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El 16 de diciembre de 1997, la cadena japonesa TV Tokio emitió un episodio del animé Pokémon titulado “El soldado eléctrico Porygon”. Tras veinte minutos de programa, Pikachu, la popular rata amarilla de la serie, hacía estallar una “bomba-vacuna” destinada a neutralizar un virus de computadora con uno de sus ataques de rayos. El flash de luces rojas y azules que siguió duró apenas cinco segundos, pero bastó para inducir a miles de niños instalados frente a sus televisores a un trance epiléptico fotosensitivo. Pánico. Ambulancias. Internaciones. Suspensión por meses de Pokémon. Polémicas en los medios japoneses y alarma en Occidente. Fue el primer ensayo a escala masiva de los efectos de la Máquina de Soñar, un flicker estroboscópico productor de estados hipnagógicos. Pero quien mejor podría haber entendido y disfrutado sus alcances, así como sus potencialidades subversivas, había muerto hacía exactamente cuatro meses en Lawrence, Kansas.
El Viejo Tío Bill había concebido la Dreamachine en 1959, junto con su amigo y dealer de ideas Brion Gysin, y con la colaboración del matemático Ian Sommerville, durante una de sus estadías europeas: Londres y luego París. Algunas de las varias ciudades de William S. Burroughs, que pasaban frente a sus ojos inexpresivos como la cinta de una calculadora Burroughs resolviendo el “álgebra de la necesidad”: Tánger, New York, Ciudad de México, Saint Louis… Son muchas las ciudades que pasan por la cinta, cortada y vuelta a pegar una y otra vez, pero también los personajes: el inspector Lee, el doctor Benway, A.J., el Marinero, el Exterminador, Hassan O’Leary, Hassan I Sabbah, el Chico Subliminal, Willy Urano. Nombres irlandeses, árabes, chinos, centroamericanos, alegóricos, supuestos. Habitantes de fragmentos y proyectos de una ficción que nunca termina de ensamblarse del todo, como heterónimos siempre fallidos de un autónimo que subsiste debajo de todas las máscaras. Todos, nos dice luego Bill, “tienden a decir lo mismo en las mismas palabras para ocupar, en ese punto de intersección, idéntica posición espaciotemporal”. Y el que emerge también es siempre idéntico: traje gris, sombrero, anteojos, un viejo jugador tramposo, un digno fracasado urbano que lee el Herald Tribune en un bar ante una taza de café doble. La vida es un cut-up.
Cómo hacer para que la literatura, ese instrumento atrasado, pueda modular sus emisiones, abandonar esas absurdas pretensiones de totalidad. Evitar que el virus del lenguaje se replique; para eso, modificar los hábitos lógicos del huésped. Y a la vez probar que la frase no necesita de intenciones para reconstituirse.
Poseer y dejarse poseer, escribir y dejarse escribir. La cinta, en un continuo, pasa bajo el sensor y se interrumpe. Se reanuda la circulación, y ya es otro discurso, otra situación.
Sombrero sureño, chillona voz de cowboy ligeramente irritada, grandes manos que se agitan, inquietas. La boca de labios finos de Bill, una línea recta, se curva apenas para dejar salir las palabras. Se crispa en un tic y el mecanismo muscular se detiene antes de armar la sonrisa, mientras los ojos huidizos van y vienen detrás de unas enormes gafas. Una masa de protoplasma se abre paso desde atrás de la máscara. La necesidad de conservar la forma, a base de pacificadores químicos, y evitar que el globo muestre sus obscenas venas hinchadas, la manera en que todo se desmorona y clama, pidiendo más. Hacerlo a la vista de todos. Exposición total.
Pero esta ansia produce, además, política. Hay mucha prospectiva biopolítica en Burroughs, un especialista en técnicas de subversión profunda basadas en el montaje como desorganización, en la asociación como conjura y en la perversión de los medios mediante lavados de cerebro inversos. Así por ejemplo las unidades M.O.B. (My Own Business) de Burroughs. Tal como las enuncia el Herr Doktor Kurt Unruh von Steinplatz en The Job, junto a las “unidades de autoridad” (gobiernos y puestos de control social paralelos, que de los verdaderos sólo conservan la apariencia), están destinadas a socavar el orden establecido. Consisten en “comunidades aisladas y compuestas por individuos mentalmente unidos”: grupos de afinidad. Las tácticas son las de la guerrilla: desorganizar, atacar, desaparecer. Pero se agregan otras: “Mirar adelante. Ignorar. Olvidar”. Camuflaje, aparente normalización. Sin embargo, el Burroughs consagrado y sacralizado fue convenientemente sometido a despolitización.
Por suerte hay antídotos. La Universidad de Ohio, que en diciembre de 2007 publicó Everything Lost: The Latin American Notebook of William S. Burroughs, la libreta que acompañó su viaje por las selvas de Ecuador, Perú y Colombia en busca del yagé, dará un paso arriesgado. Pretende sacar a la luz su hasta ahora inédito Manual del boy scout revisado (1970), una receta para armar la propia revolución paso a paso, que incluye una desopilante fantasía bolivariana que asombraría al propio Hugo Chávez. Bolívar, argumenta Burroughs, para triunfar debería haber eliminado el calendario gregoriano, reemplazado el español por el chino, destruido la Iglesia católica en América Latina y confiscado todas las propiedades de los ciudadanos españoles. Pero además el viejo Bill propone, entre otras cosas, diseminar dispositivos con cianuro en los subtes, ejecutar programas de asesinatos selectivos, poner bombas en los aviones y las usinas eléctricas, envenenar las fuentes de agua, realizar atentados ecológicos, sónicos, orgónicos. No da fórmulas, se limita a sugerir ideas y a analizar los medios más eficaces de disrupción de todos los sistemas que mantienen en movimiento la máquina capitalista. Un programa ficcional. Pero no muy tolerable para los paladines de la lucha contra el terrorismo. Podemos augurar que habrá problemas.
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