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Sólo hay dos cosas que puede inventar un escritor: un mundo y una primera persona. Hasta ahora, al menos para cierto cuadrilátero trivial donde tienen lugar los “debates” literarios, mundo y primera persona son incompatibles, se oponen, se hacen la guerra: el escritor de mundo acusa al escritor de primera persona de solipsista, de mirarse frívolamente el ombligo, incluso de cobarde. Le dice: “Como todos, tu yo es bien de morondanga, y tu pequeña piecita personal es lo único que has podido salvar de tu miedo al mundo”. Aunque parece más frágil, y más tímido, y menos familiarizado con el arte de la beligerancia en el que el otro se ha formado, el escritor de primera persona no se queda atrás. Así que da unos pasitos torpes y responde tildando al escritor de mundo de ingenuo, de cínico, incluso de farsante. Le dice: “Tu mundo, eso que sólo una pedantería a prueba de balas te autoriza a llamar ‘mundo’, no es más que estereotipo, reproducción, eco triste de un consenso especializado en contrabandear como causas justas imágenes del mundo prefabricadas que sólo sirven de vidriera para que pueda pavonearse tranquilamente tu vitalismo de cuarta, tu yo bobo de conquistador, de cazador de elefantes, de corresponsal de guerra”. Buena parte de la historia de la literatura contemporánea se distrae en esas batallas campales, que son divertidas y excitantes pero también estériles, aun en los casos –excepcionales, es cierto– en que se dignan regar la tierra de sangre. Mi idea es que podríamos ahorrárnoslas –o eventualmente reemplazarlas por batallas nuevas: la de la Risa contra la Gravedad, por ejemplo, o la de la falsa escuadra contra el savoir faire. Podríamos ahorrárnoslas de una manera muy simple, accesible, portátil: leyendo a Enrique Vila-Matas.
Y eso que yo llegué tarde a Vila-Matas, tardísimo, como llega el héroe del título de uno de sus libros viejos –un libro que se daba el lujo de existir mientras yo vaya uno a saber qué hacía, en qué perdía el tiempo, un libro cuyo título es la primera razón para envidiar a Vila-Matas, ahora y para siempre y de manera para mí inconsolable: El viajero más lento. Así llegué yo, viajero realmente más lento, a Vila-Matas, y cuando llegué, Vila-Matas ya era el autor de El mal de Montano, de París no se acaba nunca, de Pasavento; es decir: el escritor de primera persona que hoy todo el mundo celebra y todo el mundo sospecha de solipsista, frívolo, etcétera. No, miento. Miento y me redimo. Ese escritor, el Vila-Matas de primera persona, yo ya lo había detectado en Bartleby y compañía: un ensayo, es decir: un libro de lector; es decir: de todos los libros de Vila-Matas, creo, el libro menos solipsista, más abierto, más alienado –en el sentido más literal de la palabra– que haya escrito en su vida. (Uso expresiones fuertes porque sé que Vila-Matas siempre puede tomar el micrófono para desmentirme con una carcajada.) Ahí, en ese verdadero gabinete de otros deseables que es Bartleby y compañía, vi por primera vez al escritor de primera persona que ahora, según dicen los relatores de batallas obsoletas, se dedica sólo a ensimismarse.
