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Ser normal puede acercarse a lo subversivo. Quizá hasta Jean Genet hoy hubiese querido casarse y tener hijos. Y es que el mito del “gay fuera de la ley”, si no ha caído en desuso, ha adoptado la forma sexplotada por la industria del porno (uno de los pilares, junto con la moda y el turismo, de la cultura gay como mercado) de exponerse adrede al VIH teniendo sexo sin preservativo. Este último avatar de la homosexualidad como “parte maldita” encarnado en el bareback –una subcultura que no ha dejado de crecer en Europa y los Estados Unidos desde que la farmacología ha garantizado la supervivencia de los infectados– tiene la pretensión de impugnar a través de esa ruleta rusa que tanto excita a sus cultores, y en la que la carga viral detona sus disparos, al sida entendido como mecanismo de disciplinamiento y al ideal de monogamia que apuntaló el virus. Que en el argot del bareback se llame “fecundación” al instante del contagio, o que se hable de “paternidad” en relación con los que asumen haberlo producido, urde con cinismo postales familiares que se heredan, infames, junto al tipo de cepa. No por nada el francés Erik Rémès, autor de Serial fucker, diario de un barebacker –una novela que en 2003 causó cierto revuelo en Francia, luego de que activistas de una asociación gay de lucha contra el sida provocaron destrozos en la editorial parisina Éditions Blanche y acusaron con pintadas a su director de ser “cómplice del sida”– interpretó ese escándalo como una reacción al modo en que el bareback “va en contra de la hetero-normalidad de los gays”. Un indicio de cómo los nexos históricos entre el sueño familiar de los homosexuales y la propagación de la epidemia dieron pie al designio del barebacking: erigir una nueva variante del outsider sobre el deseo de ser portadores del virus.
¿Pero hay algo más que una mera provocación en postular “I love AIDS” como un slogan? ¿Hay allí el atisbo de una práctica crítica? En tanto la autodestrucción como ideología libertaria no es más que un sofisma, la pretensión del bareback de montar en la cultura homosexual una zona de revulsión y disidencia va por el carril del efectismo. En Reflexiones sobre la cuestión gay, Didier Eribon tiene razón cuando escribe: “Hay que renunciar a la idea de una ‘subversión’ sexual necesariamente ligada a un progresismo político”. Y si ya no es posible seguir sosteniendo la clásica antinomia del movimiento gay (y que ahora el bareback lleva a un extremo) entre la figura del rebelde embanderado en su diferencia y atrincherado en los límites de una minoría, y la del homosexual que anhela casarse y tener hijos y graba tarde a tarde la Familia Ingalls, en parte se debe a que la lucha política ha dejado, hace tiempo, de tramarse en la cama: la “revolución (homo)sexual” no será transmitida.
Se sabe que la lucha de gays y lesbianas por conseguir los mismos derechos que los heterosexuales (la búsqueda paradójica de una igualdad en la diferencia) ha logrado que las leyes de matrimonio y adopción hayan sido aprobadas en algunos países. Pero en naciones retrógradas como la Argentina (en donde los vacíos legales y el derecho a disponer del propio cuerpo han permitido que unas pocas lesbianas se animaran a inseminarse artificialmente, dejando de lado preocupaciones del tipo: “¿y qué va a hacer el nene cuando nos dibuje en la escuela?”) la sociedad se niega a entender que la adaptación a nuevas estructuras parentales es una realidad irreprimible. En tanto sobre nadie pesa la prohibición de tener hijos (por algo siempre ha habido gays y lesbianas que han dejado descendencia), es preciso que entendamos cuán deseable es ser padres. Imaginar –parafraseando a Foucault– una “ascesis homosexual” entre cunas y escarpines es una empresa que nos lleva a esperar de las lesbianas la intención de ocupar el centro de la escena. Y no sólo porque es hora de superar la hegemonía de lo gay como epistemología de las homosexualidades posibles, sino porque en los úteros lésbicos hay un arma política que espera ser utilizada. Aunque parezca contradictorio, de lo que se trata es de contrarrestar el feminismo: de entender que ser madre (lejos de encarnar un aspecto más de la condición femenina) debe instituirse como rasgo identitario de la mujer lesbiana. Así, a diferencia de las mujeres heterosexuales, lo último que deberían cuestionarse aquellas es su deseo de realizarse como madres. La maternidad como fundamento del sexo femenino puede implicar, para las lesbianas, una forma de activismo.
