento de primera mano sobre nuestro propio cuerpo debería permanecer reservado a los happy few, en lugar de ser accesible al público en general? La pregunta, si estamos dispuestos a tomarla en serio, es compleja. Se podría argumentar que la diferencia no radica en que los estudiantes de medicina sean “pocos” y “especiales” y el público sea “masivo” y “común” –siempre y cuando pueda pagar los $30 de la entrada– sino en que, cuando se encuentra enmarcado dentro de una clase de anatomía, el goce cruel y violento implicado en despellejar un cadáver, descuartizarlo, contemplarlo, se ve de alguna manera limitado, acotado por la existencia de un fin culturalmente meritorio (curar, aliviar el sufrimiento). Pero para reconocer esto, habría que aceptar previamente la existencia de pulsiones crueles, violentas, de un goce cruel en sufrir y en hacer sufrir, en sufrir viendo el cuerpo del otro desmembrado e imaginando nuestro propio cuerpo muerto siendo objeto de esa humillante exhibición. Claro que Roy Glover prefiere no saber sobre todo eso, no mirar hacia allí, ocupado como está en postular la espontánea bondad de lo existente. En Bodies, según él, se produciría el feliz maridaje entre el cuerpo humano “tal como realmente es” y la “natural” curiosidad humana por conocerlo. ¿Por qué arruinar la fiesta? “Ver promueve la comprensión. El cuerpo humano nunca miente”, nos alecciona Glover. El conocimiento del cuerpo real así logrado no se compara con la observación de ningún modelo de yeso o de plástico. Una cosa es saber que fumar produce cáncer y otra es que un fumador pueda ver, con sus propios ojos, un pulmón ennegrecido y contraído por el tabaco.
Se trataría pues de una experiencia “Real & Fascinante”, según reza un cartel a la entrada de la muestra. Y allí es precisamente donde me detuve; no porque se tratara de una experiencia demasiado intensa, demasiado real o cruda (¿dónde está el olor de los cadáveres, por qué no podemos tocar –y tocar sin guantes [gloves]– su carne, o mejor, comer un poco de esos cuerpos?) sino porque con su idea ingenua de la “curiosidad humana”, con su negación hipócrita de las pulsiones de muerte y de dominio, Bodies se queda a mitad de camino y no puede sino ofrecernos un insípido paseo de media hora por una “muerte segura”.
No deberíamos engañarnos, y mucho menos si se trata del deseo humano de experiencias. Porque una cosa es saber que si aplico corriente eléctrica a un cuerpo se sacudirá espasmódicamente por el dolor. Y otra cosa es probarlo. Eso también sería una experiencia “real y fascinante”, que muchos sentirían curiosidad por llevar a la práctica. Tampoco faltarían quienes voluntariamente prestaran sus cuerpos a la descarga, y no pocos hallarían cierta belleza en el conjunto. ¿Debemos creer, por otra parte, que la mera “experiencia” de ver un pulmón trabajado por el cáncer llevará a alguien a dejar de fumar, como sostiene Glover? ¡Vamos! ¿Por qué no pensar, por el contrario, que el fumador es el auténtico curioso, el que responde de manera más fiel al llamado de la “naturaleza humana”, aquel que aun sabiendo que puede desarrollar un cáncer sigue fumando? Quizá lo empuje un deseo cruel y violento de experiencia… Después de todo, ¿quién se atrevería a comparar siquiera la intensidad experiencial de contemplar un cáncer con la de hacerlo? ¿No se podría ver entonces en cada fumador un potencial body artist que haría palidecer a los más osados performers del arte contemporáneo? Si se trata de defender la avidez humana de experiencias, no queda claro por qué hacerlo con ciertas formas políticamente correctas de esta tendencia y no con otras.
Quizá como reacción ante esa tibia e hipócrita promesa de “experiencia plena” decidí que no entraría a la muestra Bodies, que no estaba dispuesto a ver esos cuerpos, que prefería no tener nada que ver con ellos. Y esto plantea un problema: ¿puede un crítico escribir sobre un corpus con el que deliberadamente se ha negado a intimar?
Evidentemente es posible hablar o escribir con cierto grado de generalidad y pertinencia sobre un libro que uno no ha leído –o que apenas ha hojeado–, o sobre una película o una muestra que uno no ha visto y, de hecho, es algo que, en mayor o menor medida, todos hacemos regularmente al sostener conversaciones sobre “temas culturales”, al dar clases o escribir reseñas y ensayos críticos. ¿Está mal hacerlo? ¿O deberíamos dejar de lado la culpa y reconocer que desde la no lectura también se puede hablar de manera razonable y acaso provechosa sobre una obra? En cualquier caso, afirmar que es posible decir algo significativo pese a no haber leído o visto la obra no deja de ser una concepción débil de la no lectura como práctica crítica. Lo crucial, dejando de lado los aspectos morales y pragmáticos de la cuestión, sería preguntarnos si es posible fundar una perspectiva singular sobre una obra a partir de la experiencia de no haberla visto o leído, es decir, por la posibilidad de pensar la no lectura como una forma específica, afirmativa, irreductible, de relación con el objeto. Y planteada la pregunta en estos términos quizá debamos reconocer que no. No es posible escribir sobre unos cuerpos sin tener ya, aun sin haberlo querido, algo que ver con ellos. No existe una crítica casta, inmune, fundada en una absoluta no relación con su objeto. Pero al mismo tiempo que reconocemos lo imposible de ese ideal, debemos reconocer el carácter no menos ilusorio del ideal opuesto: escribir con propiedad sobre una obra, poder decir –¡como si fuera realmente cierto!– “escribo esto porque he leído ese libro, porque he visto esa muestra”. La crítica vive así entre dos sueños imposibles: el de alcanzar una relación plena –real– con su corpus, y el de resguardarse en una no relación absoluta. Entre ambos, en el instante de ese parpadeo, se juega su pasión loca.
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