Esa es quizás la segunda razón para envidiar a Vila-Matas: la despreocupación, la elegancia, la perversa falta de intención –en otras palabras: el dandismo– con que demuestra que la primera persona no es el yo sino más bien su antídoto, su farmakon, su némesis, y que lo que se teje entre primera persona y mundo es mucho más complejo, peligroso y desconcertante que una relación de oposición o de beligerancia. Diría –si las paredes no escucharan– que es una relación de psicosis. Cuando la primera persona de Doctor Pasavento se pone a seguir la pista de la calle Vaneau, la calle de París en la que ha vuelto a alojarse, y rastrea todo lo que en esa calle puede decirle algo –la placa que recuerda que allí vivió André Gide, la embajada de Siria, la histórica farmacia Dupeyron, la mansión donde vivió Saint-Exupéry, el Hotel de Suède, etcétera–, lo que hace no es otra cosa que desplegar el principio de paranoia cultural que gobierna la formación de un mundo. Paranoia, sí: la primera persona es paranoica de pies a cabeza, tan paranoica, por ejemplo, como la que habla en Cosmos, la novela de Gombrowicz –dicho sea de paso, otro gran inventor de primeras personas de la literatura contemporánea–, con la salvedad de que, en Cosmos, lo que le habla a la primera persona son cosas, cositas, palitos, piedras, hilitos, ganchos, gorriones ahorcados, mientras que en Pasavento, y en Vila-Matas en general, son nombres propios, números, títulos de libros (Dios, cómo envidio El viajero más lento), solapas, biografías de escritores, relatos, tramas literarias, lecturas… Es así, dando por sentado que el mundo habla y que le habla a ella, sólo a ella, en ese singular idioma monosilábico que sólo ella es capaz de escuchar y entender, es así como el escritor inventa una primera persona y un mundo a la vez, no uno y luego el otro sino los dos al mismo tiempo, en una misma explosión primordial que debe sonar como las carcajadas que Vila-Matas ha de estar sofocando en este mismo momento.
¿Solipsismo? “No, nunca estoy solo con mi soledad”, canta Serge Reggiani en alguna página de Doctor Pasavento. Qué desolación, Dios mío, qué prueba de indigencia no ver, no poder ver hasta qué punto la primera persona es menos un yo que una pura conectividad, el principio de una suerte de delirio comunitario, y hasta qué punto lo que nace de ese big bang no es tanto un mundo como un hipermundo, matriz de dos, tres, mil mundos posibles en los que ya nadie podrá decir “yo”, “mío”, “mi”, sin caer en la comedia o hacer el ridículo. Otra razón, mis amigos, para envidiar a Vila-Matas: la invención de una paranoia leve, suelta, feliz. Tal vez esto sea personal, pero alguien tiene que decirlo: envidio el modo en que en Vila-Matas la paranoia no es lo que bloquea, reglamenta o condena sino una especie de curiosidad, una ley de perseverancia que parece excluir todo esfuerzo y todo sacrificio.
La paranoia es lo que hace que las cosas sigan, lo que hace pasar de una cosa a otra, lo que permite cambiar de estado, cruzar un umbral, ir más allá y a veces hasta volver, volver del más allá. Fórmula de la paranoia feliz según Vila-Matas: “Algo en el mundo me habla a mí, habla de mí, de lo que soy, de lo que me pasa. Y me gusta”. Y a Vila-Matas le gusta por eso: porque es lo que lo hace seguir, lo que lo hace pasar de una cosa a otra, de un momento a otro, de una frase a otra. Y aquí habría que hablar del estilo de Vila-Matas. (Primera persona, Mundo, Estilo: la sagrada trinidad del escritor.) Habría que hablar, si las paredes no escucharan y tuviéramos tiempo, de su arte de la transición, de la extraña manera de pasar que tienen sus frases, tan poco deliberada y a la vez tan específica… Pensándolo bien, tal vez no sea casual que yo detectara al escritor de primera persona en el libro de lector de Vila-Matas, en el bellísimo Bartleby y compañía. Porque, como todo libro de lector, el Bartleby… es una celebración de la paranoia feliz. La exaltación de ese momento alucinatorio clave, sin el cual no habría nada, ni lectura, ni escritura, ni mundo, ni nada, en el que, mientras leemos, nos da de golpe la impresión, no, nos parece, no, más bien sabemos, estamos cien por ciento seguros, de que el libro, ese libro escrito por alguien que no conocemos y del que acaso haya miles, centenares de miles en el mundo, repartidos en librerías, depósitos, bibliotecas, portafolios, manos de lectores –ese libro nos habla a nosotros y sólo a nosotros y nos mete en el mundo.
Este texto fue leído durante la presentación de Enrique Vila-Matas en la Feria del Libro de Buenos Aires de abril de 2006.
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