La disipación de la melancolía homosexual que se viene dando en Occidente (y cuya bilis negra ha bullido en la sempiterna obligación de renunciar a tener hijos) tiende a resolver el duelo por los heterosexuales que no fuimos. No nos heterosexualiza, como algunos creen. La lesbiana o el gay que forma una familia no llega a ser (no imita, no cita, no se apropia, no asume el rango de) la mujer o el hombre hétero cuya pérdida lloró, sino bajo la admonición de su fantasma. Pero si se piensa bien cómo ciertas parejas gays y lesbianas –en países cuyos marcos jurídicos permiten la adopción y el matrimonio– componen estampas familiares que de tan compenetradas con un modelo straight adquieren ribetes caricaturescos, parece que allí se manifestara algo del orden del camp . Pues ¿cómo no ver en esa mimesis fallida, en ese “ser impropio de las cosas”, en ese gusto por un modelo familiar pasado de moda, en ese intercambio de los roles materno-paternales, un laboratorio camp de nuevas familias?
Es de esperar, no obstante, que algún padre gay cometa alguna vez incesto y que se sepa; o que algún hijo de madres lesbianas termine siendo un asesino. O que haya hijos que, en el plano sexual, sigan las huellas de sus padres. Sólo cuando las familias “homoparentales” demuestren que no deben ser perfectas; cuando la perversión, la psicosis, la disfuncionalidad, el divorcio, la violencia doméstica y el odio se manifiesten también en sus hogares, estaremos en presencia de verdaderas familias. Augurar como Mario Vargas Llosa –en un artículo sobre la promulgación en España de la ley de matrimonio homosexual en junio pasado– que “es muy posible que, dentro de veinte o treinta años, las familias más estables las descubran las estadísticas entre los matrimonios gays”, deposita en nuestros hombros una carga pesada. La idea de que podemos reinventar la familia no contempla la posibilidad de equivocarnos. Perversamente se nos excluye de la fatalidad (del desafío) de ser malos padres. La certeza de que los peritajes a los que seremos sometidos tenderán a olfatear un ideal straight en nuestras ropas prende señales de alarma. Pues ¿cómo asimilarán la sociedad y el Estado que el statu quo en que se legaliza ser gay cambie en sus mismísimos cimientos? ¿Cómo afrontarán que los homosexuales, aceptados por los “valores establecidos”, transformen los valores en los que son aceptados?
Lejos de esa conciencia revolucionaria que en los setenta pugnaba por “liberar el deseo”, los gays y las lesbianas hoy protagonizamos la primera revuelta conformista de la historia. Justo cuando la cultura homosexual ha alcanzado su momento más desideologizado, su punto máximo de alejamiento de una voluntad política de subvertir el orden, una fuerza corrosiva ha empezado a liberarse. Hoy la pulsión desorganizadora no se ciñe a una existencia marginal y refractaria, sino a “la voluntad de mostrar que podemos ser buenos soldados, buenos padres, buenos sacerdotes” (Leo Bersani). Sostener que la economía de nuestra libido es una conquista cultural de nuestros opresores; o que la homofobia nos coopta a la vez que disciplina; o que un “fin de la historia” gay se asoma en el horizonte cuando la reivindicación de nuestros derechos pareciera disecar identidades (Bersani dirá que la homofobia es necesaria para que la homosexualidad continúe existiendo), es no reconocer el germen de inestabilidad que se le ha inoculado a la cultura. Ser normales puede ser subversivo, al igual que ser madres y padres diferentes. Después de todo, nada nos impide que un sábado llevemos al nene a dormir a casa de su abuela, y bajemos de la mano, en la noche oscura, hasta el cine porno en que una vez nos conocimos.
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